14 de enero de 2019

Epistolario isleño: Duizeide-Domínguez

Convocados por la Revista Carapachay, los escritores Juan Bautista Duizeide y Carlos María Domínguez han mantenido un diálogo epistolar durante unos meses – uno estando de viaje en el barco La Sanmartiniana, en los mares del sur; el otro desde las costas uruguayas – entorno al río, la escritura, las geografías y tradiciones literarias. Las siguientes cartas son el resultado de ese riquísimo intercambio.

Duizeide a Domínguez
Puerto Madryn, enero 2015
Querido Carlos:
¿Qué tal?
Como espuma en una costa asediada por la resaca, se amontonaron los años desde la última vez que intercambiamos seguido correspondencia. Me acuerdo bien. Fue por el 2007, cuando yo estaba trabajando en la antología Cuentos de navegantes, publicada al año siguiente. Hoy te escribo en viaje. O quizás debiera decir en otro tipo de viaje, ya que por entonces, lejos de estar quieto, recorría vida y obras de Stevenson, de Conrad, de Mutis, de Coloane, de Haroldo Conti, del “Chango” Foguet, un tucumano, maquinista naval, que escribía de espaldas a Buenos Aires y de cara al universo. Y también vida y obras tuyas, claro.
Ahora estoy haciendo una travesía a vela a lo largo del litoral marítimo argentino. En Berisso, por noviembre, embarqué a bordo del queche La Sanmartiniana, fuimos descendiendo el río hasta desembocar en agua salada, y desde entonces venimos recorriendo, puerto a puerto, esta extensión bastante olvidada por las mayorías, para quienes mar resulta, a lo sumo, sinónimo de playas y de vacaciones. Los primeros tramos -Mar del Plata, Necochea- fueron para mí como un viaje hacia el origen: singladuras hacia mi lugar de nacimiento, de infancia, de primeras lecturas. No es de extrañar, entonces, que se trate de navegaciones por las propias memorias, fundantes, lejanas, cercanas. Y que entonces aparezcan aquí un pedido de disculpas, un agradecimiento, y, de regreso al presente, de cara al futuro, una pregunta.
Recuerdo que al elegir entre ambos tu cuento Mancuso para aquella antología, te propuse un cambio en una palabra. Para nombrar la parte del buque, semejante a un edificio, en donde se concentran los compartimentos destinados a la tripulación, usabas casillería. Yo te sugerí, me temo que con un énfasis que no alentaba la réplica, usar en su lugar casillaje. Ninguna de esas dos expresiones del vocabulario marinero se ubica entre mis favoritas –como ballestrinque, zafarrancho, botavara…-, aquel pedido de enmienda no estuvo guiado por el capricho estético, sino por una mezcla de soberbia con un reclamo implícito de extra territorialidad que hoy me avergüenza. ¿Por qué, si para el idioma castellano en general, levanto la bandera del uso, antes que la de la normatividad, al tratarse de mi ámbito más entrañable me ponía en el lugar del juez?
En este viaje hacia la memoria que estoy llevando adelante, más que en aquel viaje a través de mares de libros, repasé mi relación con este río nuestro de nombre y de clasificación tan difíciles (¿mar dulce, estuario, infierno de los navegantes?).
Mi llegada a la navegación fue a través de relatos de mar. Paradójicamente, en un primer momento esas lecturas me llevaron al Río Santiago, donde cursé el Liceo Naval Militar. Cómo fue que duré allí durante la dictadura genocida, unos años después de que cursara allí sus estudios el gran C.E. Feiling, es algo que conté en extenso en un capítulo de Crónicas con fondo de agua. Baste aquí mencionar que si seguí fue por los barcos, por el orgullo de hacer algo por fuera de la tutela familiar, por cierto machismo adolescente. Y también, puedo entender ahora, porque durante esa dictadura no había lugares demasiado mejores: sobraban los docentes y directivos de colegio que delataban y mandaban al muere a sus alumnos.
