El embarcadero de la vivienda que alquilaran Rodolfo Walsh y Lilia Ferreyra. (Imagen: Julián Varsavsky)
El río es memoria. Haroldo Conti
El Delta de Tigre es un territorio literario, dice Juan
Bautista Duizeide en la casa isleña de Haroldo Conti, frente a los
asistentes al taller anual de escritura a partir de la obra del gran
autor, que comenzó el mes pasado. Estamos en la cocina de una casa de
dos pisos hecha con madera de timbó y barro, donde Conti desarrolló
mucha de su escritura incluyendo su obra maestra Sudeste, protagonizada
por El Boga, ese existencialista silvestre habitante de este submundo
que fluye. Tras los inspiradores ventanales no se ve el cielo sino una
“muralla” verde y plantas caña de ámbar, con un colibrí en vuelo
suspendido, libando sus flores blancas como un zafiro alado.
“Esta
casa no solo es importante en la biografía de Conti sino también en la
literatura argentina y en la historia misma de este territorio isleño,
que si bien fue abordado antes en otras ficciones, aún no había tenido
una presencia tan fuerte en la literatura como la que inauguró Conti”,
fundamenta el periodista, escritor y navegante Duizeide al frente del
taller.
Según
el docente la primera marca literaria de no ficción en este territorio
anfibio fueron los escritos de Sarmiento, un poco “el inventor” de estas
islas para las cuales ideó un proyecto político fundacional y
productivo, inspirado en sus viajes por el Delta del Mississippi. Esos
textos publicados en el diario El Nacional –donde proponía la industria
del mimbre– se recopilaron en el libro El Carapachay, como llamaba el
presidente a la región en la que veía una “masa de verdura” habitada por
los “carapachayos”. A pesar de su formación positivista, cuyas posturas
racistas excluían la integración de aborígenes y gauchos a la sociedad,
el sanjuanino no estuvo de acuerdo con el método de distribución de la
tierra en latifundios después de la Campaña al Desierto. Propuso no
repetir ese modelo en el Delta: pensaba en un sistema productivo basado
en unidades pequeñas y medianas. Y llegó a plantear, contra toda lógica
en su época, que “la tierra es para quien la trabaja”. De todas formas
esos modestos agricultores debían provenir de la “civilizada” Europa.
El otro escritor íntimamente ligado a la región fue Rodolfo
Walsh, quien escribió la famosa crónica Claroscuro del Delta. Cuenta
Duizeide a los talleristas que en cierta ocasión Lilia Ferreyra le pidió
a su compañero Rodolfo algo para leer y él le dio Sudeste, diciendo
cariñosamente: “Este hijo de puta escribió la novela que a mí me hubiera
gustado hacer”. Y en cierta entrevista, ante una consulta sobre su
escritura, Walsh respondió: “Mi método de trabajo es el Delta”, a donde
vino durante años a dos casas que alquiló.
Haroldo Conti y Rodolfo Walsh en sus exploraciones por el Delta.EL DELTA DE WALSH
“Un día de marzo en 1996 yo estaba descansando cuando vi desde la
ventana a cuatro personas en una lancha debatiendo acerca de mi casa”,
cuenta Daniel Arguello, actual dueño del refugio isleño que entre 1971 y
1976 alquilara la pareja Ferreyra-Walsh, en el 459 del río Carapachay.
En esa lancha estaban Lilia Ferreyra y los periodistas Coco Blaustein y
Luis Bruschtein.
Arguello, sorprendido, los invitó a desembarcar mientras los
extraños discutían: “No Luis, yo creo que no es acá”. Entonces los
invitó a pasar y ella dijo mirando el suelo ajedrezado: “¡Las veces que
habré baldeado estas baldosas!”.
La recién llegada se presentó por su nombre agregando que
era la compañera de Rodolfo Walsh y se hizo un emotivo silencio de
catedral. “Lilia me contaría más adelante que, por mis bigotes y la
experiencia de la casa de San Vicente tomada por un policía, tenía miedo
de que yo fuera milico”, cuenta muerto de risa Arguello, quien también
fue militante peronista. La conmoción fue grande porque Daniel y su
esposa Mabel habían armado a retazos los avatares de esta casa –comprada
en 1992– a partir del testimonio de los vecinos: “La llegada de estos
desconocidos nos produjo una alegría inmensa, hacía tiempo esperábamos
que, de alguna manera, alguien viniese en busca de esta historia
incompleta”.
A El Edén, nombre actual de la casa, se ingresa por un
muelle y una pérgola como un túnel vegetal de enredaderas y flores
colgando hasta el suelo. La casa no es un museo -aunque las fotos de
Ferreyra y Walsh en el interior crean cierto ambiente histórico- pero
los anfitriones le cuentan la historia a quien pase por casualidad
frente a su galería con cuatro columnas por donde trepan las plantas y
anidan colibríes.
En el frente, una placa: “En esta isla Rodolfo Walsh
practicó el peligroso oficio de escribir junto a su compañera Lilia
Ferreyra”. Aquella pareja de militantes setentistas alquiló esta casita
entonces sin luz, para descansar y sobre todo escribir los fines de
semana.
Para hacernos conocer la historia de primera fuente,
Arguello llama a su vecina Rosita. Nos sentamos en la cocina viendo a
los colibríes entrar por una ventana y salir por la otra: “Se meten
especialmente cuando pongo a Chopin”.
Rosa Rotblat es una señora octogenaria a quien le tocó vivir
el allanamiento de esta casa. Según Rodolfo Walsh, Buenos Aires era ya
“un territorio cercado” y emprendió su repliegue clandestino hacia San
Vicente después del golpe de Estado: “Hay que seguir la ruta de las
lagunas porque nos quitaron el Tigre. Necesito vivir cerca del agua.”
Después de abandonar esta casa a mediados de 1976, cierto
día Lilia vino sigilosamente a retirar pertenencias y documentos,
dejando abandonados una máquina de escribir y un “mapa del cielo” con
las constelaciones que fascinaban a Walsh y que un sobreviviente dijo
haber visto en la ESMA.
El 18 de septiembre de 1976 dos hombres amarraron una lancha
en el muelle de Liberación, como se llamaba esta casa desde hacía mucho
(Walsh y Ferreyra descubrieron el cartel con el nombre durante una poda
y celebraron la coincidencia). Los recién llegados le pidieron permiso a
Rosita para usar su parrilla ya que venían “desde muy lejos” y querían
almorzar. Se los concedió y la invitaron a comer junto con sus hijitas;
incluso sacaron una guitarra y se pusieron todos a cantar. Después
pidieron con suma amabilidad que sus hijas les mostraran la isla,
aprovechando la oportunidad para hacer inteligencia: la casa de Walsh,
claramente, estaba vacía.
