3 de junio de 2017

Guillermo Haut - Los laureles del Pueblo (2017) - Cuento



1786


—¿Y para qué quiere el Cabildo quinientas plantas de laurel, si se

puede saber? —preguntó Josefa León, sin dejar de pelar papas.

—¿Qué importa? si habrán de pagarlas y muy bien —contestó Paco

Gomes, mientras reparaba el mango roto de una pala de punta.

— Habemos un solo árbol de laurel…

—No es el que se usa en la cocina, es el silvestre, en los montes hay

mucha manera, crecen como en matojos.

—Luego, ¿pero para qué son?

—Para formar calles, por los festejos por recibir el Real Sello.

—¿...? Mira, yo no voy tan menudo como tú a la ciudad, espabílame.

—…se reciben las láminas con las armas del rey, mujer, pues volvemos

a tener Real Audiencia, han solicitado al puerto, pueblo de Las

Conchas, plantas bien pobladas de ramaje y altura regular para los festejos,

pues vuelve a instalarse la Audiencia Pretorial. —Todavía le sonaba

raro lo de “pueblo” de Las Conchas, aún diez años después.

—Bien, pues aprovecha para traer unas rajas de leña —dice, prestando

poca atención a la respuesta.

—¡Pero si ayer he traído…


—¡Sí, cardos! que me ahúman la cocina y los pulmones. Trae un poco

de leña de la buena, de la que vendemos en la ciudad.

—Pues sí, pues sí ¡hasta mañana! —replica Paco mientras sale de la

casa.

Paco revisa los arneses y frenos de los bueyes, las ruedas del carretón;

pone un buen almohadón en el asiento, y en el momento en que va a

dar la orden de partida a los animales, aparece Josefa corriendo con un

canuto de caña en la mano…

—Lleva de camino esto a don Quispe, el curandero, que hace días

que estoy mala.

—¿A quién?

—Al curandero del Monte Grande, que revise mi orina y me dé una

hierba curativa.

Sin más, luego de tomar el canuto y guardarlo en un cajón bajo el

asiento, Paco hizo un chasquido y los bueyes comenzaron a moverse. Al

son del chirriar de los ejes y con las primeras luces de ese primer sábado

de agosto, cruzó el sembradío de trigo de primavera, luego el de maíz, y

enfiló hacia los montes de talas y durazneros. Al llegar, dejó a los bueyes

abrevar en un pequeño curso de agua que luego debería cruzar y se dedicó

a buscar laureles silvestres, pala en mano.

Paco y Josefa son jóvenes agricultores, su chacra es herencia de los

Gomes, recibida cuando todavía estaban haciendo su “prueba de convivencia”

y afrontando penurias económicas en la ciudad. La herencia

alivió su pobreza, aunque los obligó a mudarse a Las Conchas, a más

de una jornada de distancia. Finalmente la presión del párroco local,

que no veía con buenos ojos dichas pruebas prematrimoniales, los llevó

a casarse. Su bien más preciado era el carretón y los sencillos avíos de

siembra y cosecha, la dote de Josefa.

Después de un buen rato de duro trabajo, Paco consiguió sumar

suficientes plantas a las que ya había amontonado en la semana, y las

cargó en el carretón, luego de asegurarse de que tuvieran húmedo

el pan de tierra. Acomodó mejor la leña y las bolsas con duraznos y

reanudó su marcha, hacia el vado, una parte del lecho con tosca que

permitía cruzar el arroyo del Tigre con facilidad. La selva ribereña

acompañaba el chirriar de los ejes con el estruendo característico del
despertar de monos, ipaca-ás, pavas del monte y todo tipo de aves.
Al atravesar una parte especialmente espesa de un talar, le llamó la

atención un súbito silencio. El estruendo se reanudó tímidamente

pero fue otra vez interrumpido por un espantoso rugido, afortunadamente

no muy cercano. Paco avivó el paso de los bueyes con un

golpe de riendas e inquieto comenzó a mirar a su alrededor, mientras

registraba haber olvidado el viejo mosquete en su casa. En la caja del

carretón, las flexibles varas de laurel se movían de un lado a otro en

oleadas, como bailando. El silencio ahora solo era roto por los ejes y

el crujir de las maderas. En un momento en que miraba hacia un costado,

tuvo la sensación de ser observado… Al volver la vista adelante,

quedó helado por la sorpresa.

Un indígena casi desnudo le apuntaba con una flecha tendida en un

gran arco.

