25 de octubre de 2017

Crónica de viaje a la isla Martín García - Sebastián Russo


COMO UNA ISLA ESTRELLADA SEBASTIÁN RUSSO


Viajamos a Martín García. Es fin de año. Somos varios. Es sábado de una mañana apenas fresca y con un muelle atestado. Varias parejas. De distintas edades, en distintos planes. El modo pareja aquieta. Hacia adentro, hacia afuera. Esa misma noche es fin de año. Viajamos en la víspera. Con sol. Al sol. En la cubierta de la Cacciola. Con otros: el grupo que escapa. Un grupo de parejas desconocidas. Algunas entrelazadas. Nosotros solos. Ella filma, habla con un viejo habitante de la isla, el único no turista. Yo miro, al paisaje, a ella, a todos. Leo. Me traje lecturas alusivas, sarmientinas: el Carapachay, Argiropolis. Las vísperas son momentos expectantes. En donde se experimenta una frontera, el límite. No te cases, ni te embarques, en la víspera, en la frontera. Y allí nosotros, arriesgando, arriesgándonos, entre avisos de incendios varios.
El que habla con ella le dice que a Martín García la llaman YPF, en alusión a los ilustres políticos presos en ella: Yrigoyen, Perón y Frondizi. Aunque quien nos lo cuenta nos dice que Perón no estuvo preso sino refugiado. Avatares de la enunciación política, de la política a secas. Perón preso o refugiado. Aramburu asesinado o ajusticiado. En la lengua, todo, o casi.
Los mitos construyen la densidad espectral de la isla. Algunos cercanos (al menos, temporalmente): el de los Pan dulces que Menem venía en persona a buscar para despuntar el vicio aeronáutico (entre alguno de sus vicios) Otros, tantos, todos, mitos ancestrales, de la misma edad histórica de nuestras instituciones. De hecho Martín García era un tripulante del mismísimo Juan Díaz de Solís, “descubridor” del Río de la Plata. Desde allí, al Almirante Brown, los auracanos extirpados de su desierto, Sarmiento, anarquistas revoltosos y los YPF. Mitos que hacen de la isla una (la) cuidadela fantasma rioplatense. Capital (utópica) de los Estados Confederados del Rio de la Plata, tal subtitula Sarmiento su libro/programa. Espectralidad y utopía, ethos político de los pueblos que resisten.
Viajamos en el primer verano sin kirchnerismo. O con sus restos aun encendidos, buscando no dejar de ser un cuerpo vivo, vibrante. Viajamos en carne viva. Afligidos por lo porvenir, aun sorprendidos. Ella lo había anticipado. En la trasnoche de la primera vuelta: al oírlo al manco pedir apoyo para el ballotage se puso a llorar. Yo aun no entendía, incrédulo como tantos de un triunfo macrista. Ella lagrimeó. Perdimos, me dijo, es un discurso de derrota. Ella, que había abjurado del kirchnerismo, y que lo fue descifrando de a poco, en su cuerpo, en el de otros, asumiendo un indudable nosotros, leía lo que pocos podían siquiera imaginar. Ir a Martín García era, aun no lo sabíamos, un principio/fin, sintomático, de lo que entendimos de ahí en más como el otro, el nosotros.
En la isla aguiluchos y lagartos salen a nuestro encuentro. Nos obligan a estar alerta, en estado de inminencia. Un modo de estar que se aleja al del turista relajado y lanzado al mero confort. En la isla se está en coexistencia vívida, además de con fantasmas, con una naturaleza que no es la del plácido y muerto paisaje, sino uno indómito, al acecho, inquietante. Martín García es una roca. Como la del mármol de las cruces torcidas de su cementerio ancestral. Una roca viva, en su desocultada y persistente conversación con los muertos, con lo muerto. La que se entabla en cada rincón, en cada caminata por sus calles, sus senderos. Muertos mal enterrados, a la intemperie. Antígona Vélez resucita en cada apagón, en cada intruso.
Paramos en un camping hostal dentro de lo que fue un destacamento militar. Cuerpo de grumetes. Las grandes barracas que habitaban los grumetes hoy están vacías, salvo las utilizadas para los “dormis”. Están pintadas de rosa y divididas entre las que tienen baño privado y las que no. Habitaciones de grumetes con camas cuchetas y puro cemento.