Esa misma noche Rosita oyó ruidos y descubrió hombres con
pasamontaña y ametralladora desembarcando frente a su casa. Uno de ellos
le advirtió por la mirilla de la puerta: “Váyase a la cama con las
chicas y, pase lo que pase, olvídese de todo”.
Avanzaron en dos columnas que rompieron a culatazos la
puerta de Liberación y también la de la casa de al lado, donde hasta
unos meses antes iba Piri Lugones –nieta de Leopoldo Lugones–
desaparecida en 1977. El objetivo era saquear y obtener información:
destrozaron todo llevándose objetos de valor como la máquina de
escribir. Y secuestraron a un vecino, el profesor Gutiérrez con su
esposa, liberados dos días después.
En el fondo de la casa de los Arguello hay un gran jardín
protegido por una muralla rectangular de árboles, entre ellos dos
liquidámbares plantados por los dueños de casa y que tienen un nombre
cada uno indicado con un cartelito: Lilia Ferreyra y Rodolfo Walsh. En
la fachada de su casa Mabel escribió con marcador la última frase que le
dijo Lilia a Rodolfo al despedirse por última vez en la casa de San
Vicente, cuando iba hacia la cita fatal: “No te olvides de regar las
lechugas”.
La casa de Haroldo Conti está sumergida entre la vegetación, lejos de la costa.
(Imagen: Julián Varsavsky)
LA CASA DE CONTI
Al refugio verde del autor de Sudeste se llega con la lancha colectiva y
luego de una larga caminata bordeando la isla encerrada por el arroyo
Gambado, el río Sarmiento y el canal Buenos Aires: aparece al fondo de
un claro en la espesura vegetal que invade esta casa muy isleña
sostenida sobre pilotes.
Nos recibe María del Carmen Bruzzone, encargada del museo,
quien sabe la historia del lugar como nadie, ya que se crió y vive en la
casa de al lado construida por su abuelo: “A Haroldo lo conocí de
chiquita; era amigo de mi padre con quien se pasaba horas hablando sobre
la vida en las islas y de ahí sacaba cositas que imprimía en los
libros… pero él tenía más amigos por la zona del arroyo Anguila y
otros lugares, y todos están en los libros; mi padre –el Nene Bruzzone–
está en el cuento Los Caminos, y también Don Noy, quien tenía dos
perros, Quién sabe y Como nunca”.
Recorremos la cocina de la planta baja donde está la mesa de
madera rústica que los días de creciente llevaban al piso superior, la
misma que se usa ahora para el taller de escritura. Allí siguen estando
la cocina “económica”, el anafe de dos hornallas, una heladera a
kerosén, ollas, una caja de galletitas Bagley, tacitas de café y una
guadaña para cortar el pasto, como en una cápsula del tiempo de los ’70.
No se trata de objetos recolectados sino la casa tal cual quedó luego
del secuestro del gran escritor, ya que durante años la familia no
volvió y la vegetación se comió la propiedad adquirida en los ’50.
En el primer piso hay un living con hogar a leña adornado
con acuarelas de veleros y barcos, boyas y timones, creando un ambiente
muy ligado al agua. En un cuarto hay dos camas y también se mantiene la
decoración original: una virgencita de Luján (Conti fue seminarista),
una foto del Che, una postal que alguien le envió desde Moscú con la
foto de una estatua de Lenin, y un volante del PRT titulado “La crisis
tiene salida, el futuro nos espera”. Y perdura una pequeña biblioteca:
La sangre de la libertad (Albert Camus), Una historia hindú (Tagore),
Hombre y superhombre (Bernard Shaw), La tierra azul (Bernardo Verbitsky)
y un ejemplar de la revista El Combatiente. Una escalera de madera
conduce al altillo donde dormían los niños.
–Acá venían muchos escritores, me acuerdo de Galeano y
Walsh; con este último eran muy unidos, iban a pescar, remar y andar en
barco… ¡si lo habré escuchado teclear a Conti por las noches! Cuando
escribía, su mujer y los hijos tenían que venir a mi casa y jugábamos…
muchas veces él venía nadando hasta acá por un kilómetro desde la
Prefectura y se volvía con el botecito a buscar a la familia –cuenta la
señora Bruzzone.
Bajamos a la cocina-comedor de la casa porque el taller
literario está arrancando y Juan Bautista Duizeide hace una introducción
a la obra de Conti: “El autor terminó de constituirse como tal en esta
casa y en este territorio. Me parece que el Delta, además de ser un
territorio que lo sedujo y al cual abordó como una suerte de etnógrafo,
estuvo en los cimientos de su obra madura. Y creo que siempre hubo una
gran afinidad entre Conti y la forma poética japonesa del haiku, con su
capacidad para hacernos sentir ambientes naturales a partir del detalle
significativo. El río salta a la cara de quien abre la novela Sudeste.
Su primer párrafo –en el que se retuerce y se alarga la frase como el
mismo arroyo Anguilas descripto, hasta desembocar en otra frase, el río
abierto– me parece uno de los inicios de novela más memorables. Conti
era capaz de infinitos matices relacionados con el agua, los vientos,
los cielos y el paso de las estaciones, con sus colores, sus rumores,
sus aromas. Pero no se limitó a ser un paisajista. Su río no es
naturaleza, sino territorio. Con sus hombres desasidos y a la orilla de
todo, con sus barcos, con sus naufragios. Su río es de historias, es
poesía, es metáfora: cifra la conjunción del desarraigo existencial con
los avatares políticos”.
La Casa Museo Sarmiento, resguardada para la historia en su caja de cristal.
(Imagen: Colectivo Modo B – Fetival Latinoamericano de Cine 2015)
MORADA SARMIENTINA
En 1855 Sarmiento hizo su viaje iniciático de “exploración y
descubierta” por las islas de Tigre, en un barco impulsado por doce
remeros y dirigido por el Coronel Bartolomé Mitre. En diversas
incursiones se dedicó a recorrer las islas machete en mano sobre un pony
zaino, mientras veía yaguaretés cruzando a nado el Paraná de las Palmas
y recogía historias de algún poblador acorralado por ellos en su
rancho. Rápidamente desbordó de entusiasmo por la región y adquirió una
isla en la zona del río Abra Nueva.
