Fragmento del largometraje "La Orilla Que Se Abisma" realizado por Gustavo Fontan estrenado en 2008. El autor plantea un acercamiento cinematografico, a la manera de un dialogo, entre el paisaje de Entre Rios, y la poetica de Juan L. Ortiz
Un poeta es una voz. Pero no cualquier voz. Es una voz que hace ver, ver todo distinto.
Hay pocas de esas voces en la tribu. La de Juan L. Ortiz es una de ellas.
Ahora bien, ¿cómo trasladar al cine el 
mundo visto gracias a esa mirada? La empresa es difícil, mas no 
imposible, pues cine y poesía tienen algo en común, son formas de 
descubrir el mundo.
***
Un paisaje siempre es algo más que una 
postal viviente. A la mirada que se proyecta desde la ladera de una 
montaña, en el corazón de un bosque o a la vera de un río, siempre la 
colma un plus de sentido. Un puñado de hombrecitos que 29.000 años atrás
 estaban aprendiendo a dejar de ser monos recibieron ese plus y no 
tuvieron a bien guardárselo, sino compartirlo; eso hicieron en una cueva
 de Chauvet pintarrajeada hasta hoy con figuras misteriosas de la vida 
silvestre. Tiempo después, tras un paseo por su querencia, Heráclito 
también quiso compartir la misma experiencia y escribió: “Todas las 
cosas son una”. Antes o después de “el oscuro de Éfeso”, más de un 
hombre de ojos rasgados tuvo esta intuición súbita o certeza consciente,
 que para un oriental viene a ser lo mismo, y así nació el Tao, así 
florecieron haikus en los que reverbera la vida que fluye en 
instantáneas naturales. Más próximo a nosotros, Juan L. Ortiz miró el 
río y escuchó el rumor sordo que le susurraba. Tampoco se lo guardó: lo 
dejó impreso en palabras diminutas, en hormiguitas de tinta que dibujan 
una obra-río a uno de cuyos brazos arribó Gustavo Fontán, sabio director
 que escucha la armonía de las esferas que resuena tanto en el derrumbe 
de una casa como en el moroso deambular de un gato. De ese encuentro 
nació La orilla que se abisma (2008), film en el que Fontán 
muda a la pantalla una poética; más aún, traslada ese plus de sentido 
que trasmitió Juanele en cada verso.
Tras errar a ras del suelo por un camino 
de hojas secas y merodear un rancho de mala muerte por el que vaga más 
de un alma perdida, lenta, la cámara de Fontán recorre un árbol; lo hace
 a paso de hormiga: trepa por su tronco de base a copa. El viento trae 
tormenta y la lluvia cae, primero tímida y a pleno sol, luego a baldazos
 y en penumbras. La primera secuencia se cierra con el plano de una hoja
 de un árbol que recibe la lluvia gota a gota. A esa secuencia le sucede
 otra en la cual vadeamos el río y escuchamos, cual si fueran capas de 
sonidos superpuestas, el rumor del agua, un lejano piar y un capilar 
cuchicheo de insectos. Pisamos tierra nuevamente y alcanzamos a un 
paseante solitario que, tras irse fuera de foco, se pierde en la 
espesura. Seguimos escuchando el rumor de la naturaleza, pero ahora todo
 está fuera de foco y la cámara, como si trepara a un tren invisible e 
insonoro, empieza a moverse en un travelling vertiginoso tierra
 adentro y se hunde en plena “espesa selva virgen de lo real” hasta que 
llega un refucilo y la pantalla es ahora blancura prístina. Arribamos a 
una casa. Dentro se pasea un fantasma (¿el de Juanele?), fuera 
recorremos, también al ras, el agua mansa del río. Ahora la cámara 
remonta vuelo y se detiene en densas nubes tornasoladas en un atardecer 
cansino, mas luego la atención está en un río acuarelado “a lo Monet”. 
