Presentación. El teniente inglés
El teniente inglés Lauchlan Bellingham Mackinnon
formó parte de la intervención armada que Gran Bretaña, aliada a Francia, emprendió
en el Río de la Plata en 1845, con el objetivo de abrir por la fuerza la
navegación del río Paraná, cerrada hasta entonces por los gobiernos argentinos
a los países extranjeros. Después de su derrota en Obligado, ambas potencias habían
resuelto abrir a cañonazos los ríos interiores de la cuenca del Plata, reforzando
sus estaciones navales en el Sur. En uno de esos barcos, el “Alecto” (uno de
los primeros buques de guerra a tracción mixta de vela y rueda de vapor) venía
un promisorio teniente de 31 años que publicaría en Londres el diario de su
aventura sudamericana.
Mackinnon escribe el
prólogo de su relato del viaje en el lejano enero de 1848, un año que iba a ser
dinamita: “El maravilloso poder del vapor ha sido plenamente demostrado, no solamente
en las operaciones de guerra, sino en la rapidez de las comunicaciones durante
las últimas acciones cumplidas en el río de la Plata. Con ese motivo, el autor
de este libro ha sido exhortado a exponer al público el fruto de sus
experiencias recogidas en los varios viajes que hizo por el interior de los dos
grandes afluentes del dicho río de la Plata, a saber, el Paraná hasta la altura
de Corrientes, y el Uruguay hasta Paysandú. Tales viajes, realizados en la
corbeta de guerra a vapor Alecto, de
la armada de Su Majestad, dieron oportunidad al autor para hacer observaciones
en abundancia, aunque de manera un tanto apresurada, sobre aquellas hermosas,
fértiles y saludables regiones. La operación de remontar los ríos fue
acompañada de muchas y grandes dificultades, debidas a los obstáculos naturales
y a las hostilidades de los argentinos.” Las observaciones se reconocen como
apresuradas, pero eso no desmerece su valor. Quizás suceda todo lo contrario.
Dos años antes, en
1846, erguido sobre la proa del vapor, el Delta se abre ante los ojos del
teniente. La escritura procede según las oposiciones que enmarcan la literatura
de viajes (familiar/extraño, ordinario/extraordinario); una analogía de la
distancia y una retórica de la diferencia lo habilitan para encontrar el punto
ambiental neurálgico del Delta en el elemento de la soledad: “el rasgo más singular,
el más apropiado para impresionar a quien dejaba una nación civilizada como la
nuestra, era la terrible y casi parlante soledad.”
Es cierto que el Delta
se le abre ante los ojos atravesado por la tonalidad afectiva del orgullo de
ser inglés: “un oficial colega mío, el capitán B. J. Sulivan
Todo el río
hasta Corrientes ha sido reconocido y examinado por un oficial colega mío, el
capitán B. J. Sulivan, y gracias a los
medios de que dispone, el Paraná es mejor conocido en Londres que en Buenos
Aires, la capital de Rosas”. Pero algunos pasajes de sus reflexiones prueban
que avizoraba muy agudamente lo que del lado europeo se estaba dilucidando o lo
que contenía la aspiración de Rosas de “apoderarse de ambas márgenes del Río de
la Plata y de controlar la ruta que conduce a las regiones que pueden proveer
como ninguna otra de materia prima al Viejo Mundo y consumir a su vez enorme
cantidad de artículos manufacturados”. Tampoco le faltaba la visión prospectiva
del momento en que “estos países se encuentren abiertos a la empresa y a la
perseverancia de la raza anglosajona, cuando las enormes posibilidades de esta
región se hagan efectivas mediante los capitales que entrarán, como es natural,
por el camino que descubran los empresarios, entonces ha de verse con asombro
la fortuna prodigiosa que harán estas empresas y la riqueza ilimitada que ha de
caer como el golpe de una varita mágica sobre estas tierras”.
