9 de septiembre de 2012

Marinera en tierra - María Moreno navega el Paraná

La crónica en cuatro partes -o cuatro crónicas- de María Moreno sobre la excursión que siguió el derrotero fluvial de la incursión española del siglo XVI al río de la Plata y al Paraguay registrada por el soldado alemán Ulrico Schmidl en el clásico “Viaje al Río de la Plata” (este se puede descargar en edición comentada y anotada con un click aquí). Según los organizadores, el proyecto “Paraná Ra’Angá” (en guaraní: alma, espíritu o figura del Paraná) de la Agencia Española de Cooperación Internacional habría sido realizado “retomando la vieja tradición de las expediciones científico-culturales” (en guaraní, desembarcos de extranjeros armados). Las cronicas se publicaron en cuatro envíos, entre mayoy abril de 2010 en el suplemento Las 12 de Página 12.

MARINERA EN TIERRA I

Un grupo heterogéneo pero también interdisciplinario se embarcaba el 8 de marzo pasado en la “Expedición Paraná Ra’Angá”. Una aventura fluvial de Buenos Aires a Asunción que prometía copiar el recorrido y algo del espíritu que guió hace cinco siglos al viajero alemán Ulrico Schmidl. La cronista de Las12, que inició el viaje pensando en no salir de su camarote, casi se queda sin salir de viaje citando sin saberlo los traspiés fundantes de la primera expedición. Al fin, el grupo entero salió a flote. Esta crónica da cuenta de que quedan cosas por descubrir en este mundo, tantas que ésta es sólo la primera parte de una serie de tres que se irán develando semana a semana.

En frío todo viaje me parece un rapto. Luego: me empaco en las subidas, rehúyo el puente colgante, extravío el formulario de migraciones. Por eso cuando me invitaron a formar parte de la expedición Paraná Ra’Angá (en guaraní: alma, espíritu o figura del Paraná) como cronista, pensé en participar encerrada en mi camarote y apoyando una trompetilla acústica en la pared. El viaje se proponía como aquellos primeros en donde el agua conducía a tierras vírgenes y cuyo universo era preciso catalogar pluma en mano, la conquista por otro modo que las armas; o los de los naturalistas quienes, más que leer en la naturaleza, la inventaban. O los posteriores, cuando la frutos terrestres se gastaban sin amenaza y los tráficos de mercancías organizaban una sociabilidad flotante. Sin duda el modelo era la primera crónica aguas abajo de la que se tiene noticias, al menos la más conocida: el Viaje al Río de la Plata de Ulrico Schmidl.
El fin de la expedición no era, en el fondo, Asunción, sino arrojar los dados y apostar por afinidades electivas entre quienes, de antemano, no las tenían; artistas y/o académicos para quienes viajar por el Paraná era no sólo una cita de aquel viaje primero sino que habían nacido en los mismos puntos que los protagonistas: España, Paraguay, Argentina. Pero si no basta estar en el mismo espacio para que se produzca un encuentro, no hay encuentro sin estar en el mismo espacio. Los largos días de navegación a paso de hombre, los camarotes compartidos y los lugares rotados podrían, en lugar de diluirse en libros y ponencias, fluir hacia la cuenca de un corredor cultural de incalculable alcance.
EMBOSCADA EN EL EMBARQUE
Pero el barco elegido, el Crucero Paraguay, un palacio flotante construido sobre la carcasa de un buque taller de la segunda guerra, no resultó fácil de abordar. La noticia de los editores proponía que lo hiciéramos en el Tigre, luego en Escobar, por último en Rosario. Prefectura había determinado que no cumplía con 32 requisitos, cifra que escuchada casi sobre la fecha de partida, sonaba infranqueable.
–Megáfono, haber, había, pero tenía que ser así o asá, después, al achicador le faltaba no sé qué y los salvavidas no tenían la lamparita reglamentaria y había que llevar lanchas para cien personas cuando nosotros, a lo sumo éramos 42. Ni que fuéramos al mar y además, cuando hay tormenta, el crucero se para y se ata en la orilla –decía desde abordo nuestro guía de río, Carlos Vacarezza, director del programa A Toda Costa, una mezcla de Niky Lauda antes del accidente y de Boogie el aceitoso pero lindo, en fin, un hidrotuerca.
Los problemas nos llegaban a tierra por los celulares, se expandían mediante el rumor y se condimentaban con los saberes amateurs de fascículos de mecánica popular.
Si hubiéramos leído entonces las anotaciones de Ulrico Schmidl hubiéramos entendido que el impedimento inicial era de rigor para intentar la reconstrucción del original: tampoco las naves de Mendoza salieron así como así, un primo del adelantado había raptado a una hermosa, y no más zarpar, detenidos por una tormenta, tuvieron que volver a puerto y, entonces, en nombre de un padre furioso, les lanzaron piezas de artillería gruesa hasta agujerearle el depósito de agua potable, destrozarles la mesana y matarles un hombre. Cuánta verdad hay en eso de que la tragedia retorna como sátira. Las huestes de Mendoza tuvieron un impedimento de amor, nosotros Prefectura.
UN CACHO DE PARANA
El viaje a San Pedro fue el río antes del Río (aunque fuera el mismo), la lancha antes del barco. Mirando hacia la orilla derecha aún reconocía lo que los libros sobre flora y fauna me habían dado del Tigre: la erudición reciente de una naturalista de fin de semana. El color papal en las flores de la saeta, los balines castaños de las totoras, los plisados perfectos en las hojas de los jazmines del bañado, los huevos de rana que, según se dice, están más altos cuando viene inundación.
El geógrafo Carlos Reboratti que en broma suele presentarte como Santiago Paganel, el geógrafo despistado de Los hijos del capitán Grant, enseñaba con el río como pizarrón:
“¿Cómo se hace una empalizada que soporte ese proceso de socavación? Primero eran de sauce que, si no había olas, duraban lo que dura la madera de sauce. Después se hicieron con casuarinas, y después con quebracho. ¿Cómo? Se clavaba el tablón de quebracho en el barro y después se abulonaban dos tiras horizontales. Estas se construían un poco separadas de la costa y se rellenaban. Funcionó en el Tigre de los ’40 y los ’60. Después empezaron a aparecer empalizadas de hormigón y ahora se usa el sistema más grosero que ven ahí: un montón de cascotes tirados sobre la costa. Pero nada es eterno. La fuerza del agua es como la tortura china. Golpe, golpea, golpea.”
Todavía nos reuníamos por identidades precarias: jóvenes con jóvenes, españoles con españoles, pintores con pintores. No nos habíamos convertido en esa manada eufórica y un poco mal educada que corría a la mesa servida de las recepciones oficiales y se atrincheraba inamovible en la primera fila armando tapia (grupo apretado de plantas acuáticas que, llevadas por el viento o la correntada, obstruyen el paso), hasta que, del escabeche de yacaré o de la sopa paraguaya, sólo quedaba el borde un poco demasiado dorado o una línea de aceite, ni nos poníamos apodos incómodos o deslizábamos papelitos jodones en la cajita de las propuestas y sobre todo no habíamos pegado esos gritos agudos de horda al ver que en el equipo de la disco del barco había un programa de karaoke.
