Eran mis comienzos en la navegación por los ríos de la Cuenca del Plata. Estábamos en 1951. Había comprado, con la ayuda financiera de mi primo Federico, un viejo buque, el "BILLY", al cual había hecho algunas reparaciones en el astillero "Parisi, Carucci & Soriano", que estaba en la entrada del canal San Fernando.
El patrón Romero llegó de Rosario, me lo había enviado el agente marítimo Eduardo Bassi. Era el patrón, o sea el capitán, para mi buque; un hombre muy viejo, un correntino, de quien no se podía apreciar cuántos de viejo tenía, pues como buen descendiente de indios tenía un cutis terso y el cabello negro lustroso. Casi no veía pero no llevaba anteojos y no porque no los necesitara, sino para no demostrar una disminución de sus capacidades sensoriales. Como ayudante de camino me enviaron a Ramón Quevedo, un marinero de Esquina que ya tenía conocimientos de baquía, quien llegó también desde Rosario. El resto de la tripulación la completé en el Tigre, salvo el segundo motorista que era un italiano, Pablo Raggio, un fortachón que había estado en la última guerra conmigo y terminada la misma me había seguido a la Argentina.
Llegó el día de la zarpada. El “BILLY” fue botado al agua, bendecido por el cura párroco de San Fernando, sin público par festejar el acto, pues no tenía a nadie a quien invitar. En nuestro primer viaje íbamos a Santa Fe a cargar bolsas de harina en el Molino Minetti con destino Formosa. La navegación comenzó en los canales del Delta y era apacible; un río manso, denso, que la proa levantada. Por estar el buque vacío, apenas cortaba levantando unos diminutos bigotes que se abrían en tres filas de olitas que pasaban como abanico abierto al través de la timonera. El patrón navegaba con prudencia, pero cuando cambió la guardia y tomo la rueda Ramón, el avanzar se hizo más entretenido, aunque más peligroso.
Ramón acercaba el buque paralelamente a la costa, donde la corriente forma remolinos, por lo que a ratos el buque recibía un imprevisto impulso y tomaba fuerte velocidad para pasar a frenarse y normalizar su avance, hasta que un nuevo remolino lo volvía a impulsar. A veces la cercanía de la barranca y quizá algún recostón en su declive, hacía ladear al “BILLY”, que alejándose de la costa, corcoveaba un rato y volvía a tomar la vertical.
A las doce horas de navegar, cuando ya estaba obscureciendo, dejamos el Delta y entramos al río Paraná, que se abrió sorpresivamente ante nosotros en su inmensidad. Allí empezaban las centenarias boyas de dimensiones relevantes, de luz blanca o roja, con una alta torre que llevaba encima una farola y a los costados atados al armazón, los tubos de gas acetileno. Sobre la capucha de la farola y en los travesiees de la torre se anidaban cantidades de gaviotas, que con sus desechos habían pintado la boya de un color grisáceo. Cuando nos acercábamos las gaviotas levantaban vuelo y nos rodeaban e ensordecían con sus gritos estridentes. La navegación del río Paraná era más compleja. En un lecho ancho, unos cuatro mil metros el cauce del canal era de unos trescientos metros, corriendo allí abajo, en forma sinuosa. Eso nos obligaba a continuos cambios de dirección. Cuando vi cómo Ramón salía de la timonera y lanzaba el escandallo de plomo, sujetado a una cuerda, empecé a comprender que allí había bancos sumergidos. Ramón hacía que el plomo, atado al extremo de la sondaleza, tomara una acción pendular, haciéndolo pasar apenas arriba de la superficie del agua y cuando la velocidad del movimiento alcanzada era suficiente, al llegar el plomo lo más lejos hacia la proa, dejaba que la sondaleza se escapara escurriendo en su mano y por último, cuando el plomo ya perdido impulso, estaba por sumergirse, con un rápido movimiento de muñeca, creaba un viboreo en la sondaleza que llegaba como ola al plomo y lo hacía saltar unos metros más lejos. Ramón mantenía alta su mano, mientras la sondaleza se acercaba a la verticalidad y en ese momento la bajaba, buscando que el plomo tocara fondo. Así leía la profundidad mirando las referencias marcadas por la misma.
En mi andar por los ríos vi a muchos habilidosos en el manejo del escandallo. Ramón era uno. Otro que conocí después, fue Rafael Menna, quien revoleaba el plomo, pero no lo hacía con el movimiento del péndulo, sino que lo rotaba en círculo pasando alto arriba de la cabeza como si fuera aspa de molino. En este tramo amplio del río Paraná, veíamos, de lejos, aparecer los buques de ultramar que bajaban de Rosario. Venían cargados y no abandonaban el medio del canal. Nosotros de noche, al ver ya a la distancia sus luces de navegación altas en los palos, que a veces asomaban sobre las copas de los árboles de una isla, rápidamente salíamos del canal boyado y nos alejábamos, para no sufrir en exceso el impacto de la estela, creada por esas inmensas hélices. De pasar muy cerca se corría el riesgo de que su enorme masa que creaba un gran vacío en el agua, nos chupara.
