25 de septiembre de 2010

David Viñas y Walsh

Piri Lugones nos dejó solos en esa casa del Delta. Ella se había trepado a la popa de una lancha y no dejó de saludarnos, mientras se alejaba, alzando el brazo y dejando que el chal le revoloteara igual a otro río diminuto, muy rojo. Walsh elogió, entonces, algunos cuentos de Setenta veces siete; insinuó ciertos reparos sobre "el crujido de los finales" y después se encarnizó con las subas y bajas de la Bolsa literaria. Recuerdo que dijo "Más veloces y más injustas que las mareas del río". Y como ese atardecer le tocó el turno al ascetismo que Walsh defendió con un fervor jansenista a medida que se entusiasmaba con la palabra "despojado" y el paladeo de algún verso de Shelley que se escandía sobre el antebrazo desnudo, yo fui proponiendo "Gallegos", "Pico Truncado" y "Cañadón de la Yegua Quemada" El prefirió el "Gran Valle". Pero ahí nos reencontramos: entre los matorrales y los caballos que galopaban sin levantar polvareda. Él se inclinaba por los zainos; yo por los alazanes. De ahí pasamos a nuestros colegios de curas: él se enterneció con el Padre Dollans que hamacaba sus caderas de matrona al tocar el armonio a pedales o cuando se señalaba la punta de los zapatos hablando del infierno. Yo me demoré demasiado con el Padre Adij y su breviario forrado con hule.
    Al anochecer, mientras yo me trepaba a una silla para enroscar la bombita floja, Walsh se fue hacia el borde del río: allí se sentó en la punta del muelle de madera. Se puso a pescar. Doblaba el cuerpo sobre el agua. Parecía muy atento a su caña y a la marea que iba subiendo.


David Viñas de Rodolfo Walsh, el ajedrez y la guerra

Marcos Sastre sobre el Camuatí



La colmena es un jardín de virtudes.
Plutarco.
Es un destello de la divinidad.
Virgilio.
Su historia es una serie de prodigios.
La Treille.

Entre el cúmulo inmenso de las riquezas naturales que cubren profusamente la faz de nuestro suelo hermoso, entre los innumerables, nuevos y bellos objetos que ofrece a nuestra contemplación en los tres grandes órdenes de la creación terrestre, hay uno en nuestras islas, prodigioso, pero ofuscado por la misma sobreabundancia que lo rodea, como la centelleante luciérnaga se pierde entre las estrellas que brillan al través de nuestro diáfano cielo, o como el incomparable picaflor desaparece por su pequeñez en medio de la multitud de lindas y variadas aves que abrigan nuestros bosques. Ese objeto tan peregrino como ignorado, cuyo nombre es apenas conocido, es el CAMUATÍ. [ He preferido el estudio del camuatí, por lo mismo que yace oculto e ignorado, como se encuentra la virtud entre el tumulto de la sociedad humana; el camuatí, que bajo un exterior sencillo, tosco, sin brillo, emblema de la modestia que suele acompañar al mérito, encubre cosas admirables, incomprensibles. El camuatí es una república de avispas, incógnita todavía en el mundo científico; es una maravilla de las obras de Dios; es una lección elocuente para los hombres.
No es mi intento describir ni menos analizar esta obra divina; sólo sí, llamar la atención de los sabios capaces de comprenderla.
Y he recogido algunas palabras simbólicas de salud y de vida, que han reflejado hacia mí, al contemplar este espejo de una sabiduría y poder sobrenatural; y me apresuro a comunicárselas a mis hermanos, porque es un deber tan grato el hacer bien a sus semejantes, y mayor y más dulce todavía ser útil a nuestros compatriotas.
Desde los más remotos siglos la historia natural de las abejas ha ocupado la atención de los sabios. Hubo algunos que emplearon todos los años de su vida en ese estudio; se cuentan por millares los libros y tratados que se han escrito sobre estos insectos industriosos, y entre sus autores se notan muchos naturalistas afamados. Pues bien; las avispas del camuatí americano son mucho más admirables que las abejas de la colmena europea.
Desde los primeros pasos de uno y otro enjambre se manifiesta la superioridad industrial de aquél sobre ésta.
Las abejas no pueden emprender su trabajo si no encuentran una oquedad en los leños o en las rocas, o una colmena preparada por el hombre; pero el camuatí [1] no necesita de abrigo alguno, ni de auxilio ajeno; más ingenioso y audaz, confiado en su habilidad e industria, una ligera rama le basta como punto de arranque para desplegar la idea sublime de aquel palacio pensil que encierra tantas maravillas.
Los habitantes de la colmena, reducidos a un limitado recinto, como los hijos de la Europa, tienen que abandonar su patria y errar buscando un nuevo asilo por el mundo. No así los habitantes del camuatí, que continúan por muchos años ampliando los términos de su ciudad aérea; y cuando juzgan conveniente dividirse en nuevos Estados consultando sus recíprocos intereses, se separan en paz, como Abraham y Lot, y van a fundar otras colonias felices en los dilatados bosques que los rodean.
Las abejas tienen que emplear el néctar de las flores para hacer sus construcciones, porque de la miel se forma la cera en sus estómagos, secretándose por los anillos inferiores del abdomen, sin intervención de su industria. Más ecónomos e industriosos, los camuatíes no sacrifican, como aquéllas, una parte de su tesoro melífluo para construir su morada y sus panales; preparan ellos mismos una pasta idéntica a la del papel, hecha de la albura de los árboles secos, cuyas fibras arrancan, trituran y humectan con sus mandíbulas, dándole más o menos consistencia, según lo requiere la arquitectura del edificio. Con este arte singular hallan en todo tiempo materiales abundantes, cuando la abeja tiene que esperar la estación de las flores para emprender sus trabajos.
Reducido el alimento de la abeja a las frutas, las flores y la miel de su despensa, suele agotársele ésta y padecer de necesidad en los inviernos prolongados. Pero el camuati, que puede y sabe economizar sus provisiones, sustentándose con insectos, vive siempre en la abundancia, prestando al mismo tiempo, como insectívoro, un importante servicio a la agricultura.
En cuanto a la organización de estas dos admirables sociedades, no me es posible aún formar un paralelo exacto, porque todavía no he hecho un estudio detenido de la economía social del camuatí. No obstante, de la igualdad que he observado en todos sus individuos, de la similitud de todos los alveolos entre sí, y de la no existencia de los zánganos, se puede inferir que el sistema gubernativo del camuatí es análogo a la democracia, y por consiguiente es muy aventajado al gobierno de las abejas. Tienen éstas la fatalidad (como muchas sociedades europeas) de alimentar en su seno una clase privilegiada de ciudadanos que viven sin trabajar, llamados zánganos; bien que son de tiempo en tiempo expulsados por el pueblo. El camuatí se compone únicamente de ciudadanos laboriosos, que con su industria y trabajo contribuyen a formar una habitación, una provisión y una defensa común, que aseguran el bienestar individual.
No es tampoco el gobierno de las abejas un remedo del gobierno monárquico hereditario como se había creído. Es a lo sumo una monarquía electiva, según se deduce de las observaciones de Schirac y de Huber, que consideran a la abeja madre como reina de la colmena. Las abejas crían y preparan para abejas reinas cierto número de larvas comunes del pueblo, las cuales, por medio de una alimentación abundante, se transforman en verdaderas hembras, en vez de quedar sin sexo como las demás obreras. Hasta cuatro veces en el año las abejas eligen nueva Reina; por manera que a cada generación corresponde un nuevo reinado. Al tiempo de la elección se observa en el interior de la colmena gran murmullo e inquietud. La Reina destronada corre agitada de un lado a otro, como si intentase acometer a la nueva electa, pero ésta es rodeada y defendida por el pueblo, hasta que la soberana depuesta se ausenta seguida de sus adictos, y buscan donde establecerse. Cuando se muere la soberana y falta un candidato para el trono, hay un interregno mientras crían una larva del pueblo para reina.
Cuando el supremo Hacedor formó al hombre, dotándolo de la inteligencia y del libre albedrío, parece que quiso dejarle a sus ojos, en la colmena y el camuatí, una lección viva y perpetua del orden social, para que por él se modelasen las sociedades humanas. Pero ¡cuan poco se ha sabido aprovechar de estos divinos ejemplos!
No carece de verosimilitud que la colmena del Viejo Mundo haya sido la que inspiró a Platón el ideal de su República, aunque admitiendo la división de clase o categorías y la esclavitud, porque la luz divina del Evangelio no había llegado aún para disipar los grandes errores de la humana política. Empero en el nuevo mundo tuvo el hombre un modelo más acabado en la república del camuatí, y una inspiración más pura en la religión para establecer la sociedad sobre la base de la fraternidad y mancomunidad, como en aquellas colmenas de hombres de las reducciones guaraníes, tan celebradas, que florecieron en la misma patria del camuatí.
¡Admirable combinación de voluntades, esfuerzos e interés, que da por resultado el orden, la paz, la seguridad y la abundancia para todos! Economía social, por cierto muy superior a lo general de la civilización humana, donde abandonados los individuos a sus impulsos aislados y necesariamente incoherentes, se ponen en choque unos con otros los intereses privados, y el interés individual en oposición con el interés colectivo. En el camuatí, del concurso armónico del trabajo de todos, resulta la mayor suma posible de comodidades y riquezas, de que participan igualmente el pequeñuelo, el anciano y el enfermo, no teniendo ningún individuo por qué inquietarse por su futura suerte ni por la de su descendencia.
El camuatí, como la abeja y otros insectos de este orden, está armado de un aguijón ponzoñoso, que siempre lo emplea para su defensa y nunca como agresor. Conocida está la triste condición de las abejas europeas, condenadas a trabajar para sus amos. ¡Mísero pueblo, cruelmente sacrificado a la codicia de los mismos a quienes enriquece! [2].
Nuestras avispas, injustamente conceptuadas por malignas y feroces, son de la índole más noble, pacífica y sociable. Yo he traído más de un camuatí de los montes silvestres del Paraná, lo he colocado cerca de mi habitación, y al punto han continuado las avispas sus trabajos, reparando algunas lesiones que había sufrido exteriormente en el transporte; y mil veces me he puesto a mirarlas trabajar a dos pasos de distancia, sin que jamás hayan intentado ofenderme. Por el contrario, parece que sensibles a mi afecto, ha venido uno de sus enjambres a situarse en un peral inmediato a mis ventanas, a seis pasos de distancia, construyendo al alcance de la mano una magnífica colmena, donde han podido observar de cerca sus trabajos todas las personas que han visitado mi quinta de San Fernando.
Se muestran tan familiares y confiados, que beben en nuestros mismos vasos, y se paran sobre las flores y las frutas que los niños tienen en sus manos. Muchas veces cuando he visto al camuatí afanado en arrancar las fibras de un tronco seco para preparar su pasta, lo he tocado impunemente con el dedo, sin que por eso abandonase su tarea; un tenue estremecimiento del insecto manifestaba, no sé si su temor o su contento, pero su ira no seguramente. ¡Y éstos son los animales odiados y tenidos por perversos!

