21 de mayo de 2018

CYNTHIA RIMSKY - "Quilimarí"


Al comienzo es un nombre que escucho, leo o veo; tal vez su hálito despierta un sueño que otros pueblos dejaron en mí y eso me lleva a abordar un bus nocturno y a bajar por la mañana casi dormida a la orilla de la carretera. Descubre que no hay un pueblo. Sigo a un pasajero, atravieso como él la maleza y una calle de tierra hasta el camino principal que llega perezoso a la carretera. Junto al paradero hay dos almacenes. En uno de ellos me dicen que el pueblo está más adentro.

El caserío en el que viviré tiene apenas diez casas. Por ahora son fachadas, más adelante, asomarán sus habitantes, sus animales, los olores, los sonidos de la mañana y de la tarde, el silencio de la noche. El camino que prosigue hacia el final del valle continúa del otro lado de la quebrada. El caserío queda en una calle que no tiene salida. En la casa donde viviré, murió el dueño. Todo está como lo dejó: su chaqueta cuelga de un clavo, las bolsas con aliños abiertas en la cocina, la fuente plástica para lavar la loza, las fotografías familiares coloreadas, el cojín sobre el sillón, el sillón junto a la chimenea, un cabo de vela… estos objetos ajenos son los primeros familiares en este, mi primer día en el campo.

La primera imagen que me asalta al abrir los ojos es una colina pelada, con un árbol en la cima. Más adelante la loma se convertirá en mi vecina; cubierta por la niebla en la mañana, no tendré deseos de abandonar el colchón de lana que se hunde y bajo el peso de las frazadas se hará difícil salir de la modorra. Antes del mediodía un rayo de sol le caerá encima y aparecerán los arbustos, el pasto seco, el árbol con las ramas que el viento ha modulado, las vueltas caprichosas de los pájaros. Hasta mi habitación llegarán los cacareos de las gallinas que piden comida, el primer chapuzón en la poza, la bocina del hombre que vende helados en su motocicleta, la conversación de las vecinas que pasan delante de la casa para ir al almacén, la micro de las diez. Imposible quedarse en cama.

Habitar una casa es construir rutinas. La mía comienza con los granos que les tiro a las gallinas y sigue con el desayuno en el antejardín que bordea la calle sin salida. Como en la casa no hay una mesa pequeña, abro la bodega del muerto y me encuentro con que a la casa sólo iba a dormir. Aquí están las cenizas del último fuego que encendió en el suelo, el tacho en el que calentó el agua, el frasco de Cola Cao con azúcar, la caja con las bolsas de té, las briznas de tabaco que liaba en cualquier papel. A diferencia de la casa, que huele a frazadas y a cloro, aquí el aroma es a cuero, a grasa, tierra y humo.

No sé qué pensarán los lugareños al verme con la cara sin lavar y en shorts. Al primero que me saluda, lo saludo. A las dos semanas parecen haberse acostumbrado a saludar a la turista que toma desayuno en la banqueta donde el muerto, que vivió en la bodega toda su vida, tomaba el fresco de la tarde. Me lo dice una señora al pasar: «Ahí mismo donde está usted, se ponía él a mirar la tarde».

A las dos de la tarde el reflejo del sol en la colina quema las pupilas. Las ventanas están abiertas y la brisa empuja hacia afuera las cortinas. El único que escapa a la siesta es el heladero. Me pregunto cuánto dinero le quedará después de vender los helados que lleva en la caja de telgopor amarrada a la parrilla. Sale dos veces al día. Al tañido de la corneta, los niños corren a pegarse como enjambres a la moto. Los que no consiguen sacar a sus padres una moneda, lo siguen con la mirada hasta que se convierte en un punto.

Al terminar la siesta, regresan las cabras del pastoreo, la camioneta de las hortalizas y el camión del gas; el bus de la tarde abandona cansinamente el río en el que diariamente lo bañan los chóferes. Es la hora en la que la garza se posa en la rama más alta del álamo, la hora en la que las muchachas se dirigen al almacén a ver si encuentran alguna novedad que haga a ese día distinto de los demás. Por el contrario, ante el espectáculo de la colina dorada, ruego que todos los días sigan iguales.

