19 de diciembre de 2015

El Delta poético: un refugio natural para la literatura

 



                                                                   Pablo Bernasconi

Oliverio Girondo y Norah Lange le imprimieron la bohemia de los años treinta, las fiestas, las reuniones literarias. Lugones, su sello de muerte: en 1938 ocupó una habitación en el recreo "El Tropezón" y se tomó un frasco de cianuro. Rubén Darío, Rafael Alberti, María Teresa León, Silvina Ocampo, Olga Orozco: todos pasaron por el Delta, les cantaron a esas aguas amarronadas y densas, a los sauces, a los camalotes que cierran los riachos.
Fue refugio -aunque también centro clandestino de detención- en años de la dictadura: Diana Bellessi, una de las voces poéticas que hoy más se identifican con el paisaje isleño, llegó por primera vez en 1976. El rinconcito en el arroyo Felipe donde se instaló fue, según cuenta en el documental El jardín secreto (2013) -dirigido por Diego Panich, Claudia Prado y Cristian Constantini-, un Edén recién descubierto en medio del infierno que se vivía.
Paraíso anfibio de sauces, ceibos, juncos que crecen como plaga; "masa de verdura", como dijo Sarmiento en 1875; "Paraná incomparable" para el uruguayo Marcos Sastre en su libro El Tempe Argentino (1858); "una tierra encantada cuya realidad apenas podíamos imaginar", según comerciantes ingleses del siglo XVIII: la historia poética de la zona comienza con los guaraníes y su tradición oral de verso y canto -"¿Algo tienes para comunicarnos colibrí?/ ¡Colibrí lanza relámpagos!"- donde se celebra al jaguar, al pájaro.
Los versos llegan en las versiones del etnógrafo paraguayo León Cadogán, quien en los años veinte supo ganarse la confianza de las comunidades de la zona. Y no se pierden: los versos de los poetas actuales recogen el legado. Porque con su vegetación cerrada y su infinidad de arroyos, el Delta sigue siendo el lugar ideal para aquellos que necesitan escaparse del ritmo de la gran ciudad para escribir.
Algunos, como Bellessi, Alberto Muñoz, Javier Cófreces o Alicia Genovese, tienen su casa en el Delta desde hace años y suelen pasar temporadas enteras ahí. Otros, como Nurit Kasztelan, fueron a pasar Año Nuevo y no pudieron dejar de volver. Empezaron a ir los fines de semana, a pasar una temporada o dos. Kasztelan compartía casa con algunos escritores. Se turnaban para escribir. "Hay toda una movida en el Delta -cuenta-. Gente que busca un tiempo distinto, que las cosas transcurran de otro modo y esto es propio de los poetas."
Ni monte ni selva, el "continente isleño". como lo llaman Cófreces y Muñoz, autores de ese tratado poético sobre la zona que es Tigre (Ediciones en Danza), parece materializar el costado poético del lenguaje, es decir, esa zona en la que se abandonan las certezas y las palabras exploran otros tonos y matices.
Inmutable y móvil
No hay orden que rija el Delta. Tampoco lugar donde apoyar el pie porque lo que hay, siempre, es barro resbaladizo y oscuro. El Delta es móvil, variable en su propia inmutabilidad. "Las dos orillas que propone el río muestran lo mismo -dicen Muñoz y Cófreces-. Sin embargo, ?lo mismo' es cambiante, en una renovación intolerable."
Basta con salir de la estación y subirse a la lancha colectiva para entrar en una lógica que nada tiene que ver con la de los barrios privados o las urbanizaciones cerradas que paradójicamente lo rodean. El Delta es exuberancia y precariedad. Los pies abandonan tierra firme y empiezan a moverse por un territorio que al mismo tiempo abraza y ahoga, donde los límites entre tierra y agua no son claros, donde una crecida puede darse en cuestión de horas dejando al viajero sin posibilidad de salir. La mirada se agudiza. El paisaje pide una atención especial en relación con lo pequeño, lo mínimo: el bichito que camina por la hoja, la gota de lluvia que cuelga del helecho.
Además de poeta, Marisa Negri es docente en la escuela secundaria de Paraná Miní. Administra el blog pájaro de mimbre, una antología sobre poesía isleña que empezó siendo un proyecto para el Fondo Nacional de las Artes. Ahí están desde los versos de Silvina Ocampo en su "Plegaria de una señora del Tigre" hasta una foto conmovedora: Haroldo Conti y Rodolfo Walsh de espaldas a la lente, de frente al río. Conti, particularmente, amaba la zona y eso es evidente en novelas como Sudeste, con impronta poética. Su casa a orillas del arroyo Gambado es hoy un museo. Desde 2010, Negri organiza junto a Alejandra Correa el ciclo "Poesía en la escuela". Si hay alguien que conoce y milita a favor de la movida poética del Delta, es ella. Cuenta que hay talleres, encuentros y un ciclo en su casa que se llama "Poesía en el muelle", en el que invita a "leer para los bagres".