Para mí, el río fue un sucedáneo del mar, una etapa del aprendizaje, y nomás comencé a navegar como marino mercante, abandoné su frecuentación. A mi preferencia por el mar, se unía un rechazo ideológico, digamos. Y el arte no me acercaba la mejor delas imágenes del pobre Río de La Plata. Un río mugroso reempujado por remolcadores chotos en La piel de caballo de Zelarrayán; la pobreza de las orillas de Sarandí y Quilmes en Gómez Bas; los domingos populares junto al río que tan bien contó Bernardo Kordon… Todo me alejaba de ese monstruo. Por entonces, no sabía del nadador de Viel Temperley. Pero llegó a tiempo Sudeste, de Conti, para mirar el río con otros ojos, para escucharlo como a una música nueva, y para volver a navegarlo. Y también llegó a tiempo, años después, tu novela Tres muescas en mi carabina para animarme a escribir una novela en la que un mestizo –el kanaka del título- recuerda una vida entera de navegaciones desde la isla Martín García, que no fue nunca la capital de una confederación sudamericana como soñaba Sarmiento en Argirópolis, sino una prisión y un lazareto. Por esa puerta de aguas que me abriste, va el agradecimiento.
Y ahora, la pregunta.
Para dar vueltas alrededor de los mismos cinco o diez temas que aborda la literatura que me interesa, bien se pueden escribir narraciones que transcurran en el desierto o en Marte. Sin embargo, extraño libros tuyos como Mares baldíos. Aunque admiro El bastardo, una obra bien rioplatense en su indefinición genérica, como este mismo gigante que no podemos decidir qué es: ¿Mar Dulce, estuario, Infierno de los navegantes?
Navegantes, barcos, muelles, beachcombers y bichicomes… ¿Volverás a esas voces y a esos ámbitos?
Por ahí, por acá, ando yo. No puedo dejar de escribir en torno al agua y desde el agua. Navegar como quien lee, escribir como quien deriva. Así intento enhebrar ahora río, mar, experiencia.
Un abrazo, j.b.
***
Domínguez a Duizeide
Montevideo, enero 2015
Querido Juan, envidio lo que viste y vas a mirar cuando te distraigas de estas líneas. Qué buena aventura ese viaje. Yo creo que los tipos que nos enamoramos del mar vamos en busca de la libertad y nos encontramos con su límite. Es, quizá, más que una idea, una intuición: la de que un hombre no se conoce hasta comprender sus limitaciones, y cuando uno enfrenta las fuerzas superiores de la naturaleza, lo entiende con el cuerpo. Es algo que el mar te lo dice en la piel, no es traducible.
Empecé a aprender eso en las costas de Olivos, porque me crié a quince cuadras del gran río, de sus playas, de sus areneras. El río acercó a mi juventud el horizonte y las diferencias: en verano el balneario se llenaba de “cabecitas negras”. Llegaban en camiones a comerse un asado y bañarse en el río, con la abuela y el loro, y la radio y el peine de bolsillo. La clase media iba a la pileta del club, para huir de la negrada, pero a mí me gustaba mezclarme con ellos porque traían otra Argentina, y ahí entrenaba la troupe de lucha libre de Martín Karadagián. Todo eso murió con la dictadura, que se adueñó de la costa, la llenó de escombros y de mugre. Pero antes de que eso sucediera yo iba de día y de noche porque muchos sábados, después de los bailes, con mis amigos terminábamos en la playa, fumando bajo las estrellas.
Cuando me vine a vivir a Montevideo comprendí que el Río de la Plata era más grande y misterioso. Acá empecé a navegar por la costa y a recorrerla por tierra. Guiado por el espíritu de Haroldo Conti, en las costas de Colonia conversé con pescadores, cazadores de pájaros, de nutrias, de ciervos, contrabandistas, con un pirata del Delta, incluso, ya retirado. Todo eso fue a parar a un libro de crónicas que en Buenos Aires no se conoce pero tuvo acá muchas ediciones, Escritos en el agua, y tiempo después hice otro libro, también desconocido allá, con los marinos que entran los grandes buques al puerto de Montevideo y al Río de la Plata, Las puertas de la tierra, que fue uno de sus nombres primitivos. En el Sitra, un barco que venía de Marruecos, con toda la tripulación hindú, a cargar palos de eucalipto a Fray Bentos para llevarlos a España, entendí que el río más ancho del mundo tiene doscientos metros, fue como llevar un elefante por el canal de una bañera. Ahora como siempre, sigue siendo “el terror de los navegantes”, porque fuera de los canales, encallan y se rompen. Algunas de las historias que recogí se convirtieron en los cuentos de Mares baldíos, que por mi condición un poco paria salió primero en Alemania, en Montevideo, y ahora acaba de publicarse en Buenos Aires.