Desde el asiento del muerto, observo la transformación del oro en púrpura. A esa hora hace su aparición mi primera vecina de carne y hueso, la hija del heladero. Junto con ella, entra a la casa el relato del infierno. Después que se va, golpean a la puerta. Le dije a mi vecina que la cama me destrozó la espalda y ella me envía a su hermano. Él no viene por la cama sino por mí. Se trata de un hombre alto y fuerte, con manos grandes y aliento a trago, que exuda polvo, grasa, viento, sol y el camino entre su casa y el almacén donde los hombres se reúnen a beber. Lo mantengo en la puerta. Su cuerpo se inclina y yo me retraigo. Inventa una fortuna, una novia, hijos en otros valles; desde la ciudad vienen a golpear a su puerta para ofrecerle trabajo. A él no le interesa saber cosas de mí. Lo que sabe le basta: que en el campo una mujer necesita un hombre. Él es hombre y yo, mujer. Cierro la puerta con la promesa de que la abriré por la mañana para que él entre con un serrucho a cortar las tablas que me ayudarán a conciliar el sueño. Antes de cerrar los ojos, miro por última vez la colina. Su lugar lo ha tomado la oscuridad.

Por la mañana en el jardín aparece un tallo verde coronado por una azucena. Hurgando en la tierra, descubro que hay otras papas y comienzo a regar. Salen del sueño las flores que se habían quedado dormidas junto con el anciano.

No cualquier casa recibe el privilegio de estar junto a la poza de un arroyo. De este lado quedan las rocas para lanzarse piqueros, y del otro, una playita. Para alcanzarla es necesario cruzar un puente colgante. La primera vez que lo intento, me aferro desesperada a las cuerdas: a cada paso siento que voy a caer. Entre los conocimientos que me faltan, está el de cruzar un puente colgante. Los lugareños ostentan una técnica tan perfecta que deben haberla heredado junto con la tierra, las cabras, los árboles. Hay mujeres que mantienen el paso de gran dama, niños que pasan corriendo, los más viejos toman una pausa. Atraviesan a pie, a caballo, en bicicleta, con un perro, con el balón de gas. Son las cosas que descubro mientras desayuno en el asiento desde el que el difunto contemplaba la poza. La resolución de estos pequeños misterios, como el de cruzar el puente colgante, me ocupa varias mañanas. Pero al mediodía es el turno de la poza y los sapitos. Cuando las persecuciones de los niños me impiden trabajar, salgo a mirar la forma que tiene la gente de pasar horas junto al agua.

Los residentes esperan a que los de afuera se vayan para que el agua vuelva a pertenecerles. La poza y la basura. Para ser pequeña tiene diversas posibilidades; junto a la playita se quedan los niños que no saben nadar, a mí me gusta acercarme a los juncos, flotar sujeta a la roca, dejarme ir con la corriente hasta alcanzar los troncos que cierran la piscina natural, sentarme del otro lado para recibir la caída del agua en la espalda. Como todo lugar, tiene sus relatos míticos: un hombre encontró allí la muerte; a pesar de su tamaño, hubo más de un naufragio y tuvo un creador, el hermano de mi vecina. Habiendo trabajado en la construcción del camino, trajo hasta aquí, sin permiso y fuera de horario, un bulldozer con el que removió troncos y piedras hasta construir para los niños la poza en la que todos los veranos se bañan.

Si al mediodía el agua fría quita el calor, al final de la tarde deleita su tibieza. Con el agua hasta el cuello espero a que las sombras se zambullan en los juncos, en las rocas, en la playita, en los troncos, y me saquen fuera. Esta mañana mi vecina de carne y hueso, hija del heladero, me pregunta si me bañaré con la luna llena. Por la tarde hay bañistas que no regresan a sus casas y las muchachas vuelven antes del almacén. Me pongo el traje de baño y espero. La poza se vuelve irreconocible y bajo con cuidado para no tropezar. Entre las rocas, los juncos, la playita, los troncos, la luna forja una inmensidad que produce vértigo. Ya no es la pequeña poza en un riachuelo, junto a un puente colgante, a cuatro horas de Santiago, es el agujero en la que el ser se zambulle por primera vez en lo desconocido.

