14 de junio de 2011

El Carapachay - D. F. Sarmiento (1855)

En el año del Señor de 1855 a ocho días del mes de setiembre, día de la Navidad de María, surcaba las quietas aguas del canal de Luján, entre las tupidas enramadas de sauces llorones que por ambos lados lo guarnecen, la lancha de la Capitanía del Puerto de Buenos Aires, mandada por el comandante de marina don Antonio Somellera, e impulsada por doce robustos remeros de la marina del Estado.
Iban a su bordo, como pasajeros, el señor coronel Mitre, ministro de Guerra y Marina, los ingenieros don Carlos Pellegrini y don Santiago Arcos, los miembros de la comisión municipal de San Fernando, don Angel Crousa y don Manuel Maura, armador de dicho puerto, y entre comerciantes y viajeros, los señores Albarracín, Sarmiento, Toledo y otros que sería prolijo nombrar.
Era esta una expedición de exploración y de descubierta de las tierras hasta entonces ignoradas de las islas del Paraná; ignoradas, aunque hubiese veintiséis vecinos establecidos de años atrás en ellas, y algunos hubiesen visto ya en buenos papeles de a mil, el producto de sus plantaciones.
No se ha descubierto el vapor, el día que Papin, o un español, o Fulton mismo, hicieron sus primeros ensayos, sino cuando un buque movido por el nuevo agente remontó y descendió el Hudson, y el mundo se apoderó del nuevo invento.
Conocidas las islas del Paraná en su adaptabilidad a la producción agrícola y silvana, por el sentido práctico que cree buenamente que dos y dos son cuatro, faltaba que el hecho aislado se hiciese un hecho general, y que a la plantación ensayada aquí y allí sucediese la invención de un país, de un Estado y de una California. California fue descubierta en 1848, aunque estaba poblada hace tres siglos, y Newton observó recién hace dos siglos que las manzanas caían de los árboles, cuando cesaba de obrar la fuerza que las tenía asidas al pétalo, no obstante que de antiguo tenían costumbre las gentes de mecer los manzanos y comerse la fruta que caía, sin curarse de averiguar, si de esto dependía que los planetas no cayesen, rodando siempre en torno de su tronco de atracción.
Hacemos esta observación premuniéndonos contra futuras pretensiones de los Américos; y ya que el huevo de Colón sea un argumento viejo, nos reservamos otra prueba para el momento de fallar sobre litigio tan grave.
No hay de lo sublime a lo ridículo sino un paso, y no son tan lerdos los diplomáticos del Paraná arriba, que no lo hayan comprendido. Era, pues, preciso poner a salvo de este riesgo a las islas de la Delta, cuando iban a visitarlas por primera vez marinos, militares e ingenieros argentinos, que por hábito o descuido llevan el rebenque en la mano, no obstante ir embarcados. (...)
Propusimos esta vez, tomar el rábano por el rábano y por no por las hojas, y haciendo remar aguas arriba, y dejando el transitado canal de Luján a la derecha, tomamos el solitario hoy, y antes camino real de las carabelas, piraguas y angadas del Paraguay, canal de la Esperita, atracando donde confluye con el Carapachay de un lado y del Torito por otro, a la sombra de un grupo de sauces llorones, al pie de un muelle rústico, y a la puerta de una morada de una familia de labradores. (...)
En presencia de aquella naturaleza virginal, de aquellos canales silenciosos, de aquella vegetación asombrosa y de la familia que reside permanentemente en aquel lugar, las objeciones morían en los labios, y la imaginación, creando la poesía grandiosa de la realidad de un mundo próximo, brillando en el horizonte con la luna entre celajes, llegaba al absurdo en suposiciones plácidas y estupendas.
Era esta finca de don Angel Crousa, quien la hubo de don Marcos Sastre, maestro de escuela, que fue el primer hombre culto que aplicó el raciocinio a la realidad y vio en las islas terreno adaptable a la industria.
Observó Pellegrini un árbol que vivía frondoso, no obstante estar privado de corteza en rededor del tronco. La fuerza de vegetación reparaestos estragos, que serían mortales en otra parte, y suple por una monstruosidad el órgano vital de las plantas, la corteza.