A la hora de nombrar un poeta isleño la referencia es necesariamente Carlos Enrique Urquía, cuya obra reunida (sus cuatro libros sobre el Delta) acaba de publicar Ediciones en Danza bajo el nombre de La Islíada. Urquía vivió desde pequeño y hasta su muerte en 2003 en San Fernando. "Es de los pocos que hablan del Delta desde su permanencia en él -cuenta Negri-. Pero los poetas nativos de las islas, a excepción de los guaraníes, son mis alumnitos de la escuela. Todos los demás sólo somos viajeros fascinados o venidos a las islas."
Negri vive, junto a su compañero de toda la vida, en el "otro" Delta, cruzando el Paraná de las Palmas, lejos de las casas de fin de semana ("esas casas de juguete destinadas alweekend de la metropolí", como escribía Roberto Arlt en 1941), una zona donde, si se tiene suerte, se puede llegar a ver alguna cierva esconderse en el monte. "Mi relación con el Delta comienza en la primera infancia -cuenta-. El lugar en el que vivo se llama Nautilus, nombre que mi tío abuelo le puso en homenaje al stud de caballos de mi tatarabuelo, Domingo Torterolo. La primera casa, a la que yo venía de chica con mi abuelo y con mi papá, con la muerte de mi viejo fue abandonada y finalmente se la llevó el río de a poco."
Marisa regresó al Tigre y construyó la casa en la que vive con sus propias manos, tratando de modificar el entorno lo menos posible. "Vivir acá es abandonar el control y dejar que la naturaleza retome el mando. Al principio o si estás de visita puede resultar abrumador: todo el verde es igual; todos los pájaros, parecidos... pero con el tiempo eso empieza a cambiar, empezás a nombrar el mundo, a reconocer a los pájaros por su comportamiento, por su canto, por su plumaje."
El Delta es el agua pero también la posibilidad de la isla y, como tal, la utopía de fundar un mundo nuevo: "El terreno fue desmalezado -dice Genovese en el poema que abre la sección "Diario del Delta II" del libro Química diurna (Alción)- y la tierra apareció rugosa/ como la piel de un recién nacido". Basta pensar en Xul Solar, que vivió sus últimos diez años en Li Tao, una casa a orillas del río Luján. La muestra del Museo de Arte Tigre -se puede visitar hasta fin de año- muestra cómo Xul plasmó en la obra de esos años lo que sería la arquitectura de las islas, las fachadas de sus casas, la filosofía que inspiraría a sus habitantes: de qué modo imaginó ese lugar ideal como territorio real.
El Delta exige un esfuerzo físico: hay que hachar, quitar la maleza, hacer acopio de provisiones. En este sentido, es el espacio de la aventura. Ahí van Cófreces y Muñoz en una canoa a través del Paraná para poder hacer un libro que es a la vez poemario y catalógo de árboles. O Diana Bellessi, según la vemos en el documental, ocupándose del árbol caído después de la tormenta, buscando al isleño capaz de hacharlo. Ella misma dice, en un fragmento bellísimo del film, que encontró ahí, en la isla, en un rincón del monte, su propio continente africano, ese con el que soñaba de niña y que parecía siempre inalcanzable. Como en las Metamorfosis de Ovidio, la isla transforma: se puede ser al mismo tiempo serpiente, jaguar, araña que trepa y la misma hiedra aferrada al tronco. La isla, uno de los libros de Mercedes Araujo, refleja esto.
Al igual que el personaje de Defoe y también como el poeta, el isleño tiene el mundo ahí, al alcance de la mano, sólo hace falta ponerle nombre para que de verdad exista. Esto, por un lado, se relaciona con el afán del naturalista que etiqueta la fauna y la clasifica. Pero, por el otro, de lo que se trata es de armar un bestiario personal, de inaugurar un paraíso propio en el que lo referencial pierde peso. Construir una poética, como suele decirse.
"El Delta, en mi caso -explica Muñoz vía correo electrónico- es un hemisferio cerebral. Allí están las fijaciones, la pobreza, la infinitud, las ramas y los árboles posibles, el río, las canoas, los perros y el cielo o el espejo propio de los hongos. Eso a veces coincide con el paisaje y a veces no. Ahí están, en ese territorio, las ranas, los grillos y los musgos. Ahí, en ese tejido, en ese telar, se expresan historias de orilleros, historias oscuras y bellas. La isla aísla, repele, se come todo con sus fauces de tierra y raíces, pero ese animal es el que amamos."
 

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