En el almacén hay una máquina tragamonedas y bancas donde los lugareños beben cerveza o vino en caja. La almacenera tiene dos o tres niños y está nuevamente embarazada. En el lugar abundan las moscas y las espanta únicamente si sobrevuelan su rostro. Ignoro cómo se vive en aquella casa, separada del almacén por una cortina, pero cuando el viento ondea la tela, se desprende una corriente áspera.

La primera vez que tomo el camino hacia otro pueblo lo hago a pie. Paso un puente colgante y a un anciano con sombrero alón, terno y chaleco negro. Al acercarme advierto que su elegancia acumula manchas de aceite y zurcidos. El viejo me cuenta que los nombres de los lugares corresponden a los de las haciendas que existían antes de la Reforma Agraria; dice que la reforma sirvió para que algunos se aprovecharan y otros como él se perjudicaran. Su vestimenta debe corresponder al traje que usaba los domingos en la hacienda cuando salía al encuentro de los trabajadores que volvían de las faenas. Ya nadie pasa por el camino, dice, sólo él continúa aguardando las novedades. A pesar de que tiene un pedazo de tierra a su nombre, en cualquier momento la ley se lo arrebata. En la zona abundan los litigios. Las compras y ventas se hacían de palabra. De eso se aprovechan los hijos y los nietos de los hombres de palabra para deshacer los tratos y en todo el valle hay casos como el de este hombre que se sostiene en su tierra por un pelo.

Un poco más arriba, junto a un humedal sobre el que planean las garzas, encuentro una casa y una pareja de viejos que venden queso de cabra. Me cuentan que los demás habitantes de la quebrada huyeron cuando el río se empezó a secar. Los viejos fabrican queso con la leche que estrujan a un puñado de cabras que se comen el pasto y se toman el agua que resta. La mujer se las arregla para cultivar flores. Qué distinto aire se respira en una casa en la que se cuida un jardín.

El juego de living lo compraron en una mueblería de la ciudad más cercana. La mujer lo mantiene limpio y ordenado y es su preocupación por los objetos -y no por el dinero- lo que vuelve lujosa su casa. No tienen siquiera dos mil pesos para darme cambio. Antes de irme, la mujer coge del único árbol que produce frutos dos pequeños duraznos y me los da para el camino.

En Santiago uno piensa que todos los quesos de cabra son iguales. Aquí se aprende que están hechos por una mano y manos hay de todos los tipos. Las de la mujer que cuida el jardín resultan duras y secas. La directora de la escuela me cuenta que todos en el valle saben que el queso de la mujer es duro y seco. Como los buses no suben a Infiernillo, la acompaño en su camioneta a dejar los muebles que el gobierno le subsidia. También el minibús en el que subimos es subsidiado. Y la escuela.

Por todas partes hay huellas de que alguna vez corrió agua en abundancia. Sólo por eso los lugareños construyeron sus casas y sus corrales, plantaron árboles, enterraron a sus muertos, levantaron un parrón bajo el que celebrar los bautizos y, más tarde, los matrimonios. Ignoraban que un día el agua dejaría de venir, se secaría la parra, los árboles, los animales y los muertos en el cementerio.

Los lugareños confían en que volverá a llover o no tienen lugar al que ir. Aquí, al menos, pasa el camión cisterna y han aprendido a representar una vida entre piedras y costras. La mayoría asistió a la escuela y ahora envían a sus hijos a aprender a leer, sumar, restar, multiplicar y dividir. La aparición de la camioneta de la directora los hace salir al camino. Quedan cubiertos por el polvo.

