Presentamos a continuación un cuento del gran Haroldo (extraído de La balada del álamo Carolina), y en entradas posteriores ciertas intervenciones contemporáneas para una recepción del texto.
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LA ISLA Juncal es un barco verde
encallado en la desembocadura del río Uruguay, entre el Guazucito, del lado
argentino, y Carmelo, del lado uruguayo, frente mismo a donde naufragó en el 62
el Ciudad de Buenos Aires. Allí nació y vive hace unos 90 años doña Julia
Lanfranconi que en 1915 comandó el barco El tiempo lo dirá, estableció en la
isla un saladero y ahora sobrevive como guardabosque, título que heredó de su
padre. Vive sola doña Julia, entre árboles y juncos y nutrias y carpinchos.
Todos los 19 de junio los amigos de la vieja surcan el río y el invierno y
desembarcan en la isla para festejar su cumpleaños. Y entonces se recuenta toda
su historia y en un día de vino y mate ella renace y transcurre histórica hasta
los noventa. Jamás pasa de allí. Tal vez por eso se mantiene viva. Porque esos
noventa jamás llegan exactos o si llegan los pasa de largo. Ella más bien ha
empezado a descontar desde los noventa, de manera que, en lugar de envejecer,
la vieja de la Juncal, como se la conoce, rejuvenece. Este último 19, frío y
nuboso, los amigos de ambas bandas volvimos allí. A nadie se le ocurrió pensar
que la vieja hubiese podido no estar. Estaba. Acaso estaba de memoria, nada más
que para que nosotros pudiésemos seguir viviendo y celebrando. Del lado argentino
llegamos a bordo del Windsbraut, barco forastero que capitanea mi amigo Marcelo
Gianelli, gran trotamundos. "Windsbraut" quiere decir "novia de
los vientos". Por lo tanto, supongo, de este amargo sudeste que acaba de
levantarse y que enarbola río grueso y en unas horas, sin duda, cubrirá la
isla. La casa de la vieja quedará sola, fundada sobre el agua, guardiana de
este enorme territorio del silencio.
Mientras el barco se aleja, después
de la última copa, el último abrazo, escribo en la rumorosa cabina que cruje
como un mueble viejo estas simples líneas que, naturalmente, dedico a doña
Julia Lanfranconi que ahí queda remontándose sobre el agua, sola, hasta el otro
invierno.
Apenas es una mancha de un amarillo
agenda dentro de un río de imprenta, al extremo de una fila de nombres que se
curvan suavemente y te saltean un poco antes del borde, en aquella guía náutica
que al fin se hizo vieja y tal vez valiosa, pero que entonces costaba cincuenta
pesos en cualquier surtidor de nafta. La cubro con un dedo. Es una ceremonia.
Porque entonces toda esa espesa soledad que ahora te rodea sube por mi brazo y
la mancha se enciende en mi cabeza y tu rostro asoma entre los nombres y los
trazos de esa vieja carta de Alejo Konopatov que un día, hace años, me llevó
hasta tu casa con paredes de miel, muebles polvorientos, espejos engrasados,
almanaques antiguos, aquella concertola que enmudeció en el 45 y aquel Spencer
de ocho tiros con tres muescas en la culata que me apuntó a la cabeza (yo venía
de un mapa, vieja, a través de esos ríos ingenuos que inventó Alejo) y
entonces, seguramente, viste mi sonrisa de muchacho (lo único que no ha
envejecido de mi cuerpo) que se balanceaba sobre la mira y me tendiste la mano,
porque tu ojo es rápido para la amistad, y así entré en tu historia y
compartimos los mismos ríos, los mismos amigos, la casa árbol que plantó el
viejo Lanfranconi, el sendero con huellas de carpincho a la izquierda de la
casa, la timonera hembra de aquella balandra premonitoria que ahora navega
entre el muelle y el gallinero, las noches de rompe y raja, el canto áspero,
los muertos que me prestaste porque yo era nuevo, esas desgracias de calendario
que se mencionan a tu espalda, estas ceremonias de la amistad que iniciamos
entonces, y sobre todo, vieja, esas historias desmesuradas, nunca las mismas,
que según parece son el somero resumen de tu vida, sagas y leyendas que cada
año crecen en tamaño, en muertos y rufianes, con barcos de oscuro abolengo que
sueltan amarras a la primera copa y navegan de memoria, malevos de respeto
absolutamente fluviales, Regino Gamarra, el bien odiado, permanente,
"siempre en malas", un par de presidentes constitucionales que
llegaron alguna vez con obsequios y mandatos (por ahora falta un rey, pero
estoy seguro de que cualquier día de estos se aparece en una balandra de
plástico), unos amores más o menos desgraciados (así resultan siempre, de todos
modos, también aquí, tal vez más pronto, el río es pasajero por sustancia) y,
en fin, las consabidas tristezas cuando el canto y el vino se terminan y dentro
de un rato empieza el día.
