Tras veinte años de trabajo como docente rural en el nordeste santafesino, los
quebrachales, las llanuras, las costas e islas bañadas por el río San Javier, se
volvieron para Diego Oxley (1901-1995) un lugar de existencia y una verdadera
obsesión literaria. Criollos, mocovíes, familias de peones, de pescadores, de
nutrieros, solitarios buscavidas perdidos entre las islas, nadie plasmó con tanto
fervor como él las historias de esos pobladores de la intemperie insular. Así
como las aventuras de hombres rebeldes a toda ley.
Oxley se retiró de la docencia y se mudó a Santa Fe, donde ejerció el periodismo
en el diario El Litoral. La vida mundana no le impidió volver por largos
períodos al San Javier, «como un auténtico islero de adopción», tal como lo
definió Eugenio Castelli.
Al igual que Velmiro Ayala Gauna y Luis Gudiño Kramer, Oxley publicó su
primer libro después de los 40 años. A Quebrachos, ese título inaugural, le siguió
El dolor de la selva, Teutaj, Tierra arisca, Encono, Cenizas, El remanso, Agua
y sombra y Soledad y distancias. También escribió una obra de teatro, Se borran
las huellas.
El rigor de las islas
I
Frente a la desembocadura del Guaycurú se abre en agua y cielo el panorama
extendido. Gris y azul profundo.
Ahí está detenido Jesús Altamirano, para tomar aliento. De pie sobre el plan
de la canoa, frente a esa cancha dilatada que traspone el horizonte, como si el
río hubiera querido desplazar a la tierra para arrellanar su modorra. Un suave
viento del norte encrespa el agua y arrastra el perfume agrio de las islas.
Hace calor.
El sol brilla en lo alto del cielo y abajo, hacia el poniente, se insinúan algunas
nubes vaporosas, tenues, que parecen nacidas en el río.
Ha dejado el botador y engancha los remos en los toletes para cruzar la cancha
rumbo a Puerto Malabrigo. Se palpa luego los bíceps doloridos y echa hacia
atrás el sombrero para despejar la frente sudorosa, que seca con las puntas del
pañuelo del cuello.
Pero no se decide. El sol le quema las carnes curtidas, se siente cansado y
sabe que una vez iniciada la travesía, no podrá soltar los remos hasta tocar la
costa opuesta. El cruce del Paraná demanda un esfuerzo que no está seguro de
poder realizar.
Pierde la mirada en la lejanía. Agua y cielo estremecidos por el viento y por
la luz turbia del sol.
Ahí, a pocos metros de la costa, hay un ingá que parece ofrecerle su sombra
protectora y cordial; pero también lo atrae aquella costa que no distingue
porque está perdida en la distancia. Sol implacable y cansancio y ese deseo de
llegar nacido en la angustia de la incertidumbre y del miedo que viene sufriendo
desde hace unas horas.
—Agua, Jesús.
Se estremece al oír esa voz débil, opaca, suplicante. Recostada en la proa,
entre trapos y ponchos, está su mujer, pálida, las mejillas sumidas y los labios
enrojecidos por la fiebre.
—Agua.
Le aproxima un tarro con agua a los labios resecos. Luego acomoda los trapos
para que esté más cómoda y asegura la bolsa que la protege del sol.
La mira con expresión ansiosa. Tiene los ojos cerrados y la boca entreabierta;
la respiración es agitada y le levanta el pecho acompasadamente.
—Tengo que yegar —murmura el hombre, para infundirse ánimo— antes
que nos agarre la noche.
Se sienta y empuña los remos. Siente un quejido de la mujer que ha quedado
oculta y afirma los músculos doloridos en el esfuerzo, para impulsar la canoa.
Así ha venido desde la madrugada, siguiendo el arroyo a botador, sin detener
los movimientos medidos y armoniosos del cuerpo.
Ahora la corriente lo favorece y la embarcación se desliza veloz sobre las
aguas apenas encrespadas por el viento; pero cuando entre en el cauce del Paraná
vigoroso tendrá que enfrentar su empuje para no dejarse arrastrar aguas abajo.
—Tengo que yegar.
Su voz apagada se pierde entre los chasquidos que producen los remos al
entrar y salir del agua. Sus brazos vibran en cada movimiento y los músculos
se crispan debajo de la piel oscura, haciendo resaltar las venas hinchadas. Mira
hacia atrás para medir el rumbo.