En la escuela funcionan dos cursos por sala y las paredes están empapeladas con trabajos manuales. Frondosos árboles, patos, ríos, estanques, nieve… los niños dibujan lo que nunca han visto. Las piedras que ven, no las dibujan, para qué si las pueden mirar. La escuela obtiene agua con una bomba. Los lugareños también podrían contar con una bomba si los funcionarios que crean los programas de desarrollo subieran hasta aquí para conocer cómo se vive en la desolación, pero los funcionarios prefieren ver las cifras antes que la desolación. Le pregunto a la profesora qué ocurrió con el río. La verdadera historia la sabré unos días después, a través del conductor del camión cisterna, que dejó a su esposa e hijos para construir un camino por el que nadie transita.

La esposa del propietario de la casa y dueña de la escuela, acostumbra a venir a supervisar al empleado que viene a regar, buscar los huevos que esconden las gallinas o a comprobar si las cabras continúan entrando a comerse las paltas de la quinta. Esta vez la acompaña su suegra y esposa del muerto. Desde el velorio que no volvía a su casa. Sus hijos le prohibieron que viva aquí sola. Uno de ellos la llevó a vivir con él a una casa de techo de zinc que construyó en un terreno al lado de la carretera. El ruido de los automóviles y el calor de las planchas impiden vivir tanto adentro como fuera; se queja la viuda de que no hay árboles y la tierra no sirve para cultivar una huerta. Ignoro si a los hijos les preocupa que esté sola o que alguno de los hermanos se aproveche de que está sola para irse a vivir con ella y apoderarse de la casa en disputa.

La viuda tuvo una montonera de hermanos y, por ser la mayor, la mandaban a cuidar las cabras al cerro. Se la pasaba semanas arriba en compañía de las cabras con un saco de harina y un poco de carne seca. Llegó a conocer mejor los sonidos de los cerros que las palabras. Las primeras noches se moría de miedo, hasta que se acostumbró. Nombra todas las cosas como las nombraría un poeta. Cuando dice viento, se refiere al aire tibio que la acompañaba con su música en las tardes solitarias; cuando dice casa, se refiere a las piedras bajo las que se calentaba cuerpo a cuerpo con las cabras; cuando dice queso, habla del olor al cuajo, al sabor de la sal, a la lluvia, al humo, al alba. Del cerro la bajó el que se convirtió en su marido. La viuda recuerda cada una de sus cabras, las que les permitieron comprar el terreno, construir la casa, comprar el televisor, la cocina a gas. Han pasado sesenta y cinco años y, a pesar de que sus hijos fueron a la escuela y no les faltó un par de zapatos, ella nunca fue tan feliz como en los cerros.

Los chismes dicen que no fue la única mujer del occiso. La «otra» es dueña de un almacén y verdulería que está a doscientos metros. Se trata de una mujer corpulenta y de buen humor que vive con su madre, una vieja flaca y chica como una pasa, con dos largas trenzas de cabello gris. A cualquier hora están comiendo en una mesa afuera. En el horno de barro hacen pan, empanadas y pastel de choclo. Y aunque cobra hasta por los suspiros, se nota que vive alegre y despreocupada. No ocurre lo mismo con la directora de la escuela y esposa del hombre que me arrendó la casa; anda siempre apurada por ir a ver sus negocios. De todo tiene un poco: paltas, animales, mercadería, mermeladas, la escuela, el furgón, las micros, trigo a medias, casas, terrenos. Jamás se detiene, y aunque su casa es de concreto y llena de comodidades, no le alcanza el tiempo para disfrutarla, y, cuando por fin deja de trabajar, revuelve la fruta en la olla para vender mermeladas.

He adquirido la costumbre de visitar la bodega en la que vivía el muerto. Me siento a contemplar sus cosas tal y cual las dejó; procuro escuchar los sonidos que bajan por los cerros, imagino que tengo un saco de harina y un poco de carne seca, que por la noche caliento mi cuerpo al calor de las cabras y dejo de temer.