 
Los camuatíes sólo hacen uso de sus armas en defensa de su vida, de su propiedad y de su pueblo. ¡Desdichado del que quiere ofenderlos, del que llegue a conmover su edificio, o a perturbar su sosiego! Entonces cada uno de estos pequeños insectos se convierte en un guerrero temible. Sin aprecio de sus vidas, sin mirar si el enemigo es poderoso, se arrojan sobre el en veloces torbellinos, lo acosan, lo hieren, lo persiguen con encarnizamiento, hasta ponerlo en fuga y dejarlo escarmentado para siempre. Así es como se defiende lo que se ama; y los que quieren tener patria y libertad, así es como deben defenderlas.


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  1. Llámase indistintamente "camuatí" la avispa y el edificio que ella construye.
  2. En Europa es muy general entre los colmeneros la costumbre de matar las abejas para sacar los panales.

(El Tempe Argentino. Capítulo XVII)

El Tempe Argentino

Capitulo IV 

El delta
El Paraná, como otros muchos ríos, tiene en su embocadura un terreno formado de aluviones y otras causas, que se llama delta por su figura triangular semejante a la letra griega de ese nombre. El delta del Paraná está comprendido en tres varios brazos denominados Paraná de las Palmas, Carabelas, Paraná Miní, y Paraná Guazú, por los cuales desemboca en el río de la Plata. Es un vasto triángulo isósceles envuelto por el Paraná, el Uruguay y el Plata, que presenta a estos dos últimos su base de unas quince leguas, con una altura que no bajará de treinta, y cuyo vértice está enfrente de la Villa de San Pedro. Este es el territorio insular, que, careciendo de nombre, he querido designar con el de Tempe Argentino.
Dice Ampére, que Lyell ha deducido de un cálculo fundado sobre la cantidad de materia sólida depositada anualmente por las aguas, que han sido necesarios sesenta y siete mil años (67,000) para formarse el delta del Misisipí; y que según Elíe de Beaumont, el delta del Nilo no se ha formado con menos lentitud. Pero estos geólogos discurren bajo la suposición de que en aquellos ríos el alzamiento [ pág. ]del terreno sea debido solamente al depósito de las crecientes anuales. ¿Han averiguado de las tradiciones, o en el estudio del suelo, si hubo otras causas más activas para su formación? Tal es la alucinación que a veces produce en la mente del sabio la belleza de una teoría preestablecida, que en la observación no ve, no puede ver más que los fenómenos que concurren a realizarla; quedándose muy atrás del vulgo que puede sospechar, sin gran esfuerzo de meditación, que en un río tan caudaloso como el Misisipí, bien pudieron sus impetuosas corrientes haber acarreado inmensa copia de árboles y tierras, que depositados en su embocadura, hayan acelerado la formación de su gran delta. En efecto, el mismo Ampére, que visitó aquellos lugares, asegura que cuando se escava en el del Misisipí, se encuentran muchas capas de troncos de florestas enteras, amontonadas por lechos sucesivos, las unas sobre las otras, y que en una de esas excavaciones se ha encontrado un cráneo humano. Véase pues, como las mismas conclusiones de la ciencia vienen a desvanecer la pretendida vetustez de los deltas; porque si hay alguna cosa demostrada en la geología, es la poca antigüedad de la raza humana sobre la tierra.
Mas, sea lo que fuere de aquella edad fabulosa, para la formación de nuestro delta han concurrido agentes muy activos que rápidamente han estado produciendo su levantamiento y extensión. Aunque, en consideración a la poca fuerza de la corriente del Paraná no se admita la estratificación de leños (de la que tampoco se encuentran vestigios en las excavaciones, aunque no profundas, que se han hecho), tenemos una causa poderosa del incremento de las islas en las dunas o depósitos de tierra formados por las polvaredas o tormentas de polvo; en las [ pág. ]cuales muy recientemente M. Bravard ha encontrado la explicación geológica de la formación y fertilidad del suelo de la pampa.
La vegetación lujuriante de las islas de nuestro delta por medio de sus raíces y el depósito de sus despojos, las está levantando sin intermisión, lenta pero incesantemente, y la frecuente sumersión, producida por la intumescencia del Plata que deposita estratos de limo, es otra causa más aceleradora de su crecimiento, que las inundaciones anuales, en épocas anteriores; pues al presente, por grande que sea la creciente de arriba, no alcanza a cubrir las islas del bajo delta.
El bajo Paraná, ramificado en mil canalizos que entrelazan sus innumerables islas con una red de hilos de agua, cada día detiene su curso y retrocede para acariciar y estrechar entre sus brazos aquellas hermosas hijas de su seno, a quienes sin cesar acrecienta y enriquece con su abundante sedimento y frecuentes riegos [1]. De este cotidiano retroceso de las aguas, ocasionado por los vientos, resulta que todos los canales y arroyos del delta corren alternativamente en direcciones encontradas, facilitando de tal modo la navegación y los transportes, que no hay sino esperar el momento en que el curso del río sea favorable, para llegar al punto deseado, al solo impulso de la corriente. Así es que aquel celebrado dicho de Pascal, que los ríos son caminos que andan, puede aplicarse con toda propiedad a esta parte del Paraná, pues que es un camino que conduce a los navegantes hacia rumbos opuestos. [ pág. ]Las valiosas producciones de las islas, que manaron día por día durante siglos, cual ríos de leche y miel, no han bastado para llamar la atención sobre el inagotable venero que las cría. Los habitantes de la campaña construyen sus casas, cercas, corrales, carros y arados con las maderas de las islas, sin saberlo. El negociante europeo paga con estimación las pieles de nutria y capibara, ignorando quizá su procedencia. La cascara que suministra el tanino para la curtiembre, la leña con que se proveen las fábricas y el hogar, el zumo refrigerante de la naranja, la exquisita miel, los delicados duraznos, son bienes que se disfrutan en Buenos Aires y en las poblaciones ribereñas de una y otra banda de los tres ríos, sin que se conozca el suelo que espontáneamente los produce. Siglos hace que estas islas preciosas están entregadas al hacha destructora del leñador indolente, y son sin tregua esquilmadas por la ciega codicia del hombre inculto, sin el coto de la ley y sin el correctivo reparador de la industria.