Con el friso del follaje como escenario, comienza un nuevo travelling,
 este en blanco y negro, no ya de derecha a izquierda sino a la inversa,
 como si retornáramos, ¿pero adónde? Se apelotonan capas, ahora de 
imágenes: escenas de un documental, planos de una porción de agua del 
río y la intervención “pictórica” de las imágenes labrada en 
postproducción; la calma, la vorágine, lo que se destruye y recomienza 
parece un cuadro de Turner con sonido ambiente. Aparece una rama 
temblorosa, la rama se afantasma, se hace figura humana: ese sí es 
Juanele o más bien lo que de él queda, su aura. Vemos escenas de La intemperie sin fin
 (1973): está leyendo un artículo, duerme, fuma. La espesura reaparece 
fuera de foco, como lo que es, “una sutil alma de fondo”. El foco vuelve
 a ser nítido: listos para volver a ver el mundo nuevo que descubrió una
 voz. El film se cierra con el audio de Juanele leyendo su poema 
“Villaguay”.
***
Silvio Mattoni dice que cuando leemos a 
Juanele “lo que pasa ante nuestros ojos […] es la evanescencia misma de 
las cosas y los seres, la presencia real de lo que allí se está 
desvaneciendo con cada palabra”. Además de la poesía, es quizá el cine 
el único arte que puede apresar eso que huye, aquel que puede acercarse a
 la intuición de lo aún no nacido.
Quien conoce la poética de Juanele 
percibe que la exploración de Fontán ha sido imantada por ella (y no 
sólo en este film); quien no la conoce, puede intuir en La orilla que se abisma
 no ya la mirada que este poeta entrerriano ha legado sino dónde se 
afincó, lo cual indica menos una topografía que un estado, el de la 
fugacidad y al mismo tiempo el de la inminencia.
Fontán observa el paisaje con microscopio
 y lente panorámica. Lo hace con tempo singular y usando el fuera de 
campo como herramienta privilegiada. La opción por el tranco moroso es 
un modo de esculpir en el tiempo, un modo de alumbrar algo tan efímero 
como “la gracia de la lluvia destrenzándose”, un camino posible –no el 
único– para revelar que “éramos todos diáfanos y lo seremos más en la 
profunda gran relación sin trabas”. La centralidad del fuera de campo, 
por su parte, funciona menos como mimesis del apego orticiano a los 
puntos suspensivos que como prueba de que el cine, como la poesía, tiene
 una pantalla más vasta. En esta elegía, que es al mismo tiempo 
alumbramiento, Fontán divisa un paisaje preñado de huellas impalpables 
tanto de lo que ha sido y de lo está siendo como de lo que alguna vez 
será.
***
En 120 historias del cine, Kluge
 sostenía que: “Al cine le falta algo. El conocimiento de lo elemental. 
¿O acaso alguna vez se vio una película sobre “una gota de agua”, “una 
telaraña a lo largo de todo el verano”, “hojas que caen al viento”? […] 
Es preciso llevar a la pantalla lo elemental –“un suelo de un pie de 
ancho”, “el crecimiento de la uña de un muerto”, “un penacho de hierba 
que se marchita y a continuación renace”– para poder reencontrar en el 
cine las impresiones sensibles que salen al cruce de los hombres”. 
Fontán ha querido que lo dicho por Kluge no cayera en saco roto. Para 
ello, más que de un paisaje, se ha valido de una voz.
Los versos que hacen las veces de epígrafe y no son sino un manifiesto de toda su obra, señalan: “Sí,
 estamos todos cansados y nos olvidamos / demasiado del oro del otoño. 
Acaso la / revolución consista en lo que el hombre por / siglos ha 
estado postergando: la necesidad / del verdadero descanso, el que 
permite ver / cómo crecen, día a día, las florecillas salvajes”.
Poemario y film apuntan a un panteísmo 
secular que, aunque gregario, podría pasar plegaria mística. Ambos 
apuestan por una posible armonía con el mundo, armonía que no excluye 
–más bien advierte ineludible– un desgarramiento. Hoy, que la revolución
 es más vitualla de nostálgicos que sueño eterno, tal vez cobren nuevo 
sentido estos versos. Ellos servirán también para reinterpretar una de 
las estancias que da nombre a esta revista. Optando más por la renuncia 
al curso que toman los tiempos, habrá que emprender “la guerrilla del 
junco”. Cuanto menos para empezar a ver; a ver lo nunca visto y lo por 
venir.

 
No hay comentarios:
Publicar un comentario