El club social y deportivo Brisas es el indicado para después del brindis de año nuevo. Su dueño, joven y proactivo (se lo ve de día cortando el pasto, subido a un tractor), con su hija en silla de ruedas, nos recibe jugando al pool. Escena que veremos repetirse las siguientes tarde-noches. A 35 pesos la Brahma de litro, y un enganchado de cumbias, cuartetos y bachatas, resulta ideal para la ocasión festiva. Fuimos los primeros en llegar, bancando la parada un rato largo, hasta que caen las tres parejas con las que viajamos en la Cacciola. El más joven es el menos vital, con barbita y bermudas de trash metal y una novia gordita y con anteojos. El de mediana edad, petiso y pecho inflado, estilo diegote, está con su mujer, de pelo rojo, pizpireta durante el viaje, la noche del 31 parece apagada o pasada de excitación. Los que rompen la pista son los más veteranos de los 3. Ella, una bailarina incansable y de intensidad desmesurada, tanto para los que bailamos con medido esmero a su lado, como para su acompañante que parece no querer mostrarse ni cansado ni lejos de la alta vara bailarina de su más joven compañera. Ella que en la Cacciola se mostraba distante y con aires aristocráticos, en la noche de año nuevo, en el Brisas, deslumbra y desparrama a su esforzado compañero.
Antes del Brisas habíamos festejado el año nuevo solos, en las escalinatas del muelle, tomando sidra y mirando a lo lejos el aura lumínica de Buenos Aires. Imaginamos presenciar a la distancia una fiesta de fuegos de artificios, pudiendo ver toda la ciudad reunida en un trozo de horizonte. Nada de eso ocurrió. Con apenas una lucecitas cada tanto la ciudad se mostraba lejana, juiciosa: una farsa grandilocuente. A un mes del triunfo del partido de los globos y espejitos de colores, a lo lejos, desde el cónclave paradigmático de la tragedia y esperanza nacional/regional, como es Martín García, el oscurantismo de su (fuego de) artificio expresaba la evidencia taimada, bufona, resignada de lo que vendría.
En el muelle hay fotos de grumetes. Posiblemente los que fueron enviados a defender la frontera del sur de la provincia de Buenos Aires. Trayendo presos a la indiada que construyó su propio presidio. Síntoma trágico que no deja de retornar. Cuerpo de grumetes se llama el camping. Cuerpo de cuerpos dóciles. Llevados a realizar una tarea patriótica en el confín, aisaldos, casi sin enemigos a la vista. Enemigos invisibles como fueron también los guerrilleros setentistas, escondidos, disueltos en la sociedad, infectando a elementos sanos, y ahora ya todos y por lo que vendrá (villeros, negros, piqueteros) peligro inminente. Cuerpos dóciles preparados, entrenados para combatir cuerpos invisibles, enemigos de otros, de pretensiones otras. Cadena de mando desfasada, también invisible.
Un nene juega sobre uno de los cañones de la costa con una ametralladora de juguete en mano. Su madre impávida lo acompaña, parece ser mujer de algún prefecto (cierta sumisión en su paso, prejuiciosamente nos lo indica). Pasado y futuro: la isla suspende el presente. Su reminiscencia y actitud guerrera se entrampa y nubla en un país, una región de más guerras intestinas que contra invasiones externas. El jugar a la guerra del niño en la Argiropolis es una fabulación perversa. Afincada en la mirilla de las elites, que arrojan cuerpos de grumetes entre sí.
La isla Martín García es el último fortín. Enclavado frente a las costas uruguayas persiste incluso con y en la memoria trágica de la conquista del desierto y el expansionismo nacional de pretensiones proto imperiales. Un fortín alucinado. Como el del “El desierto de los tártaros”, donde un destacamento militar existe a la espera de un enemigo que nunca llega y que empieza a vérselo en todos lados, como en los cardos, o en los tábanos. O como el de Saldungaray, en Sierra de la Ventana, en la línea de fronteras y fortines, cuyo general, enloquecido, ordenaba estar listos (pa lo que mande mi general) ante la irrupción malónica inminente. Desierto, soberanía y locura. Martín García es, allí, emplazada firme, rocosa, la persencia paradójica, la fantasmagoría irradiante e irredenta, dirá Horacio González, de una “fuerza utópica a ser”.
El último día la recorremos una vez más. La caminamos en un sentido. En otro. Nos habían hablado de un avión estrellado. Vamos en su búsqueda. Nos creemos perdidos, pero no. De repente, al borde de la claudicación, allí, ante nosotros. Una avioneta monoplaza, en medio de un bosquecito, al lado de la pista, estrellada. Nos quedamos en silencio, contemplando la tragedia. Solos. La filmamos. Nos entrometemos impávidos en su aura trágica. La muerte ronda. Como en una muñeca vudú colgada en un sendero, como en un tanque de agua oxidado en la playa, como en un viejo crematorio en desuso. La isla murmura, sopla en la nuca, late. Arrimamos al muelle. Allí todos. Nos miramos cómplices, portando algún secreto compartido, aunque desconocido. Hay lugar de sobra. Cacciola miente. Sus habitantes lo saben. Prefiere a los turistas. Los que hacen la vueltita programada. Y nada sabrán.
Fotos de Maia Gattás Vargas.

