17 de noviembre de 2015

El Delta Alucinatorio de Fermin Eguia


“Era muy agreste la cosa, puro matorral al bajar de la casa. Y a partir de cierta hora todo se ponía del mismo color: si dejabas una herramienta afuera, la perdías. Una mañana de mucha niebla, salí temprano al embarcadero y vi, entre la bruma, un cogote como de un metro de diámetro que aparecía y volvía a sumergirse en el agua, río arriba. Había mucha corriente, y el monstruo se fue acercando al embarcadero desde donde yo miraba paralizado. Hasta que, al pasarme enfrente, vi que era un árbol. Al rolar, las ramas producían ese efecto Loch Ness”. (Fermín Eguía)




Puestos a establecer genealogías más bien delirantes, podría pensarse a Eguía como el hijo descarriado de Molina Campos y Aída Carballo criado por Bobby Aizemberg. Con el acento en la palabra descarriado: es decir, imaginando además su temprana rebelión contra el hiperprofesionalismo de Molina Campos (por considerarlo mecánico), contra la prolijidad de Carballo (por el temor a caer en lo pueril) y contra la metafísica de Aizemberg (por el pavor a la solemnidad). La filiación no es del todo caprichosa: podría decirse que Eguía se crió adentro de uno de los almanaques de Alpargatas que hacía Molina Campos (viene de un campo cercano a Comodoro Rivadavia), fue presentado en sociedad por Carballo cuando acababa de recibirse en Bellas Artes y por esa época le partió literalmente la cabeza el laburo del grupo Fases (donde brillaba Aizemberg). Pero, como ya se dijo, hay que poner el acento en la palabra descarriado: después de un temprano encarcelamiento en Devoto en tiempos de Onganía, dejó la militancia en el MLN y aterrizó como peludo de regalo en una dependencia cartográfica estatal, donde se pasó nueve años dibujando y sombreando mapas. Con un premio De Ridder pudo comprarse una casa sin luz y sin agua, pero con amarradero propio en una isla del Tigre.

Separado, sin trabajo y con todo el tiempo del mundo a su disposición, Eguía se instaló allá a continuar con su saga paralela (por un lado, los utensilios domésticos con patas que representaban la vida propia de los objetos; y por el otro, las batallas de amor que despojaban de vida propia a sus hombres y mujeres). Pero en aquellas largas jornadas en el Tigre descubrió otro formidable escenario de paradojas silenciosas: puertas afuera, en el agua y la niebla y los pajonales del Delta. Vale la pena oír a Eguía hablar del Tigre: “Era muy agreste la cosa, puro matorral al bajar de la casa. Y a partir de cierta hora todo se ponía del mismo color: si dejabas una herramienta afuera, la perdías. Una mañana de mucha niebla, salí temprano al embarcadero y vi, entre la bruma, un cogote como de un metro de diámetro que aparecía y volvía a sumergirse en el agua, río arriba. Había mucha corriente, y el monstruo se fue acercando al embarcadero desde donde yo miraba paralizado. Hasta que, al pasarme enfrente, vi que era un árbol. Al rolar, las ramas producían ese efecto Loch Ness”. Dice Eguía que había animales distintos según las horas. “Tenías los del atardecer, que son los más plañideros; tenías la hora del murciélago, cuando salen a cazar y parecen pañuelos volando; tenías las culebritas que salen a buscar crías de anguila y las arrastran a la orilla porque en el agua no pueden deglutir; tenías las luciérnagas, que eran una cosa preciosa, con ese trazo de luz que van dejando en el aire como cuando ponés un palo al fuego y después lo movés. Me podía pasar horas mirando cómo se iba abriendo la crisálida de un alguacil hasta que aparecía el alguacil. ¿Sabías que se abre por la espalda, como el cierre de un vestido de mujer?”.
Esta clase de observaciones explica mejor que cualquier sesuda disquisición teórica el signo de los paisajes fluviales de Eguía, que se convirtieron en otra de sus marcas de fábrica precisamente por la vuelta de tuerca que supo darles: cargando de ironía o de ominosidad una escena idílicamente contemplativa. Mecanismo similar al que suscita la aparición de sus “nariguiles”, otra de sus marcas estilísticas (o, como él prefiere decir, su manera de “fabricar situaciones plásticas”) que también tiene su historia. “Es la manera en que los chicos ven a los mayores desde abajo: una nariz casi puro orificio, rodeada a lo sumo de orejas. La cosa se remonta a cuando era chico y mi hermana me leía cuentos, porque decían que yo era demasiado perezoso para leer solo. Yo me recostaba a su lado para escuchar, pero en vez de mirar al techo y prestar atención, terminaba mirándole la cara desde ahí y jugando con la idea de que el mentón era como una nariz al revés y que la cara era básicamente ese doble accidente.”
En algún momento de los últimos años, Eguía dejó de ser un secreto entre iniciados, un pintor para pintores. En algún momento, también, vendió aquella casa del Tigre y volvió a la ciudad. Lo que más extraña, dice, son los bichos. “En Buenos Aires se acabaron las luciérnagas. Por suerte, cuando sopla viento norte siguen apareciendo bichos raros, si estás en un plaza y mirás atentamente.”
(Juan Forn)







