3 de junio de 2016

Carlos María Domínguez, escritor isleño del mes. Tres muescas en mi carabina (2003) – Parte I






Tres muescas en mi carabina (2003). Cap. 1: “Las tierras emergentes. Enrique”

Una brumosa madrugada de abril Gregorio oyó pasos en el embarcadero. Alcanzó a ver una esquina del muelle, la proa de la balandra, bultos esparcidos y borroneados en la penumbra blanca que cubría el arroyo. Acostumbrado al tráfico de los botes a las islas, creyó que sería el indio Pereda, apurado en partir antes que la luz separara los asuntos legales de los clandestinos. Pero a medida que el sol levantaba la niebla, vio a un hombre cargar barricas, maderas y enseres sobre la chalana amarrada por un cabo de proa y otro de popa, sin apuro y sin temor. Alto, fuerte, acomodaba la carga con el cuidado de quien conoce lo que puede hacer un pampero con una embarcación mal equilibrada. 

Corrían rumores de que un loco había pedido al gobierno la Juncal y Gregorio comprendió que lo tenía enfrente, con la camisa sudada, bombachas grises y botas nuevas, bajo un chambergo que le escondía la cara. Durante más de una hora regresó al muelle con tablones, cajas de herramientas, barricas que hacía rodar con el pie, y cuando la chalana pareció una carreta, muy equilibrada pero peligrosamente baja la línea de flotación, se sacó el sombrero y se quitó el sudor de la frente con un brazo. Permaneció de pie con el sombrero en la mano, sin otra aparente pretensión que limpiarlo pero demasiado quieto en la orilla, hasta que alzó la vista, miró alrededor y mientras giraba con las rodillas flexionadas, lento, más que lento, concentrado, se arrojó un pedo tan largo y sonoro que solo se apagó cuando dio la vuelta entera. Después subió a la chalana, se acomodó entre los remos y salió a la boca del río. Gregorio respondió a su saludo con la mano, feliz de estar allí para contarlo. En el ochenta y siete la Juncal asomaba doscientos metros de barro y arena, unos sauces y tres ceibos inclinados por el viento, en cuyas ramas anidaba una colonia de garzas. Desde la orilla podía verse su penacho lamido por las olas o calcinado al sol, a unas cinco millas de distancia. Nadie en su sano juicio podía instalarse en ella sin un motivo apremiante, y la noticia, llevada por Gregorio a las calles de Carmelo, interrumpió las discusiones sobre los precios de la balsa que cruzaba el arroyo Las Vacas, paso obligado de los fletes a Colonia.

Desde hacía dos años, Luis Manitto y Rafael Cardús explotaban un tablado flotante, accionado por dos poleas y una manivela ubicada sobre la orilla izquierda, cien metros arriba del embarcadero. Y si el invento permitía cruzar en días de tormenta, los vecinos que habían comprado campos linderos y administraban la antigua Calera de las Huérfanas creían desproporcionada la ganancia de los balseros. Hijos de los primeros colonos que pisaron Carmelo, cubrían el humilde pasado con un orgullo rápido y nuevo. Sus padres habían llegado del pueblo de Las Víboras, un caserío alrededor de la capilla construida para la peonada de la Estancia Narbona, sobre el arroyo que le daba el nombre y las serpientes, ocultas en los rincones más insospechados. Las tierras cenagosas y las inundaciones de la quebrada impulsaron a los pobladores a pedir su traslado, prácticamente desde su origen.