Fuente: https://revistacarapachay.com/2017/09/28/1837/

10 de octubre de 2017

Enrique Wernicke - La ribera


Desperté bruscamente, totalmente lúcido.
Era imposible demorarse en la inconsciencia: la mañana estallaba en la ventana de la piecita y me había penetrado el cuerpo cuando apenas entreabrí los párpados.
Me senté en la cama apoyando la espalda en los duros barrotes. La luz invadía la reducida habitación y su impertinente desenfado señalaba los más graves defectos de mi vida: soledad, desorden, pobreza. Sábanas arrugadas y sucias. Ropa en el suelo. Una botella de vino, vacía. Un libro abierto y manchado. Puchos de cigarrillos.
Estigmas de una noche como tantas.
Pero la ventana me ofrecía un nuevo día y resultaba grato recomenzar a vivir.
Me vestí distraídamente. Miraba las ramas del sauce recién brotado que se interponía entre mi casa y la calle. Cuando di unos pasos buscando mis alpargatas, el piso cedió bajo mi peso con esa blandura que suele tener la tierra fresca. Sonreí. No siempre soy capaz de sentir las cosas.
Di otros pasos por sentir nuevamente la elasticidad de la madera. Y recordé la sensación que se experimenta al subir a un bote y la liviandad de la marcha sobre un muelle de madera.
Recordé un mar lejano. Y de pronto me sentí feliz.
Al fin de cuentas, una vez más vivía en una ribera, y el río, si no el mar, estaba a unos metros de mi casa.
La soledad concede despertares puros. Cuando se vive solo, se es mucho más virgen y al levantarse de la cama es común azorarse de sí mismo. Se es más auténtico, más sincero.
Me digo que viviendo solo es imposible mentirse de mañana y aun las trampas que aceptamos rotundamente por la noche, con la luz, con la inepta carne que llevamos al despertar, quedan ridículamente en descubierto.
Comienza hermosamente mi día.
Salí de la pieza y busqué el diario que, como de costumbre, el repartidor había tirado entre las hortensias. Al hundir la cabeza en el follaje el rocío me lavó la cara. Y allá en la sombra de las hojas descubrí la noche que había perdido. La tierra olía a humedad y se negaba al día.
La calle estaba llena de sol. Me dejé tentar. Abrí el portoncito de alambre y salí a buscar esa caricia tibia que se desparramaba en la mañana.
No, no pienso nada. Siento.
El terraplén del tren me cerraba el paisaje con su hirsuto lomo de tierra. Le di la espalda y volví a casa. A través de los árboles, caminando con los ojos todo el largo de mi terreno, anduve, anduve hasta que llegué al río. Pero para entonces ya estaba detenido ante la puerta de la cocina. Y había que prepararse el mate.
Vivo en la ribera. Mi casa da frente a una estrecha calle de tierra que corre paralela a un alto terraplén de ferrocarril. Los fondos de mi terreno son como el mismo fin de la tierra porque dan de boca, entre abruptas toscas, contra el río.
El terraplén del ferrocarril es un muro inaccesible que nos tapa la vista de la ciudad. El horizonte del río, por lo contrario, nos invita a todas las ansias.
Necesariamente, mi paisaje me niega la amistad cercana y me entrega a las ridículas apetencias de todos los que sueñan imposibles.
El edificio que habito es uno de los tantos, típicos de la ribera: paredes de tabla machimbrada, techo de cinc.
Cuatro pilares de ladrillos levantan los esquineros a un metro del suelo, en prevención de las crecientes.
Por eso mi casa vibra y resuena como los muelles y las ramblas.
Al frente tengo un sombrío jardincito de dos metros. Hortensias, agapantus, un ceibo retorcido, dos álamos y la gran rama de un sauce que se alarga desde el terreno vecino.
Se entra en mi casa por un costado del lote. Y de quererlo, se continúa por una especie de camino hasta las grandes toscas del río. Antes, mirando al pasar, de lado, se ve un patio de tierra sombreado de mimbres y sauces donde una casilla mucho más levantada, mucho más vieja y decrépita, me sirve de taller.
Hace apenas unos meses que estoy aquí; pero ya me he hecho a vivir sobre la costa. Bueno, he conocido esta ribera desde niño: nací en la loma de Vicente López.
De cualquier modo, una ubicación oportuna puede ser la salud de un hombre. Y yo me digo mientras escribo esta página: parezco o debo ser mucho más feliz de lo que creo.
Entré en la cocina sin prestar atención al perro que dormía cruzado en el umbral. Casi me fui de narices cuando se levantó para saludarme.
Mientras encendía el primus y preparaba el mate observé al pobre y viejo animal que, seguramente arrepentido de haber comenzado con tan mala estrella el día, me miraba con ojos de pordiosero y meneaba el rabo dulcemente.
Los perros, ¡malditos sean! –me dije–, me son tan necesarios como un espejo. En ellos veo mi mal humor, como las canas cuando me afeito.
La pava comenzó a cantar.
Los chicos abrieron el portón, pasaron frente a la ventana de la cocina y treparon al taller en cuatro saltos.
Saqué mi silla de paja y en un rincón habitual cebé mis mates mirando el río.
Desde aquí se aprecia bien la línea de la costa. Las ramas de los sauces, apenas verdecidas, no llegan a tocar el suelo y forman un marco perfecto para mirar la mañana y la lejanía del agua.
Uno mira, se distrae y siente como si goteara la vida.
En el taller –a muy pocos metros, allí arriba en la casilla–, las zapatillas de Miguel Angel dieron contra una lata. Escucho el ruido, chupo mi mate. Es como si un fantasma transparente de mí mismo entrara sonriendo en el taller.
Susana debe estar sentada derecha en su silla. Tiene las manos quietas y piensa en el trabajo que debe acometer.
Y entretanto, yo, otra vez en mi comienzo, en mi mañana, abandono el río; abro el diario y enciendo un cigarrillo.
El diario, sus telegramas, quieras o no son en mi caso una picana que toca olvidados recuerdos y amargas comprobaciones. El solo nombre de París me altera todo. Vivo, pues –y esto se repite cada día–, un instante descentrado: no estoy donde parece ni alcanzo a estar donde yo quiero.