¿Cuál es el país tan afortunado como el Tempe Argentino, cuyos moradores vivan exentos de la pena impuesta al hombre de no gozar sino á costa de sus fatigas los productos de la tierra, sin más trabajo que alargar la mano para recoger los abundantes dones de un suelo feraz y de sus fecundas aguas? ¿En qué país del mundo, como en este nuevo paraíso se ve la industria y el trabajo reemplazados por la misma naturaleza que, encargada del abono y riego del suelo, le hace producir las más seguras y abundantes cosechas? ¿Inventó jamás la ciencia un medio tan fácil de comunicación como el de los canales del delta, donde los buques pueden surcar por opuestos derroteros, sin [ pág. ]necesidad de la fuerza de los brazos, de los vientos, o el vapor?
La tan celebrada fertilidad de Egipto, debida á las inundaciones del Nilo, además de requerir la concurrencia del arte en la construcción de lagos y canales, está sujeta a las contingencias de una sequía destructora cuando faltan las crecientes; a los inconvenientes de un clima abrasador e insalubre, y a la pena del asiduo trabajo del labrador. Más en esta región venturosa del Paraná, además de los dones con que nos brinda la naturaleza, la feracidad del suelo será tan constante y perpetua, la fructificación y las cosechas tan seguras como la versatilidad de los vientos que producen el repetido ascenso y descenso de las aguas que lo riegan y abonan repetidas veces en el año.
Tampoco necesita ser removido por el hierro un terreno perfectamente mullido y abonado hasta la profundidad de doce pies; como que todo él es formado del sedimento de las aguas en las crecientes, y del polvo de las tormentas y de los despojos vegetales y animales; obra de dilatados siglos. En los ribazos formados por los derrumbes, y mejor en una zanja que se practique sobre el terreno, es fácil notar este sistema de formación de las sutiles capas alternadas, una de finísima tierra roja, y otra de hojarasca y detrito, que ofrecen la apariencia del hojaldre.
La parte más profunda del suelo no contiene más que un limo rojizo, y debajo de éste un barro arenoso de color plomo oscuro.
En ningún punto de todo el terreno de estas islas puede encontrarse piedra, ni arena sensible al tacto, ni cuerpo mineral alguno que no haya podido estar en estado de impregnación en las aguas o de [ pág. ]suspensión en el aire; porque siendo la formación del terreno obra de la lluvia, de un polvo impalpable y del asiento del líquido, y no de violentos aluviones, la suave corriente no pudo arrastrar ni depositar allí, sino las sustancias que puede traer desleídas o flotantes.
Una combinación tan hábil y prolijamente preparada por la naturaleza, cual no podría ejecutarla el arte, es de una actividad vegetativa tan vigorosa, que necesita ser reprimida, y no estimulada; es tan suelta y fofa, que no requiere ser aflojada sino comprimida al pie de las plantas. Así es que, al desmontar el terreno, conviene dejar las cepas de los árboles, para que la demasiada labor no aumente la exuberancia de la fertilidad que puede ser nociva a los plantíos.
El sistema de riego, desecación y navegación trazado allí por la mano de Dios, es el más completo que pueda imaginarse. La utilidad y la belleza se ven en él admirablemente combinadas. Nótanse en primer lugar varios canales navegables, capaces de embarcaciones de grande calado, casi paralelos entre sí, que siguen una dirección aproximada a la del cauce o brazos principales dividiendo el delta en largas zonas; y que entrelazados por otros canales transversales, subdividen aquellas zonas en varias islas de extensión y formas muy variadas. La parte interior o central de cada isla es un bajío o concavidad que constituyen un verdadero estanque de irrigación y desagüe. Desde aquel estanque parten en todas direcciones multitud de regueros o arroyuelos que van a desaguar en el canal que circuye a la isla, formando todos en su curso los más graciosos giros por entre densas arboledas. [ pág. ]En cada inundación se represan las aguas en aquel grande estanque; de modo que aunque baje el río con rapidez, como ordinariamente sucede, queda la isla rebosando y empapada como una esponja, en tanto que se desagua pausadamente por las regueras o arroyitos, entreteniéndose así una constante humedad en el terreno. Estas regueras sirven también para mantener en perpetua comunicación las aguas del estanque interior con las del río; por medio de las crecientes diarias que no alcanzan a cubrir el terreno. Con esta continua renovación se hace imposible la corrupción de las aguas, pues jamás están estancadas ni quietas; ni aun puede tener lugar la fermentación pútrida de los despojos del reino animal, porque las frecuentes inundaciones los entregan a la voracidad de los peces que sobreabundan. Libre así la atmósfera de miasmas que la alteren, e incesantemente purificada y embalsamada por las emanaciones vivificantes de los vegetales, ¿cómo no ha de ser el aire de las islas el más puro y sano que pueda respirarse?
Si el alto Paraná ofrece escenas sublimes de magnificencia y de terror, en sus estruendosos saltos, en la impetuosidad de su corriente, en sus altas barrancas que se desploman en grandes masas a la vista azorada del viajero, en sus selvas tenebrosas y fragosos montes, poblados de tigres, leones, cocodrilos, serpientes ponzoñosas, vampiros sanguinarios y lúgubres buhos, que día y noche atruenan el aire con sus discordantes aullidos; en el bajo Paraná todo es tranquilo, silencioso y risueño.
"La naturaleza (observa Saint-Pierre) no emplea [ pág. ]los pavorosos contrastes sino para alejar al hombre de algún sitio peligroso; en todo el resto de sus obras, sólo reúne los medios armónicos." En las plácidas vegas del Tempe Argentino nada hay que se parezca a precipicios, cimas, ni cavernas: su manto de verdura no encubre plantas venenosas ni
lo afean abrojos y espinas; los bosques no oponen a su acceso zarzas, matorrales o breñas, ni abrigan fieras o repugnantes sabandijas; en sus aguas ni hay abismos, ni cataratas, ni remolinos, ni torrentes, ni aun oleadas se levantan. Todo allí es apacible, dulce y bello; no se oye sino melodías