Su brega civilizatoria lo llevó a hacer experimentos
agrícolas con una mula y un arado pero concluyó que no era posible
labrar la tierra de esa forma en un suelo tan esponjoso, sino con la
mano del hombre: “La forma de las islas es lo más caprichosa e
indescriptible; no pueden someterse a ningún género de mensura porque la
superficie es una ilusión; no es tierra todo lo que parece, ni puede
saberse de antemano la que existe útil, sino después de haber invertido
un capital”. Su conclusión fue que en el Delta ”el trabajo del hombre
vale diez veces más que en tierra”.
Sin embargo hizo extender el tren hasta Tigre y después de
su campaña mediática llegaron cantidad de pobladores, con un entusiasmo
al estilo de la fiebre del oro en California. A la larga terminaría
desarrollándose una industria frutera a mediana escala, no tan lucrativa
como creía Sarmiento: para muchos la incursión isleña fue una
decepción.
La casa de madera de timbó de Sarmiento perdura hasta hoy,
restaurada en 1996 y protegida por un gran cubo de cristal, una
discutida técnica conservacionista que produce un efecto invernadero.
Como senador y presidente, pasaba largas temporadas aquí dedicado a
reposar y escribir, recibiendo también a su amante Aurelia Vélez
Sarsfield y a toda clase de visitas internacionales, a quienes mostraba
orgulloso el potencial económico de la zona.
Susana Bruzzone, la hermana de María del Carmen, nos recibe
en la Casa Museo Sarmiento y nos completa la historia mientras
recorremos los cuartos con la cama y un escritorio del prócer. En 1893
la isla fue vendida a la familia Delcasse, que en 1915 donó la casa a
Sociedad Protectora de Niños, Pájaros y Plantas. De aquel tiempo queda
una placa que reza: “Los niños son el porvenir de la patria,
edúquemoslos; los pájaros son auxiliares de la agricultura,
protejámoslos; las plantas dan salud, placer y riqueza, cultivémoslas.
Los niños, los pájaros y las plantas son la delicia del hogar,
amémoslos”.
En tanto “adelantado” del racionalismo positivista de su
tiempo, Sarmiento publicó un texto titulado Arquitectura y paisajes
isleños donde proponía para esta región no una casa de piedra ni
ladrillo sino de madera aserrada. En lugar de columnas corintias
prefería el diseño hogareño al estilo norteamericano. Y por supuesto,
predicó con el ejemplo a través de su chalet de planta en forma de cruz
griega, punta de lanza para su sueño de progreso en el que imaginaba un
Delta lucrativo como el del Nilo, con el agregado de una suerte de
Venecia americana floreciendo entre una barroca vegetación.
FUENTE_ Página 12 - suplemento de turismo - 30 de abril de 2017
Diego Oxley fue un escritor que tradujo con hondura la vida que se oculta en las islas y pajonales del Paraná
Sábado 27 de enero de 2007
Ese río que se nombra es el Paraná. Augusto, sagrado, "primogénito
ilustre del océano", lo exaltó Manuel José de Lavardén. Las islas que
remojan sus orillas en las aguas encierran vidas, usos y costumbres. En
el interior más sombrío, flora y fauna resplandecen raigales. Chajaes y
carpinchos alborotan el desgano de los ranchos. "La isla castiga, la
isla endurece, domina y aplasta", se reflexiona.
Quien vivió fascinado y observante de esa gente y ese paisaje, fue Diego
R. Oxley (1901-1995). Coetáneo de otros ilustres narradores -Mateo
Booz, Luis Gudiño Kramer, Gastón Gori o Amaro Villanueva-, expresó
bellamente, con emoción y hondura, la peripecia del islero, su acaecer
en el tiempo, la contingencia vital y el inexorable devenir de los
hechos y las cosas.
Aquel maestro rural supo de sus hombres rumiantes y silenciosos. Los
describió, primero, en el periodismo santafecino. Los llevó al libro en
Quebrachos (1947) y El dolor de la selva (1950). Tierra arisca (1955)
expone el conflicto del hombre con su medio goegráfico.
Será en El remanso (1956) donde revelerá, como apuntó W. G. Weyland, su
fiel amigo y crítico, el "tremendo e insospechado vivir que se oculta en
las islas y pajonales del Paraná".
La sincera humildad, la digna discreción, hicieron de Oxley una
personalidad singular. Dueño de una severa sobriedad personal, su obra
supo traducir con hondura y fidelidad la problemática del hombre del
interior.
Escritura fecunda que reflejó con holgura, al ceñirse a la realidad más
solidaria, la ternura intrínseca, la desnuda sensibilidad, el gesto
ritual, mediante la palabra conmovida.
Un estilo propio
Narrador nato -tanto en cuento como en novela- que fue tejiendo
sutilmente las diversas tramas, encarnándolas en protagonistas reales,
haciendo del silencio o la pausa literaria un estilo propio, sin
desencuadrarlos del ambiente y el registro regionales.
Su mayor preocupación de escritor fue, sin duda, dejar que en sus textos
el relato fluyera generoso, casi espontáneo y dinámico, como la
correntada (a veces serena, encresapada, otras) de "su" río.
Supo elegir su lugar en cierta región del país, que le era de
pertenencia; describirla, más allá de la mera anécdota, en su savia
humana y natural.
Aspiró siempre a subrayar el silencio o el monólogo -los personajes de
Oxley no dialogan entre sí, sólo en ocasiones- como si los habitantes de
las islas rindieran culto al silencio.
Entre la realidad social, el color costumbrista y la documentación
fidedigna, Diego R. Oxley fue -es- uno de los exponentes más válidos y
representativos de la literatura nacional.
