16 de enero de 2019

“Desarrollar un mundo en germen”: Domingo Faustino Sarmiento en el Delta

Sarmiento profeta. Al mando de una nave míticamente representada, como un Jasón al frente de los argonautas, como colono hacia una Nueva Jerusalén, Sarmiento alucina una utopía vegetal de plantas útiles e introduce el mimbre en el Delta. Profética, su palabra anuncia un futuro de modernización técnica, según la cual la exuberancia de la naturaleza junto al trabajo de los seres humanos harán realidad esa tierra de abundancia y prosperidad que los guaraníes, primeros pobladores de las islas, soñaron bajo la forma de “la tierra sin mal” −donde las flechas cazan solas, las cosechas crecen espontáneamente, los viejos se vuelven jóvenes−.  El sanjuanino ha soñado su camino hacia la tierra sin mal, y habla para pronunciar la utopía del colono, eventualmente orgulloso del éxito inicial de su prédica: “nunca principió colonización bajo más notables auspicios, nunca la poesía del porvenir conmovió a tantos espíritus positivos” (p. 75).  El verbo de Sarmiento es la poesía del porvenir, se enlaza con “los profetas del Carapachay” y abreva en la promesa mesiánica de los tupí-guaraníes: “El vapor América va al descubrimiento de un vellocino de oro, de un país que se llamaría Utopía si no tuviese ya el nombre guaraní del Carapachay, país encantado que todos han visto en los ríos y nadie conoce; país de sueños, realidades, y de poesía metálica, de felicidad y mosquito; Venecia Estado; Estado programa; Holanda sin diques, y tierra de promisión mejor que aquella a que llevó Moisés a su pueblo, que era un desierto” (pp. 88-89).


Sarmiento pionero. La fascinación de Sarmiento por las islas del Delta es una forma singular de su fascinación general por la barbarie, y vibra en estas páginas con la misma intensidad que en el Facundo, su obra maestra. La barbarie aparece en principio bajo aspectos negativos, como suma de obstáculos y bloqueos al avance de un proceso civilizatorio llamado a elevar al Delta al esplendor de una Venecia o de una Holanda. En principio, como polo opuesto de la civilización, la barbarie es considerada por Sarmiento de una manera estrábica: un ojo puesto en los modelos literarios y políticos extranjeros (civilización, orden), el otro apuntando a lo local todavía inmaduro, informe (barbarie, desorden). “Acabemos con este desorden, creando aquí elementos de orden, esto es, población, familia, intereses, estabilidad” (p. 129). Es la lógica del trasplante de árboles útiles de procedencia foránea (“las más exquisitas variedades frutales de Europa”, p. 92; mimbre, p. 69), la lógica del viaje importador de discursos, ideas e instituciones de Europa o de Estados Unidos, que Sarmiento ha visitado. Desde esta perspectiva, la analogía es el recurso privilegiado a la hora de narrar la barbarie. La geografía de las islas se describe como un Nilo o un Mississipi, el paisaje se asimila a la desembocadura del Indo o del Ganges, el isleño se compara con un pionero (pioneer) norteamericano que, a la manera de las novelas de vaqueros de Fenimore Cooper (predilectas de Sarmiento), puebla esforzadamente una región caracterizada como “el Far West a las puertas de Buenos Aires” (p. 92).

Sarmiento cartógrafo de la barbarie. Pero también hay momentos en que Sarmiento presenta otra forma de comprensión de la barbarie. Como un viajero que se interna en la espesura, el escritor se embarca en una exploración detallada de los aspectos geográficos, económicos, jurídicos y culturales que hacen peculiar a una zona a mitad de camino entre tierra y agua, que le presenta un enigma a desentrañar. Se trata de una barbarie que emerge con el peso de una realidad densa y misteriosa, con leyes propias que sólo pueden conocerse por la experiencia directa de quien, como él, ha explorado esas tierras y esas aguas en primera persona. Destellos del mejor Sarmiento fulguran en las notas de El Carapachay cuando el escritor se interna en un viaje a la isla Martín García, por ejemplo, “con el ánimo de ver con los ojos las islas que sólo conocíamos hasta entonces por el estudio y la inducción”, dedicado a “exploraciones, interrogatorios y colección de datos” (p. 63); o cuando profundiza en los determinantes específicos de la “barbarie” isleña, que pueden sintetizarse en tres diferencias distintivas.
En primer lugar, el Río de la Plata no es el Támesis, ni el Nilo, ni el Mississipi; se caracteriza por ser un río peligroso y dinámico, con particular tendencia a la hostilidad. Sarmiento dice de él que “sus aguas son traidoras, sus costas desguarnecidas, río tan sin costumbres, o de tan malas, si costumbres tiene, no es para confiarse a sus olas” […] “El Río de la Plata que nos da nombre es a causa de su mala conducta poco querido de las poblaciones. Puede ser majestuoso cuanto quieran; pero no es sociable, será útil, pero de agradable nada tiene” (p. 112).
En segundo lugar, el Delta configura un territorio anómalo, reticente a la cartografía y proclive al mal de las grandes distancias, la dispersión. La tierra en las islas resulta imposible de medir con las reglas de la agrimensura tradicional: “Todos los sistemas conocidos de distribución de la tierra fallan en su aplicación a las islas de la Delta del Paraná. […] La isla tiene formas singulares, irregulares y aun ignoradas” (p. 81). “Las islas en general no tienen superficie, y esto es lo que desconcierta los cálculos de los agrimensores, […] sin que en toda la extensión de las islas encuentren una extensión de tierra que se asemeje al continente” (p. 116). Son tierras que se hallan “siempre bajo el dominio de la constante fluctuación de las aguas” (p. 117); “son las aguas el agente más destructor que se presenta a nuestros ojos, sin que las rocas más duras resistan a su acción disolvente” (p. 51)
En tercer lugar, tratándose de un suelo en constante mutación, el concepto mismo de “propiedad de la tierra” debe redefinirse al aplicarse al territorio isleño, dado que debe incorporar la cuota del trabajo humano necesario para que la propiedad subsista, se vuelva efectiva. “Las islas son la obra del hombre” (p. 110). La tierra que un ser humano posee en el Delta es directamente aquella que puede proteger y valorizar con su trabajo frente a la dinámica disgregadora de las corrientes de agua o de la presión vegetal de la jungla. “La Pampa puede ser poseída ya para labrarla o dejarla inculta, siempre es espontáneamente productiva. No así las islas. La tierra está cubierta de malezas agrias y tenaces siendo imposible marchar siquiera entre ellas, […] la exuberancia de la naturaleza reproduce las yerbas instantáneamente, apenas taladas” (p. 83).
En el cruce de estos tres rasgos se talla el perfil propio del carapachayo, modo en que Sarmiento se refiere al isleño: “la etimología de la palabra guaraní significa hombre trabajado, cara arrugada, algo que indica labor, sufrimiento, rudeza” (p. 58). “Es anfibio, come pescado, naranjas y duraznos, y en lugar de andar a caballo como el gaucho, boga en chalanas en canales misteriosos y apenas explorados”, “corta leña, da caza a los tigres” (p. 57). Formado en el sentido de las mareas, acostumbrado a un horizonte espacial irregular y dinámico, ligado al suelo en un esfuerzo constante por contrarrestar las potencias impetuosas de la naturaleza, su saber nos recuerda a las figuras del baqueano o del rastreador en el Facundo: hay “callejuelas desusadas, caminos de atraviesa y vericuetos cuya existencia conoce el carapachayo, y cuyo tránsito depende de la marea, la hora, un árbol caído u otro accidente” (p. 71). “Aquella vida y estas escenas, la locomoción por agua, los canales tortuosos e ignotos, una independencia de bucaneros y la habitación nómade en dominios tan extraños, dilatados y solitarios dan un carácter especial al carapachayo y originan aventuras, costumbres y sucesos singulares” (p. 58).