Nosotros llegamos cuando ya eras
leyenda. Empezaban los años viejos. Quinqué Díaz, Leandro Di Como y Ratón
Morales, por la banda oriental. Del lado nuestro, y en el mismo estilo, Vicente
Segarra, el carpintero de ribera, ese famoso. Marcelo Gianelli, el de la otra
orilla y barba de cultivo, Amadeo Lamota, que sobrevive de puro terco, por más
datos el Cacique de la Juncal, bien florido.
Hay más nombres, por supuesto. Yo soy
los que faltan. Todos los años volvemos, puntuales y obsequiosos, para el 19 de
junio exacto, cuando pelan los árboles y el río se pone forastero.
Sólo te guardaste, y en esto no hay
reproche, el hijo que nadie conoció. Hay un papel amarillo, envuelto en otros
que atestiguan posesiones de barcos más precisos, que da competente testimonio
del asunto. Trae una fecha y un nombre completo y, para seguridades, firma y
sello de autoridad en el Carmelo, cosas de tierra firme. Hijo con naturalidad,
cuando todavía no eras la vieja de la Juncal ni doña, sino puro sobresalto,
desvelo y competencia en territorio de hombres.
Presumo una noche. Después vino aquel
hijo que trajo la primera tristeza, la más nueva, porque es lo único que no
envejeció hasta ahora.
Quinqué se mama primero porque viene
de Carmelo y llega más rápido. Ese es el cuento. ¡Quinqué Díaz, mi viejo! Hay
cantos, esos simples versos, los sencillos, que por lo general terminan con
Artigas. Nosotros, los de la banda mufada, cantamos raramente. Pero traemos
buena carne, tres porrones de ginebra, otras tentaciones. Se celebra.
Amadeo me pecha suavemente y entonces
tomo el cuchillo más noble, ese del cabo de plata con tres virolas de oro, y te
beso en la frente y te lo entrego por la hoja, la ceremonia, para que inaugures
el banquete.
¡Que hable el Quinqué! Hablamos
todos. Cada uno inaugura una cosa, otra historia. Hasta que viene la noche,
esta noche de invierno profunda como el río, cuando la tierra se hincha y
seguramente respira y los árboles crecen en secreto y tal vez se mueven y los membrillos
perfumados, que se han vuelto salvajes, caen pesadamente porque no aguantan
siquiera el peso del rocío y la zanja que abriste a pala con el viejo se cubre
otro poco porque hasta las sombras pesan demasiado para esta época, es todo el
tiempo que empuja, monte arisco que reviene, la vejez de las cosas que
quedaron, el Quinqué que se duerme, un carpincho que nos mira deslumbrado, el
río que empuja interminable, y entonces encendemos un fuego y hablamos alto y
contamos todo de nuevo, la vera historia de doña Julia Lanfranconi, la vieja de
la Juncal, para perpetua memoria.
[fuente: http://www.encontrarse.com/notas/pvernota.php3?nnota=31870]