París se desangra. Esto es brutal y duele como un golpe.
Poco después, me descubro sentado en mi silla de paja.
Ya está la brisa entre los sauces. Luego de algunas horas será sudeste.
Pequeños detalles que me afianzan el día.
Dejo el diario, dejo el mate. Subo al taller.
Son mis manos las que me dan de comer. Y esto puede decirlo sólo un hombre que no tiene un origen proletario.
¡Es tan burgués el hacer hincapié entre las manos y la cabeza!
Cuando un burgués cae –ésa es la palabra histórica– en la artesanía o en el proletariado, como burgués es un desclasado.
Lo compruebo en mí mismo.
Hace tres años que he renegado del periodismo. Hoy –aunque un poco literariamente– me enorgullezco del humilde oficio que practico. No sé bien si corresponde llamarme fundidor o cincelador. Utilizo ambos procedimientos para crear pequeñas figuras de metal que luego se pulen y se pintan.
Mis clientes son coleccionistas y anticuarios.
Es común en mis noches de ribera regocijarme con la minúscula historia de mi taller artesano. Parece una adaptación escolar de la historia del hombre primitivo: torpezas, asombros, descubrimientos. Un lento derrotar pequeños contratiempos. Una lucha silenciosa y vergonzante contra la propia ignorancia, alentada por el afán de bastarse a sí mismo.
–¡Inconcebible, ridículo! –comentaba un amigo–. En esta época, en este Buenos Aires, un hombre solitario inventando un oficio...
Es evidente: desde cierto punto de vista, todo mi taller es absurdo. Pero ser un pobre aprendiz frente a sí mismo, monologarse lecciones noche tras noche y llegar por fin a ser dueño de las propias manos, lograr lo que uno quería de sus dedos, es tan dulce como un cuento para niños donde todo es simple, doloroso y bueno.
–Es como si vivieras desconectado de todo.
–Es verdad. A veces pienso que no vivo.
No puedo compararme sino con lo que fui. Viví en Europa, fui periodista. Vestí bien, comí mejor, anduve los bulevares, estuve entre la gente, en un mundo caliente y terrible.
Hoy soy un hombre de la ribera que se arremanga los pantalones para no embarrarse las bocamangas.
Soy más feliz. Puedo, al menos, llegar a ser más feliz. Reconozco, sin embargo, que hasta la más completa paz que llegue a brindarme esta existencia tendrá un perfume casi desvanecido de desastre.
Porque los sauces, el río, el cielo, el solitario ajetreo de mis manos, no bastan para darme el sentido del hombre.
Miguel Angel ha estado pereceando. Lo adivino en el apresuramiento con que toma una lima y un particular encogimiento de su espalda, gesto automático de quien se siente en culpa.
Además, desde hace días yo también observo lo que distrae al chico: un hornero se ha puesto a construir su nido en el árbol seco que se ve desde su ventana.
Pero está mal, me digo, que el trabajo se atrase; es justo que me irrite. Y al calificarme de justo me doy el derecho de ser cruel.
Susana ve que su hermano no hace nada, pero es incapaz de hacerle la mínima observación. Ese deber corresponde a su patrón.
Me detengo ante la mesa del chico, le pongo una figura en la mano y le digo:
–Vamos, a trabajar, rápido... –y lo zamarreo cariñosamente.
Voy hasta el otro extremo de la habitación, donde pinta Susana.
Resulta extraordinario que esta casilla de cuatro por cuatro nos brinde un taller tan amplio. Tal vez se debe a que tiene tres ventanas y una puerta con vidrios, o a la disposición de las mesas, una contra cada pared. Los tres nos damos las espaldas y, cuando hablamos, las voces suenan lejanas.
Alguna vez sucedió que, ante la inminencia de una tormenta, cada cual ha opinado de acuerdo con la visión de su ventana. Un cielo distinto. Para mí “las nubes van”, para Susana “vienen”.
Es raro que nos levantemos en las horas de trabajo, nuestro oficio no reclama trajines y sí, en cambio, una quieta y permanente atención. El trabajo nos atrapa, las horas se van rápidamente, y al terminar la jornada, uno comprende con asombro y tristeza que se ha perdido un pedazo de vida en un mecánico esfuerzo manual.
Por eso somos distintos al comenzar el día. Y por eso nos parecemos tanto cuando nos despedimos.
Pero Miguel Angel es muy joven. Sólo tiene trece años y no participa íntegramente del clima del taller. El tiene una vida aparte con su sauce seco, su hornero, sus travesuras y sus modorras de muchacho; Susana, en cambio, deja su personalidad en cada objeto que toca y recibe a su vez, espesamente, el silencio del taller. Su adolescencia sin pasado se entrelaza en nuestras horas. Es que tiene un espíritu fácil a la vida, de esos que no clasifican ni pesan los actos. Para ella todo parece ser importante, y trata de hacerlo todo bien. Con sus largos silencios habituales nos ha hecho silenciosos a nosotros. Ella dice lo contrario, que ha sido la casilla, el trabajo, lo que apagó su voz.
Susana es severa en su oficio. Cuando yerra levanta la cabeza, suspira y sin una sola observación borra la pintura para comenzar de nuevo.
Yo podría decir sin mirarla si está conforme o no con cada pincelada.
Conozco los crujidos de su silla y, cuando se recoge el pelo con un gesto de muchacho, siento en el aire que ha levantado la mano.
Es que el taller se ha vuelto demasiado íntimo. Y eso pese al deseo que tuve alguna vez de hacer de mi trabajo una ocupación mecánica y anónima. Pensaba que era bueno trabajar sin entregarse, sin gastarse, sin poner el corazón, la alegría, la vida de uno, en fin. Porque los resultados no lo merecen. Nuestras figuritas no son más que tantos adornos de salón que sobran en este mundo donde tantas cosas faltan.
Pero no está en mi carácter lograr esa indiferencia. Y menos aún cuando como ayudante tengo a esta muchacha que aprecia tanto su trabajo y que me empuja, con buenos adjetivos, a que me esmere y logre lo mejor.
Y bien. No debe uno empecinarse cuando la vida impone toda su fuerza.