El teniente inglés
fascinado por la barbarie piensa en la vida en ese “laberinto de islas”, y el
paisaje se le aparece como la continuación de la guerra por otros medios: “unas
islas pequeñas, puestas allí como centinelas en la boca del Paraná”; la
vegetación oculta amenazas imperceptibles, “las hostilidades de los argentinos”
de las que hablaba en su prólogo se reduplican y multiplican en el mundo
animal, vegetal y meteorológico; rozan el borde épico de la guerra total.
La mirada del teniente
electriza el paisaje describiéndolo desde el punto en que se tensa el instante
de peligro. Las tropas, las tormentas, los tigres, las plagas, los ataques de
los camoatíes, pero también la intensidad de las flores, los aromas, los
animales y las frutas. Mackinnon, como todos los ingleses de su época, no solo
era un diligente oficial de combate (especialista en unos cohetes “a la
Congreve”, con premonitorios tubos de lanzamiento, plataformas, y todo), sino también
un alma lírica que la naturaleza transportaba y que el Paraná (que remontó
hasta Corrientes), el Uruguay (después navegado hasta Paysandú) y sus fragantes
reinos respectivos entusiasmaron más allá de todo adjetivo. Su diario es, en
este plano, un flujo cortado por innumerables varaduras y tenaces nubes de
mosquitos, pero ni unas ni otras empañaban su mirada ni le cegaban al encanto
del mundo que tenía en torno.
[L. B. Mackinnon, La escuadra anglo-francesa en el Paraná 1846,
trad. J. L. Busaniche, Buenos Aires, Hachette, 1957.
Carlos Real de Azúa, “Parish
y Mackinnon. Los lúcidos británicos”, en Marcha
nº 919, 11 de julio de 1958, pp. 22-23]
***
L. B. Mackinnon - Las bocas del Paraná
Febrero 6 (1846). Viernes. Después de
haber navegado con las máquinas unas dos horas, nos acercamos a una tierra que
aparecía muy baja, bien arbolada y singularmente verde, pero no dábamos con
ninguna entrada que estuviera en proporción con este enorme río. Todo lo que
veíamos era un arroyo de unas trescientas yardas de ancho. Pusimos proa
directamente hacia él, y en un instante, como por arte de magia, la escena
cambió completamente, convirtiéndose, de desolada que era, en el más hermoso
paisaje de hadas que pueda imaginarse. El deleite experimentado al encontrarnos
en aquel río había aminorado mucho, hasta casi desaparecer, pero esta primera
entrada influyó maravillosamente sobre la imaginación. Ahora íbamos enfilando
el camino entre cantidad de islas pequeñas, puestas allí como centinelas en la
boca del Paraná. El ancho era muy variable, desde unas pocas yardas hasta una
milla. A veces el buque iba casi pegado a los árboles de una orilla, y de
pronto, por la variación del canal, teníamos que cruzar a la margen opuesta. La
superficie del agua estaba tersa como un lago natural, y la fragancia del aire,
el exquisito follaje de los árboles, las malezas que veíamos entre el agua,
formaban contraste seductor con el ancho mar. De vez en cuando, con sólo
extender el brazo desde la caja de la rueda, casi alcanzábamos a tomar las
hermosas flores desconocidas para nosotros. De todo aquello, lo más seductor mientras
la embarcación se deslizaba tranquilamente entre las islas pobladas de árboles
frutales, eran los rosados y tentadores duraznos que en grandes cantidades
caían casi al alcance de la mano, pero ¡ay! no tanto que pudiéramos tomarlos. Y
es de imaginar el deseo vehemente con que eran miradas estas frutas deliciosas,
sobre todo por quienes llegaban allí después de un largo viaje por mar. Era el
suplicio de Tántalo; pero, como estábamos
sin noticias del enemigo y de sus maniobras, no era prudente bajar a tierra.
sin noticias del enemigo y de sus maniobras, no era prudente bajar a tierra.