La naturaleza y los libros fueron para mí parte de una misma experiencia, quizá por el gusto de echarme al camino y descubrir nuevos mundos, con un ánimo que vas a entender enseguida: en los márgenes está el centro de la historia que todavía no contamos. Eso lo aprendí de Haroldo, que por una cruel paradoja, acabó arrojado por los vuelos de la muerte en las aguas del Río de la Plata. Y ahí tenés el lado más tenebroso de este río que es el tercero más caudaloso del planeta y está condenado a desaparecer. No bastó que fuese un enterradero de barcos —son más de mil—, también lo convirtieron en tumba de desaparecidos. Vida y muerte van juntas en esta máquina que mezcla las aguas y los destinos.
El delta crece treinta metros por año hacia la costa uruguaya y si Kanaka hubiese estado prisionero hoy en la Martín García se hubiera vuelto caminando a Buenos Aires, solo con nadar los doscientos metros de dos canales. Ya no tiene más de un metro de agua alrededor, y la mayor parte de esa sección del río también. El arenal se ve muy bien en las fotos satelitales y la nueva paradoja es que después de muchos años de disputas por su pertenencia, Martín García va camino de quedar encerrada dentro de territorio uruguayo, abrazada como está por la Timoteo Domínguez, un pariente de destino trágico, al que el río le escribió un cuento y su regreso.
No sé qué te parece a vos, pero yo creo que fuera de la retórica con que se la nombra, la cultura del Río de la Plata todavía está lejos de reconocerse, no solo porque Buenos Aires ignora que es parte de una unidad que la trasciende, también porque es una cultura que desconoce el fundamento físico que la sostiene. Es raro, por este río pasa el mundo, todo el mundo, pero hay que estar en el agua para verlo. Y en el agua hay un mundo, todo un mundo, que uruguayos y argentinos apenas conocen. Lo que me parece un tanto fantástico, como si faltaran paradojas, es que el margen, en esta latitud, coincida con el centro. Vos que lo conocés bien, ¿no te sentiste perdido dentro de lo que te pertenece?
Te mando un fuerte abrazo ¡y buenas singladuras!
Carlos
***
Duizeide a Domínguez
Puerto San Julián, febrero de 2015
Querido Carlos:
Te escribo a mano, apoyando el papel sobre la mesa de navegación del queche La Sanmartiniana, en la que tracé hasta hoy, hasta aquí, tantas derrotas, en la que marqué posiciones, corregí rumbos y me aventuré en conjeturas o esperanzas. Navegar me resulta bastante parecido a escribir, una cuestión de tiempo, distancia y ángulos, pero escribir tiene una ventaja: derivar y perderse no sólo es algo permitido, sino que es el recurso para buscar o construir territorios nuevos, como hacían los viejos exploradores, cuando el mundo aún no estaba cartografiado por entero y se navegaba por páginas blancas.
Llevaba veinticuatro días sin estar solo. Ahora no hay nadie más que yo a bordo. La noche del mar me envuelve con una música que los distraídos llamarían silencio: el viento en la arboladura, la correntada que se desliza a lo largo del casco, las drizas que golpean contra el palo. Mientras releía tu última carta, en el ojo de buey, de acuerdo al borneo del barco, se sucedían la oscuridad cribada de estrellas y las luces del pueblo.
Mecido por el agua, repienso algunas de las cosas que escribiste. Particularmente, me vuelven un par de líneas: “Buenos Aires ignora que es parte de una unidad que la trasciende”, una; la otra, tu señalamiento de que nuestra cultura “desconoce el fundamento físico que la sostiene”.
Por cierto, hay más Argentinas de las que la pobre imaginación unitaria sueña. Pero además, Buenos Aires ignora –no alcanzo a comprender si de modo ingenuo o cínico- algunos de los pilares de su estar en el mundo. Por ejemplo, su gran río y su mar. Cuando uno mira el país en un mapamundi advierte -si no lo ciega la predisposición, tan argentina, de sentirse el centro del mundo- que el país es bastante parecido a una isla. Y apenas se indaga algo acerca de sus tráficos se sabe –malgré Moyano- que casi todo cuanto compramos y vendemos viene o va por agua. El país de la soja y la minería, o el de “los ganados y las mieses”, necesita, para su ambigua y desigualmente repartida prosperidad, del país del río y el mar. Sin embargo, esto no ha dejado marcas preponderantes en su cultura letrada o popular, como sí sucede en Chile, Brasil o Venezuela. Hay en Argentina un género gauchesco pero no se constituyó un género marineresco. Y no por falta de grandes textos: pienso de nuevo en tu Tres muescas en mi carabina, en Sudeste de Haroldo Conti, en Cabo Manila de Dalmiro Sáenz, en La tierra del fuego de Sylvia Iparraguirre, en El náufrago de las estrellas de Belgrano Rawson, en Inglaterra de Leopoldo Brizuela o en Convergencias, ese libro de cuentos tan maravilloso como secreto del Chango Foguet. Las islas están, no hemos dibujado aún el archipiélago. Las miradas de conjunto, sea por parte de la crítica o de los lectores. Y también, ese escribir mirándose de reojo como supieron hacerlo ingleses y yanquis (ver por ejemplo la lectura de Melville a cargo de Conrad). Last but not least, a ninguna de nuestras literaturas las sostiene un imperio, mientras que la literatura anglosajona del mar fue parte de la construcción imperial, y a partir de Melville, Stevenson o Conrad, mascarón de proa de la crítica de la razón imperial.
