17 de diciembre de 2010

Marcos Sastre sobre el seibo

 


El ombú de nuestras costas y el seibo de nuestros ríos son los primeros objetos que hieren la vista del extranjero que desde lejanas tierras viene en busca del metal precioso que da nombre a estas regiones. ¡Dos árboles estériles por única muestra de las producciones del Río de la Plata, a las ávidas miradas de los peregrinos que pisan, llenos de esperanza, la nueva Canaan, la tierra de leche y miel, prometida a su infortunio! ¡Qué inesperada desilución! ¡Qué desencantos! Dos árboles improductivos, ¿cómo pueden anunciar el suelo más feraz, el clima más hermoso de los dos mundos?
Pero que penetre el extranjero en nuestras pampas que producen el oro en verdes hebras: que penetre en nuestras islas que vuelven en pomas de oro las simientes confiadas a su seno; y sabrá estimar aquel árbol magnifico que, después de haberle servido de norte para llegar al puerto deseado, le ofrece fresca sombra y seguro albergue en medio de los prados píngües que le han de dar la anhelada opulencia sin más trabajo que el cuidado de un rebaño: y sabrá estimar aquel otro árbol florido que prepara el terreno fertilísimo que le dará la riqueza en retorno de un poco de industria y de sudor.
El ombú es el árbol del pueblo pastor, a quien ofrece sombra y casa en medio de las vastas dehesas que alimentan sus ganados.
El seibo es el árbol del pueblo labrador, para quien prepara el suelo fértil, surcado de canales navegables; y los materiales para improvisar su choza, sus muebles y su barquilla.
El ombú incita al pastor a dejar sus habitudes nómadas, brindándole un asilo cómodo, grato y bello. El seibo contribuye a estrechar la sociedad humana y acelerar su progreso, preparando un terreno capaz de una densa población.
Para eso los creó la Providencia, diseminando al uno por las pampas, y agrupando al otro sobre los ríos. ¡Singular armonía entre dos vegetales de tan distinta naturaleza como el seibo y el ombú, y de ambos, árboles estériles, con la civilización humana.
Uno y otro son plantas peculiares y exclusivas de la región del Plata, donde desempeñan una misión providencial.
El junco y el seibo son los operarios que la naturaleza emplea para elevar los bajíos y los bancos sobre el nivel de sus aguas y reunir los materiales que deben componer la tierra vegetal de las islas nacientes. Un juncal, apesar de su aparente debilidad, es el firme pilotaje que sirve para formar el cimiento del futuro terreno. Los tenaces juncos, naciendo sobre las playas de los bancos, aseguran el arenal por medio de las espongiolas de sus raíces entrelazadas, y entre la tupida muchedumbre de sus vástagos retienen las nuevas arenas sucesivamente arrojadas por las ondas; también protegen la germinación de otras plantas acuáticas, que con sus despojos y el légamo del río van preparando el terreno para la vegetación arbórea.
El seibo es el primer árbol que aparece entre el juncal: al principio, pequeño, tortuoso, raquítico y lento en su crecimiento, como si viviese luchando con la muerte; mas al fin triunfa, mejorando él mismo las condiciones del terreno, y entonces crece vigoroso y corpulento, pero desairado e irregular como aquellos deformes saurios antediluvianos que los geólogos nos pintan. Se propaga con rapidez, formando en torno de la isla naciente una estacada de robustos troncos, que entretejidos con las plantas trepadoras, se oponen a la acción de los vientos y las olas, y conservan en calma el agua que cubre el terreno en las crecientes diarias, obligándola a depositar toda la materia sólida que trae en suspensión.
Por otra parte, sus gruesas raíces solevantan el suelo notablemente, haciéndolo apto para la vegetación de nuevas yerbas y arbustos; y la misma ramificación rala del seibo es una condición necesaria para su destino de terraplenador, porque es una espaldera viva, preparada por la naturaleza para sostén de las plantas sarmentosas.
Mil enredaderas se apiñan bajo su copa que no las priva de la luz del sol, y trepan a porfía por su rugoso tronco y espaciada ramazón para cubrir la desnudez del patriarca con un manto de follaje, mezclando sus variadas flores con las del árbol protector. En su espesura encuentran las aves seguro asilo para dormir, y abrigo para sus nidos. Así es como al pie de los seibos se acumula lentamente un gran depósito de detrito, resultado de la descomposición de las sustancias orgánicas depuestas por las plantas, los insectos y los pájaros.



Asi como el ombú refrigera con la frescura de su sombra a los hombres y animales, cuando el sol abrasa la tierra con sus rayos; así el seibo, cuando las aguas se retiran, derrama sobre las plantas que lo rodean una lluvia de agua cristalina que mana de sus ramas. Algunas veces he plantado al pie de un seibo algunas tomateras que han prosperado admirablemente en un suelo constantemente humedecido por las fuentes del árbol.
Suelen verse varias de sus ramas envueltas en grandes espumarajos, de los cuales destila la savia gota a gota. Dentro de esa espuma se rebulle un enjambre de larvas, cuyas madres seguramente han sido las que, picando la corteza al desovar, han abierto las fuentes para la extravasación de la savia. Es creencia vulgar que de esas larvas salen los tábanos, pero no es así. Yo he observado sus transformaciones; de ellas resulta un insecto alado, verde, saltón, como de seis líneas de largo, de corselete muy ancho terminado en dos puntas agudas; el cual ninguna semejanza tiene con el tábano.


El seibo para los jardines y el ombú para los paseos públicos; no hay planta que los aventaje en la pureza de sus emanaciones, y pueden competir en belleza con el resto de los árboles. El ombú sobre su extensa base que ofrece cómodos asientos, su robusto tronco terso y limpio, y su ramaje pintoresco, ostenta una magnífica copa esférica, sin par en frondosidad y colorido. El seibo, que nació como la mujer para mostrarse engalanado, es preciso, para verlo en su esplendor, que ostente sus grandes ramos de hermosas flores carmesíes sobre su atavío de pasionarias y enredaderas floridas. Así es como lo presenta a nuestros ojos la madre naturaleza en su patria el Tempe de los Argentinos.

 (Extraído de: El Tempe Argentino, Capítulo XXX, “El seibo y el ombú”)








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