Estas islas son muy
bajas, están cubiertas casi por entero de árboles
frutales bajo los cuales crecen malezas tupidas y enmarañadas en que se forman aquí y allá grandes lagunas con plantas de juncos y llenas de extrañas aves acuáticas.
frutales bajo los cuales crecen malezas tupidas y enmarañadas en que se forman aquí y allá grandes lagunas con plantas de juncos y llenas de extrañas aves acuáticas.
Según íbamos avanzando,
alguno que otro arroyo se alejaba serpenteando entre las ilimitadas llanuras
pantanosas y se veía hermosamente orillado por los árboles en distancia de
muchas millas. Se afirma generalmente, y es común creerlo así, que estas aguas
están de tal manera impregnadas por las raíces y las ramas del árbol de la
zarzaparrilla, que actúan como remedio entre los organismos extraños a la
región, hasta
que se acostumbran a sus efectos. Lo cierto es que nosotros lo experimentamos al entrar en el Paraná y el agua influyó benéficamente sobre la salud de todos.
que se acostumbran a sus efectos. Lo cierto es que nosotros lo experimentamos al entrar en el Paraná y el agua influyó benéficamente sobre la salud de todos.
He de decir que a todos
nos sorprendió lo liviano del agua, que se hizo sentir muy favorablemente
cuando se hubo de producir vapor, y se tradujo en una gran economía de
combustible, si se comparaba con el uso de agua de mar para el mismo propósito.
Continuamos la marcha
durante todo el día y muy a menudo entre islas llenas de frutas. El río se
ensanchaba, o más bien las islas parecían retroceder unas sobre otras, dejando
más despejado el canal. Los árboles se hicieron más escasos, si exceptuamos las
hermosas hileras formadas en las márgenes de numerosos arroyos, que los señalaban
con sus líneas de follaje hasta perderse de vista en la lejanía. Entretanto,
desde el mástil
podía verse una ilimitada llanura, de un verde muy vivo, producido por los altos pastos ondulantes, algo inundados por la crecida del río. Sobre cada parcela de terreno más alto que el resto del suelo, en esta vasta llanura aluvial, crecía siempre un grupo de árboles.
podía verse una ilimitada llanura, de un verde muy vivo, producido por los altos pastos ondulantes, algo inundados por la crecida del río. Sobre cada parcela de terreno más alto que el resto del suelo, en esta vasta llanura aluvial, crecía siempre un grupo de árboles.
Eran las seis y nos
congratulábamos de haber escapado a los numerosos bancos de esta parte del río,
prometiéndonos un sueño tranquilo (el sondeador daba nueve brazas en cada caja
de las ruedas), cuando nos sorprendió el grito alterado del hombre que iba
sobre el moco del bauprés y que decía: ¡Catorce
pies!...
-¡Alto, marcha atrás! -fueron las órdenes que se dieron en seguida, pero
¡ay! la fuerza de la Alecto no era
igual esta vez a la fuerza que se oponía, y antes de que pudiera darse la
marcha hacia atrás se hundió en un banco de barro, con once pies y seis
pulgadas de agua por la parte de proa y siete brazas y doce pies menos cinco
yardas desde la banda de estribor. A pesar de todos los empeños, no pudimos
sacar el barco atrás con las máquinas antes de la noche. De manera que se
cubrió el fuego y empezaron a echar las anclas para servirnos de ellas de la
mejor manera. Hecho esto, se dio vapor otra vez, las ruedas empezaron a girar
para atrás todo cuanto pudieron y al mismo tiempo tiraron con los cables fuertemente,
pero sin lograr mover el buque una sola pulgada. Como este esfuerzo resultó
infructuoso, volcamos cuarenta toneladas de agua, que la máquina, trabajando
hacia atrás, arrojó con la misma rapidez con que las había sacado del río;
removimos hacia popa los cañones, las reservas de pan y todas las cargas
pesadas. Para la hora en que esto se terminó de hacer, las tres de la mañana,
la gente estaba tan exhausta que se hizo necesario un corto descanso.