Está lejos todavía del rancho de don Ramón Soria.
Las costas frondosas del Guaycurú se alejan y se dilata su lecho gris a los
costados, extendiendo la perspectiva. Las aguas generosas del riacho se vuelcan
en el caudal ampuloso del gran río, para fundirse en un abrazo que los llevará
unidos a través de un destino inviolable. Las nubes blanquecinas, disgregadas,
alcanzan el sol y atenúan sus rayos de fuego antes de esfumarse.
Otro quejido débil de la mujer lo sobresalta y se agacha para mirarla. Ahora
el rebozo negro le cae sobre la cara para cubrirle los ojos.
En el rancho han quedado solos los cuatro hijos. La mayor tiene nueve años,
pero posee ya la fortaleza, la seguridad y la eficacia de la mujer isleña que no
conoce el miedo. Su rancho misérrimo está protegido por su propio desamparo,
allá, en la costa del arroyo manso.
Sus movimientos se han hecho mecánicos y el cansancio se va postergando
en el tiempo, mientras su ansiedad se agranda azuzada por los quejidos de su
mujer que le llegan de a ratos para mantenerlo alerta.
Aquí bailotea un poco la canoa y se insinúa la fuerza de la corriente. Entra
en el cauce del Paraná.
Respira profundamente y afirma los pies descalzos en las «costillas» de la
débil embarcación. El sudor le moja las carnes pardas, mientras un gesto de
decisión, de firmeza, acentúa sus rasgos.
—Aura viene lo güeno.
Le pone la proa a la corriente tomándola al sesgo y redobla el esfuerzo. Cuan21
do llegue a la costa opuesta tendrá que subir el río durante más de dos horas. Si
no lo «saca» muy abajo la fuerza que ya se hace sentir. Todos los sentidos están
puestos en su empeño, toda la experiencia, toda la ciencia del hombre nacido en
las islas y madurado en esa lucha recia.
A medida que avanza hacia el centro del cauce, el río bravo le exige más
ahínco, más firmeza. Su lomo se ha oscurecido y parece irritado por la acción
del viento, mientras los chasquidos de las marejadas que se rompen contra las
tablas de la canoa acentúan su balanceo acompasado. Crujen los remos en las
toleteras y el cuerpo del hombre se ha hecho más flexible, sus músculos se han
puesto más tensos y los movimientos son ahora más precisos, enérgicos, firmes.
—Agua, Jesús.
Se estremece. Apenas le llega esa voz que diluye el rumor del agua. Sin mirarla,
contesta:
—Aguantá un poco más qu’estamos en la travesía y no puedo soltar los remos.
Ya te alcanso.
Sigue empeñado en la lucha. Los puntos de referencia que tiene en el frente
le confirman la exactitud del rumbo, le permiten establecer su avance; pero,
simultáneamente, siente renacer su cansancio y una sensación de hormigueo
doloroso le taladra los músculos del pecho, de los brazos, de las piernas.
—Si aflojo…
Aprieta los dientes.
—Agua, Jesús.
Viene forzando la marcha desde la madrugada. Primero el botador, ahora
los remos. El calor, el sol, la ansiedad. El rancho de don Ramón Soria está lejos
todavía. ¿Y si no lo encontrara?
—Agua.
El perfume del río le entra en los pulmones para saturarlos, el roce áspero
de los rayos del sol y la caricia tibia del viento norte le excitan la sangre que
corre con avidez debajo de la piel curtida. Los músculos parecen anudarse en
cada contracción.
Quiere distraerse y piensa en los hijos que han quedado solos en el rancho.
Son gauchos sus hijos y se han curtido en el rigor de las islas. Saben defenderse
y saben aguantar. Son duros, no han aprendido a quejarse.
—Agua, Jesús.
Le golpea en el pecho esa voz apagada, suplicante.
—Ya yegamos a la costa. Tené pacencia. Entendé que no puedo soltar los
remos hasta no tocar tierra.
Las palabras le salen apretadas, como si las mordiera antes de liberarlas.
Él también tiene sed y siente los labios y la lengua resecos, pero sigue respirando
con la boca abierta para satisfacer a sus pulmones anhelantes. Los brazos
le pesan como si estuvieran hinchados y las manos ya no perciben la empuña-dura de los remos.