ULRICO RAMS
La enumeración caótica y la comparación son las figuras retóricas del cronista. A la primera, Ulrico, que no era un adelantado, la utilizaba sin el cálculo de quien se disculpa en un juicio o exagera para justificar beneficios recibidos o recompensas por recibir (los diarios de Colón, los Naufragios y Comentarios de Alvar Núñez Cabeza de Vaca sólo enhebran hazañas y penurias cuando no una especie de inventario de aquello que sus cesáreas majestades están tomando con sangre y cruz: tierras fértiles, tribus amigables, ríos aptos para la navegación). Como buen gordo –así lo atestiguan los grabados– no cesa de enumerar los ingredientes de la comida indígena: padades (patatas), manduiss (maní) , mandeoch (mandioca). Con la comparación, en cambio se queda corto, sólo se le ocurre una y otra vez recurrir a “como una ficha de dama” para describir la rodelita de madera o piedra que ciertos nativos llevan como adorno. Pero en esa módica destreza literaria está toda la crónica futura escrita en América, esa en donde el testigo de una experiencia inédita trata de narrarla buscando analogías a la vuelta de casa. Y si Ulrico contaba sólo con sus pininos en la metáfora, entre nosotros, ya rumbo a San Pedro, las cámaras se ponían entre el paisaje y el rostro, las manos un poco levantadas, a veces juntas para mantenerse firmes, hasta parecerse al signo feminista de la vagina; y la manada letrada con el dedo en el botón era difícil de diferenciar de los tours de japoneses ante la Gioconda o un glaciar que intenta espantarlos lanzando truenos al desmoronarse.
Y eso que el astrofísico Alejandro Gangui, al enterarse de que la realizadora Julia Solomonff filmaría la expedición desde adentro puso el grito en el cielo por e mail: “La presencia de cámaras a bordo, por su sola existencia, ya altera al ‘sistema bajo estudio’ (la expedición). Aunque somos objetos clásicos (y no microscópicos / cuánticos) –algunos más clásicos que otros (¡me refiero al peso!)– estoy seguro de que la observación por parte de las cámaras sí afectaran la expedición... (aunque mi peso sea clásico, mi mente es probablemente lo mas cuántico que llevo puesto..)”. O sea: nosotros al paisaje sí, pero entre nosotros, no.
Al llegar en ómnibus a Rosario sabíamos que el crucero Paraguay había fondeado allí. Lo difícil era que saliera. Todavía se estaba corrigiendo la infracción número 28 o 29.
Pero, por ese dicho peligrosísimo de que la unión hace la fuerza, y nada une más que el enemigo común, los casi 40 expedicionarios, ya planeaban hacer el viaje de todos modos, ya fuera en canoa como en catamarán, a dedo o –quizás a partir de la tercera copa– en rickshaw.
VIAJE A LA SEMILLA
Martín Prieto, uno de los organizadores de la expedición, es valiente, no de acuerdo con la acepción más obvia de la palabra que se asocia a Luis Viale arrojando su salvavidas a una mujer o al guerrillero que detiene a un policía poniéndole el dedo índice en la cintura. Debía dar malas noticias sin generar pánico, rendir cuenta sobre conflictos que no eran su responsabilidad, sobre todo tenía que arrojar un paño de agua fría sobre nuestra infancia. Porque el viaje en barco –por improbable que fuera o, al menos, amenazado– desató una memoria doméstica y cercana: la luna de miel de los padres en un crucero como ese, pero, sobre todo, la de la biblioteca paraescolar en donde la aventura se narraba con exclamaciones como “¡treinta mil cimitarras me valgan!” o “¡Muerte a Júpiter!”, disparos de culebrinas y desenvaines de yataganes. Despistados y anacrónicas nos habíamos venido preparados como para un Africa de siglo XlX: en las maletas no sólo llevábamos la vacuna contra la fiebre amarilla, sino ropa clara de manga larga, pantallas japonesas, una farmacia que incluía antibióticos potentes (nada del acomodaticio Bactrin), antidiarreicos de última generación, toallitas refrescantes para bebés, repelentes de fórmulas importadas; anteojos de sol y gorros con extensiones Legión Extranjera. Para el colmo, el área de viajeros paraguayos, nos había hecho el tren fantasma riéndose por e mail de nuestros planes de llevar provisiones de vinos caros amén del gin, el Schweppes y los limoncitos del set del fotógrafo Facundo Subiría, anunciando que, entre los 40º y las flotas de mbariguis y polvorines (insectos) sólo aguantaríamos limonada. Y como el relato de Ulrico evocaba una fundación que proponía un mito de origen, algunos expedicionarios se entregaron a la anamnesis. El músico Oscar Edelstein, nacido en La Paz y criado en Paraná, por ejemplo, y que ya planeaba la ópera flotante que al final hizo, se acordó :
–Un día, en el norte –esto te va a sonar a cuento–, vi cómo se devoraron una vaca en 30 segundos. Fue en Goya. Ahí, en una islita del medio estábamos pescando con mi viejo cuando de repente vino como un torbellino o un aleteo ¡¡¡¡¡Shshshbrbrbr!!! “Che, parecen que son palometas”, dijo mi viejo. La vaca, en menos de 30 segundos pareció que se derretía en el agua, quedó solamente el cuero. Quizás me equivoco en el tiempo que transcurrió hasta que se la comieran porque el recuerdo está atravesado por el terror y porque yo era un chico.
Y también me acuerdo de haber ido al colegio y que viniera una plaga de langosta, y entonces, de caminar haciendo ¡chack!, ¡chack! con los pies y de que me llegaran a las rodillas.
–Eso suena a Cien años de Soledad. Más raro que cuando Remedios la bella salía volando.
–Pero era sí. Preguntale a cualquiera cuando lleguemos a Paraná. Cuando venía la plaga era una nube que cubría toda la calle y la ciudad entera quedaba como tapizada. ¿Y los loros? A los loros se los combatía hasta tal punto que, como te comían los maíces, el arroz, la fruta, había quienes pagaban por las patas de loro. La gente andaba con bolsas de a miles.
Fernando Bedoya (¡como se rieron los campesinos de Capi’vary cuando supieron que le decían “Coco”!: Mbokaja, en versión guaraní), con su equipo de serigrafías atado a la valija contó cómo había nacido casi en el agua.
–Mi padre iba por todas partes haciendo instalaciones de radio. Y cuando yo nací estaba en Borja en donde empieza Pantaleón y las visitadoras. Mi madre, para alcanzarlo, fue a Iquitos en avión y luego siguió en balsa y con los nervios de los siete meses me parió casi tirándome en el agua del Marañón. Cómo no me va a llamar el río. Yo fui el único de mis diez hermanos que nació allí y como no mamé de mi madre sino de una india asháninca que se llamaba Agueda, ellos me decían que yo no era hijo de mi padre sino que me habían encontrado envuelto en hojas de plátano y que era el hijo del cacique Tumbazuca.