La metáfora, la parodia, la cita irónica, el humor, los recursos más valiosos e interesantes del arte erudito contemporáneo, con demasiada frecuencia se vuelven también tan enigmáticos que resultan indescifrables sin el auxilio de la palabra. ¿Hasta qué punto es necesario saber para poder ver? Esta es una cuestión que atraviesa de modo sostenido buena parte de las alianzas tanto como las polémicas (y disputas de poder) entre artistas, críticos y curadores en relación con el público de las obras de arte. En el caso de la obra de Fermín Eguía, sus imágenes pueden resultar bellas o graciosas o terribles, aun para el espectador menos entrenado o más distraído. Ofrecen una vía de entrada engañosa, en apariencia fácil y divertida, a cuestiones arduas que a veces se agazapan en ellas. Y aun cuando es frecuente que sus acuarelas, como los grabados y los emblemas antiguos, estén acompañadas de leyendas y títulos escritos a lápiz debajo de la pintura, la relación entre palabra e imagen en ellas escapa a lo previsible. Lejos de cerrar el sentido planteando una moraleja, aportan nuevos enigmas que atraviesan la imagen y la potencian.

“Es dibujante y es poeta y sonríe cuando se lo dicen”, escribió Aída Carballo en el primer catálogo de su discípulo Fermín, por entonces un joven de 23 años. Y él sigue siendo hoy dibujante y poeta: trabaja siempre con la palabra, la línea y el color para producir entre ellos atravesamientos que los tensan sin desbordar sus dominios.

En estos años tempranos del nuevo milenio se habla de un “regreso” a la pintura figurativa luego de vaticinios apocalípticos y sucesivos decretos de muerte. Es posible que de la mano de esa revalorización de la figuración pictórica por parte de nuevos contingentes de artistas jóvenes, la obra de Eguía establezca diálogos nuevos y adquiera resonancias inesperadas. Ella ha venido hablando durante cuatro décadas con voz menuda e incisiva. Son pinturas que no hacen “ruido”, susurran con bastante malicia, invitan a acercarse siempre un poco más y detener la atención.

Este artista que llegó a Buenos Aires desde el Sur profundo es, ante todo, un dibujante. La poética de su trazo es inconfundible, es dueño del arte de la invención. Los artistas plásticos, por otra parte, reconocen en él a un virtuoso de la técnica de la acuarela, exquisito y audaz en la exploración de sus posibilidades.

Eguía se mantuvo casi siempre dentro de los cánones convencionales de la pintura de caballete, figurativa y en general de pequeño formato. Vale decir: se ha valido siempre de unos medios expresivos que parecían cosa del pasado, restituyéndoles su capacidad revulsiva a partir pura y simplemente del despliegue de sus ideas en un lenguaje figurativo de gran originalidad. Y esa originalidad surge de la maduración de un estilo y una iconografía bien alimentados por un universo de citas, diálogos y evocaciones en permanente expansión y ebullición. Proliferan en su obra las citas literarias, filosóficas, históricas y poéticas, además del diálogo siempre renovado con un vastísimo repertorio de imágenes de la historia del arte de Occidente tanto como del Oriente: Bosch, Goya, Bruegel, Holbein, Botticelli, Piero de la Francesca, Delacroix. También Lacámera, Sívori, Schiaffino, Bacle y Rugendas. La pintura japonesa: Hiroshige, Hokusai, Utagawa, Toyokuni. Y muchos más. Max Ernst. Magritte, Dalí. Las droleries medioevales, las imágenes científicas del siglo XIX, fotos de los periódicos, viejas postales e ilustraciones de libros para niños, la caricatura, Hogarth. Los símbolos de la masonería y de la alquimia, Blake, Fusseli, Richard Dadd. Y los paisajes de Corot y los acuarelistas ingleses. Todo alimenta la usina iconográfica de Eguía y el resultado no se parece a nada. Es una mixtura compleja. No es conceptual, pues no tiene nada definitivo que plantear. Simplemente plasma sus ideas, reflexiones, ocurrencias, en su devenir, siempre con lucidez y sentido del humor.