Para Martín Fierro, hombre alzado de a caballo, el mar no es una posibilidad de fuga y libertad, sino una barrera. Para Don Segundo, hombre de a caballo obediente, el mar es lo otro, lo ominoso: en la playa acechan los cangrejales que se comen carretas y pingos. Es casi un caso clínico el inmenso Hilario Ascasubi, autor de una fabulosa novela en verso aún por redescubrir, Santos Vega, así como de una especie de himno nacional alternativo y hardcore, La refalosa. Cuando niño escapó de su casa y fue grumete de una fragata armada en corso por las fuerzas revolucionarias: la Rosa Argentina. Podría también haber escrito una suerte de excursión a los ranqueles pero del agua. No lo hizo. Casi no hay trazas de sus aventuras ribereñas y marítimas en lo que escribió. Una omisión que resulta fundante.
Navegar de un tirón toda nuestra costa, puerto a puerto, como vengo haciendo este verano, me brinda una visión de conjunto como no tuve en años de marino profesional. Junto los chicotes de un cabo. Advierto una figura que antes se me escapaba. Esa continuidad entre el río que tienta a la profusión de sustantivos y adjetivos así como enloquecía a las brújulas, y este mar tan poderoso al que los ingleses, poco dados a la efusión, llamaron the roaring forties. Sin esa intención, y de modo naive, tal continuidad ya estaba en la gauchesca, al menos como equívoco: “viera que es linda la mar” le dice un paisano a otro en el Fausto de Estanislao del Campo refiriéndose al Plata.
No creo que la literatura tenga deberes, sí goza de posibilidades. Una de ellas, por cierto maravillosa y aterradora a un tiempo, es la de construir una nación y una lengua (como supieron Sarmiento, Lugones, Borges, Arlt o Saer). Y más allá de eso, lo quiera o no, la literatura siempre es retrato. Intrincado, no lineal, nunca transparente o unívoco, polisémico, abierto a las nuevas lecturas, pero retrato al fin. Y de esto ni César Aira, con sus juegos repetidos y profusos ad nauseam está exento (¿cómo no pensar su entronización académica como un signo de los tiempos, en relación con el nuevo campo crítico construido tras el final de la dictadura, luego de la derrota de los movimientos insurgentes y la caída en desgracia de la figura del intelectual comprometido y las pretensiones utópicas de la escritura?).
Ya había navegado a lo largo de estas costas, hace años, a bordo de un petrolero de Y.P.F: el Capitán Constante. Fueron palabras las que me arrastraron a enfrentar sus riesgos hermosos. Para mí la Patagonia comenzaba en Quequén. No por argumentos geológicos, climáticos o históricos, sino porque fue por Quequén donde por primera vez sonó esa palabra en mí. La Patagonia comenzó en la voz de mi tío abuelo Rafael contándome de sus naufragios.
¿Son necesarias más pruebas acerca de la potencia de los relatos?
Las tengo: pese a vivir cinco años en una isla sobre un afluente del Plata, mientras cursé el Liceo Naval Militar entre 1978 y 1982, necesité escribir en torno a ese territorio para apropiármelo, para lo cual volví a recorrerlo y hablé con pescadores, contrabandistas, trabajadores de los astilleros, lunáticos, borrachos, putas, brujas y marineros varados.
Me parece vano plantear cualquier tipo de fatalidad territorial, pero sí me resulta de lo más interesante establecer correspondencias: ¿qué es el Plata? ¿Mar Dulce, Infierno delos Navegantes, río, estuario? ¿Qué son el Facundo, Una excursión a los indios ranqueles, Allá lejos y hace tiempo, Museo de la novela de la eterna?