El barco primero no llegaba y luego no salía, entonces, al entrar a Rosario en ómnibus, pasamos por el puerto a mirarlo, aferrados a las rejas como si fuéramos los animales del Arca separados del Arca. Era enorme como una obra pop que representara una torta de cumpleaños, barroco como el Palacio de Aguas Corrientes de Buenos Aires, o lo parecía porque, a eso nadie podría desmentirlo, todavía no era nuestro.

MARINERA EN TIERRA II

CRONICAS > En esta segunda entrega de las aventuras de Paraná Ra’Angá, los expedicionarios, impedidos de emular a Ulrico Schmidl, fueron tentados a seguir el derrotero de Sebastián Gaboto. Este regreso a los orígenes trajo reflexiones, comentarios y digresiones para repartir y matar el tiempo. La cronista de Las12, convencida de que su bolso de dudoso gusto se hubiera convertido en amuleto de la mala suerte, se propuso desbaratar el conjuro de un barco que no zarpa nunca, registrando detalle por detalle. En la próxima entrega sabremos, tal vez, si lo logró.

El Crucero Paraguay tiene un pedigree inquietante. Reconstruido por una compañía francesa –con un exceso de revestimientos en madera y conford traducible en peso, porque si está mal contar plata ante los pobres, es preciso mostrarla ante los ricos de vacaciones–, no más ser botado, se hundió, no sé si con esa verticalidad dramática del Titanic de las postales pero sí emitiendo un glu glu que la maledicencia suele repetir entre los chismes de expedicionarios en paro. Vuelto a reconstruir, luego de un litigio entre socios, fue chocado en la noche por otro barco en un episodio lo suficientemente confuso como para no inspirar anécdotas. Hoy el Crucero Paraguay es un catálogo de maderas autóctonas, algunas de especies en extinción hasta remedar una suerte de Museo del Arbol, y que tapizan cada una las paredes de sus camarotes –14 Standard, 9 Deluxe, 3 Suites, una de ellas presidencial– bautizados con nombres de animales autóctonos (Yo estuve en Carpincho, ubicado después de Yacaré y Picaflor pero antes de Papagayo) y brillan en cada mueble amurado por la plusvalía de decenas de artesanos paraguayos.
Hacia abajo
El barco, demorado en Rosario y con él, nosotros, que no podíamos ir hacia arriba por el agua en copia tardía de Ulrico Schmidl, se nos propuso ir hacia abajo y por el barro siguiendo con la imaginación a Sebastián Gaboto: los arqueólogos Guillermo Frittegotto, Fabián Letieri y Gabriel Cocco junto a la historiadora María Eugenia Astiz habían reubicado hacía poco el fuerte de Sancti Spiritu, un poco más corrido de donde se lo había supuesto, junto al Carcarañá, y comenzaba a extraer sus tesoros: dados, abalorios, fragmentos de cerámica y de vajilla soplada en vidrio, un dedal, huesos de un enterratorio indígena posterior al asentamiento. Y en esa serie, en pleno Puerto Gaboto, estaba la cifra de una frágil convivencia entre españoles e indígenas, jugada en los objetos del ocio y arte y los de “rescate”, antes del fuego y la sangre derramada. Pensé en Ulrico Schmidl que enumeraba “nosotros les dimos abalorios, rosarios, espejos, peines, cuchillos y anzuelos”, en su cuerpo macizo inclinado sobre una calza abierta por un flechazo, un dedal moviéndose rápido sobre la tela.
Un perro, seguramente perturbado por nuestra presencia, marcaba territorio, entrando y saliendo una y otra vez de una de las trincheras en medio de una polvareda de tierra –había comenzado a secarse luego de las últimas lluvias–, la expresión desquiciada, como si creyera que fue él quien cavó tan hondo y entonces quisiera tapar esos huesos lejanísimos que sólo podría haber olido con la imaginación. Asomado a la excavación, Pere Joan, dibujante mallorquín, ex militante de La Línea Clara, inspirada en Hervé, pequeño como uno de sus logos y aunque hubiese acuñado la frase “yo no soy de los míos”, pareció sentir no sé qué llamado de la sangre y pensó en saltar en tren performance pero luego se abstuvo. Hubiera sido menos impresionante pero también menos simbólico que cuando Serge Lifar y Boris Kochno se arrojaron en la tumba recién abierta de Diaghilev, enloquecidos de celos póstumos, cada uno con las manos en el cuello del otro.
Sancti Spiritu queda en Pérez 1935, en terrenos de la señora Rogelia, junto a su kiosco almacén, punto de sociabilidad vecinal de Puerto Gaboto, al igual que el comedor Pinocho, en donde más tarde comimos una perogrullada de surubí: en albóndigas, como milanesa y a la parrilla. Sancti Spiritu no está cercado por balizas ni por cintas de contención como toda ruina célebre, sus bordes son campito de pastoreo y granja familiar: media docena de ovejas, una chancha, dos o tres gallinas y un pajarería suelto, todos al unísono emitiendo sus sonidos naturales y poniendo a prueba la paciencia de Fernando Romero, sonidista del equipo de Julia Solomonoff que intentaba registrar el discurso de Chiqui González, ministra de cultura de Santa Fe (dos piezas oscuro según el protocolo del feminismo segunda ola para la mujer moderna, de escote no demasiado alto ni servido al voyeur y zapatos bajos, aptos para el barro, pero no de enfermera).
–Miro esos animales dando vueltas, los panes de tierra que separan una zona de otra, los árboles, y pienso que a ellos también les debe haber crecido el río como hoy y me pongo a imaginar que debieron ver este mismo paisaje.
–¿Cómo te imaginás estas excavación en el futuro? ¿Tipo Indiana Jones? –-preguntó Julia Solomonoff.
–Creo que el fuerte no va a alejarse del río sino que va a crecer hacia él. Ahí, en esa trinchera, hay una gota de historia, como dijo María Eugenia, y la metáfora es perfecta. La historia de un río que se desliza porque de última va a ir a buscar al Paraná, el gran río. Y el desvío por el Carcaraña es también el desvío del propio Gaboto, su desobediencia, así como la bandera fue la desobediencia de Belgrano. Entonces, nosotros, ¿qué somos? Un territorio rural, promiscuo, agreste, de entierros múltiples y consecuencia de hombres desobedientes.
Este estilo culto que excede la retórica del funcionario se deslizará casi hasta el ensayo literario para improvisar.
Cenizas quedan
–Pienso en la llegada pacífica y la convivencia en torno de esos árboles, en donde se comparten las ovejas, los chanchos y el río y en la ruptura de ese momento –como siempre, en la Argentina, en donde hay un acto de convivencia, es de cristal– y luego en la toma de las mujeres por los conquistadores, tanto de sus cuerpos como de sus saberes y en los indios que atacan en ala y el final de fuego. Cuando los arqueólogos encuentran el cuerpo de ese indio que está arriba es todo un símbolo: un primer asentamiento, el fuerte quemado, Gaboto que está ausente y que luego encuentra los muertos y los cañones, la huida de algunos, los indios que se apropian del lugar y lo primero que se desentierra es el cuerpo de uno de ellos como inclinado sobre el fuerte, ya vencido y mucho después de la época del incendio, en un lugar que no sería nunca más el territorio diáfano de la hospitalidad.