Sin embargo, mantiene su empeño y lo encumbra el deseo
de no dejarse arrollar por esa fuerza ciega del río.
Sabe que está cerca. Quizás a doscientos metros de la barranca. Sabe también
que ha resistido bien a la corriente y que arribará al lugar que había previsto.
—Agua, Jesús.
Doscientos metros…
Se vuelve en el asiento para comprobarlo, sin interrumpir el vaivén vigoroso
del cuerpo. No quiere perder la línea, no quiere concederle ventajas al río.
—Ahá.
Recoge con la lengua el sudor que cae en la comisura de los labios y lo saborea
paladeándolo. Se siente congestionado, los golpeteos de la sangre lo aturden
y la respiración se ha hecho acezante, dificultosa.
—Una juercita más y…
Se le anudan los músculos del estómago en un amago de calambre y un
súbito mareo lo obliga a cerrar los ojos. Sacude la cabeza para recobrarse. No
quiere aflojar, no debe aflojar.
Vuelve a mirar hacia atrás. Ahí está la pequeña barranca.
En un esfuerzo supremo tira dos o tres veces de los remos y la canoa se vara
en el barro de la costa. Abre con dificultad las manos para soltar los remos y
durante un instante permanece inconsciente, doblado sobre sí mismo, con la
barbilla afirmada en el pecho.
—Agua, Jesús.
II
—Ahá.
Ha acostado a la mujer sobre el catre, dentro del rancho. Las ojeras violáceas
acentúan la palidez de su rostro.
Don Ramón Soria la mira fijamente, como si meditara.
—¿Qué le ha pasao?
—Perdió, don Soria. Anduvo remando.
—¿Cuándo jue?
La luz del candil parpadea haciendo bailotear las sombras en las paredes
embarradas.
—Hace como cinco u sáis días.
La mujer permanece inmóvil, con los ojos cerrados, respirando agitada. Desde
afuera llega el ladrido insistente y desganado de un perro, junto con el rumor
de las aguas que golpean en las barrancas agrietadas del río.
—Ahá.
Le pone una mano sobre la frente y cierra los ojos.
23
Jesús Altamirano contiene la respiración, mientras estruja el sombrero entre
sus dedos endurecidos en el botador y en los remos. Siente los latidos sordos
del corazón unidos a su ansiedad y a su expectativa.
Sus hijos son gauchos y han quedado solos en el rancho solitario, allá, junto
al arroyo manso. Saben defenderse y no han aprendido a quejarse porque se
endurecieron en el rigor de las islas. Y la Jacinta está aquí tirada en este catre
ajeno, quieta, callada, como si estuviera…
—Has demorao en tráirla, m’hijo.
La sangre se le agolpa en la garganta, en las mejillas y siente su calor y siente
su empuje.
—Aura es tarde. El mal está muy agarrao.
—Pero…
—Es cuestión de un rato.
Se aproxima al catre y la mira. Se han acentuado sus rasgos, la palidez se ha
hecho casi transparente, la respiración no le levanta el pecho.
—Tenés que tener pacencia.
Sale al patio y se enfrenta con la noche estrellada, serena. Ahí está el río
brillando en escamas de plata, imperturbable, salvaje, siguiendo con seguridad
su camino de siglos. Más allá, las sombras y el misterio abarcando la soledad
de las islas, exaltando su silencio receloso y arisco. Y en el rancho pobre, agazapado
junto al arroyo manso, están los hijos esperando, expuestos al rigor de
la vida.
Jesús Altamirano levanta la cabeza y crispa los músculos con los puños cerrados.
Está frente al río macho, frente a su destino incierto. Está soportando el
rigor de las islas en toda la magnitud de su dureza implacable e inconmovible…
Dos lágrimas calientes le resbalan por la piel curtida de la cara.
Fuente: Diego R. Oxley, Las aguas turbias, Proyecto Territorio / Biblioteca Digital ,
descarga del texto completo en:
www.espaciosantafesino.gob.ar/img/ediciones/.../Oxley_Las_aguas_turbias.pdf
Llegue hasta acá, por su nieto Ricardo. Una exquisita descripcion de un momento de la vida de alguien, que sufre en lo propio y en lo ajeno. Uno de tantos que habita en Jacinto, el destino incierto y sufriente de su vida. gracias por compartirlo. Disfrute de este autor.
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