La noche canta y yo sueño con una literatura tan inclasificable como ese río que un apresurado llamó “color de león” y tan poderosa como el mar que acecha más allá de la ría en la que estoy fondeado.
¿Por qué no?
P.S. desde Río Gallegos:
Nuestra correspondencia estuvo a punto de quedar trunca. Después de un día de navegación que comenzó muy nublado para luego llenarse de sol y de azul, al atardecer, cuando estábamos a menos de treinta millas de puerto, nos sorprendió un temporal del SW. No llegar –como en la escritura- siempre es una de las posibilidades. Y se presentó en este caso con todas las galas del naufragio. Pero aquí estoy, escribiendo. Mientras golpeo las teclas de la computadora me asedian las imágenes del mar convirtiéndose en otro, del crepúsculo con olas que comenzaban a romper a proa, de la luna llena iluminando nuestra lucha por abrirnos camino. Todo ocurrió pasadas las veinte horas, durante la guardia que me tocaba compartir con Fabiana, mi compañera, y Pili, un gran amigo navegante. Así que estuve al timón durante lo peor (lo mejor). No hubo emoción de mi parte mientras duró. Aplicaba una técnica, intentaba las mejores variantes, quizás, con suerte, inventaba algunas. Me emociono, sí, cuando recuerdo. Y me emociono ante la sola idea de nuevas tormentas en el mar. Quizás algo de esa emoción te conmueva al leer. ¿Será apresurado sacar, de esto, una enseñanza para la escritura?
***
Domínguez a Duizeide
Montevideo, febrero de 2015
Acabo de buscar en el mapa la bahía de San Julián, así que si seguís adelante esta carta seguramente va a encontrarte en camino o ya fondeado en el Puerto de Santa Cruz, tu próximo refugio en la costa. Querido Juan, da vértigo verte tan abajo en el mapa, y hasta un poco de vergüenza escribirte desde mi escritorio, en Montevideo, bajo el amparo del aire acondicionado porque afuera de esta periquera hace un calor de todos los diablos. Nada comparable a esa aventura que te trae tan vívido, imagino que con el cuerpo cansado y pese a todo, con tiempo para reflexionar sobre tus pasiones de marino y escritor.
Hace poco conocí en el puerto de Santos al brasileño Amyr Klink, que se cruzó el Atlántico a remo, lo escribió en un libro: Cem dias entre céu e mar, desde Sierra Leona a Bahía de San Salvador, porque el bicho de la locura pega fuerte en todas las latitudes. También acabo de leer los Viajes de Stevenson, que fue de la misma raza, pese a su deplorable salud. Así que habría que agregar “y en todas las épocas”, porque como señalás, los anglosajones del XIX dieron con el imperio grandes aventureros. ¿Conocés la historia de Richard Francis Burton? Descubrió, con Speke, las fuentes del río Nilo, tradujo Las Mil y una noches mentadas por Borges, fue el Kim, de Kipling, y entre muchas otras cosas también le alcanzó la vida para andar por el Río de la Plata y oficiar de espía en la guerra con el Paraguay. Existe una maravillosa biografía de Edward Rice.
Es cierto, a ninguna de nuestras literaturas la sostiene un imperio, y la narrativa marina es para nosotros un tópico marginal al centro de las preocupaciones, pese a que los puertos cumplieron y cumplen un papel decisivo. Yo tengo una idea peregrina acerca de este asunto: creo que la literatura criolla se concentró en los desiertos y las pampas porque de allí provenía el terror de las indiadas, los gauchos, los caudillos, y la literatura necesitaba cubrirlo de sentido. Solo en contadas ocasiones las aguas del Río de la Plata fueron escenario de grandes conflictos.