Alejandro Gangui, nuestro astrofísico de abordo, por ahora sin abordo, que siempre quiere poner el detalle riguroso de la ciencia dura, no se conformaba con la evidencia de algunas cuentas quemadas para explicar el incendio del fuerte a manos de los indios.
–Se pudieron haber quemado porque alguien las arrojó a un fogón, quizás por juego, o por accidente. No basta una sola prueba para afirmar una verdad. Aunque, como según la navaja de Ockam, de varias hipótesis, la más sencilla suele ser la verdadera.
Wikipedia dixit: Guillermo de Ockam habría dado el nombre al principio por el que de varias explicaciones, la más simple habría de ser la verdadera por lo que se dice que el franciscano le habría afeitado como una navaja las barbas al rebuscado Platón; si una manzana cae al suelo es más probable que sea por su propia madurez y no movida por los duendes o por la tormenta.
Con menos intransigencia, ya embarcados y en la última cubierta, Gangui nos pondría cara arriba para mirar las constelaciones ¿Ven el Can Mayor? ¿Orión? ¿Tauro? ¡Qué voy a ver! Para verlas, las estrellas tendrían que venir numeradas como en esos esquemas del Billiken en donde, siguiendo los números con un lápiz, yo lograba luego reconocer una figura.
–¿Hicieron estudios químicos de las piezas? –preguntó Gabriela Siracusano, directora académica del Centro Tarea, dedicado a la conservación y restauración del patrimonio artístico, y más tarde primadonna de la ópera de Oscar Edelstein.
Breve aparte con los arqueólogos:
–Nuestro equipo fue el primero en Sudamérica en identificar el smalte, un pigmento azul vítreo que tiene como base cobalto y nos llamó mucho la atención porque ésa es una tecnología imposible para América y solamente podía provenir de Europa, y no de cualquier zona sino de la zona en donde el príncipe elector de Sajonia tenía el monopolio del cobalto.
–Entre las cuentas que encontramos, había azules.
–Y el cobalto salía de Sajonia, se procesaba en Alemania o en Venecia y se mandaba a España y España lo distribuía. Por eso les pregunto qué colores tienen las cuentas, porque nosotros tenemos técnicas no destructivas de la muestra y podemos ayudar a saber de dónde vienen.
Y ahí se puso en escena uno de los objetivos del viaje: cruzarse con la trama local más allá de la conversación, tirar hacia un mañana de trabajo común mediante alianzas de tierra.
A la señora Rogelia por ahora el municipio no la ayudó, por ejemplo con el emprendimiento de un camping. Ahora espera que lo haga luego de haberse sacado la lotería de la historia.
–Cuando vi el muerto, me asusté. Bah no estaba entero, eran solo unos huesitos. Gabriel me dijo: “Roge, vení y mirá” porque ellos me muestran todo lo que van sacando. Después, cada vez que salía al terreno, tenía miedo. Hasta que me acostumbré. El fuerte pasa por mi casa: ojalá que sea para bien.
Zarpados
El viernes, vencidos todos los plazos para salir de Rosario sin que se retrasara la llegada a los próximos puertos, Martín Prieto dejó de rogarnos que no le siguiéramos leyendo en la cara en busca de noticias y él, que después citaría en Barranqueras una líneas del poeta Héctor Viel Temperley (“Vengo de comulgar y estoy en éxtasis”), el poeta nadador que lograba ajustar en cada verso la respiración del crowl, poeta, él mismo, hizo el prosaico anuncio:
–Hoy a las dos de la tarde llega al aeropuerto Fisherton el prefecto paraguayo que va a intervenir, porque el problema del barco es la línea de flotación, cuyo límite para los paraguayos es uno y para los argentinos, otro.
Entonces todo se cumplió pero un poco desplazado, como en el cuento “Emma Zunz”. Los expedicionarios que debíamos llegar en barco a la recepción de la estación Fluvial de Rosario lo hicimos atravesando la galería con los murales mitológicos del río de Raúl Domínguez, sin barco a la vista. Con la habilidad suficiente como para no tropezar con valijas y mochilas y hasta una planta de banano que había traído la artista Mónica Millán y que sorprendió echando una hojita nueva, Hermes Binner nos dio la mano a cada uno con una vehemencia digna de las filas de ranqueles que el general Mansilla debía saludar antes de cada parlamento. Todavía éramos todos diferentes en nuestros atuendos, no se había presentado el síndrome unificador de la colimba o el viaje de egresados, y no nos habían repartido el packaging de la expedición: sombreros de paja tobas tipo Tom Sawyer pero sin desflecar, camisetas blancas con estampado de estrella, semejante a la pintada por Juan Pablo Renzi –acabábamos de ver la muestra en el centro Cultural Parque de España de Rosario– pero con un côté PRT-ERP que no escapó a nuestra mayoría de cincuentones. Con las manos sobre los ojos, a pesar de que era de noche, intentábamos avistar cualquier luz lejana, parábamos la oreja, tratando de reconocer en medio del bullicio del bar costero el ruido del motor del Crucero Paraguay. Por cábala nos rociábamos de Off, mientras nos apurábamos por pagar los tragos, armar la línea de digitales. Era una noche clara o oscura, no sé, me cuesta describir a la naturaleza.
Mi valija semirrígida, de enormes flores coloradas sobre fondo rosa, llamaba la atención entre los bultos, no necesariamente por su discutible buen gusto: parecía aislada del resto. Supersticiosa, pensé que era una mala señal. Empezaba a tener palpitaciones. Había fantaseado con que me convertiría en una suerte de emperatriz cronista que, instalada en cubierta con una túnica Medigrand liviana y una suerte de corona de esqueleto de pescado, vagamente paródica de la medialuna de diamantes que Victoria Ocampo vendió para promocionar glorias europeas, haría aparecer con un ligero chasquido de sus dedos al sabio de abordo correspondiente para preguntar por el nombre de alguna estrella, la composición química de lo que, a lo lejos, debería verse como una sucesión de tonos sombríos de siena, el sistema reproductivo de algún pez saltarín, la historia política de la costa moviéndose lentamente. ¡Como mejoraría mi información siempre vacilante!
Pero en ese momento me sentía como lo opuesto a Sor Juana y los doctores de la Iglesia, Catita atrapada con su sombrero de paja en forma de escupidera y dispuesta a embarcarse en un Ateneo flotante de habitués al Teatro Colón.
De pronto por la izquierda apareció el barco, todo luz como una ciudad casino. La primera que lo avistó fue Lía Colombino, de la delegación paraguaya, pronta y previsiblemente rebautizada “la cuñataí” y entonces no gritamos “tierra” porque en tierra estábamos sino “¡Barco!”.