Tal vez no estoy maduro para vivir sin secretos; tal vez yo necesito, como un chico el calor de la escuela, este misterio de artesano medieval; tal vez, me digo por fin, sólo sirvo para esto y nada más.
La ventana de Susana es la más verde de todas. Cuando llegue el verano, las hojas de los sauces llegarán hasta su mesa y sus pinceles. Sobre ese verde exuberante, Susana recorta de espaldas su figura: una nuca delgada, larga, conmovedora, los hombros anchos pero un poco tristes.
Se sienta erguida en su silla de paja y trabaja con elegancia, sin despegar los codos del cuerpo. Sus movimientos son suaves, controlados.
Cuando esta chica tiemble, será como si toda la vida temblara.
–¿Está bien así? –pregunta sin volverse, adivinando mi presencia a sus espaldas.
–¿Qué?
–Esto... –insiste, señalando un detalle en el grabado y alza la figura que lo copia. Se trata de un complicado vendedor de velas que litografió Bacle. Los ponchos se superponen en los hombros del mulato.
Explico como puedo el porqué de la vestimenta con el fin de descubrirle la ubicación de los colores. Me escucha con el pincel en alto, en absoluta inmovilidad.
–¿Comprendés?
–Sí –responde. Y su larga mano desciende lentamente como si fuera a desplomarse muerta sobre la mesa.
En mi banco se amontona bastante trabajo atrasado. Me siento decidido y tomo las herramientas. La mesa es todo un mundo de buriles, cortaplumas, pinzas y limas. Las figuras comenzadas parecen esperar mi intervención. Como iniciando el ensayo de una comedia, tomo una, la reviso y por fin comienzo a trabajarla.
–¡Qué linda va a ser esa figura! –dice Susana, desde su distancia. Yo sé que se refiere a esta pieza que tengo en las manos.
Su observación me interrumpe.
Miro por mi ventana. Recuerdo la mañana en que estos dos chicos llegaron por primera vez a casa. Susana vestía la misma pollera que ahora tiene, y tal vez la misma blusa de muchacho.
Me pareció frágil aquel día. Y no lo es. Entonces no la encontré bonita. Ahora me atrae hasta su nariz filosa y osada.
–¡Ya terminé! –exclama Miguel Angel, con ese tonito de mal alumno que quiere hacer rabiar a la maestra.
Estoy distraído. Trato de recordar por qué me impresionaron los ojos de la muchacha.
–¿Qué hago? –insiste el chico.
–Limpiá la figura. Buscá el ácido –respondo malhumorado.
Arrastra la silla. Camina y el suelo vibra. Otra vez la sensación de barco. Hoy, desde temprano vivo un mar. Pero mi mano derecha empuña el buril y me obliga a retornar a mi mesa.
Nono. Sí, es Nono que llega de visita.
Se ha quejado el portoncito de alambre. El perro ha lanzado dos ladridos desganados. Estiro el cuello y veo al amigo, al pie de un sauce. Acaricia al cuzco y mira mi ventana. Lo saludo con la mano.
–Esperá, Nono, ya bajo –digo, aunque sé que no me oye.
No trabajaré más esta mañana.
Miguel Angel se mueve en su silla. El tampoco hará nada más.
Susana, como si no me hubiera oído.
Mientras bajo la temblona escalera, Nono me observa silencioso. Recién cuando toco tierra, dice:
–¡Buenos días! –y me tiende la mano como si hiciera días que no nos vemos.
Pero Nono es vecino cercano y su alto corpachón pasa frente a mi casa varias veces por día. Para Nono, un encuentro es cosa de la casualidad y una visita, en cambio, es una evidente manifestación de su deseo de verme. Las visitas, y más aún éstas de mañana, tienen su ceremonia.
–No me ha llegado el material –explica–, y aprovecho el rato para verte.
–Me alegro; tomaremos un traguito de vino.
Yo voy hacia los hombres como quien visita un nuevo paraje. Me gusta, necesito el paisaje de almas distintas, y si fuera pintor haría cuadros monumentales con sus historias. Al fin y al cabo, todo lo que a uno “le ha sucedido” no es más que el moblaje que llena ese hueco que es la existencia.
Nono es de otro mundo que el mío. Estoy en viaje, lejos del taller, de sus figuras. Casi podría decir que los chicos son un recuerdo, aunque estén a dos segundos de distancia.
Entro en mi pieza y traigo dos sillas y una botella de vino. Ceremoniosamente nos sentamos frente a frente, bajo los sauces.
Cuando sirvo en los vasos, Nono escarba en el bolsillo y me entrega un buen pedazo de queso.
Mientras masticamos nos miramos seriamente. Y casi al mismo tiempo comentamos:
–Muy bueno, excelente.
Ahora bebemos un buen trago.
–Pasable...
Es una costumbre peculiar, una especie de rito en nuestros convites.
Hincamos la atención en estos pequeños “vivires humanos” y comentamos y juzgamos todo cuanto bebemos y comemos. Cumplido el hecho, es raro que volvamos sobre el tema a no ser que merezca una comparación. “Tan bueno como el de aquel día.” Pero generalmente no llegamos a tanto. El vientre no merece más de lo que da.
Tenemos el río allí no más, a cincuenta metros. Y sobre el río el cielo amplio, dueño del tiempo. Y decimos algunas cosas simples como quien tira piedras al espacio inmenso.
–¿Cómo marcha tu obra?
Nono es maestro albañil, especie de constructor.
–Adelantando... de a poco.
Ya lo sé. No podría ser de otra manera. Pero no puedo ahorrarme la pregunta.
–¿Y el taller? –dice a su vez.
–Andando.
–¿Los chicos?
–Trabajando.
Nono asiente con severos movimientos de cabeza. Sus ojos, hasta ahora, no se han detenido en los míos. Pero de pronto alza la cara y todos sus rasgos resaltan como inmovilizados en un retrato. Su gran nariz, sus ojitos azules, su boca débil.
–Ayer estuve en Barracas.
Esto ya no forma parte del preámbulo. Nono tiene algo que decirme. Hablará él, desplegará su paisaje. Me aflojo en la silla y aguardo. Como si se oscureciera el cine.
Los sauces hamacan el aire que respiramos.
Susana ha abierto su ventana y su blusa florece en el desgastado color de la casilla.
El río, allí no más, ha de estar maravilloso.
Nono habla.
Y entre distraído y atento, yendo y viniendo con sus palabras, voy y vuelvo por una pequeña aldea italiana que en estos días vive la totalidad de la guerra, con bombas y hazañas de guerrilleros.

