8 de mayo de 2017

Claudia Aboaf - El Rey del Agua - fragmento



Claudia Aboaf nació en Buenos Aires. Creció junto a su abuelo y maestro Ulyses Petit de Murat, quien la inició en la lectura y la escritura. Durante varios años se dedicó a la astrología y a distintos emprendimientos gastronómicos. Como escritora, ha publicado las novelas Medio grado de libertad (2003) y Pichonas (2014), y participó de la antología de cuentos Pura coincidencia, que reunió Fernando Sánchez Sorondo en 2005. Colabora con revistas digitales de España y Argentina. El Rey del Agua es su tercera novela.




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Andrea espera en la antesala de la oficina del abogado, estudia la alfombra de lana turquesa de pared a pared y se pregunta qué clase de piso habrá debajo. La oprimen la falta de aire natural y la decoración. Las paredes están recubiertas con paneles cuadrados de madera lisa, intervenidos por conos de iluminación amarilla que revelan cómo se desgajan.
El impulso que la trajo hasta aquí alcanzó para abordar, desde el muelle de la isla, la lancha colectiva, y luego el tren en el continente. Descarga ahora el excedente nervioso moviendo una pierna; el rebote aminora bajo la luz artificial.

Teme haber llegado tarde o temprano.

Luego de encontrar la carta del abogado había esperado un lapso que casi completó su noche-día. Por un período, en tierra continental del municipio de Tigre y las islas próximas a la costa, la explotación turística de parques acuáticos y casinos abiertos sin pausa había alargado los días luminosos, empujados por la luz eléctrica excesiva. El nuevo gobernante había retomado una de las magníficas visiones de Sarmiento: el auge turístico del Delta. Traer a la gente para que gastara aquí su plata. Los satélites mostraban esta pequeña parcela encendida en el mundo, que competía con la ciudad de Las Vegas. Pero aquí se sumaba el oro brillante de la luz reflejada en el agua, formando la letra Delta con los ríos. Los transportes acuáticos y terrestres traían pasajeros a pasar la noche despiertos, se detenían en Punto Tigre para fotografiarse junto a la ciclópea cabeza, que en vez del Jaguar —pantera originaria de la zona— devino un Tigre. Las enormes pantallas cristal rearmaban sus pixeles con diferentes imágenes del gobernante: Tempe, el Rey del Agua. A la luz del neón y de las pantallas, el día continuo parecía incluso posponer la muerte. Pero al desoír la rotación de la Tierra inscripta en el cuerpo, los visitantes, trabajadores y vecinos no durmieron, o cada uno lo hizo en un momento cualquiera. Con el ritmo circadiano quebrado por el continuo lumínico artificial, se hizo difícil convenir encuentros y labores. Saborear en familia fue historia antigua. La noche no abrazaba el sueño ni el delito.

El eje de la Tierra era el péndulo de este reloj primitivo. Cuando el pulso de luz superó los umbrales, el jet lag que sufrió la gente se incrementó hasta replegar los pétalos de la flor circadiana. Y el reloj se detuvo. Se fragmentó el sueño y la vigilia, y planificar se volvió una habilidad incierta. Sin embargo, el exceso de demanda de energía hidroeléctrica quemó una de las grandes turbinas, y luego estalló otra causando grandes daños. Al resto las fueron apagando. Se va restaurando la oscuridad —están los que añoran la luz permanente— junto con los hábitos sedantes. La noche contenida se restablece a través de los resquicios de artefactos lumínicos en desuso.

Pero todavía la gente adora las pantallas, y un resplandor alcanza las islas. Esa mañana, Andrea, ante la probabilidad, a falta de concurrencia, de vagabundear en el continente, se había sumido en la indecisión horaria que aún persiste en estos días.