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[ pág. ]
los pavorosos contrastes sino para alejar al hombre de algún sitio peligroso; en todo el resto de sus obras, sólo reúne los medios armónicos." En las plácidas vegas del Tempe Argentino nada hay que se parezca a precipicios, cimas, ni cavernas: su manto de verdura no encubre plantas venenosas ni
lo afean abrojos y espinas; los bosques no oponen a su acceso zarzas, matorrales o breñas, ni abrigan fieras o repugnantes sabandijas; en sus aguas ni hay abismos, ni cataratas, ni remolinos, ni torrentes, ni aun oleadas se levantan. Todo allí es apacible, dulce y bello; no se oye sino melodías [ pág. ]inefables: no se ve sino objetos armoniosos; concordancias de sonido, simetrías de formas, armonías de colores, de movimientos, de vidas. Las nieblas nunca empañan el hermoso celeste de su cielo; y cuando lo cruzan hermosas nubes, es para embellecerlo con la variedad de sus formas y matices. Y todas estas escenas del cielo y de la tierra, vénse primorosamente representadas en el espejo de sus ríos siempre tranquilos. A su vez el follaje que se mira retratado, imita, al soplo de la brisa, el murmurio de las aguas; se oye el canto de las aves, y los ecos del soto repiten el sentido clamoreo del amartelado chajá que llama a su compañera.
Este cúmulo de tan dulces emociones imprime en el alma un sentimiento inexplicable de bienestar, que uno cree aspirar en el ambiente; que parece que da a nuestro ser un nuevo espíritu de vida, que trae a nuestra memoria todos los gratos recuerdos, y predispone el corazón para todo afecto tierno.
Siendo en las márgenes de los arroyos, donde la vegetación es más vigorosa, siempre corren éstos por entre frondosas arboledas cubiertas de enredaderas floridas, ofreciendo a la vista encantada, ya una hojosa bóveda, bajo la cual pasa silencioso el arroyuelo, ya una magnífica arcada, ya un sombrío cortinado en forma de gruta, que convida con su belleza y su frescura.
En los arroyos de menor caudal no falta para cruzarlo un puente rústico pintoresco, formado por algún corpulento seibo caído, pero siempre engalanado con sus penachos de hermosas flores de terciopelo carmesí y un lujoso tocado de bejucos. Parece que las aves prefieran para establecer su morada los árboles de las orillas. Entre los nidos más lindos llaman la atención el diminuto del [ pág. ]picaflor con sus dos huevecitos como dos perlas, y el del boyero, a manera de una bolsa larga, de un admirable tejido hecho con finísimas pajas o sutiles raíces.
Aunque es constante el silencio de unas aguas siempre apacibles, y lentas en su curso, óyese de vez en cuando un blando susurro producido en un canalizo por el obstáculo de un tronco que oponiéndose a la corriente, forma la única cascada de estos sitios. Pero el silencio del río es frecuentemente interrumpido por el macá que bate la superficie con sus alas y sus remos para ayudarse en su pesado vuelo; por los cardúmenes de peces que azotan las aguas; y por las nutrias y carpinchos que se zampuzan.
Como diariamente se eleva y baja algunos pies el nivel de las aguas de los canales principales, cada día los más pequeños, ora se quedan en seco, ora rebosan; pero los mayores son siempre navegables. Esto hace sumamente fácil la internación y comunicación por todo el espacioso delta, ofreciendo a la industria una ventaja inapreciable, como puede concebirse, suponiendo que todos los caminos de una provincia se transformasen en canales de navegación.
Las tierras más altas y aptas para toda especie de cultivo son las que están a orillas de los canales y arroyos, y se llaman albardones, cuya anchura varía desde cinco a seis varas hasta cien o más. Por lo general son tanto más extensos los albardones cuanto mayores son los arroyos que los orillan, y cuanto más distan las islas de la embocadura del río. Desde lo alto del albardón va descendiendo el terreno hasta formar la concavidad o estanque interior que se llama vulgarmente bañado cuando tiene [ pág. ]tan poca agua que se enjuta en el estío, y laguna la propiamente tal.
Las tierras más bajas que son las que forman el fondo de los estanques o bañados, y que deben ser excelentes para arrozales y mimbreras, están todas cubiertas de un perenne yerbazal. En muchas de ellas crecen bien los sauces y deben prosperar todos los árboles acuáticos. La aptitud de las tierras altas para todo género de cultivo, sin que la sumersión perjudique las sementeras, está demostrada por la experiencia de los carapachayos o isleños, que siempre han recogido abundantes cosechas de sus pequeñas huertas, y con ensayos en mayor escala, hechos posteriormente por hombres inteligentes que han empezado a explotar en esa mina desconocida de riqueza vegetal. No hay que imaginarse prodigios de fructificación, en cuanto al tamaño de las producciones, como los racimos de la tierra de Canaan que necesitaba cada uno ser suspendido en una palanca entre dos hombres; pero sí, es verdaderamente prodigiosa la multiplicación de los granos y la abundancia de las frutas, y es también indudable que mejoran en calidad y en volumen. El maíz da cuatro mil por uno; y si los vastagos de las cepas gigantescas de la Palestina se plantasen en nuestra tierra de promisión, darían seguramente sus monstruosos racimos.
Las islas de mucha extensión suelen tener tierras elevadas, cubiertas de árboles en el centro de las lagunas, formando otras islas en el seno de cada isla. El descubrimiento de esos montes, jamás hollados por la planta del hombre, es un suceso que colma las aspiraciones, así como constituye la mayor riqueza del carapachayo laborioso, quien dispone como dueño absoluto de las maderas y demás [ pág. ]producciones de su hallazgo. Por una convención tácita entre los isleños, es reconocido y respetado el derecho de propiedad en estos casos, mientras el primer ocupante se emplea en la corta o tiene establecido allí su rancho.
¡Misteriosos bosques, apartados asilos, habitados tranquilamente por la tórtola; donde sólo se oyen sus arrullos amorosos y el susurro de las alas del mainumbí o el mumurio de los sinuosos arroyuelos!... ¡apacibles soledades! ¡dichoso el que pueda levantar el velo de vuestros secretos encantos; pero todavía más dichoso aquel que los pueda gozar en paz al abrigo de su choza!


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  1. En el país se da el nombre de mareas a las crecientes en sentido inverso á la corriente del río, causadas por el empuje de los vientos sobre el río de la Plata.

22 de septiembre de 2010

Walsh, Conti y el río


"Es necesario llegar hasta aquí", recordé con Haroldo Conti, 
"para saber lo que es un río en esta parte del mundo"
 
(R. Walsh, "Claroscuro del Delta" - 1969 )

Claroscuro del Delta - Rodolfo Walsh - fragmento.

  
HOMBRES Y BARCOS

El hombre es el bote. Hay nombres de botes o de barcos que terminan por ser nombres de personas, como el viejo Noi, al que llaman así porque así se llama su canoa.
En las riberas de Tigre y San Fernando se alzan grandes astille­ros en cuyas gradas crecen buques de ultramar. Pero esos no son los barcos que interesan al isleño.
Lo que se dice un barco es ese perfil chato y tenaz que arrastra casi a flor del agua los trozos de álamo y sauce. Los más pequeños cargan diez o veinte toneladas; los más grandes, arriba de cien.
José Maeta –que era un chico cuando su padre lo trajo a Las Animas, en 1906– pasó cuarenta y dos años a bordo del Feliz Bue­nos Aires. En ese tiempo, los arroyos se navegaban con botadores o con botes de proa tirando del casco, hasta salir al Río de la Plata, donde se izaba la vela y se agarraban todos los chubascones y los fríos, porque "no teníamos gabina, íbamos sobre la troja, con la soguita". En 1911 le pusieron motor de nafta y, en el '24, máquina grande.
–En el '40 nos salvó a todos de la creciente, incluso a una vaca que teníamos y que subimos a bordo. "Mochila" se llamaba la vaca, y  era un manantial.
A la muerte del padre, José Maeta vendió el barco, pero aún no ¡ se ha desligado de él, de su casco hundido en el Mosquito.
–Cada vez que paso, lo miro y me digo: "¡La pucha...!", por­que yo envejecí a bordo... Pobrecito... –agrega como si hablara de alguien.
Otros cascos muertos despiertan la piedad o la fantasía del isle­ño. En un arroyo ciego sobre el Lujan, un taller en ruinas exhibe, entre la escoria de la marea, el destino final de todo lo que navega: la hierba horadando el hierro del Presidente, el marco de un cuadro sin cuadro enganchado en el cepo del ancla del Tubicha. Por encima de tales pesares, el sol blanquea las tablas de un drama mayor. Nadie sa­be qué hace metido en el barro de esa zanja el casco con doble forro de teca de un cúter. Su línea afilada sigue intacta, pero del tambucho de popa surge un ligustro y en la cruceta del aparejo Marconi tiene su nido un hornero. Entre firuletes de verdín se extingue el nombre del Marylú, y la justicia de los hombres del río ensaya la única explica­ción posible:
–Era de un maharajá.
De estas cosas puede hablarse indefinidamente: del primer vapor que llegó a San Fernando nada menos que en 1826, o del primer barco de hierro que trajo Sagemuller a Paranacito; su nombre era Margot.