FUENTE: https://www.pagina12.com.ar/diario/verano12/subnotas/138014-44473-2010-01-05.html

Taller de Historieta para Niños y Adolescentes


Cecilia Ferreiroa - La oveja

Lo primero que hice al llegar fue tirarme al río y ponerme a nadar. El aire estaba quieto. Hacía un calor aplastante que ejercía presión sobre las cabezas, incluso en el agua sentía calor.

La corriente estaba detenida, el río parecía un estanque. En un momento empezó a correr en la misma dirección en la que nadaba. Al principio lo hizo levemente, como si se inclinara un poco y me ayudara con reserva, con cierta reticencia. Avancé llevada por ella y cada vez se fue haciendo más fácil. Veía pasar las casuarinas y los sauces de la costa como si alguien los tirara de atrás y se los llevara. Cuando giré para volver, la corriente me empujó con fuerza. Había recrudecido y me arrastraba. Casi no podía avanzar. Nadaba con todas mis fuerzas pero me costaba dejar atrás la misma casuarina, que permanecía erguida y expectante ante mi tendencia a quedarme ahí. Si bajaba un poco el ritmo, la corriente me empujaba para atrás, con fuerzas renovadas.
Llegué al muelle de la casa bastante tiempo después, muerta de cansancio. Fernando me dijo que estaba preocupado, aunque no se había movido del jardín. A veces la preocupación es solamente algo que nos acompaña, como una música. Los tábanos me picaban fuerte, así que corrí a secarme.
Un pájaro enorme bajó y caminó cerca de la orilla del río. Le dije a Fernando: Mirá esa gallina toda negra. Él me corrigió con mal tono. No era una gallina, era una pava del monte. La pava remontó vuelo a los gritos y se escondió en un árbol al otro lado del río. Parecía muy molesta conmigo. Fernando también, por haberla espantado.
A la mañana siguiente me despertó la pava del monte con sus gritos desaforados, nerviosos. Todo le molestaba. Me levanté y me senté a desayunar en la galería. Los jejenes me atacaban sin pausa. Volaban sobre mi cabeza y me picaban el cuero cabelludo. Eran ínfimos puntos negros, prácticamente invisibles, pero fuertes y sanguinarios cuando mordían mi cabeza.
Vino un vecino y nos dijo que río arriba se había caído una oveja al agua y que iba a llegar flotando. Estuve el resto de la tarde mirando el río y creyendo ver la oveja. Cada bulto que pasaba me parecía ella. Quería que pasara y se fuera. No quería topármela mientras estuviera nadando. Era un miedo que siempre tenía al nadar: encontrar algo muerto debajo o flotando en el agua marrón. Fernando decía que mi fantasía tenía que ver con tantas películas policiales que veía, que tenía la cabeza llena de esas boludeces.
El día pasó sin rastros de la oveja. No me metí a nadar porque estaba muy impresionada por su presencia en el agua. De pronto el río me parecía sucio.
La hora de los jejenes me fue llevando hacia la casa.
Al día siguiente me despertaron nuevamente los gritos malhumorados de la pava de monte. El río corría hacia la desembocadura. Me alegré al pensar que la oveja habría pasado durante la noche. Que ya fuera de día me hacía ver su paso como algo lejano. Les pregunté a los vecinos si la habían visto. A pesar de que todos habían estado pendientes, nadie había llegado a verla. Había pasado silenciosa, solitaria, en la intimidad de la noche y se había perdido en la enormidad del río. Me dio ternura ese pudor, como si ella misma hiciera su propio duelo.
Estaba segura de que la corriente ya había lavado todo. No sé por qué pensaba que la contaminación estaba en el agua como si fuera un bote que pasa y se va.
A la tarde me tiré a nadar. Nadé hasta la otra orilla. Cuando estaba por llegar, miré hacia adelante. Y la vi. Ahí estaba, delante de mí, a pocos metros, yéndose lentamente. Iba recostada sobre la superficie del río, volcada hacia un lado, como echada sobre el pasto, descansando. Grité: ¡La oveja, la oveja! Fernando llegó corriendo hasta la orilla. Me gritó que saliera. Nadé rápido, con desorden y velocidad, tragando agua. Salí disparada del río. Los tábanos me picaban pero yo me quedé mirando cómo la oveja desaparecía por la curva, sin prisa, en su camino hacia el río abierto. El agua parecía tierra firme y ella parecía dormida.
Las nubes atravesaban el cielo y se escondían detrás de los árboles de la costa de enfrente. Pasaban rápido, como si huyeran en estampida de un peligro que les pisara los talones. Pasaban y se iban, como si todo el cielo se moviera con ellas, escapando de algo más misterioso y amenazante que él mismo.
Más tarde la oveja apareció otra vez, entrando desde la curva. Al verla sentí un golpe seco en el cuerpo. El río la traía de vuelta en la misma, exacta, posición. En un momento la corriente paró y la oveja se quedó detenida. Todavía mantenía su forma, pero había algo perturbador. Por dentro o por debajo la descomposición trabajaba en las sombras, desparramando los desechos en el agua. Un rato después la oveja empezó a moverse otra vez hacia la curva. Rogué que esa vez se fuera definitivamente.
Me quedé en el muelle el resto de la tarde. Vigilaba su regreso. Siempre me quedaba mirando lo que no quería ver y después tenía pesadillas. No quise contarle a Fernando qué hacía ahí. Cuando la corriente cambió, pensé que la iba a volver a ver. Cada cosa que aparecía por la curva me sobresaltaba. Me daba miedo verla descompuesta, pudriéndose; pero también me daba miedo verla igual, recostada como si nada estuviera pasando, como si la muerte se ocultara en una cáscara de normalidad. Por suerte la oveja no apareció. Los mosquitos aprovecharon mi quietud y me picaron por todos lados.
A la noche un vecino nos dijo que había aparecido en la playita de una casa cercana, del otro lado de la curva. Él la había empujado nuevamente al agua. Nos dijo que estaría yendo y viniendo porque debido a la corriente y a los recodos no terminaba de agarrar el camino que la llevaba a río abierto. Quién sabe cuántas veces había pasado en todo este tiempo, durante la noche, durante la siesta. Temí que nunca se fuera, que se desintegrara así, ante nuestra vista, impúdica, deshaciéndose poco a poco, como un decaimiento, como el atardecer de un día de otoño.
Cecilia Ferreiroa nació en La Plata. Es Licenciada en Letras y Profesora en Letras por la Universidad de Buenos Aires y se desempeña como docente de lengua y literatura. Ha publicado algunos cuentos en diversos suplementos literarios. A su vez, su cuento La hija ha sido premiado en el Concurso Itaú de Cuento Digital y ha sido publicado en una antología digital. El mismo cuento ha sido publicado en diversas revistas o suplementos literarios: en el suplemento literario del diario El Liberal, de Santiago del Estero (http://www.elliberal.com.ar/ampliada.php?ID=102640) y en la Revista Letralia, (http://www.letralia.com/300/letras11.htm). 