Escucho la bocina del camión cisterna. Por las tardes el chofer no trabaja en el camino y se aburre. Podría encontrar un trabajo donde ganara más, pero aquí está lejos de su esposa. La vida en común se ha vuelto insoportable y, si no se separa, es por los hijos que la lejanía no le permite visitar. Ha tenido otras mujeres. Una vez pensó irse con una, pero cuando la pasión se acabó, le pareció que no tenía sentido dejar a una por otra. Esta noche me lleva en el camión cisterna a la casa donde está alojada la Virgen de Palo Colorado. El improvisado dormitorio fue alhajado con guirnaldas de papel, flores, ramas, manteles, papel crepé y volantín, los trabajos manuales que llevan generaciones enseñando en la escuela. Las sillas, contra la pared, como en una kermesse. Los cantores, viejos y jóvenes, orgullosos de continuar una tradición, se turnan para cantar las coplas con guitarra, tambor y acordeón. «Yo la vengo a saludar/ He venido desde lejos/por venirle a cantar/ y lo hago al llegar/ con respeto y devoción/en nombre de mi señor».

Una letanía que se repetirá toda la noche, todas las noches del mes en casas distintas. Los bailarines salen de a uno frente a la virgen. Sólo se detienen para beber. Beber les ayuda a danzar hasta la madrugada. Antes de venir aquí, asamos en el patio de la casa unas papas y un pescado que compré en Pichidangui. Ahora me asalta el pensamiento de que no apagué totalmente la fogata. Repaso mentalmente mis movimientos. La sospecha de que los leños continúan ardiendo y que, gracias al viento, se quemarán la casa, la bodega del muerto y los frutales, se hace cada vez más verosímil. El chofer del camión cisterna no recuerda si apagué o no los leños, cree que debí hacerlo. El pensamiento de que si no hubo un incendio todavía, podría haberlo, me consume. El chofer sugiere que volvamos. La noche que tan bella me pareció a la ida se cierne sobre nosotros. En el puente colgante me pongo a temblar. No puedo creer que un gigantesco incendio consuma a mi vecina y a su hermano, al vendedor de helados, la iglesia evangélica, la cantina, el puente colgante, el almacén, al viejo que sale por las tardes con su traje dominguero, a la mujer que fabrica quesos de cabra duros. Creo distinguir un fulgor anormal en el cielo; después de la curva tendré ante mí la verdad. Siento las piernas y brazos de lana, cruzo los dedos y, a pesar de que no soy católica, ruego a la Virgen de Palo Colorado. Las ruedas del camión pasan por encima del arroyo que cruzo para ir al almacén y donde lavan diariamente los buses. Dejamos atrás los matorrales con espinas, el puente colgante, la poza. La casa, en silencio, nos mira entera.

La sobrevivencia del valle pende de un hilo de agua. Si se corta, morirán de sed los cultivos, los animales, los lugareños, y, aunque en otras quebradas también preocupa la sequía, aquí preocupa el doble porque esta no recibe el deshielo de la cordillera. Sólo agua lluvia que almacenan en el pequeño tranque de Culimo. Las plantaciones de arándanos, olivos y paltos, que cultivan empresarios de afuera y algunos oriundos, están secando las napas subterráneas. Día por medio los evangélicos alaban al Altísimo en la iglesia contigua a la casa. No le cuentan que se quedan sin agua. Para llegar hasta el templo, los fieles siguen el camino que va junto al río que diariamente mengua su caudal. Vienen con el Libro de los pecados en la mano. Las mujeres de cabellos largos, lisos y lustrosos, tapando con la falda sus rodillas y con la blusa abotonada y el chaleco, sus pechos. Las jóvenes se ven como se verán de casadas y de viejas. Las que no van a la iglesia, son madres solteras y van a encontrarse con los hombres que beben cerveza y pisco en el almacén. Por la noche los bebedores se dirigen a la cantina, donde pagan a una mujer por un vaso de agua con colorante. Después pagan por un cuarto sin ventanas.