(El violento oficio de escribir. Obra periodística. 1953-1977)



5 de septiembre de 2010

El Tempe Argentino

Capítulo III

El río Paraná
El rio Paraná, el Nilo del Nuevo Mundo, llamado por algunos el Misisipi de la América del Sud, ha recibido como éste, de los aborígenes, un nombre que expresa su amplitud y magnificencia. Paraná en la lengua guarani, significa padre de la mar, y Misisipi, en la de los Natchez, padre de las aguas. No parece sino que esos dos pueblos indígenas, de los opuestos continentes hubieran sentido la misma impresión de asombro, al contemplar por primera vez sus grandiosos ríos, para significarla con palabras que en su respectivo idioma exprimen el mismo pensamiento.
Para formarse una idea clara del gran Paraná, seria necesario comprender en su conjunto el vasto sistema fluvial de que él forma el cauce mayor, e inventar un nombre que conviniese a ese gran todo. Por falta de esa palabra, los geógrafos denominan ya río Paraná, ya río Paraguay, ya río de la Plata, la cuenca principal de esas aguas.
Figuraos un árbol desmesurado, tendido sobre una vasta llanura. Su pie es bañado por las aguas del océano Atlántico del Sud a los 36º de latitud. Con una prolongación de seiscientas leguas, las extremidades de sus ramas alcanzan a los 13°, penetrando en Bolivia, en el Brasil, en el Estado Oriental del Uruguay, en todo el norte de la República Argentina, y entrelazándose con las vertientes del caudaloso Amazonas.
Su dilatada copa, tan ancha como elevada, abraza en todas su ramificaciones una superficie de ciento ochenta mil leguas cuadradas, que encierra los territorios más ricos y los mejores climas de la tierra.
Su tronco de sólo cincuenta leguas de elevación y de base desproporcionada, mide sesenta leguas de anchura en su unión con el mar, y diez en su primera bifurcación formada por sus dos mayores brazos, el río Uruguay y el río Paraná, los cuales tienen por ramas secundarias numerosos tributarios, tan caudalosos como los mayores ríos de Europa.
El Paraná, que es la continuación del tronco, forma con el Paraguay la segunda gran bifurcación, recibiéndole a la altura de trescientas leguas, frente a la ciudad de Corrientes.
El río Paraguay, a la manera del Misuri norteamericano, al unirse al Paraná, parece una prolongación de éste: por la identidad de dirección y su copioso caudal; con todo eso, su concurrente es el que ha participado del nombre del principal, porque como éste, se dilata por entre innumerables islas. Así también el Misuri, aunque mayor que su confluente el Misisipí, no ha recibido el nombre del que le debe la mayor parte de sus aguas.
El río Paraguay atraviesa, de norte a sud, los ricos territorios brasileros de Matto Groso y Cuyubá. Sus numerosos afluentes navegables que bajan del este, facilitan la comunicación con los distritos minerales de oro y diamantes del Brasil, y más abajo con los de la República Paraguaya, abundante en maderas preciosas y en los ricos productos intertropicales.
Sus mayores afluentes del oeste son el Pilcomayo y el Bermejo, que nacen de los Andes, corriendo el primero por el territorio boliviano y el segundo por el argentino y atravesando ambos la vasta extensión del Gran Chaco, desaguan en el río Paraguay, más abajo de la ciudad de la Asunción.
El gran río Paraná, que rivaliza en extensión con su afluente el Paraguay, tiene su origen en la Sierra do Espinazo, de riquísimas minas de diamantes, al N. O. del Río de Janeiro, y su dirección general es hacia el S. O. Es engrosado por varios grandes ríos que recibe del este entre los cuales los más notables son el río Grande o Para, el Tieté, el Paraná-Pane y el Curitibá.
En las fértiles llanuras que atraviesa el Paraná es donde florecieron las célebres Misiones de los Guaraníes, establecidas por los Jesuítas.
Mientras corre por los distritos montañosos del Brasil, no es navegable, a causa de sus muchas cascadas y saltos que están más arriba de los pueblos de Misiones, especialmente una llamada el Salto Grande o de Guaira, que merece mención especial, porque es una de las maravillas que dan celebridad a nuestro río.
El Salto de Guaira está cerca del trópico de Capricornio en los 24°. "Es una catarata espantosa, digna de ser descrita por los poetas. El Paraná, que en este paraje puede decirse que está en los principios de su curso, tiene ya más agua que una multitud de los mayores ríos de Europa reunidos. Poco antes de precipitarse tiene cerca de una legua de ancho con mucho fondo. Esta enorme anchura, se reduce de pronto á sesenta varas en un paso peñascoso desde el cual se arroja con tremenda impetuosidad y atronador estrépito, por un plano inclinado de una altura perpendicular de veinte varas.


El ruido se oye de seis leguas, y al aproximarse se cree sentir temblar bajo los pies las rocas de la proximidad. Los vapores que se elevan por el choque violento de las aguas contra las puntas de los peñascos que hallan en las paredes y el cauce del precipicio, se ven a la distancia de muchas leguas como


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reduce de pronto á sesenta varas en un paso peñascoso desde el cual se arroja con tremenda impetuosidad y atronador estrépito, por un plano inclinado de una altura perpendicular de veinte varas.
El ruido se oye de seis leguas, y al aproximarse se cree sentir temblar bajo los pies las rocas de la proximidad. Los vapores que se elevan por el choque violento de las aguas contra las puntas de los peñascos que hallan en las paredes y el cauce del precipicio, se ven a la distancia de muchas leguas como grandes columnas de humo; y de cerca forman a los rayos del sol diferentes arcoiris de los más vivos colores y en los que se percibe algún movimiento de temblor; además estos vapores producen una lluvia eterna en los alrededores [1]". "A la inmediación de la catarata el aire está siempre tenebroso; su estruendo causa espanto a las aves, pues en los dilatados y espesos bosques de sus orillas no se ve pájaro alguno y todos los animales huyen despavoridos de aquellos sitios [2] ".
Si la parte superior del Paraná es de una sublimidad imponente, si es impracticable por la multitud de sus cascadas y arrecifes; en el resto de su curso ofrece el carácter opuesto, por su hondura, su silencio, su mansedumbre y la belleza de su lecho sembrado de islas cubiertas de naranjos, de palmeras y una gran variedad de árboles, arbustos y plantas desconocidas [3].
¡Quién pudiera abrazar de una mirada todo el conjunto de hermosura, majestad y grandeza del Paraná incomparable! ¡Quién tuviera las alas del cóndor para contemplar desde las nubes, esa inmensa balsa de aguas serenas que reflejan el más hermoso de los cielos, con ese archipiélago prodigioso de innumerables islas de variedad indescribible! Aparecieran aquellos grupos de verdor, profusamente esparcidos por la planicie cerúlea de las aguas, cual colosales cestas de flores y frutas, destinadas a decorar el festín del pueblo venturoso que algún día ha de gozar ¡oh patria hermosa! de tus gracias virginales.
¿A qué compararé el río espléndido? ¿Cómo describiré el más grandioso de los ríos? Su aspecto es


majestuoso, dilatado su álveo, suave su corriente. Los altos buques desplegan su velamen y surcan libremente por su canal profunda y anchurosa. Extiéndese con sus afluentes caudalosos por miles de leguas sin obstáculos, brindando á la industria y al comercio inmensas regiones, las más salubres y fértiles del globo, donde algunos pueblos nacientes