FUENTE: https://revistacarapachay.com/2015/10/01/la-oveja-por-cecilia-ferreiroa/

Max Gómez Canle y Lux Lindner en Casa de las Culturas

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Fulminante de Max Gómez Canle
El Delta como ramificación de la pintura, la historia y las ficciones.
El proyecto que derivó en Fulminante comenzó con una investigación de la iconografía del paisaje de Tigre, especialmente sobre el Delta y de los artistas que trabajaron esta temática.
“Cuando convocamos a Max y a Lux teníamos la expectativa de que Tigre los inspirara”, señala Milagros Noblía Galán, Directora Coordinadora de Artes Visuales de Tigre, “pero nunca esperábamos que se involucrasen tanto con su mística y su patrimonio. Con Max realizamos relevamientos de paisaje y pusimos a disposición el patrimonio de nuestros museos. Fue así que al conocer el Museo de la Reconquista vio por primera vez Explosión del Fulminante, una pintura de Antonio Somellera, que retrata la explosión del buque depósito torpedero llamado Fulminante, en el apostadero del Río Luján acontecida en 1877, siniestro del cual se cumplen 140 años el 4 de octubre.”
En la obra de Somellera, a quien Gómez Canle considera “un Cándido López naval” se puede apreciar en detalle el hongo que generó la explosión de la Santa Bárbara, visible a varios kilómetros según las crónicas de la época, y la lluvia de esquirlas de hierro que cayó varias cuadras a la redonda. Esta explosión y su registro pictórico se transformaron en el centro expansivo de un proyecto que implica cruces y desvíos entre pintura, historia y ficción.
“Esta obra, desconocida para mí hasta entonces, es la que articuló el resto de mi investigación que involucraba los trabajos de Prilidiano Pueyrredón, Carlos Barberis y Horacio Butler; éstos me permitían hacer un recorrido amplio de la historia del arte argentino y a la vez del Delta.” Gómez Canle afirma: “Tomando a estas obras como túneles o portales entre ficción y realidad, la explosión del barco funcionó para mí como un Big Bang, y así como el río se ramifica en el Delta, las historias y ficciones se desplegaron desde este evento original, colapsando y entremezclando pasado, presente y futuro, lo verídico y lo fantasioso.”
Gómez Canle propone así a la pintura como un fluido que revela mundos ocultos y re-elabora la relación entre historia y ficción. En colaboración con el artista Mauro Cruz, Gómez Canle se embarcó en ese fluir recreando en un biombo, pinturas de un Prilidiano Pueyrredón tardío; ambos desarrollaron y encarnaron un movimiento de artistas pleinairistas anarquistas seguidores de Carlos Barberis, generando pinturas y objetos de estos barberistas, obsesionados con las ruinas del fulminante, el limo, el barro y el óxido; y por último poseídos por el fantasma de Horacio Butler, imaginaron una “noche americana eterna" (día por noche) en la que la lluvia de esquirlas del vapor torpedero es incesante.
“Max con su muestra revive el hecho, hace que aparezca, lo representa, sustituye a la cosa y así cae en una situación que interrumpe el tiempo y hace que se requiera de la presencia de los sentidos”, afirma Albertina Espartaco Klitenik, Productora de Contenidos de la Casa de las Culturas. “Los sentidos muestran a cada hombre un mundo diferente. Los sentidos son las guías para llegar a la verdad. Max a través de su pintura nos transporta a aquellas verdades ocultas en las profundidades del río.”
El resultado es una exposición de obras originales, fuertemente relacionadas con Tigre, sus tradiciones e imaginario en los que, según el artista, “retratamos un delta mágico y oscuro”.

El regreso del Astrólogo de Lux Lindner.
En el proyecto El regreso del Astrólogo, el artista Lux Lindner partió de un trabajo de campo intuitivo y tomó contacto con su imaginario para observar sus ocurrencias, es decir, aquellas cosas que se podían oler, espiar, transformar en desafío y producción.
El resultado fue el encuentro con una situación ficcional que recupera la idea del Delta como zona de refugio y de vida alterna pero cercana a la gran ciudad. El regreso del Astrólogo referencia al famoso personaje de las obras de Roberto Arlt: Los siete locos y Los lanzallamas. En Los lanzallamas el astrólogo desaparece. Lindner imagina su regreso y el destino es el Delta.
“La exposición está pensada como una tercera parte, continuación de las novelas antes mencionadas”, afirmaba Lux Lindner mientras estaba comenzando a planear la exposición. “¿Qué habría pasado si Artl seguía vivo y decidía escribir una continuación? ¿O fallecía y desde el más allá dictaba una tercera novela o continuación? Siempre me inspiró algo… El personaje más importante, el astrólogo, desaparece y nadie sabe a dónde va. ¿Y qué hizo? Alguien se entera después de muchos años, de que está escondido en alguna parte de Tigre y hay que ir a buscarlo. Entonces eso se une con otra historia, El Corazón de las tinieblas de Joseph Conrad, perdido en medio de la selva. Así, me puse a armar un mashup que todavía está en proceso. Y de hecho esto puede tomar la forma de un cuento,performance, o tal vez de puesta teatral en la que alguien describa la situación.”
El devenir del proyecto fue generando un conjunto de obras en distintos soportes que conforman una tercera parte de novela muy particular, en la que intervienen dibujos, pinturas, una obra audiovisual exclusiva y una performance inédita a cargo del polifacético artista.
“Lux Lindner es un inventor de formas, o mejor dicho un detector de formas novedosas desde una narrativa sin duda inspirada en el paisaje circundante”, destaca Albertina Espartaco Klitenik. “Lindner presenta en esta muestra una suerte de película desarmada, casi se trata de cine expandido, o mejor dicho de un STORYBOARD EXPANDIDO que se desarma en dibujos, performance y video intentando revelar el misterio del astrólogo arltiano sumergido y reaparecido en el Delta de Tigre en el siglo XXI.”
En El regreso del Astrólogo, Lux Lindner recupera la tradición del Delta como refugio misterioso y a la vez renueva los cruces de tradición entre arte y literatura que son tan característicos en su obra, yendo esta vez un poco más allá, animándose a exponer una hipótesis intimidante sobre el destino y la posible gravitación de uno de los personajes más malditos de la literatura argentina sobre nuestra actualidad y nuestro presente.

Inauguración Viernes 6 de Octubre de 2017 a las 20:30 hs en Casa de las Culturas (Gral. Bartolomé Mitre 360 - Tigre)
Hasta el 10 de diciembre.

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9 de octubre de 2017

"Tigre" (2017) - reseña crítica: El Delta con aire de vanguardia



Tigre (Argentina, 2017) / Direccción: Silvina Schnicer, Ulises Porra Guardiola / Guión: Silvina Schnicer / Fotografía: Iván Gierasinchuk / Edición: Delfina Castagnino, Damián Tetelbaum, Ulises Porra Guardiola / Elenco: Marilú Marini, María Ucedo, Agustín Rittano, Lorena Vega / Calificación: Apta para mayores de 16 años / Duración: 90 minutos / Nuestra opinión: buena
Con la sudestada hasta la gente se pone rara, dice Rina, esa mujer obstinada y con la sensibilidad a flor de piel (Marilú Marini, notable) que vuelve a su casa del Tigre después de mucho tiempo para poner el cuerpo y defenderla de la amenaza que instala un ambicioso proyecto inmobiliario. Y si se trata de rareza, vale apuntar que toda esta sugestiva película está atravesada por un extrañamiento que propicia múltiples lecturas y exige un espectador atento y alejado de la comodidad que aseguran los relatos más convencionales. Tigre es una película climática, incluso en el sentido más literal: el clima y el paisaje se transforman en un personaje más de una historia coral minada de conflictos filiales, amorosos, eróticos y existenciales, entrecruzados con mucha sagacidad.
Cada escena tiene una duración apropiada, exacta. Esa fortaleza revela un trabajo virtuoso de ensamble de dirección y montaje. Así lo prueba el inquietante pasaje de la cena: un tratado sintético, punzante y magníficamente clausurado sobre la disolución familiar. En ese tramo, Agustín Rittano brilla gracias a su propio talento y al entorno inmejorable que saben armar sus compañeros, a partir de entender a la actuación como un juego colectivo.
El excepcional trabajo del elenco, con los niños y los adolescentes a la par de los más experimentados, es un soporte clave para un largometraje que también combina rigor formal y lirismo con una convicción que asombra.