La chacra, Josefa, no habían tenido hijos aún, el primer virrey en la

ciudad, los cimbreantes laureles en el carretón, el estrépito y el silencio de

la selva, la leña para Josefa, el canuto de caña, Las Conchas ya es pueblo.

La flecha silbó en su oreja derecha al tiempo que veía el temblor de la

cuerda en el arco. Un rugido cercano devino rápidamente en un gorgoteo

agónico. Sin reaccionar todavía, vio avanzar al indígena con el arco

a la manera de una lanza y pasar por su costado, para escuchar luego el

desplome de un pesado cuerpo sobre la caja del carretón. Recién en ese

momento aferró las riendas al notar intranquilos a los bueyes. Un velo

negro le cubrió.

El agua fría en la cara le hizo volver en sí. Lo primero que vio fue una

cara… la del indígena que le apuntaba con el arco y su primera reacción

fue la de cubrirse con las manos para defenderse, hasta que notó que

no corría peligro debido a lo que le señaló con la mano extendida por

encima de su hombro: al costado del carretón se encontraba el cuerpo

de un enorme tigre con una flecha en la garganta y el arco clavado en el

pecho. Antes de poder coordinar una palabra pudo ver que el indígena

tenía una piel no muy oscura, rojiza, pelo negro largo hasta los hombros,

barba muy rala, algo de vello en el cuerpo y un crucifijo finamente
tallado en madera que colgaba de su cuello. Mientras se reponía del susto,
observó cómo el indígena tomaba unas ropas -españolas, por ciertoque

se encontraban colgadas de una rama y se vestía con un pantalón y

una larga camisa blanca de tela gruesa. Luego, el extraño personaje se

alejó hacia el monte y volvió arrastrando una gran canoa, que tapó con

frondosas ramas de sauce. Se acercó hasta donde Paco se encontraba

recostado y le habló.

¡Yaguareté añá membý! Yo Tabaré, trabajo, cuido de vos, señor—

dijo señalando al animal, luego de lo cual siguió en guaraní mezclado

con español, para pesar de Paco que, a diferencia de Josefa, no conocía

aquel idioma lo suficiente para encarar una conversación. Lo poco que

entendió es que se estaba bañando en el río cuando le vio llegar con el

carretón. ¡Por eso estaba casi desnudo como un salvaje! que obviamente

no lo era. Guaraní, pero bastante civilizado.

Luego, Tabaré, que así se llamaba el indígena, procedió a cuerear al

felino, como quien lo hubiese hecho toda su vida. Al terminar tomó

el cuero y se lo ofreció a Paco con una reverencia, señalando luego el

asiento del carretón, como indicando que lo quería acompañar.

Una hora después, el carretón avanzaba hacia la barranca de la

Punta Gorda, y su conductor prestaba atención a las pocas palabras

y muchos gestos que su acompañante le hacía para comunicarse. Tabaré,

como casi todos los guaraníes, hablaba poco y en voz muy baja,

sin mostrar emoción alguna en su rostro. No hablaba mucho español,

pero mucho tiempo después, casi llegando a la ciudad, ya Paco se

había enterado de que muy joven había huido de la misión jesuítica

de San Lorenzo, luego de que los frailes reemplazaran a los expulsados

jesuitas. Los frailes no los cuidaban ni querían, no respetaban su

idioma y los castigaban por cualquier cosa. Tabaré había aprendido

en la misión jesuítica a tocar el violín, labrar la tierra y trabajar la madera,

además de adquirir habilidades para reparar desde carros hasta

instrumentos de labranza. Lo único que no había aprendido bien fue

el castellano, pues los jesuitas se interesaban muchísimo por la lengua

guaraní, para lo que habían realizado transcripciones escritas de las

distintas voces y modismos y cuidaban que los indígenas no perdieran

su lengua.
Ya en la ciudad, luego de recibir la paga por los laureles, además de
vender en el mercado los duraznos y la leña, Paco y Tabaré comieron

un poco de chorizo seco, armaron un jergón sobre el carretón y allí se

durmieron. Las primeras luces sobre el río les vieron cruzando el zanjón

por la tosca, de regreso hacia Las Conchas. Paco ya entendía mejor lo

que Tabaré contaba. Finalmente, confesó que también había adquirido

cierta formación militar: el uso de armas de fuego, así como el perfeccionamiento

de las armas propias, habilidades que le fueron útiles en

las invasiones de los “cambá” y los mamelucos. Con los frailes se había

aburrido tanto que decidió fugarse, y así fue como vivió en la selva, alimentándose