MARINERA EN TIERRA III

Del barro venimos al barro vamos
Los expedicionarios a bordo del Crucero Paraguay se esfuerzan por capturar, retratar e inmortalizar a una naturaleza a la que no le gusta posar. Entusiastas ellos, no se dan por aludidos e insisten con sus diversas técnicas. Cuando llega la hora gastronómica olvidan por completo que venían emulando a Ulrico Schmidl y se comportan como personajes de Rabelais. La cronista de Las12, sin ánimos de convertirse en una observadora neutral, hunde sus propias manos en el barro de la creación.
Dormir en alta mar puede dar náuseas. Al cerrar los ojos, el camarote da vueltas aunque se esté tan sobrio como un recién nacido y por la mañana, una resaca blanca suele empastar la lengua. Pero El Crucero Paraguay iba a 6 km por hora. No había mano que meciera la cuna, pero como si flotara en un líquido amniótico (en algún momento creo haberme chupado el dedo) dormía de un tirón y despertaba con la energía de quien desconoce la contractura y el sobresalto de un sueño en caída libre. Ya a las siete, Graciela Silvestri (una de las editoras de la expedición) estaba pintando acuarelas en su camarote, la vista clavada en el ojo de buey y el sombrerito puesto por razones de etiqueta; lo hacía con una pincelada tan inglesa que una chata con el aspecto de la Corina de Langostino lograba en el block la apariencia de estar navegando por el Támesis del siglo XlX. Luego del desayuno “americano”, la mañana en el Crucero Paraguay era de arte y oficios, en la penúltima cubierta.
PINTURA AL AGUA
El armado pequeño y solitario, apenas del tamaño de un cuchillo como única pesca en una red de la isla Curupí, los 14 puertos privados desde San Pedro a Santa Fe, los campos de soja que se asomaban casi sobre las barrancas, eran las nuevas figuras del Paraná, no las que quizás habíamos ido a buscar sino las que probaban lo que Martín Prieto había definido como su canto del cisne. Un canto al que seguramente sobreviviría el paso raudo de los camalotes que seguían abriendo sus flores blancas sin detener ese apuro que parecía fruto de una voluntad humana hasta que los atascaba un puerto en donde hacían retroceder el límite del agua.
El paisaje no viene de la naturaleza –esos sauces y alisos acodados sobre las orillas que poco a poco irían relevando las palmeras– ha escrito Graciela Silvestri, sino de la biblioteca que viajeros como Darwin o como Burton han bajado a las miradas locales: nunca hubo “del natural”.
Junto a la barra del segundo piso del Crucero Paraguay había una mesita empotrada en donde los artistas solían desplegar sus herramientas: Fernando Bedoya, sus juegos de bisagras para serigrafía, sus cajas de pasteles, solvente, trapos. En las horas de taller, con esa practicidad inventora ante los bajos recursos, y porque la figura de Robinson estaba siempre en el aire, salían a relucir los almanaques de Paraná-raangá como tableros improvisados sobre el caballete de las piernas. Había tráfico de tragos o de mate. El termo del poeta Daniel García Helder (rosarino) era clásico, pero el hábito del antropólogo Guillermo Sequera (paraguayo) llenó el mate de hierbas hasta hacerlo parecerse a esas cabecitas de yeso cubiertas de semillas que echan brotes en forma de cabellera afro.
–Hay una cierta dificultad en la representación. En los tiempos de Ulrico, cuando no había televisión, observar la realidad era otra cosa. Pero acá, entre nosotros, ¿quién hace suficiente silencio como para percibir? Si no hubiéramos traído cámara, a lo mejor hubiéramos hecho paisajes de observación. Pero la cámara te autoriza a no mirar.
–Yo soy paisajista al mango. ¿Ves? Hago bocetos como éste y saco fotos: me gasto lo plata, saco cincuenta e imprimo. Después hago fotocopias blanco y negro malas, de las más baratas y, cuando digo malas es a propósito porque a eso también lo uso en la imagen. Aprendí mucho pero soy medio Duravit. ¿Viste Forrest Gump que empieza a correr y no puede parar? A mí me pasó igual.
Félix Rodríguez, otro arquitecto, tienta a que lo llamen modesto pero entonces estaba describiendo un método de trabajo: “Siempre estoy fallando. Si no fallo, no avanzo”. Pero la mención de los Duravit –aquellos Citroen o Pic Ups de juguete que, si eran usados como proyectiles, podían abrir la ceja del jugador, también eran eternos– quizá delatara su certeza de ser un clásico. En su block, se multiplicaban, junto con los paisajes de río, los paisajes industriales, de una potencia sobrecogedora. ¿Las musas de Félix? La usina, la ruina de la usina, los escombros donde estaba la ruina de la usina. Pero también los bares en donde sobrevive el goce social del vecino aposentado frente al triolet y la ginebra en vaso chico.
–Me hago el fijador, me preparo la tela y la carbonilla, si puedo, también la hago. Voy a un bosque incendiado, agarro las cortezas y las pruebo. Laburo fuerte, no sé si laburar fuerte es ponerle mucho negro.
A Loiseau no le gustaba el final de una obra, su peso, su valor futuro. Iba transformando el barro de un mono aullador que tomaba mate a un tucán, del tucán a un esqueleto de tucán, y del esqueleto de tucán a un indio que de pronto se pareció muchísimo al geógrafo Reboratti (título de la obra in progress: El toba Reboratti) pero que, a fuerza de que viéramos, ya en Paraguay, bustos de Solano López, se deformó en Franco o en un cabo primero, villanos.
Lo razonable era que Loiseau usara un barro conseguido in situ, por ejemplo el negro que luego vería con angurria en Itá, entre las manos de las artesanas Juana y Julia o el rojo que iba a contorneando a veces el barco. Pero lo había comprado en Tesis, una pinturería artística de Palermo.
–Venía herméticamente cerrado, el primer día lo mojé y lo mantuve para el segundo. Pero cuando me enteré que subía un colegio a ver el barco decidí dejarlo destapado para que lo vieran. Era El Indio y me hubiera gustado saber qué pensaban los chicos. Ese show costó que se secara.
El barro, decía también Loiseau, es invitador, popular, no se le niega a nadie, como que viene de abajo. Y Fernando Bedoya se iba al fondo de su pasado, con un J.B en la mano.
–Mi primera relación con el arte tuvo que ver con el barro. Entre Chiclayo y Lambayeque había un arenal que les dieron a los japoneses y ellos lo convirtieron en un vergel de arroz. Y los chicos íbamos allí a saltar los charcos. Me acuerdo perfectamente de un día: yo vestidito de blanco detrás de unos atorrantes. Pasó lo que tenía que pasar. A las once de la mañana estaba adentro de la zanja, cubierto de un barro casi negro. Cuando salí, los otros habían desaparecido. Me sentía culpable, aterrado de tener que volver a casa. Estuve horas sacándome el barro y de pronto me di cuenta de que lo podía moldear con la mano y me puse a hacer bolitas. A las cinco de la tarde estaba rodeado de figuritas. Ya no estaba tan negro, había quedado color café con leche. Entonces volví a atravesar el arrozal hasta la avenida 2 de mayo. Mi vieja estaba plantada en medio de la calle y, por la cara, me di cuenta de que sabía de dónde venía. Yo estaba cagado en las patas. Pero no me dijo nada: me bañó, me secó, me sentó en su falda y me hizo un dibujito. Para mí fue un caramelo porque se me hizo agua la boca.