Diego Oxley, el narrador del silencio y la soledad - Por Beatriz Actis Publicado
originalmente en 1966, "Soledad y distancias" es una de las obras más
importantes del escritor nacido en Rosario y radicado en Santa Fe. El
libro aparece en el sello Ediciones Culturales Santafesinas
La
obra de Diego Oxley (Rosario, 1901 - Santa Fe, 1995) representa el paso
del costumbrismo de la década del 20 al realismo social que caracterizó
a los grupos literarios representativos de la década del 40. Los
relatos de "Soledad y distancias", al igual que otros del mismo autor
-como los incluidos en "Quebrachos", 1947; "El dolor de la selva", 1950;
"Cenizas", 1955; "Agua y sombra", 1958 y "Las aguas turbias",
antología, 1975- articulan elementos documentales sobre la vida del
hombre de la costa y referencias a la problemática social, y se imponen
no sólo por su vigor narrativo sino porque exhiben el fondo metafísico
que recorre toda su obra, constituida además por los géneros novela
("Teutaj", 1952; "Tierra arisca", 1955; "El remanso", 1956) y teatro
("Se borran las huellas", 1956). Su calidad literaria permite recortar
claramente la figura de Oxley en el panorama de nuestras letras. La
trayectoria personal de un escritor es siempre una trayectoria
socialmente inscripta y a través de ella el creador hace su experiencia
del mundo natural y social. Dice el autor: "No sólo no se puede
prescindir de la experiencia necesaria ni del profundo conocimiento de
los elementos que el escritor toma para sus creaciones, sino que además
de haberlos sentido debe haberse emocionado (ante ellos)". Sus textos
revelan inicialmente una experiencia del mundo aportada por su periplo
personal como maestro rural en el Chaco Santafesino y gran conocedor de
las islas del Paraná Medio, experiencias sin duda trabajadas en el
momento de la producción literaria. Cabe señalar además que, luego de
recorrer las zonas mencionadas debido a su tarea docente, Oxley se
radicó en la ciudad de Santa Fe, donde se desempeñó como periodista en
el diario El Litoral. En el exhaustivo prólogo de la reedición que
nos ocupa, titulado con acierto: "Oxley, una moral en el territorio de
la derrota", Carlos Roberto Morán ubica la obra de Oxley en el contexto
cultural de su época al afirmar que "Horacio Quiroga, el realismo
social, hasta el radioteatro, tan propio de la época en que transcurre
la gran mayoría de sus historias -décadas del 40 y 50, comienzo de los
60- «subyacen» en los textos. El primero porque había hablado antes, en
sus relatos, sobre personajes y situaciones similares; el segundo, en
cuanto género, porque las narraciones de Oxley son legítimas
representantes de una época testimonial en la que aparecen otros nombres
con preocupaciones estéticas (y éticas) similares, por ejemplo, Luis
Gudiño Kramer. En cuanto al radioteatro (...) aquí se lo referencia en
cuanto a las historias que contaba, signadas por la adversidad y el
destino aciago".
Naturaleza salvaje y comunión cósmica En
sus relatos, Oxley incorpora esta temática que representa una doble
realidad significativa: la del hombre (el isleño, el habitante rural) y
la de la naturaleza (la isla, el monte). La relación del hombre con la
naturaleza obedece a la vez a una doble vertiente: la comunión cósmica
-que se construye de modo recurrente en torno de la figura emblemática
del río- y el determinismo de un paisaje salvaje, e implica por lo tanto
la posibilidad de armonía y desarmonía, a través de un doble juego de
naturaleza protectora-naturaleza devoradora. La unión con la
naturaleza sirve a las criaturas de Oxley para sobrevivir, y al mismo
tiempo las devuelve al estado primitivo de los hombres de barro y de
madera de las cosmogonías amerindias.El segundo elemento de la dualidad
descansa en la fuerza devoradora de la naturaleza y en el duelo que el
hombre emprende contra ella, duelo en el que muchas veces la naturaleza
vence: los personajes están integrados a la naturaleza, incluso cuando
ésta los devora. La vida de la naturaleza conforma el objeto con el
cual el sujeto se identifica, tras el objetivo mítico de restaurar la
experiencia de la inseparabilidad original, de la identidad de todas las
cosas, que equivaldría a ponerse uno mismo en relación subjetiva con lo
exterior sin tener conciencia de su objetividad. Esa profunda necesidad
de identificarse con la vida natural nos advierte sobre una
significativa unidad de lo diverso, y reafirma la dimensión cosmogónica
que adquiere en Oxley la relación del hombre con la naturaleza. Silencio referencial y vacío narrativo Esta
relación puede ser leída como una dialéctica de opuestos
complementarios cuya síntesis no se construye a través de un tercer
elemento, sino que permanece en la propia dualidad y por lo tanto
resulta una dualidad vinculante sin rupturas: "Nació a orillas de un
arroyo y se crió en el agua, como las nutrias. Se alimentó de esa
soledad, de esta dureza hecha para templar a golpes (...). Su sangre
lleva este mismo aliento salvaje que levanta en fuerza inquebrantable
esta hosquedad retraída" (en el cuento "Se aquieta el juncal"). La
recurrencia significativa del silencio en la obra de Oxley surge en
primera instancia como consecuencia del aislamiento geográfico y la
soledad del hombre ante la naturaleza; se corresponde con la soledad del
paisaje isleño y rural y el aislamiento de su gente. El paisaje impone
la soledad; ésta a su vez condiciona el hermetismo de los seres que la
habitan, y que nos remite a su desamparo individual y social: "Solo, en
medio de la extensión desierta, que no tiene más voces que las nacidas
en su propio seno hermético y misterioso" (en "Se aquieta el juncal").