Durazno y naranjos son, ya se sabe, la maleza de estas islas, y los sauces crecen como por encanto, y plantíos de 3 años dan productos que hallan pronta colocación en el mercado.
El sistema de plantaciones es la contraprueba de la bondad de la tierra. Siégase la maciega, y apenas despejada la superficie del suelo, húndese estaquillas de sauces, álamos y cuanta planta puede propagarse por este sistema, sin cavar hoyo y al sólo impulso de la mano. (...)
Vienen lo mismo las parras, los perales, los nísperos y los demás frutales. Crecen las habas como arbustos, el maíz es negro de puro lozano, según lo vimos más tarde, y las papas y cebollas alcanzan un desarrollo pasmoso.
Reunidos todos los argonautas en torno de la verja de tacuaras de un jardinillo de flores, procedióse con jocosa gravedad, a plantar unas estanquillas de mimbres. El encargado de la operación debía pronunciar un discurso para hacer más cómico el paso, y entre chanzas y veras dijo lo siguiente:
“Por una predisposición especial de mi espíritu, en las cosas más sencillas encuentro siempre algo de providencial. Estas varillitas que vamos a hundir en la tierra para que se conviertan en árboles, han llegado hace tres años de las faldas de los nevados Andes. No sabiendo mi amigo Arcos, cómo llevármelas a Buenos Aires las dejó en San Fernando. ¿Por qué llegan mimbres la víspera de venir nosotros a las islas? ¿Y por qué quedaron como olvidados en San Fernando, donde los necesitábamos y no pasaron a Buenos Aires, donde ya había propagado otras plantas?
“Y sin embargo la tierra de las islas y el mimbre son el cuerpo y el alma: el uno completa a las otras. El mimbre crece en la humedad y a la orilla de las aguas, y es la red de que el agricultor se sirve para el mismo fin del junco. Pero el mimbre es una producción valiosa, que da ciento por uno, y satisface mil necesidades de la industria.
“Esas fábricas de canastillas que suministran fortunas a los inteligentes cesteros de Buenos Aires, se entretejerán en adelante de nuestro mimbre, y los industriales vendrán a comprarnos por toneladas dentro de pocos años, el que hoy nos envían los agricultores de Francia y Alemania. Para la explotación de sus duraznos los isleños necesitan de mimbres, y en lugar de esas barcadas transportadas a granel y sin clasificación posible, el rico gustará comprar fruta selecta en canastillas que el carapachayo habrá tejido por millares en sus horas de ocio.
“Quiero, señores, simplemente a esta humilde planta, por que me unen a ella vínculos que quiero descubrir aquí en medio de mis amigos. Hace años que me sigue esta planta adonde quiera que voy, y acaso su propagación en América sea lo único en que no he encontrado obstáculos. No fui de todo extraño a la fundación de la Quinta Normal de Agricultura en Chile, y el mimbre vino luego a prestar su ayuda a la agricultura chilena. En medio de los odios de nuestras reyertas civiles, lo único en que estuve de acuerdo con el gobierno de Mendoza, fue en la creación de una Quinta Normal, y con el agrónomo que la dirige pasó a esta falda de los Andes el primer mimbre que acarició aquella tierra feraz. Vuelto a mi provincia después de quince años de ausencia, trájele del destierro, por todo obsequio, algunas varillas de mimbres; y al día siguiente de llegado a Buenos Aires, sabiendo que no la había, pedí y me trajo M. Pougey, algunas plantas que ya se han propagado. Faltábame mimbre para las islas, y presente está el conductor que desde los Andes llegó a tiempo y a la hora precisa con estas varitas. Si ningún otro recuerdo hubiese de quedar en estas islas de mi presencia, sean ustedes señores, testigos que, hoy 8 de septiembre, planto con mis manos el primer mimbre que va a fecundar el limo del Paraná, deseando que sea el progenitor de millones de su especie, y un elemento de riqueza para los que lo cultiven con el amor que yo le tengo.”

* El Carapachay. Editorial Eudeba. Colección Argentina. Buenos Aires, 1975.