Bedoya y Loiseau eran como esos vendedores callejeros que montan una mesita y hacen trucos habilísimos para vender una aguja de tapiz que nunca funcionará, un pelapapas que parece ultrasónico pero que se desafila al primer puchero: primero publicistas. Hasta que los mirones tímidos, aun los habituados al estrado y al oficio que no mancha, terminaban enchastrados y gozosos trazando hasta con las uñas y los dedos pescaditos, estrellas, gonococos. Yo misma dibujé una palometa con la nariz del pez cyrano y de un rojo sólo probable en un carassius.
Debates: si ahora se trabajaba a partir de fotos, ¿acaso los impresionistas no lo hacían a partir de bocetos? ¿Qué? ¿Te creeés que se quedaban bajo el sol rajante como si el prado que pintaban fuera de verdad el prado? ¿Así que Leonardo hubiera renunciado a una Cannon?
Hasta que Félix Rodríguez encontró la metáfora del arte moderno.
–Una vez hice una obra para un restaurante del barrio. La cambié la mitad por plata y la mitad por comida. El dueño me pidió un mural del pueblo natal y me dio dos ceniceros para que copiara el paisaje. Le hice un mural de cuatro metros por uno y medio o dos, en terciado. Tardé dos meses, cuando llegó el día, le dije “ya está”. Era un sábado al mediodía y el boliche se llenaba. Estaba la gente llegando a comer y yo ahí: clavando. Cuando el tipo se fue a España lo vendió a un cliente. El cliente lo sacó, pintó la pared color caca brillante y le puso un banderín de Defensores de Belgrano. Y entonces un día un amigo que iba a comer siempre ahí me dijo “¿Viste lo que hicieron? ¡Qué hijos de puta!”. Fui y me peleé con el tipo, no por eso sino porque era muy desagradable, ¿viste esos gordos con los brazos cortitos? Un día paso con la bicicleta y veo el mural en otra pared. Hice marcha atrás y lo miré, le habían cortado un cacho porque no entraba, justo en el diez o quince por ciento en donde estaba la firma. Apareció el tipo y me dijo “Rodríguez, vení, me lo tenés que firmar”. “Boludo, encima que lo cortaste te lo tengo que firmar. Bueno, está bien, te lo firmo pero a cambio de una cena para diez.” Años después, otro amigo me dice “tengo una obra tuya”. “¿Un dibujo?” “No, una obra enorme, el boludo del gordo lo tiró a la calle.” En esta historia está la historia del barrio. Y, a lo mejor, la historia del arte.
La muchachada se reía bajo los sombreros tobas, se cacheaba de cariño o brindaba con traducción guaraní. Pero la naturaleza debe haber pensado ¿así que soy sólo representación, que nada soy antes? Y nos mandó tres tormentas.
–La peor fue la de Empedrado –me explicaba Víctor Hugo López, marinero paraguayo, políglota y estudiante de Derecho a distancia– porque ya no teníamos el ancla. Acordate que en Goya, cuando paramos a hacer un recambio de pasajeros y la estábamos levantando y faltaban cinco o seis metros, se rompió la caja de cambios del malacate y voló en pedazos. Se debe haber trabado algún engranaje porque se rompió hasta la carcasa. El ancla quedó a ras del fondo sin terminar de subir con el barco liberado. Fuimos rápidos: buscamos dos malacates manuales y subimos el ancla que pesa un montón de toneladas. Con el calor que hacía, el viento que venía del otro lado era muy difícil y nosotros, los marineros, todos metidos el agua.
Recuerdo esa noche en que, a estribor, la luna iluminaba unos sauces recostados y semihundidos, que casi acariciaban con sus copas la baranda de la segunda cubierta. Un cabo los sujetaba al barco con un sistema no muy distinto del que ata un caballo al palenque.
FOIE GRAS AU PARANA
–Y a eso multiplícalo por tres –dijo Richard que, como buen barman, no tiene apellido, es un familiar que da yapas y opina de todo como el Bertin que Hemingway tenía en el Ritz. Y me dio una libreta abierta en una página que decía Pacotilla. Allí estaba la lista de lo que habían traído desde Asunción para alimentarnos y que, decía, había que multiplicar por tres “40 kg de pan, 80 de surubí, 150 de lomito, 76 de arroz, 65 de harina, 24 de azúcar, 50 de queso, 26 de fideos, 50 de helados, 45 litros de aceite y 14 de leche”. Si el viaje de Ulrico Schmidl se había realizado bajo el signo del hambre y la inanición, deberíamos desplazarlo como mentor por François de Rabelais. Y de producirse entre nosotros casos de antropofagia, como en el viaje original, nuestros hígados darían exquisitos foie gras. Además, en tierra, debíamos honrar las recepciones y probar las albondiguitas de pacú, el escabeche de yacaré y las empanadas de charque como en la Casa de la Artesanía de Formosa, en donde también hubo discursos, coros de niños y solos de niños prodigio.
Amada, de trenza larga y pollera plato, tomaba con mano delicada algunas porciones de sopa paraguaya y las sumergía en el escabeche de yacaré, misturaba albóndigas de elementos diversos y los apretaba en una fuente. El mal pensamiento hacía creer que los acopiaba para llevárselos –uno podía imaginarse los hijos numerosos, excluidos de ese banquete para ilustres–, a ojos vista, como autorizada por la casa. No probaba, bebía muy poco. Sólo desarmaba los platos. Era como si estuviera desarticulando la antigua economía de la conquista : el repliegue de las armas a cambio de pescado, palmitos, mandioca. Era un boicot político
–Yo no pisaría si mi marido no hubiera estado tantos años trabajando acá. Le gustaba contar su vida pero era breve.
–El blanco siempre está tocando la puerta de la india. Y yo ¡mándese a mudar! Hasta que se me metió. Mi marido no es pilagá, es correntino. Y así tengo estas mestizas.
Hacía un gesto mimoso de acampanar su pollera plato y señalaba a dos lindas rockeras que le hacían de cancerberas.
–A éstas me las quisieron llevar los menonitas. ¡Que voy a entregar yo a mis hijas! ¿Así que me invitaste a tu casa de Buenos Aires?