El medio condiciona los comportamientos, las actitudes: la naturaleza es
presencia real y también símbolo de fuerzas telúricas que determinan el
carácter de los hombres: "Son gauchos sus hijos y se han curtido en el
rigor de las islas. Saben defenderse y saben aguantar. Son duros, no han
aprendido a quejarse" (en "El rigor de las islas"). A partir de la
naturaleza como condicionante de un modo de ser del hombre de la región,
se despliega el espíritu del pueblo, un ethos que es el mandato mediado
por sus particularidades idiosincráticas: sus creencias, sus atavismos,
sus códigos, su pensamiento. Es en este contexto que advertimos que el
silencio es también mandato cultural. En cuanto a los mecanismos
discursivos, señalaremos someramente que el silencio referencial deviene
en silencio textual. La pasividad de los personajes posee su correlato
narrativo: las acciones son concisas; en numerosos relatos los
personajes repiten obsesivamente esas mismas acciones mínimas, lo que
desemboca en una suerte de anulación de las mismas, ya que la repetición
y la monotonía diluyen su carácter significativo; muchos cuentos se
construyen a través de una trama indicial, en la que la acción no se
realiza efectivamente sino que se sugiere; la descripción, y las
reflexiones y valoraciones del narrador funcionan como retardatarias de
la acción y recurso de vacío narrativo. Estas acciones básicas a las
que hacemos referencia (el hacer y el no hacer de los personajes)
entran en relación significativa con los rasgos propios de los
personajes (su decir y su callar), y en ese juego dialéctico resulta
pertinente la equiparación acción-decir / pasividad-silencio, a la vez
que contribuyen a crear un particular ritmo narrativo por la
alternancia: acción y diálogo mínimos de los personajes -voz preeminente
del narrador. En cuanto a las estrategias retardatarias de la
acción -que incluso llegan a funcionar como recursos de vacío narrativo-
son significativas las exhaustivas descripciones. El espacio, elemento
clave de la regionalidad, posee carga dramática: actúa en función de los
personajes y de los acontecimientos, justamente porque éstos son
mínimos y resultan asimilados textualmente a la estrategia descriptiva
del medio. El paisaje se convierte en abierto protagonista de la lucha
entre los hombres; no sólo refleja los estados de ánimo de los
personajes, en actitud romántica, sino que, como hemos señalado, los
condiciona, conforma la psicología de los habitantes. Isla e isleño
constituyen una misma figura literaria, y el paisaje no se describe en
el texto como pieza suelta o independiente, sino que, como en una
proyección cinematográfica más lenta que el rodaje, forma parte de la
acción en ralenti. Soledad social y libertad metafísica En
las criaturas de Oxley la soledad del medio ha dejado su marca y los
enfrenta con el atavismo de la angustia cósmica que experimentan ante su
propio aislamiento y ante la vastedad de la naturaleza. El sometimiento
y el conocimiento de la soledad son lo que está en el fondo de las
actitudes más características de los personajes: su aislamiento, su
repliegue y su incomunicación. La soledad social entronca con el
silencio de los personajes que, desde una perspectiva histórica, es
índice de una situación de postergación y condicionante social en tanto
aceptación de un statu quo: la marginalidad y las relaciones de poder
instituidas, o al menos la pasividad ante ellas. Paradójicamente,
algunos personajes encuentran en su propia miseria y degradación la
posibilidad de liberación. Sin compromisos ni relaciones
interpersonales, sin ataduras ni inserción social, y sin perspectivas de
cambio, la última posibilidad, la opción inalienable es la de la
libertad como posibilidad metafísica (es necesario aclarar que no
empleamos aquí el término metafísica en su acepción filosófica ortodoxa,
como conocimiento de los principios primeros y de las causas de las
cosas, sino como opuesto a lo material y contingente, que hace al
carácter de las relaciones profundas y oscuras que existen entre los
hombres y las cosas; es en este sentido que la libertad de los
personajes de Oxley deviene inalienable). La naturaleza -que protege
y devora- y el hombre -que entra en comunión con ella y padece la
angustia cósmica como resabio atávico- construyen su síntesis en su
mutua pertenencia. En definitiva, se trata de llegar a ser íntimamente
libre aunque no se pueda elegir, y es en este sentido que esta
literatura de intemperie deviene en indagación de carácter metafísico.
Más allá (o paralelamente) a la descripción del paisaje y las costumbres
del hombre de la región, y la mostración de su desamparo social,
interesa a Oxley la esencialidad de su persona.
Se trata de “Hebra”, la última obra de una vecina del Delta, que
a sala llena fue presentada en la sede cultural del distrito. En el
encuentro, la escritora explicó sus motivaciones y formas de escribir; y
compartió un ida y vuelta con el público presente.
El Municipio de Tigre, a través de la Agencia de Cultura, continúa
brindando un espacio para que los artistas puedan mostrar sus trabajos y
compartir con los vecinos intercambios de experiencias, a nivel
cultural. El último viernes, la escritora Marisa Negri presentó en la
Casa de las Culturas del distrito, su libro “Hebra”.
“Con la mano derecha se tuerce, con la izquieda se toma el hilo que
nace. La planta es espinosa como la vida, el cuerpo es un telar que
tensa despacio. El mundo es un ovillo que no puede soltarse todavía”,
así invita la poeta a descubrir “Hebra”, a través de sus páginas.
El camalote, viajero perenne del los ríos
litoraleños, ha inspirado infinidad de leyendas sobre su origen. La
presente fue narrada por doña Gervasia Puentes, una puestera de la
localidad de Amenábar, casi en el extremo del taco de la bota que forma
la provincia de Santa Fe, en la confluencia del Paraná con el Arroyo del
Medio.
Cuentan los aracuá que hace mucho
tiempo, allá por los tiempos de losyará -comenzó su narración doña
Gervasia, en los ríos no existían los camalotes. Que la tierra era
tierra, las islas, islas, y el agua, agua, sin nada que flotara en ella.
Claro que eso fue mucho antes, cuando todavía los indios andaban
tranquilos por el monte, sin soldados españoles que los persiguieran
para robarles el oro.
Sólo que después la cosa cambió
-continuó ‘ña Gervasia, luego de echar una mirada al corderito que se
asaba sin apuros en el horno de barro. Esto que voy a contarles sucedió
cuando los hombres de don Diego García llegaron a Santa Fe, remontando
primero el Mar Dulce, que hoy llaman el Río de la Plata, después el
embravecido Paraná y, al final, ese río que ven ahí, que ahora llaman
Carcarañá, pero que para los guaraníes era simplemente "El Río".
Pero
lo que no sabía García, que llegaba con la intención de convertirse en
gobernador de la región, era que el cargo ya estaba ocupado por
Sebastián Caboto, quien ya había fundado, por su parte, el fuerte
Sancti Spiritu, y no estaba dispuesto a renunciar a su puesto.
Días
enteros discutieron los comandantes en el fuerte, mientras sus tropas
aprovechaban la oportunidad para resarcirse de los largos meses pasados
en alta mar, atiborrándose de las delicias culinarias que le ofrecía el
Nuevo Mundo y poniéndose al día con el forzado celibato impuesto por
la vida marinera.
Sin embargo, no todo era barbarie en
aquellos rudos marinos y mercenarios de fortuna, sino que, en algunos
de ellos también había lugar para el amor, y así fue que uno de los
soldados de García se enamoró de una bella guayna, que inmediatamente
correspondió a sus requerimientos amorosos.
Así transcurrió
todo el verano, y mientras García y Caboto recorrían el interior, ellos
se amaron tiernamente, más allá de las barreras que les imponían el
idioma y las costumbres, que, más que un obstáculo, fueron un desafío
que ellos superaron con risas y pasión. Nadaron juntos en el río,
mientras ella le enseñaba las formas de sobrevivir en la selva y él le
contaba anécdotas de su vida marinera; él se extasió con las papas,
loscamotes, el abatí, el chipá y los tomates; ella se embriagó con el
amor exótico de un extranjero.
