30 de diciembre de 2018

El río oscuro (fragmento ) - Alfredo Varela

Capítulo XX.
Al fondo del establecimiento, muy monte adentro, estaba la roña del obraje donde lo habían enviado a Adolfo. Ramón pensaba si no los habrían separado por cálculo. Aquí, el trabajo era sin horario, de domingo a domingo, sin abandonar la faena ni aun cuando llovía fuerte. Al principio cuando quiso averiguar, un tal Alegre le dijo bajando la voz:
-Aquí no se sabe, ch’amigo. Mientras se está en salú, se trabaja nomás, todo seguido; mientras no está oscuro se trabaja nomás…
Tenía la cabeza medio hundida entre los hombros como si constantemente estuviera temiendo un mal golpe. Era el encargado de acarrear hasta el barbacuá los raídos cuando se acercaban los carros llenos hasta el tope. Entonces hundía sus manos en los dos grandes ojos abiertos en los bultos, y emprendía una calculada carrerita para descargarse cuanto antes del terrible peso, mientras jadeaba penosamente. A veces, después de dejar un raído sentíase sacudido por terribles mareos. Pero como por ahí cerca siempre vigilaba el capataz, no podía entretenerse mucho en descansar. Esa vez aprovechó una pausa, después que había descargado el último carro de la mañana. Nadie espiaba por los alrededores, y entonces se detuvo junto a Moreyra, dejándose caer en el suelo, entre las verdes hojas desparramadas al azar. Se enjugaba el constante sudor con un gran pañuelo-pará.
-Esto es la esclavitú, propiamente. Pero si le contara… Yo estuve trabajando con Matiaúda, en el Puerto Paranambú. Queda allá, en la costa paraguaya. Ganábamos 25 pesos al mes. Después que entraba el sol, teníamos que seguir trabajando mucho rato. Y si nos retobábamos, nos volvía locos a gritos. Cuando queríamos largar porque estaba oscuro gritaba: “Mientras que yasechá nandepó ñamba’apó vaëra”…(2)
Se miró pensativamente las manos como si guardara los recuerdos en sus palmas.
-Mal hombre era, sí, mal bicho…
Sobre el barbacuá, surgía agigantada la figura del viejo Sinforiano, erguido sobre su pedestal de yerba caliente. Mientras escuchaba no suspendía el trabajo. Siempre era así, metódico, obstinado, tranquilo.
-Yo estaba trabajando de jangadero. ¡Añamembuy! Allá me agarré esta puntada en los riñones que no me deja nunca. A veces había temporal, y ni podíamos movernos en l’agua ni manejar bien los rollizos. Era cosa de salir disparando. Pero el Matiaúda estaba en la orilla, con el chicote en la mano: “¡Eh, mientras que oky na ñamanó möai”. (3) Y así siempre.
Ramón ya se había acostumbrado a manejar diestramente la horquilla. Enlazó uno de los grandes atados de yerba, lanzándolo con certero impulso hasta el piso del barbacuá, donde el viejo Sinforiano lo esperaba para desparramarlo en seguida. Interrogó:
-¿Anduviste mucho por esos pagos?
El otro movió la cabeza.
-Un año y medio, o más. Después, me escapé. Ya no podía aguantar más. Crucé a la costa argentina y fui a parar a Puerto Segundo. Cuando ya m’iba internar n’el monte, m’encontraron un capataz y dos piones de allí. Resulta que de Paranambú habían mandado este mensaje: “Anoche se me fugaron dos. Si salen por esos rumbos, metanlén bala”.
Se quedó parado en la puerta del galpón, mirando hacia afuera. Desde el lugar, penumbroso en que se hallaba, Ramón veía destacarse contra la luz solar el cuerpo encogido de Alegre, como una enorme araña rosando en su tela, indiferente a los sucesos, cansado de ver desfilar ante su vista tantas cosas iguales, tantos horrores, tanta locura. Permanecía allí callado, enredándose en sus perdidos pensamientos.
-¿Y después?
El hombre tuvo un leve sobresalto, como si ahora lo molestara la curiosidad del huayno. Después se puso de espaldas a la luz:
-Me salvé a gatas. Yo no sabía que otro compañero se había huido al tiempo que yo. A él lo habían alcanzado la misma noche cuando estaba por tocar costa argentina a nado. Le pegaron tres balazos, y listo. Pero los que yo encontré eran buena gente. Me dejaron ir, y entonces seguí viaje. ¡Qué penurias, ch’amigo…! Pero si encima le contara todo lo que pasa aquí…
Ahora se interrumpió bruscamente. Había visto venir lejos a un capataz y un miedo súbito hizo nido en él. Hundió la cabeza más profundamente aún, como si fuera a zambullirse en la luz, y salió dando tropezones.