Pero la comida era también una comunión. Ignacio Fontclara, paraguayo, tercera generación de cocineros, era, de entre los expedicionarios, una suerte de filósofo de los alimentos terrestres:
–¿La masa madre? Si mezclás harina y agua se hace como un cultivo donde se posan las levaduras y los organismos que están en el ambiente. En el medio del Lago de Ypacaraí y en el medio del río Paraná ese momento es irrepetible porque el espacio físico siempre es único. Como la gente cada vez. Se la deja 24 horas y se le vuelvo a poner harina y agua, es como darle de comer. Y mientras se la siga alimentando, sigue viva. Y mis hijos la pueden seguir y también mis nietos. Con este calor está en constante reproducción. Pero en el frío duerme y duerme. Si la dejo en el frío meses y meses, arriba se le va formando una capa de agua muy oscura que se disgrega y se quita. Y esa masa madre sirve para hacer una bagette, una masa de brioge, de pizza o de chipa como la que hicimos hoy con todos los expedicionarios Es como una música que cada uno puede seguir interpretando.
¿Qué habrá hecho Ignacio con nuestra masa madre? ¿Conservarla en el freezer o arrojarla al Paraná para que se funda en la materia orgánica del río?
¿Una masa que nunca se seca y a la que todos le dieron de comer, sería ése el símbolo de nuestra extraña amistad abordo? A mí me gustaría pensar que el vínculo Paraná Raangá es como un enlace creador entre soledades como la de Horacio Quiroga y “El ingeniero belga”. En Barranqueras, en el Instituto de Cultura Provincia del Chaco vimos una muestra de fotos de ese escritor para quien hacer un cuento era tan importante como una canoa: Quiroga silbaba en medio de la selva algún fragmento de La muerte de Isolda pero, de pronto, se quedaba atascado y se ponía a repetir como un disco rayado, entonces el ingeniero belga, desde lejos, invisible a sus ojos, lo continuaba hasta el final.


MARINERA EN TIERRA  - EPILOGO

La patria flotante

Con la ecología en el alma y el fuego de la cultura en la mano, los expedicionarios del Crucero Paraguay llegan al final del recorrido. Los frutos de la naturaleza y los de la imaginación se desprenden en conversaciones y extraños convivios. Esta última crónica, epílogo y nostalgia, deja sellada para la posteridad, como Ulrico quería, las escenas mínimas y fundantes de una patria: la experiencia.
Parecía una frase dicha al pasar, y como para encarecer la aventura, pero era verdad. Para todos, desde el capitán hasta el último expedicionario, era la primera vez y probablemente la única. Porque si, luego de viajar juntos en el Crucero Paraguay, la suerte le deparara a alguno de nosotros colarse en el recorrido de una barcaza que cargara gasoil o containers aguas arriba, no sería lo mismo y hasta extrañaría los convivios, esas asambleas afables pero que exigían un espíritu casi militante, al menos en la atención a los temas de peso para el diagnóstico del río: la regulación de sus riquezas naturales, los conflictos económicos, el destino de sus comunidades. De babor a estribor habíamos tomado infinitas fotografías, a veces extremadamente monótonas para un ojo que no sabe leer en las correderas, en las copas de los árboles y en las plantas los cambios menos evidentes; si las hubiéramos impreso y colocado una al lado de la otra habríamos cubierto la superficie de Rosario a Asunción.
Me imaginé que el río estaba enojado. Tanta gente letrada que enumeraba sus pérdidas en especies ictícolas (¡qué palabra horrible para aludir a esos surubíes que, transportados en el portaequipajes de la camioneta familiar, alcanzaban con la cabeza el vidrio delantero!), señalaba la erosión en sus costas que mataba los albardones, denunciaba sus tráficos oscuros y nadie le escribía como Claudio Magris al Danubio. Me pareció que el río murmuraba con olitas en forma de rizo envidioso “a ese Danubio, Magris lo debe haber sacado de la guía Baedeker”. Y entonces se ponía a posar de exótico, como si fuera otro.
–A la entrada del Paraguay ya era un río de Vietnam. Primero se veía el agua, los camalotes que bajaban, una franja de niebla, la selva en las orillas, una línea clara de horizonte y en lo alto el sol pero estaba nublado –soñaba el cordobés Emilio Nasser, fotógrafo y cocinero.
Y el río, puede decirse, nos dio con un palo:
–¿Viste cuando se metió el tronco? –me decía el práctico Vacarezza–. Se enganchó entre la hélice y el timón. Y con la fuerza de los motores rompió 12 de los 16 bulones de acero inoxidable. Y eso que tienen como 19 mm de diámetro. Voló la chapa. Entonces se hizo cortar el motor central, se siguió con los laterales y, rápidamente, la hélice se aseguró con una cadena. Doce kilómetros más adelante paramos el barco contra una isla. Y ahí hubo seis horas de reparación con los mecánicos prácticamente bajo el agua. Te lo perdiste. Fue impresionante: un trabajo en tiempo record y bien difícil. Porque de los bulones que se cortaron quedó la mitad adentro. Entonces, a ras del agua, los marineros metieron bulones más chiquitos y los soldaron a los espárragos para poder desenroscar uno por uno.
No podía siquiera imaginar lo que me contaba Vacarezza, sonaba a una orgía de Sade: imposible de reconstruir con un gráfico.
EL VIAJE MODERNO
Si hoy se viaja con prótesis –anteojos antirreflex, radares, laptop, cámaras digitales, radio– no se hace más que aprovechar el viento de los tiempos, como Ulrico o su catalejo a su dedo para el viento. Pero en el Crucero Paraguay siempre había una nostalgia de pisar el limo o de recoger muestras para un insectario.
–¿Para qué tomamos tantas fotos? Si hubiera habido señal en el barco, seguro que no viajábamos. Encima un artista está obligado a tener un estilo porque el estilo es su valor, entonces, por más que mires, terminás haciendo tu propia obra.
Andrés Loiseau había aprovechado su tramo de recorrido haciendo y deshaciendo esculturas de barro, enseñando el arte de la monocopia: así se corría de su profesión de arquitecto y de su hobbie de extra cinematográfico –hizo de aristócrata de época, de padre muerto cuando joven y casi llegó a ser doble de Benicio del Toro al que se parece como un gemelo. No era el único de nosotros cuya razón le decía que no hay paisaje sin mirada de por medio pero sin embargo... Si teníamos que pensar en un símbolo del pintor viajero nos parecía más “auténtica” la bióloga Agatha Bóveda que dibujaba con preciosismo en su cuaderno una bandurria que los artistas que, los pies apoyados sobre la baranda, paseaban la mirada de las islas a su block en donde la mano derecha trabajaba a ritmo sostenido pero... para hacer un García, un Rodríguez, un Bedoya, un Pere Joan, un Loiseau.
Pero no ¿acaso los cientos de fotos sacadas por García, por Rodríguez, por Bedoya, por Pere Joan y por el mismo Loiseau no eran ya García, Rodríguez, Bedoya, Pere Joan, Loiseau: de autor?
Pere Joan pidió un barco salvavidas y desembarcó en una isla. Sólo encontró media vaca y los restos de un yacaré.
–Me gustó porque me gustan las imágenes en descomposición, de decadencia no impostada.