No respondió el Virrey, tampoco la Junta de Mayo. Aquello se había reunido en un mal sitio. Aquello era la cruz y unos pocos destinos que mendigaban un lugar mejor para seguir juntos, no se sabe por qué. Podrían haberse mandado mudar, cada cual por su cuenta, sin dejar nada de valor atrás, y sin embargo pedían el traslado del equívoco, a Dios y a las autoridades. Finalmente respondió José Artigas, que expropió la estancia de Las Vacas a don Melchor Albín, el año dieciséis. Les dibujó de su puño y letra el lugar para la iglesia y la cárcel, con un ejido de legua y media, un cuarto de cuadra para cada futuro vecino, más seis cuadras de campo para chacras y siembra de granos. Que lo llamaran Las Vacas, Pueblo del Carmen o El Carmelo, como el monte bíblico de los milagros, no era asunto suyo. Desconfiados, unos viboreros marcharon al norte y se instalaron en Nueva Palmira, pero el grueso se acercó poco a poco, porque la boca del arroyo sobre el Río de la Plata parecía mejor protegida de las sudestadas que de la política. Las guerras entre españoles y portugueses, criollos contra portugueses y españoles, criollos entre criollos, asediaron al pueblo durante sesenta años; pero hacia los años ochenta el pequeño puerto comenzó a prosperar con el envío a Buenos Aires de cueros, grasa, ladrillos y adoquines que extraían del cerro Carmelo, con los que se pavimentaron los barrios de Barracas y La Boca, al otro lado del gran río, y otros de las ciudades de La Plata y Santa Fe.

El comercio reunió a más de ocho mil almas y no menos de cinco buques con carga de arena o piedra se alternaban a la entrada del arroyo, rodeados del tráfico de balandras que los abastecían. Aquella fiebre terminó por trazar una brecha entre “los hombres de campo”, curtidos en el deber y los patrones, y “los hombres de la costa”, más amigos de la libertad y el riesgo que de la autoridad y el orden. Muchas familias se instalaron sobre las orillas, dedicadas a la pesca o al contrabando en pequeñas embarcaciones que recorrían el río Uruguay y se internaban en la espesa errancia del estuario. Formaban en conjunto el indeseado precio del progreso, como Manitto y Cardús.

En el norte había muchas islas de montes cerrados, buena caza y altos albardones, donde convivían colonos, obreros del carbón, cazadores de nutrias y piratas,sobre una frontera ambigua que movía los canales de lugar para martirio de las autoridades uruguayas y argentinas, obligadas a trazar un límite sobre las aguas que separaban, como cualquier río, dos orillas, y por fatalidad de la política, dos países. Pero de confirmarse la noticia que traía Gregorio, el hombre había elegido esa isla desprotegida en el nacimiento del estuario, a merced de modestas crecientes, y el asunto no tranquilizaba a nadie: o era un nuevo vagabundo sumado a la canalla en las barbas de Carmelo, o el pajonal escondía alguna riqueza y un extranjero con suficientes suspiros para pedorrearse en las fuerzas vivas del pueblo acababa de ganarles de mano.

Se tejieron muchas sospechas sobre el habitante de la Juncal. Con el paso de los días pudo conocerse que era italiano, se llamaba Enrique Lafranconi, pagaba sus compras con dinero fresco y estaba rematadamente loco. Decía que haría la isla más grande de la regione, que debajo del agua había tierras emerquentes y no tardarían en salir a la superficie igual que grandes lomos de ballenas, de modo que en pocos años los carmelitanos podrían ir caminando a Buenos Aires, solo con cruzar unos pocos canales.
Los hombres lo escuchaban aliviados por la evidencia de su desquicio, manifiesto en el relumbre de sus ojos claros al imaginar el futuro y puesto a prueba en las compras de semillas y herramientas que cargaba en la chalana y entraba al río. De manos grandes y esa mirada ingenua de los individuos que fijado un rumbo sacrifican lo que sea, tenía una nariz ganchuda y prominente, el cabello y la barba de tinte rojizo. Se mostraba locuaz y atento siempre que lo invitaran a conversar y dejaba pasar muchas bromas como si no las hubiese oído.

[continuará]
[Fuente: Carlos María Domínguez, Tres muescas en mi carabina, Alfaguara, Buenos Aires, 2003].

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