Ya nada turbaba el silencio del galpón, uno de esos silencios de las mañanas tropicales, que se imponen a todos los ruidos con su pesadez abrumadora. A veces, chisporroteaba un trozo de yerba, o se oían sus leves crujidos de protesta cuando el viejo Sinforiano movíase sobre las hojas, con sus agrietados pies desnudos. Pero esos mínimos ruidos contribuían a destacar más aún la mudez de las cosas y de los hombres. Ramón se sentía tentado de confidenciarse con el urú. Pero parecía imposible atravesar el silencio, y además el viejo Sinforiano gustaba trabajar reconcentrado, con una testarudez estoica, como si estuviera convencido de que si suspendía por un momento la tarea ya nunca más podría reanudarla. Con movimientos iguales y pausados, rítmicos, empuñaba la pala firmemente, distribuía los manojos verdes, vigilaba los que estaban suficientemente chamuscados y seguía moviéndose en el estrecho recinto semejante a un gato montés prisionero que palpara incesantemente las rejas de su cárcel, obstinándose en la posible huida. Después de contemplarlo unos momentos, Ramón dejó la horquilla y abriéndose la bragueta comenzó a mear tranquilo, indiferentemente, sobre la yerba que habría de ser quemada poco después. El líquido refulgía un insume sobre las hojas, y luego deslizábase por el corto tallo hasta filtrarse y desaparecer para mojar a las de abajo. Por la abertura que servía de puerta al galpón llegaba el resplandor del sol, y con él los mosquitos y un tábano grande y azulado. Se posó en el brazo de Ramón, que lo aplastó casi sin mirarlo, despanzurrándolo. Después, siguió orinando.
***
Galope en el río 3
“Alguien siembra palomas
por el asombro de la tierra roja”
Juan E. Acuña
…los rayos de este sol demasiado joven que lamía perezosamente el paisaje, iluminando el disco de agua con su beso mojado. La jangadilla seguía dando vueltas pero siempre en forma lenta, con una lentitud medida, con la persistencia de la fatalidad. Presentaba al este su parte ancha, luego ese costado donde más maltratada había sido y donde colgaban de los isipós algunos restos de cañas rotas y en seguida el otro extremo donde aparecían los desnudos pies del hombre dormido y el otro costado inmediatamente, y luego recomenzaba la vuelta bajo el sol que ahora tenía una cara redonda y colorada, de incorregible borracho. La jangadilla parecía ir palpando las puertas del agua como para encontrar la salida de la jaula y en su búsqueda recorría todo el vasto círculo hasta volver al punto de partida para empezar otra vez como si fuera la primera vez; y en ese incesante palpar la acompañaban unas cuantas naranjas podridas y una gran cantidad de hojas desparejas, anchas algunas, otras chiquitas y redondas y otras alveoladas y otras puntiagudas o con los bordes dentados, pero todas juntas, estrechamente unidas por los desperdicios y la basura y el agua sucia como si estuvieran unidas desde el comienzo y como si todas pertenecieran a la misma planta; y todas esas cosas arrojadas por el río al remanso para conservar su pureza cristalina, y ese leño medio negro y medio quemado, esas naranjas y esas hojas reunidas como obedeciendo a un solo tallo, giraban lentamente junto a la jangadilla que seguía dando su interminable paseo por el petrificado espejo; y pasaban las horas y la aburrida danza no era alterada mientras el sol cumplía sin prisa su camino por el cielo cada vez más amplio y luminoso que echaba su luz a raudales, como un enorme balde de agua, sobre el hombre dormido y exhausto, que con la ayuda del sueño y del instinto iba alejándose cada vez más seguramente de la derrota total, es decir, de la muerte.
Hacia mediodía esa calma ejemplar fue quebrada de pronto. El hombre abrió repentinamente los ojos y tomó conciencia inmediata de lo que lo rodeaba. Sentía el cuerpo molido, pero ahora podía manejarlo, como si esas ocho o diez horas de sólido sueño hubieran ido encajando cada miembro y cada nervio y cada hueso y cada músculo en su exacto lugar; y todo era maravillosamente real y en lugar de estar ahogado y partido se hallaba con sus muslos y su culo sólidamente asentado sobre las tacuaras, y la jangadilla era la misma que había fabricado apenas la noche anterior y estas cañas tan empapadas que el sol iba secando con pequeños y curiosos chasquidos, eran las que él había cortado con sus propias manos, con esos dedos gruesos y morenos y nudosos como diminutos troncos, gruesos y cortajeados y cubiertos de heridas y de sangre seca; y de pronto lo invadió un torrentoso júbilo al encontrarse vivo aún, y al parecer a salvo, y todo le pareció sorprendentemente familiar y amigo como sus antiguas manos trabajadoras con sus uñas chatas y terrosas, y la catarata de esa pelambre en su pecho desnudo y esos grandes pies sólidos como barcos que erguíanse allá, al extremo de la jangada, con los dedos machucados y mordisqueados por los peces; todo era familiar como ese divertido y un poco mareador juego de las costas que variaban con el continuo rotar de la jangadilla en el remanso y… Pero no. Había algo diferente: el río. Este tan chato y dormido río, este apacible buey de agua que procuraba pasar desapercibido tras su tímido balanceo entre las orillas, no era el que había conocido vertiginoso y brutalmente varias horas antes; ni la rabiosa perra cuyos dientes amarillos lo habían triturado durante minutos que valían por años; ni la delirante tromba que lo arrastraba como una hoja desprendida y sola por los cerrados caminos del agua. No. Ya no creía en esto que ahora se presentaba como una caricia de aceite lustroso ni podría creer nunca más. Aunque continuara viéndolo así, domesticado y bonachón, en la paz de sus amplias canchas, en la premura jubilosa de sus correderas o en la suavidad viscosa con que lame las costas cercanas, ya no podría confiarse jamás sin recelos a su abrazo siempre dispuesto. Ahora había visto su rostro tormentoso y esa boca alucinante en la locura del remolino, recordaba cómo había abierto repentinamente su abismo de piedra para envolverlo en su oscuro abrazo. Recién ahora media la exacta identidad del río. Nunca más podría engañarlo.