Al amanecer fue reanudado el trabajo con
todos los medios disponibles, pero (lo que nos disgustó mucho) el ancla volvió
arriba sin que el buque se hubiera movido una pulgada. Como no teníamos ancla
de servidumbre y no podíamos utilizar todos los botes a la vez, nos vimos obligados
a servirnos del anclote para tirar el barco hacia atrás, y ésta fue pesada
tarea por la rapidez de la corriente y lo pequeño de los botes, pero, con todo,
se cumplió con buen éxito a las siete de la mañana. A las siete y media se hizo
otro esfuerzo violento con el aparejo y con las máquinas en movimiento.
Inmediatamente, siguiéronse tres hurras y la Alecto fue arrastrada a las aguas profundas. Quedó anclada por un
momento en medio del río para dar descanso a la tripulación y poner en orden el
buque. Después del necesario reposo y de un refrigerio, enfrentamos otra vez la
corriente y proseguimos adelante.
Desde el mástil, la
escena mudaba de continuo por el rápido cambio de posición. Las praderas
ofrecían a veces muy hermoso aspecto: se veían pequeños herbazales muy bien
aparejados y abrigados por árboles, y después la interminable llanura hasta
perderse de vista. Pero el rasgo más singular, el más apropiado para
impresionar a quien dejaba una nación civilizada como la nuestra, era la
terrible y casi parlante soledad. La riqueza tan lozana de la vegetación
despertaba profunda pena por cuanto aquel suelo magnífico había sido dejado
así, cuando podía contribuir a la felicidad y a la civilización de la gran
familia humana.
A eso de mediodía el
barómetro comenzó a descender rápidamente y en seguida el horizonte oscureció
por el sudoeste. A las cuatro p.m. la atmósfera se puso amenazante, y anclamos
entonces en un cómodo amarradero y sobre una costa que nos abrigaba del viento.
Apenas tuvimos tiempo de hacerlo porque un pampero se desató sobre nosotros.
Fue un pampero muy benigno: poco más que una racha fuerte que terminó por
completo en dos horas acompañado de vívidos relámpagos y fuerte lluvia. Al caer
la tarde aclaró y nos dispusimos a bajar a tierra y a explorar la isla donde
habíamos buscado abrigo durante la tormenta. Una partida bien armada desembarcó
también en un punto próximo. Lo primero que nos impresionó fueron las flores de
pasionaria, en gran cantidad y de todos grados, desde los pimpollos hasta el
fruto maduro. La fruta era devorada, puede decirse, por grandes bandadas de
loros y otros pájaros pequeños de hermoso plumaje. El pasto alto y silvestre
—de tres a ocho pies de altura— dificultaba la marcha en cierta distancia hacia
el interior, pero asimismo, algunos de la partida
pudieron cazar ciertos pájaros de plumaje ostentoso, y, en forma antipoética —debido también a la escasez de comestibles—, se los comieron aderezados como pasteles. Un hombre de la partida armada iba pasando por casualidad cerca de un nido colgante suspendido de las ramas de un árbol, a siete u ocho pies del suelo. Este nido estaba habitado por una especie de insecto que podría describirse corno una hormiga grande,
voladora, y ocurrió que, de común acuerdo, los alados habitantes del nido se lanzaron todos a la vez en vuelo contra el desgraciado intruso y lo picaron en forma muy seria en toda la parte descubierta del cuerpo. Estas picaduras son malignas y venenosas en extremo, y producen hinchazones muy irritantes, mucho peores que las que generalmente producen otros insectos pequeños, aunque sean venenosos por naturaleza.
pudieron cazar ciertos pájaros de plumaje ostentoso, y, en forma antipoética —debido también a la escasez de comestibles—, se los comieron aderezados como pasteles. Un hombre de la partida armada iba pasando por casualidad cerca de un nido colgante suspendido de las ramas de un árbol, a siete u ocho pies del suelo. Este nido estaba habitado por una especie de insecto que podría describirse corno una hormiga grande,
voladora, y ocurrió que, de común acuerdo, los alados habitantes del nido se lanzaron todos a la vez en vuelo contra el desgraciado intruso y lo picaron en forma muy seria en toda la parte descubierta del cuerpo. Estas picaduras son malignas y venenosas en extremo, y producen hinchazones muy irritantes, mucho peores que las que generalmente producen otros insectos pequeños, aunque sean venenosos por naturaleza.