De todos modos, aunque nos pasara a cien o doscientos metros de distancia, la sola presencia de esa mole que se venia veloz, impulsada por máquina y correntada, causaba asombro y un reverente temor.
Una vez que pasamos San Lorenzo, el peligro de cruzarnos con buques de ultramar disminuía. El antiguo puerto marítimo de Santa Fe había caído en desgracia y pocos buques de ultramar llegaban a él. Entramos por el canal que une el río Paraná con Santa Fe y llegamos hasta el viejo Molino Minetti, levantado sobre el muelle y destacándose por su fachada de chapas acanaladas. Pasamos allí la noche y a la mañana siguiente comenzamos a cargar bolsas de harina, pasando todo el día en Santa Fe. Al atardecer seguimos viaje. El “BILLY” ahora cargado, estaba más sumergido y se comportaba mejor, los bigotes que hacía la proa eran más consistentes. Habíamos entrado a navegar en ese tramo del río Paraná y La Paz, cuya característica principal es la alta barranca de la costa entrerriana. Íbamos a lo largo de ella kilómetros y kilómetros, pues había suficiente profundidad, lo que nos evitaba seguir el canal boyado que cruzaba de una ribera a la otra. Romero conocía ese camino. Pasamos la cortada del Chapetón, en cuya costa, al pie de la barranca se apilaban gigantescas piedras blancas, que iluminadas por el buscahuellas se transformaban, en mi fértil imaginación, en figuras de personas y animales.
Aclaraba cuando pasábamos frente a La Paz y de allí en más tuve la sensación de entrar en la mejor navegación, la más agradable. Siempre en los aaños siguientes consideré que navegar en ese tramo era más entretenido que hacerlo en otros.
El Paraná ya no tenía barrancas altas ni de un lado ni del otro. Un lecho era de unos tres kilómetros, pero, navegando entre costas firmes y costas de islas, las que eran bajas e inundables. Sobre ellas había crecido una vegetación tropical lujuriosa, fuerte y con un olor penetrante a musgo. Islas y boquerones, permanentemente cerrándose por un lado y abriéndose por otro, donde el baqueano debía elegir por cuál de ellos ir. No era cuestión de adivinanzas, los baqueanos conocían el camino, conocían el comportamiento del agua y así seguíamos en una navegación más solitaria, pues por cientos de kilómetros no veíamos un rancho ni cruzábamos un buque. Lo más interesante era pararse en la popa y desde la toldilla mirar el comportamiento de la estela, que detrás nuestro iba abriéndose hasta golpear en los laterales del canal. Las olitas, cuando encontraban el bajo fondo, cambiaban de forma y una turbulencia acentuada y espumosa, marcaba como en una fotografía cual era la realidad debajo de ese amplio espejo de aguas. Aprendí después cuando ya era baqueano, la importancia que tiene para un piloto observar lo que sucede atrás, una vez que ha franqueado un paso.
Estaba bajando el sol cuando pasamos frente a Esquina. El pueblo estaba a unos trescientos metros de nosotros y un diminuto canal, marcado por hileras de lapachos plantados en ambas riberas, llevaba hasta un paredón de ladrillos, que era la parte posterior de la iglesia.
Esa zona de río entre Esquina y Lavalle era de muy difícil navegación y Ramón se quedó a ayudar al patrón Romero, quien, ya era evidente, tenía dificultad para navegar. Yo, que había aprendido a lanzar el escandallo, colaboraba cantando las profundidades y me sorprendía por esa navegación, donde las aguas lustrosas del río escurrían entre manchones obscuros de islas que nos rodeaban y nos apretaban.
Fue Ramón quien vino a llamarme al camarote:
-“Don Bruno venga a ver a los pibes del Talar”.
Salí a la toldilla. Estábamos navegando a lo largo de la extensa costa del Talar, después de haber franqueado el paso del “Pájaro Blanco”. La forestación llegaba al borde del río. Tupida, entrelazada entre árboles fuertes y plantas parásitas. No había ni picada ni señal de vida humana. A o lejos, donde llegaba al río un pequeño arroyo, se veían unos ranchos y a medida que nos aproximábamos, pequeñas canoas, cavadas rudimentariamente en troncos, salían de la costa.