Fuente: http://www.lanacion.com.ar/2069262-tigre-el-delta-con-aire-de-vanguardia








6 de octubre de 2017

El fantasma de Xul Solar en las aguas del Delta

El fantasma de Xul Solar vuelve a agitar las aguas del Delta con la restauración de su casa-taller

Se puso en valor Li-Tao, el atelier de Tigre donde vivió el artista en los últimos años de su vida; nuevo museo en intimidad con la naturaleza.
El pintor aplicó una paleta de colores vibrantes a paredes y ventanas
El pintor aplicó una paleta de colores vibrantes a paredes y ventanas. Foto: Alejandro Guyot
A una hora de viaje en auto desde la ciudad de Buenos Aires, se esconde la casa-taller donde Xul Solar (Oscar Agustín Alejandro Schulz Solari, 1887-1963) vivió y creó los últimos años de su vida. ¿Pero existe algo así como el final de la vida de un artista? Él viajaba en tren desde Retiro hasta Tigre; en el puerto se tomaba una lancha colectiva que lo dejaba en un muelle sobre el río Luján, en la confluencia con el canal Villanueva. De ahí, caminaba no más de trescientos metros por un sendero de tierra rodeado de helechos y lirios de los pobres hasta la modesta casa que, en 1954, había comprado con su mujer, Micaela Cadenas. Desde ayer, Li-Tao es un nuevo museo de arte de Tigre.
Creador de lenguajes visuales y poéticos, Xul no pudo sino bautizar la casa que construyó. La llamó "Li-Tao". La primera sílaba alude al sobrenombre de su mujer (Lita) y "Tao", al camino espiritual que guió la existencia del artista. El proyecto de Xul en Tigre era crear una vida comunitaria en donde la naturaleza, como no podía ser de otro modo, cumpliera un papel protagónico. Allí, el inventor de la "panlengua" y el "neocriollo" trabajó en simultáneo en varias series de pinturas, recicló materiales que le proveían el río y el monte, aplicó una paleta de colores vibrantes a paredes, ventanas y tranqueras, desbrozó parte del terreno y plantó casuarinas, robles del pantano, ciruelos y, frente a las ventanas que dan al este, un rosal.
Presente en la inauguración de Li-Tao, que se realizó ayer a la tarde, una de las directoras del Museo Xul Solar contó a LA NACION que, de a poco, Xul había mudado su biblioteca de la casa porteña a la de Tigre. "Consultaba muchos diccionarios", dice Teresa Tedin Uriburu. En los años de producción en ese rincón escondido de Villa La Ñata, en el corazón de un humedal, Xul concibió obras donde se entrecruzaban mensajes cifrados, figuras geométricas, arquitecturas imposibles, escaleras y puentes. Una cosmogonía acuática se superponía a otra aérea.
Se puede decir que ayer estuvieron todos "los ángeles de Xul" en la casa-taller recuperada para el patrimonio cultural de los argentinos. Elena y Mariana Povarché, de la galería Rubbers; Martha Capriotti, responsable de la casa de Xul Solar; Verónica Tejeiro, del Museo de Arte Tigre (MAT), y las autoridades del municipio, que apostaron a una idea que tuvo, diez años atrás, Diana Saiegh.
Xul recicló materiales que provenían del río
Xul recicló materiales que provenían del río. Foto: Alejandro Guyot

Archipiélago de espacios culturales

"La casa-taller es lo que podríamos llamar un ejemplo de arquitectura popular vernácula -destaca Herrera-. Da lecciones de austeridad y de adaptación al medio. No obstante, su máximo valor es la invención: los recursos que Xul imaginó para concretar su Pan Klub en el Delta." Habitada y concebida por un artista, la casa se convierte en una obra más: ventanas hechas con palos de escoba y cucharas de madera, cómodas transformadas en alacenas, códigos alfabéticos trazados en puertas y, un elemento recurrente en las pinturas, una escalera al aire libre que comunica con el cielo abierto.
Durante 2018 se concluirá la segunda etapa que pone en valor el hábitat consagrado por Xul Solar. Mejorarán el sendero hasta el río Luján y se reconstruirá el muelle de madera, donde Xul llevaba a las visitas a desayunar o a ver caer la tarde.
De ese modo, como hacía el artista en los años cincuenta del siglo pasado, se podrá llegar por agua a Li-Tao y la casa-taller integrará un archipiélago de espacios culturales públicos junto con el Museo de Arte Tigre, el Museo de la Reconquista, el Museo Haroldo Conti, la Casa Museo Sarmiento y la Casa de las Culturas.

Claves con vista al río

¿Dónde queda?
Chacabuco y Los Ciruelos, Villa La Ñata, Tigre
¿Cuándo se la puede visitar?
Viernes, sábados y domingos a partir del 14 de octubre. Para conocer el interior de la casa, se debe programar una visita al Museo Xul Solar (info@xulsolar.org.ar ). Sin embargo, se puede visitar el jardín, el centro de interpretación y el paseo con los paneles sobre la casa-taller y la obra del artista.
Advertencia
En Li-Tao no hay obras de Xul Solar. Éstas se encuentran en la sede del Museo Xul Solar (Laprida 1212).

FUENTE: http://www.lanacion.com.ar/2070073-el-fantasma-de-xul-solar-vuelve-a-agitar-las-aguas-del-delta-con-la-restauracion-de-su-casa-taller