Matamos dos pájaros
pequeños de largas y finas plumas que formaban la cola, de diez y ocho
pulgadas. Los marineros les llamaban pájaros viudos. Hicimos aquello sólo por
curiosidad y porque su apariencia llamaba la atención cuando andaban por el
aire con sus extrañas colas. Los mosquitos nos molestaban grandemente, sobre
todo si estábamos sentados y permanecíamos quietos por algunos momentos. Esto
último era de esperarse, pasada la violencia del pampero y cuando la plácida y
hermosa noche invitaba a todos a gozar de la frescura y fragancia del ambiente.
Hube de hacer guardia
desde la medianoche hasta las cuatro de la mañana y aunque estaba familiarizado
con los climas tropicales, me sentí impresionado por los variados y extraños
ruidos de los insectos y los saurios en el río; atrajo mi atención en
particular un ruido raro que un baquiano inteligente, o piloto, explicó después
como causado por una especie de lagarto; se oía con intervalos regulares y era
semejante al rasgueo de una
guitarra que se hiciera lenta y lastimosamente. Los vigías informaban con frecuencia que los tigres rondaban por la costa, pero como no se les oía bramar y mis ojos trataron en vano de descubrirlos, me vi obligado a no dar mucho crédito al parte.
guitarra que se hiciera lenta y lastimosamente. Los vigías informaban con frecuencia que los tigres rondaban por la costa, pero como no se les oía bramar y mis ojos trataron en vano de descubrirlos, me vi obligado a no dar mucho crédito al parte.
[…]
El horizonte, hacia el
SO., aparecía cargado de nubes opacas y plomizas. Era evidente que se
aproximaba un pampero. Hasta los pájaros, las bestias y los insectos parecían
advertirlo y se mostraban agitados. Para las cuatro, el viento poco a poco cesó
y las nubes fueron amontonándose hasta adquirir un aspecto tempestuoso. Reinaba
la más profunda calma y sólo se oía el ruido incesante de las paletas de las
ruedas en el agua y las voces de los pilotos. Uno de ellos dijo que a una milla
más arriba existía un lugar conocido y muy apropiado para echar el ancla, por lo
que continuamos la marcha.
De pronto prorrumpió en
una exclamación y señaló con la mano hacia el norte. Percibimos en seguida una
nube, aparentemente de humo, que se acercaba con rapidez, y para gran sorpresa
nuestra, en pocos minutos más nos envolvió completamente: se trataba de una
manga de langostas. Estimar el número de esas langostas hubiera sido de todo
punto imposible, porque estuvieron por espacio de una hora dando continuamente
contra el barco, como una pesada caída de nieve. Este enjambre que pasaba sobre
nosotros era pequeño. La parte principal de la manga venía volando a
considerable distancia y aparecía infinitamente más compacta y espesa que la
porción que teníamos encima. El piloto sacudió la cabeza y dijo:
—En cuanto pase toda esa manga hay que
ponerse al reparo de la tormenta.
