25 de septiembre de 2011

La leyenda del origen del Delta - Kirimbatá

Procuramos a continuación explorar el ecosistema cultural de la flora y fauna del Delta a través de leyendas de pueblos de la zona y crónicas de viajeros y exploradores. En esta oportunidad, nos volvemos sobre un mito que nos legaron los pueblos Timbúes sobre el origen de nuestras islas.  


 Kirimbatá era el hijo del cacique del pueblo de los Timbúes, originarios de las zonas costeras del río Paraná. Cuenta la leyenda que, mientras su padre luchaba por expandir su territorio y defenderse de las incursiones de otras tribus, el joven transcurría su tiempo alejado de los campos de batalla. Pasaba largas horas en paseos por los bordes del río. El Paraná ejercía sobre él una poderosa fascinación; una afinidad profunda enlazaba sus mareas emocionales con las crecientes de las aguas: era el río-madre para él.
Pero aquella tarde el príncipe caminaba en paisajes emocionales sombríos; allí lo había sumido la decisión del cacique de instruirlo en las artes militares para convertirlo en el futuro soberano. En su interior el joven se debatía ante el mandato paradójico del padre −proteger la vida adquiriendo las técnicas de dar muerte− cuando divisó un ceibo muy frondoso que crecía en la orilla. No recordaba haberlo visto en otra ocasión. Se acercó a resguardarse del mediodía bajo sus ramas. La brisa lo refrescó parcialmente: le despejó la frente pero no los pensamientos que nublaban el interior de su cráneo.
         Se recostó contra el árbol y, sin pensarlo mucho, comenzó a relatarle las palabras y las ideas que venían a su mente. El discurso fluía como el río. El joven le dirigía preguntas al ceibo como queriendo interrogar en él a todo el espíritu de la naturaleza. En un momento, como en una dulce embriaguez, el joven creyó escuchar que el árbol comenzó a responder a sus preguntas. El ceibo no sólo lo escuchaba, sino que podía hablar: fue así que hablaron. Hablaron hasta la puesta del sol, hablaron extensamente sobre la familia, sobre el padre, sobre la amarga situación de su pueblo, hablaron sobre su secreto deseo de ver a los suyos asentados en nuevas tierras, floreciendo en paz y prosperidad. Al otro día el joven volvió al mismo sitio. El ceibo ya no estaba, pero el príncipe había definido su destino: se negó a convertirse en guerrero, saludó con una reverencia hacia el lugar del ceibo espectral que se le había aparecido la tarde anterior y decidió internarse en el río.
         Tomó su piragua. Se dejó remontar río arriba por las aguas. Se sentía surcando velozmente los espacios hacia tierras desconocidas. Sobre una membrana que viajaba sobre otra membrana. Tuvo una pesadilla: una balsa transportaba su cuerpo hacia la frontera que nos separa de la muerte. Al amanecer, la embarcación encalló en un pequeño islote en el centro del río, de esos que el curso mismo de la corriente origina a partir de los materiales que transporta. Algo lo llevó a pensar que había encontrado su sitio.
         Descendió en el terruño. Una pequeña parcela amenazada por las aguas. A la hora de acondicionar el territorio, el mayor desafío era frenar las fuerzas de la corriente que devoraban los bordes de la pequeña isla. Fue así que el río salió en su ayuda y colocó a su alcance restos de juncos para fijar la tierra y detener las aguas. Kirimbatá dedicó todos sus esfuerzos a ampliar la isla, construyendo y agrandando su suelo; el río lo asistía trayendo a sus costas juncos que proliferaban, multiplicando el elemento tierra sobre el elemento agua.           El suelo se iba afirmando. Sólo faltaba sombra para que fuera perfecto. Kirimbatá se durmió esa noche recordando al ceibo: “¡qué reconfortante sería ahora descansar bajo su protección!”. Cuando abrió los ojos descubrió que no estaba a la intemperie: su misterioso amigo vegetal lo resguardaba de los rayos del sol y de la fuerza del viento. Fascinado por el regalo de los dioses, se sintió reconciliado con todos los seres del cielo y la tierra, comprendió la misión que debía emprender para proteger a su pueblo. Bajo la asistencia de los poderes de la naturaleza, comenzó a sembrar las semillas del ceibo y fue contruyendo así isla tras isla, ensanchando el espacio sobre la superficie de las aguas.
         El tiempo fluyó por años hasta que un día unos exploradores timbúes dieron con las nuevas islas que surgían misteriosamente en el centro de la desembocadura del río. Con la secreta esperanza de encontrar allí a su hijo, el cacique partió hacia el lugar. Fue así que el anciano padre y su hijo volvieron a encontrarse, fundiéndose en un abrazo. El pueblo agradeció a Kirimbatá las nuevas tierras que había fundado y lo honró como cacique. Dejaron de dedicarse a la guerra para vivir en paz y, en alianza con las potencias de la naturaleza, con el esfuerzo conjunto de otras tribus, construyeron todas las islas del Delta del Paraná.
         Ése fue, según la leyenda, el origen de nuestras queridas islas.


          Fuente: Miguel Angel Asturias, Amanecer en el delta del Paraná (1972)

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