Y entonces pensó en salir del remanso y le sorprendió ver que lo conseguía fácilmente y fue orientándose hacia el canal hasta que una violenta vaharada de agua lo tomó por su cuenta, arrastrando velozmente las tacuaras río abajo. Le costaba conservar el equilibrio al principio, pero pronto estuvo de pie mientras la balsa seguía descendiendo con rapidez entre las verdes costas. Y recién entonces se dio cuenta que estaba completamente desnudo, porque la ropa había sido arrastrada por las aguas en la furia del torbellino y los calzoncillos habían sido rasgados como tiras de papel hasta desprenderse en una de las etapas de la lucha contra el enemigo de agua. Bulliciosos espumarajos iban a golpearlo en la cara descubierta, en las rodillas gruesas como raigones, en los testículos de bronce bañados por esa caricia negra que surgía como un monte de las ingles, en la barba caudalosa que parecía haber crecido con más fuerza en las últimas horas y en esos labios endurecidos que ahora se abrían en una amplia sonrisa coma para abarcar la gloria del horizonte. Él no se dio cuenta cómo había sido, pero súbitamente fue creciendo en alguna cueva de su cuerpo, ganó la sala sonora del pecho, alzándose ágilmente con la garganta y de pronto el grito jubiloso estalló ampliamente, haciendo una fuerza terrible para abrir paso por la boca de anchos labios y expandirse entonces hacia afuera, hacia la inmensa claridad del día. Fue un grito humeante, con alas, que parecía arrojado por diez hombres a la vez, como si él lo hubiera ido criando desde gurí, durante meses y años espesos, en su tenaz estatura de hombre callado; como si lo hubiera ido alimentando con sus silencios y sus pausas para que surgiera en el momento oportuno:
-Pi… pi… piú… JUUUUU!!
Atrás quedaba la mueca de Santa Cruz y los restos de Frutos y los martirizados yerbales silvestres; atrás el pavor del remolino y el chasquido de la guacha sobre las espaldas mojadas y el bulto anónimo del hijo que no había llegado a ser suyo; y la caza frenética del hombre y la tos seca de la Amelia. Dejaba a sus espaldas nada menos que una época y marchaba raudamente hacia la otra conducido por esas frágiles tacuaras, viajaba hacia los yerbales de cultivo y el Sindicato, hacia allí donde los hombres son igualmente explotados pero luchan unidos en defensa de su dignidad, y donde él tenía seguramente un puesto reservado porque estaba dispuesto a hacer pata ancha allí como en todas partes. Viajaba como un oscuro ramalazo, como un golpe de viento, por las correderas amigas del Paraná, de pie, en pelotas, iluminado plenamente por el sol violento del mediodía.
-Pi… pi… piú… JUUUUU!!
El grito salvaje conmovía hasta sus raíces a los árboles costeros, rebotaba en las resbaladizas rocas y erraba por el cielo abierto que seguía derramando su luz a raudales sobre el exuberante mensú. Abierto de piernas sobre las delgadas cañas, Ramón seguía su viaje río abajo, abandonando una época y yendo al encuentro de la otra. Pero él no lo sabía. Sólo abarcaba una confusa sensación de su triunfo sobre las emboscadas del hombre y de la naturaleza, y una alegría gigante que únicamente podía expresarse con ese alarido triunfador que lanza el hachero ante el árbol derribado:
-Pi… pi… piú… JUUUUU!!
El canal viboreaba sorpresivamente acercándose a peces a la costa. Desde allí, tres chinas lavanderas levantaron la cabeza y soltaron la risa ante el espectáculo desacostumbrado. Sólo veían a un mensú desnudo y ridículo, gritando como un loco entre la mansa quietud del mediodía. Pero él no se dio cuenta y cuando quisieron mirar de nuevo ya había desaparecido en otra vuelta del río, Paraná abajo, dejando como una estela su grito de victoria.
[FUENTE: https://revistacarapachay.com/2016/04/12/848/]

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