Siguiendo sus consejos,
siempre muy atinados en el río Paraná, nos pusimos en excelente posición entre
dos islas. A las seis, las nubes eran tan espesas en todo el contorno, que si
bien faltaba más de una hora para ponerse el sol, reinaba la más lúgubre
oscuridad. Diez minutos después comenzó a soplar un viento ligero del sudoeste,
las nubes fueron agitadas con violencia en una especie de movimiento rotatorio
y en seguida el pampero descargó su furia tremenda, acompañado por vividos
relámpagos
y truenos que aturdían. La lluvia caía como un verdadero diluvio, casi en forma horizontal, con fuerza tan grande que se hacía imposible recibirla de frente. Las nubes, asimismo, eran impelidas con furiosa velocidad, y tan pegadas a la tierra, que, por algún tiempo, reinó profunda oscuridad y ésta se hacía más imponente por el furor de los truenos y los relámpagos. La tormenta fue, sin duda alguna, y con mucho, la más fuerte que yo había visto en parte alguna del mundo.
y truenos que aturdían. La lluvia caía como un verdadero diluvio, casi en forma horizontal, con fuerza tan grande que se hacía imposible recibirla de frente. Las nubes, asimismo, eran impelidas con furiosa velocidad, y tan pegadas a la tierra, que, por algún tiempo, reinó profunda oscuridad y ésta se hacía más imponente por el furor de los truenos y los relámpagos. La tormenta fue, sin duda alguna, y con mucho, la más fuerte que yo había visto en parte alguna del mundo.
Por espacio de una
hora, hasta que pasó la parte peor del pampero, no se veía nada más allá del
buque, y en lo que respecta a la visión, aquél estaba lo mismo que a mil millas
de distancia, en el mar, cuando en verdad se hallaba a ciento cincuenta yardas
a barlovento de la isla. Estas tormentas parecen ser muy semejantes a las
turbonadas africanas o tornados, y son muy peligrosas para los barcos pequeños.
Por momentos me pareció que soplaba tan fuerte como los huracanes de la India
oriental, que conozco por experiencia. Todas estas convulsiones anuncian su
llegada, no sólo por señales meteorológicas, sino también por una gran
alteración del mercurio en el barómetro. La conmoción eléctrica, sin embargo,
se hace notar más en los pamperos que en ninguna de las tormentas que me ha
sido dado observar. Les he prestado particular atención, por haber leído con
gran interés la teoría del general Reid sobre las tormentas y por haber
verificado varias veces que mis propias deducciones en el Atlántico estaban de acuerdo
con las del general. En este caso no pude hallar prueba alguna con respecto a
los tifones, pero después he podido observar con frecuencia, que los más
violentos pamperos eran anunciados generalmente por un viento fuerte que
provenía de la dirección opuesta, o sea del nordeste.
La conversación de la
noche giró, naturalmente, en torno a los sucesos del día, y era cosa divertida
oír los juicios diversos sobre las diferentes órdenes dadas, así como el
sentimiento predominante en nuestro grupo. Había quienes se sentían
cordialmente disgustados con el río; otros muy complacidos con él, y también
quienes personalmente parecían haber olvidado todas las cosas ocurridas.
[…]
Esta noche la pasamos
muy incómodos por lo sofocante de la atmósfera y la gran molestia de los
mosquitos, que aparecieron en mayor cantidad y más violentos que de ordinario.
La perseverancia, la astucia, la vivacidad de estos insectos es increíble;
parece que nada los detiene y ningún tejido, por espeso que sea, es defensa
bastante contra sus trompetillas venenosas. La única precaución eficaz consiste
en dormir cuarenta pies sobre el nivel del río. Los mosquitos habían caído sobre
el barco en miríadas. No hubo persona que no sufriera sus ataques. Por cansada
y exhausta de fuerzas que una persona se encontrara, no era posible conciliar
el sueño y la molestia extrema era como para volverse loco. Algunos de los
oficiales que teníamos las camas protegidas con muselina o cortinas para mosquitos,
veíamos a los insectos adheridos a la gasa de modo que la ponían negra. Aun
así, una vez en la cama, el zumbido que hacían era tan fuerte, que resultaba
imposible dormir con alguna comodidad. Para hombres blancos y rubios eran diez
veces más irritantes, pero también para los de piel atezada y curtida, como las
gentes del trópico, eran por demás insoportables.
[L. B. Mackinnon, La escuadra anglo-francesa en el Paraná 1846,
trad. J. L. Busaniche, Buenos Aires, Hachette, 1957]