de la caza y de la pesca, moviéndose con su canoa de un

lugar a otro, con las pocas pertenencias salvadas de la misión. Ya de

adulto, había deambulado de pueblo en pueblo, río arriba y río abajo. Su

astucia le había permitido no caer esclavo. Así se había encontrado con

Paco, en medio del aseo personal, otro indicio que lo diferenciaba de los

“sucios guaraníes salvajes”. Ya Paco estaba convencido de que le vendría

muy bien una ayuda en su chacra, a cambio de casa y comida…

El paso por el Monte Grande le recordó el pedido de Josefa, así

que se desvió un poco del camino y subió la barranca para pasar por

la capilla de San Isidro Labrador. Su escalinata era el lugar elegido

por el viejo Quispe, el curandero, especialmente los domingos y días

de fiesta. Ya se había formado una pequeña fila de pacientes, muchos

con sus canutos de caña en la mano. Cuando le tocó el turno a Paco,

el viejo recibió el canuto de caña sin mencionar una palabra, tomó la

orina y derramó unas gotas en el cuenco de su mano, las miró a contraluz

y luego las arrojó al aire verticalmente, repitiendo la operación

varias veces. Paco sabe que observa si la orina cae en forma de rocío o

en forma de gotas, y de ello deduce si la enfermedad “viene de calor o

frío” y obra en consecuencia, esto es, entregando un puñado de ciertas

hierbas medicinales. Pero el viejo, además de entregarle las hierbas le

pidió acercarse y le dijo algo al oído… Luego de la consulta, Paco tomó

las hierbas y volvió al carretón. Tabaré observaba toda la acción con la

mayor naturalidad.

Al atardecer, Josefa está buscando una calabaza madura y algo de

verdolaga en la huerta. A diferencia de los pastores, que solo se alimentan

de carne asada sin ni siquiera salar y viven entre huesos y restos

vacunos en descomposición, rodeados de animales carroñeros, los agricultores

consumen más vegetales, condimentan sus comidas y acomodan

más sus casas buscando cierta comodidad. El sol es ya un disco rojo

en el horizonte y comienzan a aparecer los mosquitos, cuando escucha

a lo lejos el chirriar de los ejes del carretón. La dureza de sus facciones

se suaviza por unos instantes. Pero además del chirriar de los ejes, se

escucha… ¡música! ¿Cómo es posible? Algunas veces había escuchado

ese emocionante sonido en la ciudad, y lo había extrañado luego de la

mudanza a la chacra de Las Conchas.

La llegada del carretón devela el misterio. Sentado al lado de Paco

viene…un indio vestido como un cristiano, que toca en un violín rústico,

pero violín al fin, una melodía que le llega al corazón.

Al bajar Paco del carretón, le ofrece una pequeña bolsa.

— Don Quispe envía estas hierbas para infusión, pero pregunta “hace

cuánto se os ha retirado la regla”.

Josefa, que estaba distraída observando a Tabaré y su violín, se sobresalta

y se toma el vientre.

—¡Virgen Santa!, ¿será posible?

No muy lejos de allí comienzan los estentóreos gritos de las ipaca-á.


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Nota del autor:

En 1776, algunos vecinos del Puerto emprendieron la fundación del
pueblo, para lo que solicitan al procurador de número la compra de
una gran cantidad de terreno. En ese año se instala el primer virrey
en Buenos Aires y 10 años después también se reinstala la Real
Audiencia Pretorial, el 8 de agosto, para lo cual se solicitan las
varas de laurel. (Enrique Udaondo, Op. cit.)
Los jesuitas habían sido expulsados de los innumerables pueblos
guaraníes que habían fundado, en 1768, y en su lugar se pusieron dos
frailes en cada uno, para lo espiritual, y un administrador, que no
eran queridos como aquéllos, solo “buscaron aprovecharse del momento
presente (…) de aquí que ellos no alimentan ni visten bien a los indios
(…) y los fatigan de trabajo”. Estos indios han progresado algo
hacia la civilización (…) se visten a la española... y se extienden
por todas partes en libertad o mezclados con los españoles…” Estos
datos así como las prácticas de los curanderos, y las diferencias
entre pastores y agricultores de la época pertenecen a Félix de Azara
(Op. cit.)
• “Sociedad y economía en San Isidro colonial: Buenos Aires, siglo
XVIII” Sandra Olivero. Universidad de Sevilla, 2006. El
“período de prueba” prenupcial como práctica común


Fuente: Guillermo Haut, Un amor de Tigre, Fundación de Historia Natural Félix de Azara, 2017, se descarga en http://fundacionazara.org.ar/un-amor-de-tigre/

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