Sarmiento político. Correlativamente con este territorio salvaje, renuente a la cartografía y a la circulación, los conflictos jurisdiccionales desembocan frecuentemente en litigios sobre la propiedad. La madeja de la barbarie se teje principalmente en el vacío legal e institucional en que se halla la zona, principalmente respecto de la delimitación de los bienes. El secreto de la barbarie isleña radica en la ausencia de decisión política para regular los conflictos territoriales, “el laberinto de las posesiones”. La forma de revertir el desorden isleño consiste en intervenir principalmente sobre el vacío legal referente a la apropiación, formulando el criterio de la ocupación efectiva consistente en “el trabajo como título de propiedad”. Pero además de las normativas jurídicas, se trata de enlazar a los habitantes dispersos de las islas e incluirlos en el relato argentino: “dar unidad a aquella población diseminada en leguas y leguas de canales, de toda nacionalidad, sin ningún hábito ni idea que se parezca a las de tierra” (p. 110).
Sarmiento aparece como el mediador entre la barbarie y la civilización: conoce la biblioteca europea, enarbola la modernización como un profeta secularizado de la idea técnica, pero también se muestra como un pionero carapachayo que domina el saber (irregular, dinámico) de la barbarie isleña. Conoce ambos códigos, y por eso es el más indicado para realizar su traducción. Sarmiento enlaza su labor de narración de la barbarie con el llamado a una intervención política destinada a regularla, “narración de lo que desde entonces hasta aquí se ha hecho, que es inmenso, y lo que puede y debe hacerse de parte de las autoridades para desarrollar un mundo en germen, y que no pide sino el mandato de la ley y una administración inteligente para transformar desiertos en campiñas y hacer brotar, como por encanto, riquezas, ciudades, bosques, agricultura y agricultores, provisión e mercados y vistas deliciosas” (p. 64).

Sarmiento isleño. La obra concluye con una apología de la vida isleña y una extensa denuncia de la indiferencia extranjerizante de Buenos Aires ante “un mundo en germen” que asoma a espaldas de la ciudad. Refiriéndose a los porteños, afirma que “tiene de notable este pueblo su reconcentración en la ciudad, cual si la tuviera por cárcel, y esta singular situación afecta sus ideas y le crea preocupaciones y males” (p. 130). Por eso mismo Samiento recomienda −a título de “consejos de un provinciano”− que se extienda un tren a zona norte para que el porteño “salga y se esparza por las campañas, respire aires del campo, y vea toda la desnudez, toda la barbarie que lo rodea. Los pulmones se fortificarán, al mismo tiempo que el horizonte de sus ideas se extenderá” (p. 136). En una carta enviada a su nieto, reproducida en el prólogo a la primera edición de El Carapachay, Sarmiento le cuenta que “la juventud dorada de Buenos Aires no sabría sentir estos goces acres de arrancarse a la vida civilizada y en el intervalo de pocas horas sepultarse entre las espesuras de las malezas de las islas, abrirse paso, machete en mano, por entre el enmarañado laberinto de las enredaderas, sentir sudor caliente corriendo a chorros y la sangre en las manos clavadas y rasguñadas por las espinas, comer como lo exige la reparación de las fuerzas así derrochadas […] y volver a casa, después de tres días de haber sido divinamente bruto, a hacer las muecas de la vida civilizada” (p. 38).

G. L.

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