Mientras tanto, a su
alrededor, las relaciones entre los indios y los invasores españoles
comenzaban a desbarrancarse. Los guaraníes los habían agasajado, los
habían ayudado a construir sus casas y sus fuertes, habían trabajado
para ellos sin exigir nada a cambio, excepto algunas herramientas de
hierro.
Sin embargo los invasores blancos, la mayoría de
ellos morralla reclutada en los peores presidios europeos, no tardaron
en revelar su verdadera naturaleza: humillaron con malos tratos a
quienes los habían ayudado a sobrevivir en un entorno que los habría
aniquilado en un abrir y cerrar de ojos; robaron sus pertenencias,
vejaron a sus mujeres y esclavizaron a sus hijos, hasta que los indios
se hartaron de su soberbia y una noche incendiaron el fuerte con todo
lo que había en su interior. Los pocos españoles que sobrevivieron a la
heca-tombe se refugiaron en sus barcos, esperando el regreso de sus
coman-dantes.
Obviamente, la justa represalia de los
guaraníes hizo que el amor entre la india y el soldado se hiciera más
difícil, más clandestino y más aciago que nunca. Día tras día, en sus
encuentros prohibidos, ella trataba de retenerlo con regalos y
caricias, pero sus esfuerzos no lograban horadar la muralla de
desconfianza que la situación iba erigiendo entre ellos.
Finalmente
llegaron los capitanes, se encontraron con la ciudad arrasada y
decidieron que había llegado la hora de regresar a España. No obstante,
los preparativos tomaron semanas enteras, durante la cuales la
muchacha guaraní deambulaba entre los sauces de la orilla, aguardando
la oportunidad de ver a su amado, aunque fuera sólo un instante.
Pero
una situación de guerra no hace lugar a sentimientos personales y la
separación sorprendió a los amantes sin que mediara despedida alguna;
simplemente una mañana, al llegar a la orilla del río, la muchacha vio
los barcos que se alejaban y la congoja invadió su pecho. Los vio
enfilar prolijamente hacia lo profundo, y luego navegar, viento en
popa, llevándose sus sueños y sus esperanzas y dejándole tan sólo una
vida incipiente que latía en sus entrañas.
Al cabo de un
rato, las siluetas de las carabelas eran tan pequeñas que costaba pensar
que a su bordo podían caber tantas ilusiones deshechas. Luego, sin
aviso, el primer recodo del río se los tragó, como si no hubieran
existido jamás.
Largos y amargos días se sucedieron, mientras
la india lloraba amarga-mente su amor frustrado; soñaba que le crecían
las alas de una garza y que se elevaba por los aires, en busca de su
amor, pero luego se despertaba bañada en lágrimas, para tomar
conciencia de su soledad. Durante el día, deambulaba por la selva,
tratando de encontrar un medio que le permitiera surcar el agua, más
allá de las islas que moteaban el río y llegar hasta donde, según la
leyenda, el Paraná se hacía tan ancho y tan profundo que sólo su color
lo diferenciaba del mar.
Hasta que sus lamentos fueron
escuchados por el I-porá del río, que se apiadó de su dolor y se lo
contó a Tupá y Yací, su esposa, que accedieron al vehemente deseo de la
joven de seguir a su amado y la convirtieron en camalote.
Finalmente
se cumplía su anhelo: se alejaba de la orilla y flotaba en el agua
fresca y leonada, río abajo, como una enorme jangada gigantesca,
arrastrando a su paso troncos, plantas y animales y transportando en su
seno a todos aquellos seres ansiosos de horizontes, eternos viajeros
del río.
en Lagos, Wolko "Cuentos y leyendas del litoral" Ed Continente 2000
Sucesos orilleros (Ediciones Neutrinos), la obra completa
del poeta Guillermo Neo, reúne sus siete libros publicados
entre 1998 y 2015, además de seis inéditos. Su poesía está conformada por
poemas breves, incluso brevísimos. El lenguaje y el Delta del Paraná son
motivos que obsesionan su escritura, por lo general perfilada hacia la
experimentación con un estilo definido y sobrio. Una poética que se mantuvo
casi secreta hasta la presente publicación al cuidado de Cristhian Monti y
Daiana Henderson. Se trata de una de las voces más intensas y conjeturales de
su generación.
Neo es Licenciado en Sociología y trabaja en una escuela del Gran Buenos
Aires desde 1989. Colaboró en los años ’90 en la revista de poesía Mientras
se corta el césped y codirigió la mítica publicación Tinta seca.
Participó del 23º Festival Internacional de Poesía de Rosario, en 2015. -Ante todo, sorprende el hecho que con casi 50 años de edad, y más
de una decenas de libros publicados, no es frecuente tener la posibilidad de
contar con tus declaraciones. ¿Evitás las entrevistas, o simplemente no se han
dado?
-No se han dado. Mis libros fueron publicados por editoriales muy chicas e
independientes, con una distribución muy acotada y poca cantidad de ejemplares
y sin ningún tipo de prensa. También es necesario mencionar, que hace
aproximadamente unos quince años que estoy “guardado” especialmente, a partir
del nacimiento de mis hijos. -El Delta del Paraná atraviesa buena parte de tu obra reunida.
Brinda constantemente destellos luminosos: “El agua marrón/ lava las costas/
come las casas/ desenreda las raíces/ de los sauces”. ¿Por qué te sentís
subyugado por este río?
-Me siento atraído por su paisaje, me gusta mucho el litoral mesopotámico.
Especialmente el Delta. Lógicamente el Río Paraná es la teta que alimenta todo
ese paisaje. Coincido con Lobodón Garra, cuando dice que el Delta del Paraná
está impregnado de un hálito de tristeza, y de soledad que caracteriza a las
islas. Eso es lo que me gusta especialmente. Esa tristeza y esa soledad del
Delta es lo que me subyuga. Sin lugar a dudas, esa fue la atmósfera de mi
estética poética durante mucho tiempo. También debería agregar a esto, que me
gustan mucho los poetas del litoral como Juan L. Ortiz, Daniel Durand, Damián
Ríos, Juan José Saer. Lógicamente me han influenciado con su obra. -¿Cómo se presentó la oportunidad de reunir en un mismo tomo toda tu
obra edita e inédita?, te pregunto porque no es un hecho muy frecuente.