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destinadas a decorar el festín del pueblo venturoso que algún día ha de gozar ¡oh patria hermosa! de tus gracias virginales. ¿A qué compararé el río espléndido? ¿Cómo describiré el más grandioso de los ríos? Su aspecto es

majestuoso, dilatado su álveo, suave su corriente. Los altos buques desplegan su velamen y surcan libremente por su canal profunda y anchurosa. Extiéndese con sus afluentes caudalosos por miles de leguas sin obstáculos, brindando á la industria y al comercio inmensas regiones, las más salubres y fértiles del globo, donde algunos pueblos nacientes abren hoy sus brazos fraternales a todos los pueblos de la tierra.
Aun el maravilloso Nilo, árbitro de la existencia de Egipto, al lado del Paraná quedaría oscurecido. Este como aquél, cada año se espacia por extensas llanuras, aunque la fecundidad que producen sus crecientes es un lujo de la naturaleza, perdido para el hombre en medio de las vastas comarcas que atraviesa, y de las dilatadas y numerosas islas que riega y fecundiza. Sus dichosos habitantes, tan reducidos en número, no disfrutan sino de una porción imperceptible de tantas y tan variadas producciones espontáneas.
Si se emplearan el arte y el trabajo, serían incalculables los beneficios del cultivo de más de cuatro mil leguas cuadradas, abonadas periódicamente por sus aguas.
El Paraná, como el Nilo, se divide en muchos brazos al vaciar sus aguas, y ambos tienen su embocadura en iguales latitudes, aunque en opuestas direcciones.
Su inundación como la del Nilo, se efectúa en la estación de las lluvias tropicales; no con la violencia de las avenidas de otros ríos, sino por una lenta gradación; de modo que, aunque se eleve muchos pies sobre algunas tierras, los árboles asoman ilesos sus copas por encima de las aguas, cediendo blandamente su follaje á los halagos de la mansa corriente, y todas las islas sumergidas, reaparecen en la bajante con mayor belleza y lozanía.
En un suelo tan ricamente abonado por el paso de las aguas y el detrito de las plantas, la labor se reduce a reprimir la exuberante vegetación de aquella esponjosa mezcla de lino y de mantillo.
¿Y como se han de equiparar las aguas turbias y cenagosas del Nilo con las del Paraná, tan saludables y tan puras? Aquéllas, antes de la creciente se ven casi agotadas e impotables, cuando los cristales del Paraná son siempre copiosos, puros y exquisitos.
¿Ni cómo puede compararse este clima templado y sano, con el caluroso y mortífero de la región del Nilo? El simún, viento abrasador y ponzoñoso, viene cada año a difundir el terror y la muerte por las llanuras del Egipto, cubriéndolas de inmensos turbiones de arenas ardientes y de miasmas perniciosos que agostan los plantíos y arrebatan la existencia a hombres y animales.
¡Paraná incomparable! tus escenas son siempre risueñas y de vida, tu verdor es eterno, las lluvias, a la par de las crecientes perpetúan la frondosidad de tus riberas y tus islas; nunca empaña el polvo el esmalte de sus frondas ni el brillante colorido de sus flores y sus frutos: jamás el huracán turbó la paz de tus florestas; y si el pampero impetuoso pero benéfico, agita con violencia las ondas del Plata indefenso, apenas frisa tus canales protegidos por la espesura de tus islas, y sólo esparce el bien en tus dominios, depurando los más ocultos senos de tus bosques.
No solamente es admirable el Paraná por lo extenso de su curso, la mole y excelencia de sus aguas, la profundidad y limpieza de su cauce, lo feraz y salubérrimo de sus islas y riberas, la profusión de sus producciones naturales, la benignidad de su temple, y sus inundaciones periódicas, sino también por tantos afluentes navegables que concurren con el Uruguay y sus tributarios a formar el magnífico estuario del río de la Plata, ofreciendo a la navegación y a la agricultura el más vasto y grandioso sistema de canalización e irrigación, que pueda concebir la mente humana.
Inmensas soledades, ríos caudalosos, bosques interminables, dilatadas pampas, valles donde rebosa la abundancia, montañas henchidas de tesoros... Las más importantes regiones del continente sud-americano todavía están por habitarse; sus más feraces tierras sin cultivarse; sus mayores riquezas aun están por explotarse.
La nueva tierra de promisión, destinada acaso por el Omnipotente, para el asilo de la libertad y de la dicha ¿será la conquista de la iniquidad y de la fuerza? ¿o el apanaje de la moralidad y la inteligencia? ¿Para quiénes estará reservada después de tantos miles de años?
Tres centurias hace que en medio de este oasis del mundo nuevo, se agita un pueblo valiente y hospitalario, a quien está encomendada su guarda hasta la realización de los altos destinos de esta porción privilegiada de la herencia humana.




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  1. Azara.
  2. Centenera.
  3. En 1854 el herbario de M. Bonpland tenía más de tres mil plantas de la región del Plata, y en su Flora del Plata (aún inédita) hay clasificadas o descritas mil quinientas plantas desconocidas.

Marcos Sastre -El Tempe Argentino-

La relectura de este libro ofrece la peculiaridad de renovar la mirada crítica sobre un texto que ha atravesado la educación nacional durante décadas y el presente parece haber olvidado. Publicado por primera vez en 1858 y vigente en sucesivas reediciones hasta mediados del siglo XX gracias a la mencionada escolarización del texto, Marcos Sastre instala El tempe en un sitio central de "su fe casi mística en la educación". Pero la propia dinámica temporal recrea sus posibilidades derivándolo a la ficción e incluso en la prospección fantástica. El efecto imponente del Delta argentino en la literatura nacional resulta una constante desde Sastre y Sarmiento hasta Wernicke y Conti. Territorio mítico y real a la vez, desvirtúa en los textos tanto la mirada excluyente del biólogo como el escenario dramático. Obra de absoluta originalidad, alcanzaría en su tiempo más ediciones que el mismísimo Facundo
                                    sostenida en la potencia del ensueño de su autor.

(Reseña de la edición de Colihue, Colección Los Raros)




Para leer online El Tempe argentino, visiten: http://es.wikisource.org/wiki/El_Tempe_Argentino

2 de septiembre de 2010

El entenado - Juan José Saer

Al tiempo de navegar a lo largo de la costa, nos adentramos en un mar de aguas dulces y marrones. Era tranquilo y desolado. Cuando alcanzamos una de sus orillas, pudimos comprobar que el paisaje había cambiado, que ya la selva había desaparecido y que el terreno se hacía menos accidentado y más austero. Unicamente el calor persistía: y ese mar de color extraño, al revés del otro, azul, que refresca, con sus vientos que vienen de lo hondo, las playas del mundo, no lo mitigaba. Cielo azul, agua lisa de un marrón tirando a dorado, y por fin costas desiertas, fue todo lo que vimos cuando nos internamos en el mar dulce, nombre que el capitán le dio, invocando al rey, con sus habituales gestos mecánicos, cuando tocamos tierra. Desde la orilla vimos al capitán internarse en el agua hasta casi la cintura y cortar muchas veces el aire y rozar el agua con su espada que cimbreaba a causa de las manipulaciones ceremoniales. Mis ojos primerizos siguieron con interés los gestos precisos y complicados del capitán, pero no lograron percibir el cambio que mi imaginación anticipaba. Después del bautismo y de la apropiación, esa tierra muda persistía en no dejar entrever ningún signo, en no mandar ninguna señal. Desde el barco, mientras nos alejábamos hacia lo que suponíamos la desembocadura del río que teñía de marrón las aguas, me quedé mirando el punto en el que habíamos desembarcado, y aunque hacía apenas unos pocos minutos que habíamos vuelto a zarpar, no quedaba ningún rastro de nuestra presencia. Todo era costa sola, cielo azul, agua dorada. Teníamos la ilusión de ir fundando ese espacio desconocido a medida que íbamos descubriéndolo, como si ante nosotros no hubiese otra cosa que un vacío inminente que nuestra presencia poblaba con un paisaje corpóreo, pero cuando lo dejábamos atrás, en ese estado de somnolencia alucinada que nos daba la monotonía del viaje, comprobábamos que el espacio del que nos creíamos fundadores había estado siempre ahí, y consentía en dejarse atravesar con indiferencia, sin mostrar señales de nuestro paso y devorando incluso las que dejábamos con el fin de ser reconocidos por los que viniesen después. Cada vez que desembarcábamos, éramos como un hormigueo fugaz salido de la nada, una fiebre efímera que espejeaba unos momentos al borde del agua y después se desvanecía. Cuando entramos en el río salvaje que formaba el estuario -después supe que eran muchos- navegamos unas leguas alborotando las cotorras que anidaban en las barrancas de tierra roja, despabilando un poco el grumo lento de los caimanes en las orillas pantanosas. El olor de esos ríos es sin par sobre esta tierra. Es un olor a origen, a formación húmeda y trabajosa, a crecimiento. Salir del mar monótono y penetrar en ellos fue como bajar del limbo a la tierra. Casi nos parecía ver la vida rehaciéndose del musgo en putrefacción, el barro vegetal acunar millones de criaturas sin forma, minúsculas y ciegas. Los mosquitos ennegrecían el aire en las inmediaciones de los pantanos. La ausencia humana no hacía más que aumentar esa ilusión de vida primigenia. Así navegamos casi un día entero, hasta que por fin, al anochecer, nos detuvimos en medio de esas orillas primordiales. Por prudencia -temor de fieras, o de hombres, o de peligros innominados- el capitán aplazó el desembarco hasta el día siguiente.