A veces los expedicionarios eran como esos doctores del ochenta que debatían sobre la llegada del ferrocarril, dudando entre sí era una panacea o Lucifer. Otras podían admitir matices y afinar los convivios:
–Las represas son un mal necesario –argumentaba, por ejemplo, el geógrafo Carlos Reboratti–. Inundás doce mil hectáreas y cambiás de lugar un pueblo, pero cuarenta millones de personas tienen luz. No se puede decir “no porque hay un conejito que solamente está ahí”, como dice la gente que también le dice no a la energía nuclear. La energía eléctrica es absolutamente factible, con un impacto ambiental puntual.
Otros, como la bióloga Agatha Bóveda, retrucaban en nombre de especies en peligro como el delfín franciscana o el numenius borealis que hace cuarenta años que no aparece, seguramente porque le cambiaron las pasturas. O se callaban, como el antropólogo Guillermo Sequera, cuyo corazón político le pedía explayarse en rincones menos amuchados como las sobremesas o los tête à tête de cubierta.
Para el músico Oscar Fandermole, ciertos progresos se metían directamente con el arte:
–En mi pueblo desapareció el horizonte natural que no era el de la llanura, sino de monte, aunque fuera un monte de eucaliptus. Vos te parabas en el medio del pueblo y paneabas así y era todo verde. Esos bosques eran de Celulosa, de ahí se llevaban los palos a Capitán Bermúdez, en donde se hacía la pasta que volvía después a Pueblo Andino para hacer el papel. Cuando Celulosa se fundió vinieron las topadoras y ¡fa! dejaron pelado.
Cuando yo era chico mi papá pescó en el río de mi pueblo, que es un río chiquito, un surubí de 35 kilos. Esa fauna estaba presente a fines de los sesenta. Ahora no conseguí uno de diez kg, ni de dos, es más: es difícil que pesques un surubí.
–¿Cual es el río de tu pueblo?
–El Carcarañá. Los chicos jugábamos en una represa que ahora se llevó el río –se cayó hace tres semanas– y que estaba en el extremo del pueblo desde 1865 para darle electricidad a la fábrica de papel. Jugábamos nadando de una punta a la otra y hasta cerca de las compuertas de alivio del dique de la represa que tenía un chorro de 150 metros. Las turbinas de esa represa daban electricidad a la fábrica y al pueblo.
–¿Sería genial que fuera materia jurídica si a uno le cambiaron el paisaje?
–No va a haber nunca legislación sobre eso pero ¿cuánto vale un imaginario? Porque se supone que de ahí salen determinadas poéticas, Cuando determinado paisaje no está más, vendrán otras pero serán las poéticas que se generan alrededor de un río deteriorado, depredado, un río muerto. Hace unos años el Coqui Ortiz escribía una canción que se llama “Esta herida abierta sobre el mundo”. Y así como Manuel Scorza escribió sobre un río que se detiene o que corre hacia atrás, El Coqui imagina que de repente el lecho del río queda vacío. Es una metáfora, pero a lo mejor no. ¿Y por qué en un creador del 2000 aparece esa imagen del río que no está. La canción es un síntoma de algo que antes no había aparecido. Entonces ¿cuánto vale un paisaje? ¿Un paisaje de girasol y de lino vale más o menos que un paisaje de soja?
Fandermole, como Bedoya, era uno de los lenguaraces de la expedición, aunque hablara la misma lengua, es el que conversaba con la orilla, en su caso con los pescadores artesanales obligados a pescar con la malla más chica para que no los apriete el frigorífico o la acopiadora, o les venden a ellos y se unen, trágicamente, a la depredación de lo que era “el río de antes”.
TIERRA Y DESPUES
El aprendizaje es como el trauma: se necesita un segundo acto para que tenga sentido el primero. Las gracias y desgracias de una represa hidroeléctrica, los efectos colaterales de una hidrovía, la historia política del color eran temas a los que prestaba una atención errática o un fanatismo intermitente y mudo. En los convivios de Paranáraangá, los diversos saberes me empujaban menos al acopio de notas funcionales a una crónica futura, que al compromiso de una investigación personal, de hecho me cambiaron un hábito, el leer el diario saltando de las notas de tapa a las de cultura y artes y espectáculos, para pasar leer los suplementos sobre campo, arquitectura, ciencia y técnica aunque siga sin manejar la escolástica de lo sustentable o desconozca los puntos fundamentales del protocolo de Kioto. Lo que no se pudo cumplir, como la visita a Humaitá con su iglesia en ruinas, espectral en su terrible belleza de caries histórica, no me desilusionó sino que me dio ganas de volver por tierra a su dominio entre ríos.
De vuelta, Paranárangá es una constelación de imágenes que se imponen al azar: es Veda, Gestrudis y Aída agitando sus pañuelos blancos y lagrimeando sobre la borda pero también riéndose a carcajadas de esa banda que se iba y a la que ellos convencieron de ser mucho más interesante y glamorosa que esos turistas de fin de semana a Pantanal. O la figura conmovida de Alfredo Salgado, primer ganador del concurso de quesos artesanales de Paraná, la frase largamente preparada: “Gracias, gracias, por fin estos cosos se transformaron en quesos”. O la foto que me tomó Coco Bedoya junto al cartel que indica Puente Pessoa que es como haberse sacado una foto con una canción. O la cara de pajarito del señor Aledo Luis Meloni, de noventa y ocho años a quien, en la casa de cultura de Barranqueras, confundí con uno de esos viejitos que se cuelan en los vernissages y casi no saben de qué se trata salvo el vinito y los canapés pero que resultó ser gloria local y sin lagunas de memoria a la hora de presentar la muestra sobre Horacio Quiroga. O el gauchito de ocho años que me sacó a bailar el chamamé por protocolo de local y los dos rezábamos desesperados para que el fin de la pieza nos liberara, mientras él me seguía mirando desde mi ombligo como a una ogresa patadura. O la revolución según Oscar Edelstein, definida en una sobremesa: “Cuba con la plata de Suiza”, el ensayo de su ópera en cubierta a cargo de dos grupos divididos por sexo que no hacían más que cantar “aaa,eee,iiii,ooo,uuu” pero sonaba impresionante. O Ricardo Ramón, director del Centro Cultural Parque España de Buenos Aires, preguntando en el cementerio de Riachuelo si ahí tenían Varón del cementerio (no tenían pero sí casas cercanas y vacías en donde había ruido de pasos y de puertas que se cerraban porque allí había existido la clínica de enfermos terminales del Dr. Eulogio Cabral). O el banco de la iglesia de Yaguarón, en donde se leía Oberdan Sallustro. O los bichos que se colaron en mi camarote porque lo había dejado abierto con la luz prendida y a quienes dije con el pensamiento mientras me revolvía en la cama, y los oía crujir bajo el peso de mi cuerpo “¿y si nos posáramos todos juntos?”.
¿Paranáraangá es ahora Panaraangaland, como quiere Pere Joan, quien le ha diseñado una bandera marrón y un escudo del mismo color con un camalote verde en el medio? En ese caso, no sería poco mérito, que una patria, aunque imaginaria, se haya creado sin derramar una sola gota de sangre.