-Fue una hermosa sorpresa de la Editorial Neutrinos, llevada adelante por
Cristhian Monti y Daiana Henderson. A principios del año 2015, empezaron
pidiéndome un poema temático sobre bicicletas. A la semana siguiente, me
pidieron reunir en un solo volumen mis primeros libros. Al mes siguiente, me
propusieron publicar todo, incluso los textos inéditos. A todas sus propuestas
les decía que sí. Al mismo tiempo, me invitaron al Festival de Poesía de
Rosario (en el mes de septiembre del año 2015). Fue algo increíble para mí. A
Cristhian Monti y a Daiana los conocí personalmente cuando finalizó la apertura
del Festival de Poesía de Rosario. Daiana se me acercó, sacó el libro terminado
de su mochila y me dijo: -“Ayer mismo salió de imprenta”. Yo les dije:
-“¡Ustedes están locos!” -“Bípedo implume” es un poema de
considerable extensión, y donde hacés un manejo muy lúcido de la elipsis. Allí
narrás, en cierta forma, el destino de un pueblo del delta “que hace dos mil
años huye;/ huye de sus recuerdos” y que “quedó sin sitio”. ¿Cuál fue su
historia?
-Ese poema es un relato mítico, sobre el destino desafortunado de un pueblo
originario en el litoral mesopotámico. Como, al fin de cuentas, fue el destino
de todos los pueblos originarios. El efecto buscado, es el de imaginarse a los
pueblos originarios en el delta del Paraná. El poema surgió a partir de un
relato sobre un supuesto cementerio indio ubicado en el fondo de la isla “La
Sirena” entre el Canal Arias y el río Gauycará. Si bien creo que los pueblos
originarios en la zona fueron los guaraníes, los Chaná, los Timbú y los Mbeguá,
yo elijo nombrar en el poema a otros pueblos originarios (Chiriguanos, Pilagá,
y los Chulupí) estos están elegidos sólo por la sonoridad de sus nombres y un
poco para desconcertar al lector. -La tuya es una poesía que se preocupa por cuestionar la tradición
de su propia oralidad. “El Bikya”, donde una
anciana nonagenaria es la última de un idioma en extinción, es un claro
ejemplo. Pero también, aflora la idea en “El poema fue tan
extenso”… ¿Por qué?
-Entiendo que todos somos poetas, en alguna medida, solo que hay algunos que
están atentos a lo que se dice, y las palabras que escucha le resuenan de
manera distinta y luego las anotan en un papel. Me gusta escuchar. Me gusta la
oralidad en la poesía, me gusta la idea del poeta como juglar. Lógicamente,
también me interesa el continuo movimiento y cambios que se producen en la
lengua hablada y por lo tanto, luego, en la lengua escrita. Aquí, en “El
Bikya”, juego con la posibilidad real de que una lengua se termine
definitivamente por la muerte de todos sus hablantes. En “El poema fue tan
extenso”, imito a Scheherezade, que, en vez de contar cuentos al rey para
alargar la vida de su hermana, le recita versos. En vez de 1001 noches, son
solo 5 días. ¿Será que con la poesía es más difícil mantener con vida a
alguien?… En resumen, no sé si decir que cuestiono la tradición de oralidad,
pero en estos dos casos quise mostrar sus límites y sus imposibilidades. -A lo que me refiero, es que encontramos en toda tu producción un
particular interés por explorar las formas. Cada libro intenta abrirse a otro
tipo de experiencia formal.
-En muchos de los ejercicios de escritura de texto que empiezo, trato, sin
demasiado éxito, de probar y explorar nuevas formas y estructuras. Son tibias
experimentaciones para no repetirme. Así, durante el año pasado trabajé un
texto incluyendo la política, que nunca había hecho. Y este año estoy
trabajando un texto con diálogos poéticos. –Sucesos orilleros, da la sensación
que es, a su vez, una novela en verso. Pienso en la Sofanora; la Laurita; el
vengativo Nicolino; el borracho Villa… Cada poema articula una anécdota a
través de un personaje determinado. ¿Cómo construiste la estructura del libro?,
¿se armó secuencialmente?; ¿las historias allí reunidas las fuiste recolectando
de terceros o la imaginación te fue acompañando?
-Las historias allí reunidas son parte de mi experiencia de vida. Lógicamente a
veces las historias están camufladas o aumentadas, pero todos los Sucesos
Orilleros los escribí mientras trabajaba de maestro de apoyo escolar en el
barrio El Ceibo: un barrio costero de Vicente López, en la Provincia de Buenos
Aires. Soy de la idea de escribir sobre lo que conozco y sobre lo que vivo. -Me gustaría te refieras a La Siberia,
creo que es uno de tus libros más enigmáticos, por los pueblos lejanos a los
que alude, pero también los enrarecidos episodios allí narrados. Una vez más,
cambiaste de perspectiva con lo que venías escribiendo hasta entonces. ¿Te
documentaste para su desarrollo?
-El texto llamado La Siberia tiene la intención de generar mi primer
viraje. Busqué generar un cambio de paisaje extremo (pasar del Delta a la
Siberia) con la complejidad de que nunca estuve en Siberia. Pero al mismo
tiempo, transpolar situaciones o anécdotas. Me parece que ambos ambientes
mantienen una semejanza, tanto el Delta Argentino como la Siberia fueron los
lugares de los excluidos. Ambas regiones tienen muy poca densidad poblacional.
Fueron zonas de exilio y de castigo en Rusia, y de ocultamiento en Argentina.
Por ese entonces, durante el verano del año 1995, junto con algunos amigos,
entre ellos Manuel Alemian y Ernesto Arellano habíamos entrado a una casa
abandonada en el Delta. Su dueño había muerto, solo sabíamos que le decían “El
Polaco”. Increíblemente en su casa encontramos una nutrida biblioteca, que
desde luego saqueamos. En ella, había numerosos libros soviéticos. “El Polaco”,
seguramente había sido un militante político. Los tres saqueadores nos
dividimos el botín. A mí, recuerdo que me quedó entre otros libros: La
madre de Gorki y una antología de cuentistas rusos llamada Tierra
Arrasada diario de guerra. Creo que esa fue mi documentación para escribir
La siberia. -“Lúgubre” es un poema donde
aparece el teniente T. ¿Deberíamos sentir piedad ante su patetismo?, ¿por qué?