Pero Lopes de Sousa - Diario de Navegación (Rio de la Plata -Delta del Paraná) 1531


El agua ya era aquí dulce, pero el mar tan grande que no podía convencerme de que fuese río. Había en tierra muchos venados, y caza, y huevos de avestruz , y avestuces pichones muy sabrosos; en tierra hay mucha miel, y muy buena, y encontrábamos tanta, que la dejábamos; hay cardos que son muy buenos como alimento y la gente se holgaba en comerlos. Y como nos pareció a todos que podíamos mantenernos, determiné seguir adelante, y el viento estaba del sudeste, y el tiempo bueno, y de noche había luna. Salí a las dos de la tarde, con intención de navegar toda la noche; iba siguiendo la costa, con fondo de seis brazas de arena limpia. Estando a dos leguas de donde partiera, salieron de la costa, hacia nosotros, cuatro almadías con mucha gente; viéndolas, me puse a la cuerda con el bergantín para esperarlos; remaban tan ligero que parecían volar. Pronto estuvieron todos conmigo; traían arcos y flechas y azagayas de palo quemado, y ellos con muchos penachos, pintados de mil colores, y se acercaron en seguida, sin mostrar miedo, por el contrario con mucho placer, abrazándonos a todos: no comprendíamos su idioma, ni era como el de Brasil; hablaban de papo como los moros; las armadías eran de diez y doce brazas de largo y media braza de ancho, de madera de cedro muy bien labradas; remaban con unas palas muy largas, en el cabo de las palas tenían penachos y borlas de plumas. En cada armadía, remaban cuarenta hombres, todos de pie, y como se venía la noche, no pude ir a sus tiendas, que se veían en una playa, enfrente, y parecían otras muchas armadías varadas en tierra; y ellos me hacían señas de que fuese allí, que me darían mucha caza y cuando vieron que no quería ir, mandaron unas armadías para traer pescado, y lo hicieron con tanta rapidez, que todos quedamos sorprendidos; nos dieron mucho pescado, y yo les hice dar muchos cascabeles y cristales y cuentas y quedaron tan contentos, mostrando tanto placer, que parecían fuera de juicio, y con esto me despedí de ellos.
Lunes, dos días de diciembre, ya entrada la mañana, mandé remar río arriba, y eran tantas las bocas de los ríos, que no sabía por dónde estaba, sino que navegaba aguas arriba, y seme hizo noche frente a dos islas pequeñas, donde fondeamos. Sopló toda la noche mucho viento noroeste.
Martes, 3 de diciembre, había tanta correntada que no podíamos avanzar a remo. Por la tarde, sopló mucho viento sudoeste y lo aprovechamos para seguir río arriba, me encontraba con un brazo que iba al norte, y otro que iba hacia el oeste y no sabía por dónde seguir. Ya aquí, empezaba a encontrar islas con muchas arboledas y fresnos, y otros árboles muy hermosos, muchas plantas y flores como las de Portugal, y eran tantas las aves, que las matábamos con palos. Las islas aquí ya no son anegadizas y el suelo es muy hermoso.
Miércoles, 4 de diciembre, navegando a vela, río arriba, por un brazo que corría al noroeste, vine a dar en otro que corría al nordeste, muy ancho, tenía en la boca dos islas pequeñas, ambas muy boscosas. Aquí encontré muchos cuervos marinos, y maté algunos con la ballesta; y fui por el dicho brazo, antes de media legua; anocheció y fondeamos junto a una arboleda, donde pasamos la noche.
Jueves, 5 de diciembre, yendo por el dicho brazo arriba, encontré muchas señales de que había gente; hacían humo en las islas; la tierra, en la banda sureste, donde era firme, me pareció lo más hermoso que pudiera verse; llena de flores y la hierba tan alta como un hombre.
Sábado, 7 de diciembre, nos sopló el viento al sudoeste con mucha fuerza. Fuimos con poca vela, remontando el dicho brazo, porque hacia el nordeste iban los humos que se alejaban por río arriba. Y habiendo andado tres leguas, me anocheció en el sitio donde los hacían, y bajé a tierra, pero no hallé rastros de gente, sino de muchos animales. De noche nos dio mucha alarma un onza, y creyendo que era gente, bajé a tierra con toda la tripulación armada.
Martes, 10 de diciembre, remonté el brazo que iba al noroeste y habiendo andado cuatro leguas arriba fui a dar a un río de tres leguas que iba al oeste, y fui a dormir a la banda sur debajo de unos fresnos. Por la noche matamos cuatro venados, los mayores que hasta entonces había visto.
Miércoles, 11 de diciembre, fui por el río arriba con buen viento, vi un brazo pequeño que iba al noroeste y entré en él;
En este río hay unos animales como raposas que andan siempre en el agua, y matamos muchos; tienen un sabor como el cabrito. Remontándole brazo vi que se estrechaba y me volví al brazo grande y en mitad de el descubrí otro brazo que iba en dirección sudoeste y anduve en él una legua y di en otro río muy grande que iba al noroeste. La tierra de la banda del sudoeste era alta y parecía ser firme y en la misma banda del sudoeste hallé un desaguadero que en la boca medía dos brazas de ancho y una de fondo y según la información de los indios era tierra se los Carindins [Quirandis o Quirandies]. Mandé hacer humaredas para ver si acudía gente, y en el interior, muy lejos, me respondieron también con humaredas.
Viernes, 12 de diciembre, en la boca de este desaguadero de los Carindins puse dos padrones, con las armas del Rey Nuestro Señor, y tomé posesión de la tierra para volverme de ahí porque vi que no podía comunicarme con la gente de tierra, y hacía mucho que había dejado a Martín Alfonso, en el ,lugar donde estaba, y yo quedé en volver a los veinte días; y de este desaguadero al río de los Beguaois adonde partí, tenía que andar ciento cinco leguas. Aquí tomé altura del sol en 33 grados y 3 cuartos. Esta tierra de los Carindins, es alta a lo largo de la costa y en el interior llana, cubierta de pastos altos que ocultan un hombre; hay mucha caza en ella, de venados y avestruces y codornices; es la tierra más hermosa y agradable que pueda imaginarse. Yo traía conmigo alemanes e italianos, y hombres que estuvieron en la India, y franceses y todos se mostraban sorprendidos de la hermosura de esta tierra y andábamos todos suspensos, que no pensábamos en volver.

Alonso de Santa Cruz, cartógrafo del Delta



Realmente valiosas son las cartas (mapas) que componen el Islario General de Alonso de Santa Cruz. Por primera vez se utilizó el papel y se abandonó el pergamino como sorporte para la cartografía universal, dando las bases teóricas para el avance en el diseño y contrucción de las mismas, con una estética muy lograda (verdaderas pinturas), e información completa para la época.

En el siguiente mapa de Améica del Sur, se destacan de norte a sur las Provincias de Nueva Andalucía, Perú, Nueva Toledo, Río la Plata y del Estrecho de Magallanes.
En la Provincia del Río de la Plata, se destaca la representación de la geografía de los ríos Paraná, Paraguay y Uruguay.


Detalle de la Provincia del Río de la Plata, donde se observa la representación del Fuerte Sancti Spiritus (remarcada), donde Alonso de Santa Cruz vivió durante más de dos años, sobreviviendo al ataque que lo destruyó. También la designación de EL GRAN RIO PARANA, con sus innumerable islas.

Alonso de Santa Cruz (junto con Diego de Ribero) fue uno de los primeros que atribuyó a los territorios de España -nuestros territorios por herencia- un minúsculo punto en su mapa de 1541, que representa las irredentas islas Malvinas (islas Sanson). Lo fijó en su “Islario General” al oriente del puerto de San Julián y a la altura del paralelo 51.




Alonso de Santa Cruz formó parte de la expedición de Sebastián Gaboto como tesorero y tenedor de libros siendo un joven de 21 años. Vivió casi los 823 días de existencia del fuerte Sancti Spiritus en una de las veinte viviendas d la población en torno al fuerte. Conoció en persona las costumbres de los aborígenes, la geografía, la fauna y flora de la región de los grandes ríos. Lo que hacen más valiosos sus aportes cartográficos y descriptivos de la región reflejados en su obra magna, el Islario General, escrita es España en su madurez.
De la cuarta y última parte del mismo, dedicada al Nuevo Mundo se destacan tres valiosísimos mapas y la relación referida a la región (manuscrito).