Pasa a una sala más amplia donde la invitan a sentarse en uno de los sofás de cuero verdadero; se enciman llenando el espacio, enormes y aristocráticos. La secretaria ocupa una silla arrinconada que combina con su escritorio, descansa las palmas sobre la tapa de vidrio. Andrea nota que ese mueble termina con las patas en punta, encapsuladas en bronce, y que las puntas pelaron la alfombra a su alrededor, dejando a la vista fibras sarnosas. La misma alfombra, el mismo escritorio, tal vez la misma secretaria. Intuye que este estudio atravesó incólume cantidades incontables de años. El olor que exuda la alfombra y el cuero es del tufo acumulado de la gente. Quiere sacar la cabeza afuera.
En el momento de su convulsiva llegada a la casa de la isla, Andrea había tropezado con un cúmulo grumoso de sobres amontonado al pie de la escalera. Luego los había ignorado. Nadie podría confirmar si estuvieron allí sólo un par de jornadas, o tal vez una o dos inundaciones. Los pisó, los desplazó con las botas de goma. Pero una lluvia sonora los lavó y un borde azul maya quedó a la vista. Ese color llamativo la detuvo con un pie en un escalón de madera y otro en el pasto blando. Finalmente, se sentó en la escalera para despegar los sobres de plástico fino. El pigmento antiguo que sedujo su retina había resistido intacto el agua y la luz corrosiva. Distinguió otros colores de empresas conocidas pero amarronados por la intemperie. Su nombre apareció en un recorte transparente; el azul era para ella. Dejó los de su padre —a quien nombraban los demás remitentes— donde estaban. Deseó que se los llevara la próxima crecida. Sacudió el sobre, quedó limpio de greda seca. Lo abrió cuidando la estampilla con las dos islas Malvinas como gemelos unidos por el dorso, abandonados en el mar frío. “Un asunto importante…”, “Indemnización…”. La carta concluía con la firma cursiva algo tembleque de quien se anunciaba como “un amigo de su padre”.

Aunque confirme ahora su apellido a la secretaria, siente que la remanencia de su padre, Sergio Blanco, es como el halo negro de un cigarrillo que ve estampado en un cenicero de Cinzano.

Aparta las publicaciones de tribunales y agradece encontrar una revista de turismo para distraerse del encierro. Una página colorida anuncia las rutas de navegación en la red. Advierten, con letras macizas, rojas, sobre el riesgo del turismo en la internet profunda y difunden en cambio la ruta de la moda y el diseño; se destaca que es ruta blindada, no hay peligro de despistarse entre los sin patria. También hay imágenes del desierto español. Muestran las últimas láminas de agua donde se amontonan cúmulos de aves rosadas. En un párrafo exaltan a Tempe, el Rey del Agua, que cumplió con otro augurio del antiguo Presidente, el loco Sarmiento, dando inicio a una exportación épica, en este caso de agua cruda. Deja la revista en su lugar, luego de admirar en la contratapa unas magníficas botas de hule tornasolado. Se venden en todos los talles. Botas de hule para los países donde todavía queda agua, y aquí hay en cantidad. España ya es un desierto, sólo se usan sandalias.

Sale a recibirla el Dr. Tullio. Un hombre viejo, alto, con un traje acerado y un nudo flor coronando la corbata, una versión ilustre de como lo había imaginado. Ansioso, la invita con la mirada. Le toma la mano, la retiene y, para desconcierto de Andrea, se la besa en el dorso. Pasan a la oficina. Se enfrenta al espejo que cubre la pared como en el baño de un aeropuerto. Adelante, un gran escritorio que semeja un elefante sentado sobre sus rodillas ancianas. En la casa de la isla no hay espejos, hace bastante que no se ve, y por un momento se sobresalta. La casa ciega no me dice nada.

El abogado sabe que su presencia intimida, cree que es él quien la asusta. Domina a Andrea con un brazo en la cintura, la empuja fuera del espejo, suave pero con firmeza, la guía para que se siente en la butaca. Andrea vigila el sobre azul que resiste ileso en la cartera.

Tullio ocupa su sillón en el despacho, junta las palmas como si rezara, rota sus pupilas hacia arriba y hace un esfuerzo por aspirar el énfasis que cree necesario.

—Querida Andrea, finalmente tengo la palabra. Te esperé varias jornadas. La única dirección registrada en el estudio es la del arroyo Rama Negra.

—Me tuve que ir de donde vivía, en Maschwitz. Y desemboqué en la casa de la isla. —Andrea recuerda los senderos en las orillas. El resplandor y un poco de luna mezclados. Puentes de palos quebradizos. Pájaros y perros. El río bajante había dejado a la vista enormes raíces sujetas a un lodo blando. Esa noche creyó que podía caerle un árbol encima. —No fue cuando llegué, ni al otro día, pero entre las cartas acumuladas encontré el sobre azul chillón del estudio.

En las esperas melancólicas, acompañado de su secretaria, que escatima sonidos y movimientos, Tullio creyó que no alcanzaría esta cita. Ha vivido en un insomnio hipnótico fuera de cualquier huso horario, pero con la aparición de Andrea, calcula, su biografía sumará líneas. Quiere destacarse, por última vez. Ser memorable.

