25 de junio de 2016

Carlos María Domínguez, escritor isleño del mes. Tres muescas en mi carabina (2003) – Parte III




Tres muescas en mi carabina (2003). Cap. 1: “Las tierras emergentes. Enrique”

La tormenta cerró el cielo durante dos días y dos noches con breves intervalos de calma, y luego dejó una garúa sobre el río, pareja y mustia, de la que llegó Enrique entre los remos de su chalana, con mal aspecto y sin sombrero, los ojos más pequeños y el capote negro adherido a su largo cuerpo huesudo. Muchas veces lo dieron por perdido, pero el italiano reaparecía días después, como regresa una idea insobornable, y los carmelitanos aprendieron a respetar su esfuerzo.

La mujer llegó al verano siguiente. La vieron embarcar en Nueva Palmira, subir al bote con un vestido blanco, una maleta y una sombrilla verde, aturdida por la concurrencia que la miraba con ojos curiosos. El médico de Carmelo, Ernesto Castellano, no la vio, pero se lo contó su amiga Juanita Mederos, que tampoco estuvo pero no dejó pasar detalle del relato que le hicieron sus amigas y lo aturdió una tarde en que fue a verlo al consultorio por un dolor en la espalda, excitada con la novedad, como si le hubiesen dado droga a un caballo. Le dijo que “todos tenían una idea más o menos clara de la clase de hombre que podía ser el italiano porque lo habían oído conversar y decir aquellos disparates de las tierras sumergidas, y a nadie se le había pasado por alto que el hombre era fuerte y grande, capaz de enfrentar unas tormentas como las del invierno pasado que no fueron poca cosa, así que ese Enrique era un mitad y mitad, ¿no? Un loco suelto pero muy decidido para vivir en esa isla, como dice María Ermiña, que lo encuentra apuesto, con esos ojos claros de príncipe lombardo.

”Muchas veces nos preguntamos qué haría ese hombre solo porque a decir verdad, siempre que venía al pueblo se metía en los boliches a conversar y nunca miraba a las mujeres, ni siquiera de reojo. Tampoco en Nueva Palmira, según me contó la Machado, y lo bien que hacía porque seguramente imaginaba que no iba a encontrar por acá una mujer que se fuera a enterrar en esa isla, fijesé, con la nadita de isla que es la Juncal sería bien difícil enterrarse, pero se lo digo a usted en sentido figurado. Ninguna querría acompañarlo, ni siquiera en el más atrevido de los sueños, y nos preguntábamos pero qué mujer sería esa desdichada, cuál podía estar tan loca como él, y no lo adivinábamos, como le digo, pese a que le buscábamos partido y hacíamos bromas, y al fin nos decíamos, la verdad sea dicha, que los hombres son medios locos, ¿no? O sea que mitad y mitad, si me perdona.

”Y cuánta fue la sorpresa, entonces, cuando lo vieron en la rambla de Palmira aparecer de la nada, con sombrero nuevo y un traje gris, figuresé, un traje de sarga con finas rayas blancas, y chaleco y todo. Parecía otra persona si no fuera porque los bajos del pantalón se hundían en la caña de sus botas de goma, que mostraban la otra mitad del hombre, ¿no?, la mitad de isleño, por mucho que se hubiera recortado la barba y puesto ese traje que le quedaba estrecho. Llevaba el cuello de la camisa prendido hasta el cogote, aunque le faltaba la moña, y se ve que le ajustaba al pobre, se estrangulaba en ese mediodía de cuarenta grados a la sombra, forzado a dar al asunto un aire de solemnidad, como si acabara de bajar del mismísimo altar, aunque eso no fuera probable y nadie vio un anillo en las manos de él ni en las de ella, que caminaba a su lado derechita, igual que una tabla.

”Ludovica dice que los vio pasar muy cerca, desde el balcón de su ventana, y con los ojos inquietos bajo el ala del sombrero, él buscaba una mirada de aprobación. De hecho, varios le respondieron con una sonrisa, pero nadie se atrevió a hacer burlas ni a dudar de la importancia del momento, por más inadecuada que fuese aquella vestimenta para meterse en el río.

”Muchos vecinos se habían reunido bajo los árboles o se asomaban a las puertas de las casas como por casualidad, con una sola idea en la cabeza: que fuese a vivir ahí, solo, era una cosa, pero que llevase a una mujer, por negra que fuera, sin asegurarle las mínimas comodidades, al menos una choza seca, superaba lo decente. Negra retinta es, no tan alta como él pero de un cuerpo esbelto y caderas anchas, disimuladas esa mañana por el vestido blanco que le llegaba suelto a los tobillos, con pespuntes y pájaros bordados de hilos de colores como no se consiguen acá por culpa de los tenderos que pasan trayendo caña, botas y sombreros, pero son incapaces de encargar otro hilo que la chaura.

”Nadie pudo verle los ojos porque mantuvo la cabeza baja durante el tiempo que duró aquello, pero tenía unos zapatos rojos, de tacones bajos y anchos, y pulseras de fantasías que lucía en las muñecas y le hacían juego con los aros plateados, asomados bajo el pañuelo que le cubría el cabello. Eugenia dice que es bien bonita, pero puede que quiera hacer rabiar a María Ermiña, empecinada en asegurar que tiene esa nariz anchísima de los negros. Sea como sea, cae de maduro que solo una negra es capaz de cometer la locura de irse a meterse con un hombre en una isla como esa, porque una blanca, ¡ni loca! Y mucho menos se hubiera puesto aquel vestido para entrar al río, un vestido precioso, a decir verdad, tan limpio y blanco que no duró más de un suspiro entre la playa y el bote anclado en el agua.

Porque el paseo terminó ahí mismo sobre la rambla. Ella se quitó los zapatos y sin decir esta boca es mía, sumergió el ruedo en el agua, caminó hacia el bote y se acomodó de espaldas a la costa, protegida por el verde rabioso de la sombrilla. Él hizo la maniobra como siempre, pero se detuvo un instante para mirar a los curiosos reunidos bajo los árboles con ganas de saludar tal vez, aunque no hizo una seña y nadie le respondió. Solo los miró un momento con un aire que a lo mejor pretendió ser otra cosa, pero quedó convertido en alarde de algo que nadie entendió, mientras las olitas del agua ya le humedecían los pantalones del traje, y para no dar más vueltas al asunto se subió al bote y comenzó a remar alejándose de la costa. Así entraron los dos en la correntada del río, hasta que también el verde de la sombrilla, figuresé, se confundió con el follaje de las islas y desapareció”. 

[continuará...]

[Fuente: Carlos María Domínguez, Tres muescas en mi carabina, Alfaguara, Buenos Aires, 2003].

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