Hay en la conciencia de Eguía un sentido de lo fatal, manejado por designios oscuros o –peor aún– por el azar inescrutable. No hay dioses poderosos en su mundo, más bien proliferan en él seres sobrenaturales pero mínimos, oscuras excrecencias de lo real que sufren de imagen a imagen, sucesivas mutaciones. Algunos de esos seres se transfiguran a lo largo del tiempo para llegar a lugares insospechados en el juego de la imaginación. Se diría que Eguía busca y encuentra la belleza pintoresca de lo monstruoso, y por esa vía llega en ciertos momentos a rozar lo sublime, aunque el terror se presente en dosis homeopáticas.

Ha creado una galería de seres –Vociferantes, Narices, Dientudos, unos mosquitos como helicópteros, unos cochecitos como coleópteros, unos Ayudantes como pulpos o arañas, panes, teteras y tazas de té a los que les crecen pies, manos, bocas– que irrumpieron casi todos bastante temprano en su galería de imágenes y se fueron quedando. Cada tanto reaparecen, se transforman o simplemente vuelven. Además se representa con frecuencia a sí mismo, sobre todo en los últimos años, a veces en escenas alegóricas o falsamente moralizantes, otras veces en actividades de alto voltaje erótico. También pinta paisajes, casi todos ellos del Tigre, en los que no es raro encontrar el despliegue de batallas, tragedias y comedias fabulosas entre criaturas desmesuradas.

Desde mediados de los años sesenta, cuando sus imágenes acusaban todavía la sutil influencia de Aída Carballo, Eguía construyó y sigue enriqueciendo un universo poblado de monstruos más o menos amigables, más o menos siniestros y reconocibles como indicios de lo real transfigurado, que instalan en el ámbito de lo cotidiano un chispazo sobrenatural. Su mirada desnaturaliza todo lo que le rodea, se muestra dueño de una gran capacidad para desarticular el universo de certezas en que se apoya nuestra existencia cotidiana. Escribe siempre, va “de la palabra a la imagen” tal como pensaba Aby Warburg un posible orden de inventario en la herencia cultural, y llega adonde la palabra no alcanza. Sus imágenes condensan un núcleo irreductible de sentido. Y ese sentido, mal que le pese al pretendido descreimiento de su autor, con frecuencia encierra una esperanza secreta de redención.

A primera vista no es un gran transgresor, y sin embargo sus obras problematizan los límites y parcelamientos a los que nos habituó una taxonomía “natural” de lo artístico. No busca (nunca buscó) inventar alguna nueva forma peregrina de vanguardia. Ni trans ni post ni neo vanguardia alguna lo ha seducido. En una acuarela de 1989 se representó a sí mismo como un soldado de otro siglo (“porque esos uniformes son bárbaros para seducir a las minas”), volando libre y estimulado por su musa, jugando “entre los fuegos de la bang y la transbang”.

La obra de Eguía elude las clasificaciones de estilo, escuela, movimiento, etc. Cuando, a mediados de la década del ’70, empezó a exponer regularmente, la crítica se mostró desconcertada, aunque en general elogiosa: se procuró ubicarlo en algún sitio entre la caricatura, el surrealismo, la ilustración y la pintura fantástica, en algún punto entre Hyeronimus Bosch y Molina Campos. Sin embargo, no es un solitario. Una coherencia profunda vincula a buena parte de los artistas argentinos que –como él– retomaron la pintura en los años de la última dictadura militar, pese al aislamiento en que muchos de ellos trabajaron, aquí o en el exilio.

“Sería como hablar del período azul de Daumier-Smith”, ironizó Fermín Eguía en nuestro primer encuentro, frente a la sugerencia de establecer un orden en su obra según series iconográficas o a partir de alguna evolución estilística. La ironía es su arma más poderosa y también –dirigida con frecuencia contra sí mismo– su escudo. La cita de J. D. Salinger es elocuente y tiene (creo) el valor de una advertencia: por favor, no buscar etiquetas, filiaciones célebres ni discursos estereotipados para mi obra. Tal vez quería explicar también una relación vital con el arte que tiene algo de inevitable y de crisis permanente. Más allá de toda ironía, no parece desacertado tener en mente ese consejo cifrado.
Aun así, sin la intención de dividirla rigurosamente en períodos ni traicionar su unidad fundamental, en el libro propongo una serie de capítulos para acercar la mira y distinguir diferentes facetas a lo largo de esa producción, según un criterio de géneros, temas y problemas. Es mi intención respetar, en buena medida, el orden en que éstos fueron haciendo su aparición aun cuando la mayoría de las criaturas de Eguía hayan llegado para quedarse.

Laura Malosetti Costa (Fragmento de su libro sobre Eguía (ediciones Artemúltiple)),





fuente de las imagenes: Atlas - Paisajes culturales del Rio de la Plata www.atlasarchivo.com.ar 
fuente de los textos: 
Juan Forn (en Radar 2002) 
(http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/9-503-2002-12-01.html) 
Laura Malosetti Costa (en Pagina 12 Espectaculos 2005)
(http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/6-1342-2005-12-20.html)

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