—La amistad con tu padre no fue conveniente pero tampoco perjudicial, y dejó a salvo algunos recuerdos. Tenemos que hablar de su desaparición. Yo puedo determinar lo legal y lo ilegal… —Su voz se ahoga en viejos discursos, vuelve a inspirar con su fuelle viejo para tirar otra línea con mejor anzuelo—, la indemnización es mucha plata. Y lo legítimo es que sos la hija. Ustedes dos tenían una relación muy estrecha.

Le llega un aliento estofado, como si por siglos este hombre no hubiera abierto la boca. Andrea se retrae contra el respaldo de la silla. Estrecha. Si por estrecha se entiende apretarme con mi padre en cuartos oscuros mientras le sudan las manos para mantenerme quieta…

—No sé por qué ahora reflotan a Blanco. Busco en la isla una calma que ni sé qué gusto tiene. Todavía no encuentro un plato, tampoco una almohada que no tenga manchas.

Andrea había estado en la casa de Tigre cuando era una nena. En alguna avanzada primavera con calores y mosquitos de verano, la casa del Delta fue el refugio para la familia. En realidad, para ella y su padre. Juana, su hermana menor, y su madre, habían continuado como siempre su rutina en la ciudad. Las actividades de su padre la llevaron a descubrir estrategias urgentes en cada cambio que hacía la familia. También en los subrepticios movimientos de noche o en el crepúsculo cuando llegaban personas a la casa de la isla con un bolso pequeño o nada de equipaje. Se escuchaban diálogos sin menciones para evitar el peligro de la memoria. Andrea recuerda el sonido seco al atrancar los postigos y la falta de espejos. Alguien habrá pasado verdaderas vacaciones, aunque sea un solo día de placer, en esa casa.

—Mi derecho natural es comunicártelo, Andrea. Era mi amigo. ¿Mi responsabilidad legal? Estoy designado para representarte ante el municipio. Sólo tenés que firmar un poder para que pueda entregarte la plata.

Tullio explica despacio. Quiere apaciguarla, separa las palabras como un catedrático:

—Hace sólo unas semanas, Tempe y su equipo encontraron casos olvidados en este Territorio Líquido, aún sin indemnizar. Lanzó un llamado desde su búnker isleño.

Andrea le detalla, aunque querría irse, que hacía muchos años que no se veía con su padre. Murió enfermo, o al menos eso le dijeron. Al llegar ella a Misiones su cuerpo enterrado yacía fuera de la vista y de toda comprobación posible. Cuando le preguntó a Mirta, la prima del papá, ella le habló de su gato, muerto por causa de la vieja yarará, y dijo que el felino tenía su tumba y también la yarará. Le mostró las tumbas. Esos dos montículos eran más prolijos, más desgranados que la tumba de su padre.

Tullio no quiere que Andrea lo distraiga. Aprieta los puños para retener sonidos y letras. Recurre a sus notas; algo queda.

—Esta nueva rueda de indemnizaciones es un signo de estos ausentes, tal como el humo es el signo del fuego. Vos y tu hermana figuran en la nómina.

—El humo es un halo oscuro —murmura ella, recordando el cenicero de Cinzano que vio en la mesa baja.

Tempe gobierna el Delta de Tigre, donde derrama el acuífero más grande de Sudamérica. Una nueva ley, única posible luego del debate nacional en el que se encimaron voces en un coro ruinoso, propició la división, fraccionando el país en miles de municipios. Esta reforma silenció finalmente el grito de protesta. Borradas las fronteras provinciales, quedó consagrada la total autonomía de cada uno. Pequeños países que se dan la espalda, dueños exclusivos de sus recursos naturales. Tigre era un territorio líquido. Otros municipios quedaron reducidos a sus llanuras chatas, o tierras empolvadas, algunos tuvieron una creatividad inesperada. Tempe, que había fracasado con el turismo, ahora vendía el agua, con la que se había enriquecido desmesuradamente. Pero al intendente le faltaba un público que lo aplaudiera. Por un período debió mantenerse oculto en su búnker, alejado de la prensa. Temía que le plantaran algún terrorista para justificar una invasión y sacarle su agua. Necesitaba endulzar su orgullo. Luego de sufrir su prominencia escondido, apareció como si hubiera salido de abajo de las piedras, delgado e imberbe, con el pelo ensortijado y voz aguda. Esperaba una idea que lo mostrara magnánimo e hiciera circular el dinero.

—Se encontraron trazas genéticas de Sergio Blanco. Aquí, en esta jurisdicción líquida.

—Si mi papá murió lejos, en el municipio de Puerto Iguazú, y la isla fue sólo un refugio ocasional… Tendrían que plegar el mapa para dibujar una cruz en el río Luján.


[Claudia Aboaf, El Rey del Agua, Buenos Aires, Alfaguara, 2016]

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