Los cuartos clandestinos quedan junto a la casa del heladero, que es el padre del que se quiso hacer el lindo conmigo y de la muchacha que lo mandó a arreglarme la cama. Es ella la que me cuenta la historia del joven que vive en su casa. El dueño de los buses y esposo de la directora de la escuela que me arrendó la casa, lo tuvo con la empleada. Al ilegítimo lo crió ella, la hija del heladero. Ella le dio los estudios. Ella lo alentó a demandar al dueño de los buses para pagarse la universidad. La directora de la escuela no quiere que sus hijas conozcan al ilegítimo y, para evitar que les quite un solo peso, transfirió los bienes familiares a su nombre y al de sus hijas legales. Ahora el dueño de los buses no tiene nada. Después me enteraré que la hija del heladero, que llevó al ilegítimo a su casa por compasión, en realidad, es su madre. Puede que haya usado al joven para vengarse del propietario de las micros o cree justo sacarle dinero al patrón que la sedujo mientras ella limpiaba la casa donde vivía con su esposa. El ilegítimo puede o no saber que ella es su madre, puede que todos sepan y él no, o que sólo yo esté siendo engañada. No es el único engaño que hay por aquí, me cuenta el chofer del camión cisterna cuando le pregunto extrañada cómo puede haber antenas parabólicas y camionetas con vidrios polarizados en estos ranchos miserables. «Todos saben que en los cerros se cultiva marihuana y creen que eres una detective que vino a vigilarlos». Sospechan porque hablo con cualquiera; adonde voy, hago preguntas, y anoto en una libreta. «Ten cuidado, los traficantes andan armados. El negocio es grande y no van a permitir que se lo estropeen». Creí que el negocio eran las plantaciones de arándanos y los paltos. «El negocio es todo». También me cuenta que en vez de comprar el agua, la empresa que construye el camino por el que nadie transita la saca del tranque Culimo. Si alguien se opone, el administrador compra su silencio con un par de peones y una máquina para perforarle un pozo. El chofer saca la cuenta: dos camiones cisternas, cuatro viajes diarios por un año, millones de metros cúbicos de agua robados.

Los inspectores ven las mangueras en el río y siguen de largo. Los lugareños ven pasar los camiones cisternas y dan vuelta la cara. Las plantaciones de olivos, paltas y arándanos secan las napas y todos miran hacia el valle vecino del que piensan sacar agua. Cuentan esperanzados que el gobierno tiene un proyecto para desviar el agua desde Caimanes hasta aquí. Cada uno tendrá que aportar un millón de pesos. No dicen cuántos años hace que les prometen el agua de los vecinos. No cuentan que en Caimanes se están quedando sin agua por causa de una minera. Nadie escribe que los propietarios de la minera son parientes de los que secan las napas, parientes de los que en el gobierno difunden el rumor de que este año sí habrá una solución para la sequía.

Esta mañana, al asomarme a la calle, no encuentro la poza. Hace dos semanas que comenzó a bajar el nivel del agua y aparecieron para quedarse objetos hasta ahora invisibles, ramas, islotes, piedras, troncos, basura. Los sapitos fueron los primeros en huir. Los patos que nadaban con la corriente salieron caminando, los únicos que se quedan son los zancudos. Ya no se escucha el sonido de los piqueros, la caída de agua, el motor de los automóviles que traen a la gente de afuera.

El espacio vacío se vuelve doblemente extraño. En la casa de los hijos del heladero resuenan los gritos y las recriminaciones. El heladero sale tres veces al día y no dos en su moto. A las siete de la tarde veo pasar al hermano completamente blanco, la ropa, el pelo, los brazos, las pestañas, el rostro, embadurnados en cal. En vez de su acostumbrada gallardía, me encuentro a un hombre viejo, cansado, vencido. Me entero que ha encontrado empleo en la mina de cal. Ahora ni siquiera tiene la poza para alardear que algo hizo en la vida. Esta mañana me siento en el banco del muerto y contemplo el infierno.


FUENTE: Revista Carapachay (https://revistacarapachay.com/2018/04/27/2033/) 

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