-Sí. Pobre teniente T. perdió la cabeza. Es un poema que hace alusión a la
locura. -Con La fragmentación, abordás la
prosa. Son textos que parecen, más bien, apuntes, notas sobre posibles poemas.
¿Anotaciones autobiográficas que quisiste rescatar del olvido?
-Sí, exactamente. La fragmentación es la manifestación de mi
imposibilidad de unir. Es mi imposibilidad de contar de corrido. Pretendí que
cada lector pueda deducir, enlazar, asociar, los segmentos. -Más allá de tus Poemas de superficie,
la mayoría de tus textos giran en torno a escenas u objetos cotidianos. A lo
que me refiero es que operan como instantáneas de una realidad inmediata,
profundamente efímera. ¿Cuán importante es la sencillez y la simplicidad en tu
poesía?
-Recuerdo, que al momento de escribir los Poemas de Superficie, estaba
muy entusiamado con la lectura de Chantal Maillard. Ella, con en el libro Matar
a Platón me llevó a esa poética instantánea, inmediata, efímera y
vivencial. Para mí es primordial la sencillez. Nombrar las cosas claramente y
que las pueda enterder gente del común. El trabajo que hice en Poemas de
superficie es trabajar con los objetos que están a la vista de todos. Con
una mínima épica íntima y muy sencilla de comprender, pero que a la vez tenga
cierta intensidad y que pueda conmover. Para ello me es indispensable una
experiencia de vida. Cuando no la hay, enseguida se me nota. -¿Poemas como “El ciruelo”, o “La
casa del girasol” fueron escritos in situ, o nacieron de una
imagen de tu memoria? A lo que me refiero es si el poema por lo general te
encuentra en el lugar en que lo escribís.
-Sí, claro. Siempre parto de una experiencia personal. Para mí es fundamental
un contacto visual y una vivencia personal. -¿Qué tipo de ejercitación buscaste con un libro tan radical como es
tu Tuti fruti?
-Es un ejercicio lúdico, con las formas de los poemas y con las palabras. -¿Coincidís en que hay una marca temática en la poesía de los ’90?
-No creo que haya una marca temática, por el contrario, la poesia de los
noventa generó un abanico muy amplio de temas. Lo que me parece que sí hubo,
especialmente en los principios de la década, es un tronco de lecturas comunes
(Zelarayán, Joaquín Giannuzzi, Williams Carlos Williams, Leónidas Lamborghini,
Nicanor Parra, Alberto Girri y otros) y búsquedas comunes en muchos de sus
miembros, pero que eso luego se diversificó en resultados disímiles,
especialmente hacia fines de los noventa con la aparición de una serie de
poetas todavía más jóvenes. El resultado fue la aparición de poetas muy diferentes
entre sí. La prueba de esto es la cantidad inconmensurable de editoriales
independientes que han nacido, en los últimos 10 años, en todas las ciudades
argentinas que publican cientos de libros por año. -¿Te considerás un poeta de culto?
-La verdad que no. Más que un poeta de culto me considero un poeta inculto que
no es lo mismo. -¿Un poeta al que rescatarías del olvido?
-Rescataría a Federico Pedrido, solo porque con mi amigo Pablo Aguirre nos
habíamos interesado por un librito suyo con un título hermoso: Borracho
muerto (1983). Recuerdo que Pedrido insistía en que Macedonio Fernández le
había prologado su primer libro. En el año 1994, lo buscamos en la guía
telefónica, lo llamamos y lo fuimos a visitar a su casa. Algo parecido habíamos
hecho con Daniel Durand y José Villa en 1993 o 1994, con Darío Cantón (otro
poeta hasta ese momento “olvidado”), recuerdo que los acompañé a visitar a
Cantón a su casa frente a la Estación de trenes de Vicente López. -¿Cuál fue el último libro de poesía que leíste?
-Estuve releyendo el libro Diario de Alejandro Rubio, aprovechando que
acaban de reeditar ese libro los chicos de la editorial Palabras Amarillas. Yo
lo compré en el 2009 cuando lo publicó una editorial chilena llamada La
calabaza del diablo. Cuando me enteré de su reedición me alegré mucho, porque
tenía un muy buen recuerdo del mismo. -Última pregunta, Guillermo, ¿alguna vez soñaste con el rumor del
Delta?
-La verdad que no. Sueño más con un posible ascenso de Ferro Carril Oeste a la
primera división o con un gol sobre la hora, que con el rumor del Delta.
Publicó: " El color de la Mesa" 1998, Ediciones del Diego, "Sucesos
Orilleros", 2000 también por Ediciones del Diego. "La Siberia", 2001 en
la Revista que circula por correo electrónico " Correo Extremaficción
mensual de ficciones Números 5 y 6. "Swinger" 2002, bajo el Proyecto de
Arte de Tapa (poesía + plástica) de la Casa de la Poesía, de la
Dirección General del Libro y Promoción de la Lectura, Secretaría de
Cultura del Gobierno de la Ciudad de Autónoma de Buenos Aires. "La
Fragmentación", 2004 también en la Revista "Correo Extremaficción"
mensual de ficciones Tomo IV Número 10/7. "Poemas de superficie", Ed.
Gog y Magog, 2007.
El río fluye frente a mí.
De izquierda a derecha
Hoy parece algo más ligero
que de costumbre.
Una lancha pasa.
Atrás, deja su estela
y de ella se desprenden
a un lado y al otro
cantidad de olas.
En principio son blancas,
luego se tornan marrones.
En un río sin orillas
tendrían un recorrido infinito,
pero en este angosto canal
pegarán de lleno en la estacada
o se disolverán en arena.
Tras de sí
la lancha nos deja
un vacío confuso y disperso
una señal indescifrable
de eso que pasó
y no supimos comprender.
Por un momento deseamos ir tras ella,
como aquella torcaza
que en vuelo rasante
sigue la estela
o más bien, en verdad,
esa torcaza
es parte de la estela,
tanto como la ola,
como la espuma y las burbujas,
como el ruido del motor,
como el ruido del agua al golpear sobre sí misma,
o después, sobre la enramada.
El poema pues, llega a su fin.
Porque la lancha es ahora un punto más
en la recta del horizonte.
Porque el agua está plana.
Porque la estela se ha desdibujado.
Porque el motor apenas se escucha.
Porque ya no hay rastro alguno
de ninguna lancha.
Porque el poema pasó
Y su estela también.