Antes de entrar en el Río de la Plata hay cuatro o cinco isletas las cuales van puestas, levante aponiente, unas en pos de otras, apartadas por una y media legua, que se llaman islas de Rodrigo Alvarez, por las heber descubierto un Piloto que con nosotros llevabamos dicho así; al Austro de estas hay otras dichas de Cristobal Jacques, que era un portugués llamado así que las descubrió veniendo a este río por Capitán de un carabela desde la costa del Brasil, a fama del oro que decía haber en él; junto al cabo de Santa María, ques a la entrada del río, está una isla dicha de los Lobos, por haber en ella muchos lobos marinos; es isla desierta y sin agua; dentro del Río de la Plata hay gran número de islas grandes y pequeñas, todas las más despobladas por ser bajas y cada año cúbrelas en río en las avenidas que trae, aunque en los veranos algunas de éstas se habitan por causa de las sementeras que en ellas tienen los indios, y muchas pesquerías demuy grandes y buenos pescados; son todas de mucha arboleda, aunque loss árboles de poco provecho, porque ni son para el fuego y para chozas que los indios hacen, para otras cosa no son; hay muchas palmas grandes y pequeñas; en algunas de estas islas hay onzasy tigres que pasan del continente a ellas y muchos venados y puercos de agua, aunque no de tan buen sabor como los de España; hay muchos ánades, muchas garzas, que hay islas de tres y cuatro leguas de largo y más de una de ancho que los árboles están llenos de ellas, muchos papagayos que van de pasada; péscase alrededor de ellas muchos y diversos pescados y los mejores que hay en mundo, que creo yo provenir de la bondad del agua que es aventajada a todas las que yo he visto; el más común que se pesca en él, de que hay más cantidad, es uno que llaman quimibataes que son como sábalos en España y más sanos y de mejor sabor. Hay otros piraines que son muchos más grandes, y bogas y rayas y otras a maneras de salmones y otros pequeños de extremedo sabor, los cuales guardan los indios para el invierno sin los salar porque no alcanzan sal, sino abrirlos por medio a la larga y poníndolos al sol hasta que estén secos y cuélganlos en unas casas y después al humo, donde se tornan acurtir más y de esta manera los tienen de un año para otro, y lo mismo hacen de la carne. Tienen mucho maíz, no se dan en las islas ni continente yucas ni ages ni batatas por ser del tierra fría, sino es más de doscientas leguas de la boca del río, que torna a volver en altura la provincia de los Patos, donde se cría todo lo sobredicho. Es este río uno de los mayores y mejores del mundo y según información de los indios viene de muy lejos, aunque por lo que vimos lo podemos afirmar, porque de boca tiene treinta leguas y se va disminuyendo hasta catorce.Entran en este río muchos otros y entre ellos uno muy grande dicho Uruguay, el cual tiebe muchas islas aunque deshabitadas y pequeñas, porque el río principal que los indios llaman Paraná, que quiere decir mar grande, tiene las islas mucho mayores, porque las hay de a tres y cuatro y seis y doce leguas de largo y doy y tres y más de ancho. Algunas tienen nombres de los mayorales e indios que siembran en ellas. Tiene el río Paraná de ancho hasta siete y cinco y tres leguas, y el de Uruguay dos y una y media. Está la boca de este río de la Plata desde treinta e cinco a treinta e siete grados, pero pasadas cien leguas de él torna a volver al norte por más de doscientas, de la cuales nosotros subimos por él más de las ciento y tuvimos legua que había más otras tantas hasta su origen y nacimiento. (Alonso de Santa Cruz. Islas junto a la provincia del Río de la Plata).



Reseña de un libro sobre Tigre


“Tigre”, de Cófreces & Muñoz. Ediciones en Danza, Buenos Aires, 2010.
Javier Cófreces y Alberto Muñoz componen en “Tigre” una suerte de enciclopedia personal y exhaustiva del Delta bautizado “Ojo de Tigre”.

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“El único modo posible de habitar una isla es ordenándole su caos”, sentencian en la apertura del libro, que consta de tres partes generales, y que se inicia con un repaso de textos vinculados con el Delta, desde su descubrimiento y sus primeros extasiados exploradores. El capitán portugués Pedro Lópes de Souza fondeó su carabela en el Paraná y en Terra dos carandis escribió: “La tierra más hermosa y apacible que pueda ser (...) todos estábamos espantados de la belleza del lugar y andábamos tan pasmados que no nos queríamos volver”, pasando por el inevitable Tempe argentino, de Marcos Sastre, hasta El Paraná y los primeros cronistas, de nuestro Agustín Zapata Gollán, Biografía del Paraná, de Miguel Albornoz e Historias tigrenses, de Eder Torrielli.
Sigue una selección de anotaciones de los autores “a bordo” de diferentes embarcaciones, tipo: “El río se manifiesta como espejo del cielo y cada orilla, como espejo de su orilla contraria. En ese juego, especular vemos y no vemos. Así se mira en las islas”.
Siguen un texto inspirado en un relato de Lugones, pero no el que se supone, el que eligió el Tigre para suicidarse, sino “Lucho” Lugones, trompetista de jazz, y la interesante historia del pornógrafo más famoso de la zona, contada por su hijo, que hoy tiene 77 años. La crónica se acompaña de varias fotos de ya antiguas mujeres desnudas retozando en las islas.
“El gran moncholo” cuenta del mito del bagre gigantesco que se deja ver en ríos y arroyos del delta del Paraná. “Mujeres piratas” recuerda el relato de Lobodón Garra que señala en el lugar la presencia de dos mujeres que capitaneaban sendas bandas de piratas.
Un ilustrado y divertido bestiario y otro de aves argentinas completan la primera parte del volumen.
La segunda se abre con un capítulo ya publicado por Cófreces & Muñoz en 2005: “Canción de amor vegetal”, una interesante experiencia de asociar una poesía y una ficha técnico-botánica de las distintas especies arbóreas de la zona.
Sigue un apartado mortuorio en el que se invoca a desgraciados habitantes del Tigre cuyas “vidas se fueron por agua”, voluntariamente o por accidente. Así reza, por ejemplo el que corresponde a “Cacho Esperandío (1951-2001) Carpintero, río Sarmiento”: “Lo vieron/ tirarse al Sarmiento/ con una piedra anudada al cuello.// La piedra flotó/ sin el cuerpo”.
“El cementerio móvil” transcribe el poemario del poeta chaqueño Celso Caragatto, y la segunda parte se cierra con una calendario imaginado por Muñoz & Cófreces, de neto corte surrealista.
Finalmente, la última parte del volumen ofrece un “glosario de islas y barcos”.
Como ya lo habían ensayado en “Venecia negra”, esta dupla de autores se afianza y alcanza niveles realmente encomiables en este nuevo libro, debido a un evidente mayor conocimiento y amor y frecuentación del tema. La cuidadísima edición y las selectas ilustraciones coadyuvan a hacer de este libro un objeto digno de consideración.
“El Gran Moncholo”, collage de Cófreces & Muñoz.
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Fui al río - Juan L. Ortiz



Fui al río, y lo sentía
cerca de mí, enfrente de mí.
Las ramas tenían voces
que no llegaban hasta mí.
La corriente decía
cosas que no entendía.
Me angustiaba casi.
Quería comprenderlo,
sentir qué decía el cielo vago y pálido en él
con sus primeras sílabas alargadas,
pero no podía.

Regresaba
-¿Era yo el que regresaba?-
en la angustia vaga
de sentirme solo entre las cosas últimas y secretas.
De pronto sentí el río en mí,
corría en mí
con sus orillas trémulas de señas,
con sus hondos reflejos apenas estrellados.
Corría el río en mí con sus ramajes.
Era yo un río en el anochecer,
y suspiraban en mí los árboles,
y el sendero y las hierbas se apagaban en mí.
Me atravesaba un río, me atravesaba un río!

(de El ángel inclinado, 1937)