A mi modo de ver, el mar ganó una nueva pero velada vigencia a partir de la globalización, que antes de las discusiones sobre el fin de la historia, el posmodernismo, internet, empezó por una revolución en la ingeniería de los barcos. Los buques sustituyeron las bodegas por los contenedores y abarataron todos los costos de puerto de los productos que llegan a las góndolas de las grandes superficies. La carga y descarga de mercaderías que hasta inicios de los años 80 llevaba varios días, ahora toma unas pocas horas y los marineros ya no bajan a tierra. Quedaron atrapados en el mar. Habrás notado que desaparecieron los bares de copas que ocupaban varias cuadras a lo largo de la calle 25 de Mayo. Lo mismo ocurrió en los alrededores de la Aduana de Montevideo. Se secaron los espineles en los que coperas y putas pescaban marineros durante sus estadías en puerto, con sensible aporte a la literatura porque por ejemplo, fue en esos tugurios donde Juan Carlos Onetti conoció a Juntacadáveres. El asunto se hace más tenso con la competencia de Buenos Aires y Montevideo, porque los calados de los barcos importan ahora decenas de miles de dólares, la sedimentación del Paraná amenaza a Buenos Aires y dragar el canal Emilio Mitre tiene un costo altísimo. Del otro lado la situación es ventajosa, pero Argentina se encarga de ponerle un pie encima, al canal Martín García y al puerto de Montevideo.
Cuando Juan José Saer escribió El río sin orillas, intercambiamos unos mails muy fraternales sobre su desconocimiento de que al Río de la Plata lo llaman “El infierno de los navegantes” precisamente porque no tiene profundidad, y es en los bancos de arena, las rocas, los cascos hundidos, donde los barcos encallan y se pierden. Repetía, creo yo, una serie de equívocos que se puede iniciar, como bien recordás, con Lugones, que llamó al Plata “río color de León” —cuando descarga el Paraná, pero se agrisa con las tierras negras del Uruguay, y vira del azul al verde cuando entra el mar—, y continua con Baldomero Fernández Moreno, que le dijo “café con leche”. Eduardo Mallea lo llamó “el río inmóvil” y Jorge Luis Borges “río de sueñera y barro”, cuando es el tercero más caudaloso del planeta y arrastra 20.000 m3 de agua por segundo. Los geólogos lo conciben como un solo delta con una dimensión en superficie y otra sumergida. Y como el agua dulce corre por arriba y la salada entra por debajo, los bancos del fondo se mueven y se levantan, de ahí sale el barro que nos identifica, con el aporte nada despreciable del Paraguay y el sur de Brasil.
Yo creo que el Plata es una cultura que se mueve, como el río, porosa a la tradición y a la novedad. Y entre esas dos cosas también se hace nuestra literatura. Es un viaje de ida y vuelta entre las palabras y las cosas. La evocación de tu tío abuelo, que te hizo descubrir la Patagonia por el nombre de Quequén, me recuerda cómo fui a dar a la costa montevideana con una canoa que adapté para que navegara como velero. La bauticé “Adastra” por aquel magnífico loco llamado Basilio Argimón, que en el cuento de Haroldo Conti invariablemente se rompía los huesos después de tirarse de un cerro con una máquina para volar. Era mi modo de andar en el mar con Haroldo, más lejos. Tiempo después descubrí que William Faulkner también había escrito un cuento titulado “Ad Astra”, sobre unos aviadores en la Segunda Guerra Mundial. Entonces me dije que Haroldo debió conocerlo y le tomó prestado el título para contar el suyo. Lo que no me cerraba era la asociación de ambos títulos con la aviación. Me lo reveló el poeta mexicano David Huerta: En la Eneida, Juno le dice al hijo de Eneas, después de admirar su valor en la batalla: “Ic itur ad astra” (Así se llega a las estrellas). Y también Séneca, el joven, escribió: “ad astra per aspera” (a las estrellas por el camino más difícil). De modo que Faulkner y Conti habían elegido el título por una asociación con el cielo que yo no había advertido y me dejaba en el agua. ¡Tres años de latín en la secundaria, y no leí que significaba “A las estrellas”!
Navegaba bien el Ad Astra, pero le costaba la virada. Con el palo de la vela cargado sobre la proa no giraba más de treinta grados, así que para terminar la maniobra debía ayudarlo con el remo. Una vez quise corregirlo y mi mujer me dijo: “dejalo así, es el espíritu del Ad Astra. Como dice Gelman, hay que hacer de la imperfección, belleza”. Así que uno va con el nombre de las cosas y se encuentra con otras imprevistas, igual que cuando leemos, como te ocurre, Juan, en tu envidiable aventura.
Casi todo lo que ocurre en el mar, ocurre en la literatura, quizá porque comparten esa frontera de riesgo en la que podés “no llegar”, ni a buen puerto ni a ningún lado. Me alegro de que hayas montado esa tormenta. Pero no abuses de la temeridad. Te queremos de regreso.
[FUENTE: https://revistacarapachay.com/2015/05/25/diuzeide-dominguez/]

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