Eran los chicos del Talar. Eran dos canoas, en una se veía un chico de unos seis años, quien forcejeaba con un remo, mientras en la popa, sentado dentro de ese nicho estaba otro chico de no más de cuatro años, quien agitaba sobre su cabeza una camisa de color oscuro. En la segunda canoa remaba un pibe de no más de ocho años y en la popa venía una nena de casi la misma edad. Hijos de os pescadores que vivían en esa isla, separados del mundo venían con sus pequeñas y precarias embarcaciones y se cruzaban a nuestra proa para juguetear hamacándose en las olas de nuestra estela. Los tripulantes del “BILLY” salían a los costados y les tiraban bolsitas de pan y ropas, tratando de meterlas con sus lances dentro de la pequeña caja de madera, que rápidamente nos pasaba al costado.
Aclaraba cuando pasamos por Goya. La ciudad no se veía desde el río, salvo los dos campanarios de la Catedral. Al mediodía pasamos frente a Lavalle. El puerto no existía, había un pequeño embarcadero para las cargas de naranjas, hecho por una media docena de sauces clavados en el río.
Pocas eran las casas que estaban metidas dentro de naranjales que cubrían las laderas. Pasando Lavalle nuevamente empezaba la barranca, que era similar a la de Entre Ríos, aunque sin esas marcas de yeso. Esta era más rojiza. El cauce no corría a lo largo de la misma, sino que a veces se proyectaba hacia la otra ribera, que era de costa baja y sembrada de islotes. Pasamos por el Fioravanti, donde un grupo de gauchos arriaba ganado que embarcaba en un buque ganadero de dos pisos. Era de la Bovrill, y llevaba sus animales al frigorífico de Santa Elena.
Dejamos atrás Bellavista con su larga playa rojiza cuando ya oscurecía. Las casas blancas de la ciudad se entremezclaban con mucha arboleda.
Navegamos toda la noche pasando frente a Empedrado y el sol estaba subiendo y dorando las costas cuando llegamos a Corrientes, que pude divisar en toda su extensión pues navegábamos enfrente por la costa chaqueña. Desde allí, esas casas antiguas, bien alineadas, los muchos campanarios de las iglesias rodeados por los manchones rosados de los lapachos en flor, creaban una sensación extraña, como un resplandor de vida, como si todas esas antiguas campanas repiquetearan para mí. Seguimos sin parar y pocas horas después, entrábamos en el río Paraguay viendo de lejos a Paso de la Patria, donde se destacaban por su color, algunos bungalows para pescadores. Ya entrados al río Paraguay, sobre nuestra izquierda, en la curvatura acentuada de su comienzo, estaba el leprosario del Cerrito. Algunos enfermos estaban pescando y les pasamos a pocos metros. Nos saludaban con sus manos. Seguramente para ellos éramos una importante diversión.
Para mí la navegación en el río Paraguay no era tan entretenida como la de la zona de La Paz a Empedrado, pero también encontré que la naturaleza tenía su encanto particular. De un lado surgían costas altas cubiertas de palmeras y por el otro un suave declive de bancos arenosos, sobre los cuales veíamos algún yacaré que no se asustaba por nuestro paso. El río Paraguay, de unos ochocientos metros de ancho, era como un tobogán. Sus curvas sinuosas indicaban claramente el camino. Una curva cóncava, un cruce a la otra orilla, otra curva cóncava y así siguiendo.
Después de seis largos días de navegación, desde la salida de San Fernando, llegamos a Formosa, nuestro puerto de destino.
El “BILLY” puso la proa en dirección al muelle de la fábrica de tanino, pasando abierto del boquerón del río de Oro, donde había un balneario. En este balneario, después lo supe, la Prefectura, a primeras horas de la tarde, lanzaba bombas en el agua para auyentar a los cardúmenes de pirañas y después la gente se bañaba. Seguimos pegados a la alta barranca que caía sobre el río en una arreglada pendiente. En la orilla la costa estaba protegida de la erosión por tablones y piedras y allí en el borde del agua había mujeres que lavaban su ropa. Alescribir estos recuerdos hay otros que pretenden sobreponerse. Después de varios años, cuando ya me sentía ducho en esa navegación y ya tenía discípulos para aprender mi baquís, llegué a Formosa con el patrón Anselmo Schonfled. Era un alemán pelirrojo, marinero de ultramar, que había venido al río y se había cobijado en el “BILLY” para aprender el “camino”. Recuerdo como grupos de mujeres lavaban ropa, manteniéndose al reparo de la sombrea de los muelles de madera.
-Colorado, Colorado!!!, gritó una con voz alegre.
-La dejaste preñada a la Campeona!!!, y todas reían y se sacudían por la chanza.
-Que va a preñar a la Campeona el colorado si no lo pudo el 21 de infantería!!! Gritaba otra.
Esa era la Formosa que nosotros los navegantes conocíamos. Alegre su gente, pintoresca la ciudad, repleta de árboles en flor.