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La sensación de asombro y paciente fascinación que sentí al leer La ribera
por primera vez, se replicó dieciocho años más tarde, aunque por
distintos motivos. Quizás los matices de esa fascinación hayan cambiado,
pero esencialmente eso que hace única a La ribera respecto a
las novela de su época –y central en la obra de Wernicke–, reside en una
asimetría que combina la madurez estilística de un escritor moderno y
el existencialismo más puro y duro.
En mi primera lectura, a los veinte años,
no indagué demasiado en el contexto histórico del libro. Por ende, la
lectura fue parcial, enfocada sólo en la oscuridad y en la
transformación de un individuo incrustado en una galaxia de solitarios y
desterrados. Eduardo, el protagonista, Miguel Ángel, Susana, Nono,
Simón, Juan, circulan como sobrevivientes. Adela y Julio, ajenos a la
orilla, son el último lazo que Eduardo tiene con su pasado: una ex mujer
y un hijo, Arturito, que más que un descendiente es un excedente en su
vida.
Tuve la impresión lineal de que el
narrador cumplía una condena autoimpuesta. Y de que los hombres que lo
frecuentaban eran fantasmas. De aquella primera lectura, una anécdota
secundaria me quedó fija en la memoria. Contarla, creo, es un modo de
verificar la solidez de una escena que en realidad es recurrente a lo
largo del libro: dos borrachos tratando de apoyarse uno en el otro para
mantenerse en pie. En esta anécdota puntual, el protagonista y Nono
emprenden “el vía crucis del regreso” desde la fonda. Nono,
alguna vez amó y fue desairado. El protagonista alguna vez tuvo una
cómoda vida entre la alta burguesía y prefirió “desclasarse”. Ambos,
bajo la ceguera del alcohol, se reprochan la derrota para luego
abrazarse.
En la relectura, a medida que pasaban las páginas, La ribera
cobró una densidad insoportable. En más de un momento tuve la impresión
de que el libro me iba a explotar en las manos. Una cadena de urgencias
y no una suma de episodios inflaman la narración de capítulo en
capítulo: el alcoholismo, el vínculo con Miguel Ángel y la joven Susana
en el taller donde funden soldaditos de plomo, la relación del narrador
con su (no) hijo y su ex mujer, la militancia y la resistencia política
como camino hacia la democracia, cuestión omnipresente en la segunda
mitad del libro.
El mundo frágil de la orilla se hace
añicos a cada página y toma todas las características de un purgatorio.
Mientras las horas se acumulan junto al río y el oficio cronometra la
vida, asoma el conflicto político/amoroso del narrador: por un lado, el
origen burgués conviviendo con el quehacer del obrero; por otro, el alma
de un desamorado que tiene a una proletaria joven en el puño de la mano
y puede destrozarla en cualquier momento.
Ninguna otra novela hace entrar el
Trabajo como paciente forma de redención frente a la pesadumbre del
intelectual. Me refiero al oficio, a la sabiduría terrenal que organiza
las horas en contraste con el tiempo vacilante del artista. Sin embargo,
constantemente en el narrador asoma una conciencia contradictoria y
pesimista sobre su condición: “Debo ser de los pocos hombres del mundo
que necesitando trabajar no se degradan en el trabajo”.
Más allá de este conflicto ontológico
propio de un nihilista atravesado por prácticas burguesas, hay continuas
alusiones a un pasado que muestra en el narrador a un burgués que probó
las amenidades del intelecto y con el desgaste de la vida renunció a
todo. La tensión entre izquierda y peronismo no puede estar más patente,
aunque el peronismo como tal no existiera entonces.
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Ya que escribir sobre un libro, de
pronto, puede volverse una oportunidad no para interpretar su argumento,
sino para descubrir sus líneas invisibles, sus puntos de fuga, y hacer
una suerte de ficción crítica sobre el libro en cuestión, voy a
introducir una hipótesis.
Antes de emprender la relectura de La ribera,
me tomé la libertad de investigar cuándo había sido publicada: 1955.
Probablemente haya sido escrita entre el 50 y el 54, y haya funcionado
como catarsis para un intelectual de izquierda –no Eduardo, sino Enrique
Wernicke–. En este contexto histórico, se podría afirmar que es una
novela que indaga en el pasado –y no se avergüenza por su posible
anacronismo– pero es un testimonio sesgado del presente del autor.
En primer lugar, funciona como testimonio
de la topografía urbana de la zona norte, muy distinta a la actual. En
esa topografía de la ribera, el arrabal y las zonas acomodadas estaban
bien discernidas en centro y periferia, aunque compartían escenario: el
río.
En segundo lugar, funciona como
testimonio de una nueva sintaxis política que llega con el peronismo y
interpela a intelectuales de izquierda. El peronismo tempranamente
sustrae y reformula la categoría de clase obrera y proletariado. Aunque
los hechos de La ribera transcurran en el 44-45, su lengua política está atravesada por la experiencia compleja del peronismo. De modo que La ribera
es un extraño caso en el que se narra una experiencia política –la
resistencia a un gobierno que tiene a Farrel como presidente, y a Perón
como Vice– con la lengua de una experiencia posterior. Wernicke,
involuntariamente, logra pintar mejor que cualquier otro escritor lo que
para la alta burguesía representó el gobierno democrático de Perón
(46-55) narrando otro proceso histórico (44-45) bajo estos tópicos:
dictadura, fascismo y prisioneros políticos. Podríamos afirmar que hay
un extraño dictado inconsciente en este desfasaje sintáctico y en
algunas de sus aseveraciones: “No me extraña que estos nuevos ricos,
ávidos por llegar a ser Ford, apoyen a los nacionalistas. De todo esto
que veo saldrá la futura clase política argentina”.
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Por fuera de esta hipótesis conspirativa, La ribera también puede leerse como un ensayo narrado sobre
las formas que toma el nihilismo en un hombre que decide vivir
refugiado. En este sentido, Wernicke sería el mejor compañero del Céline
de Viaje al fin de la noche. Eduardo, al igual que Bardamû en
el Congo, accede a una especie de purgatorio hasta llegar a los círculos
más exclusivos del infierno a través de un deseo prohibido y de la
voluntad política –que en ambos se expresa como humanismo áspero, para
Bardamû en su rol de médico de suburbio en París, para Eduardo en su rol
de hacedor de orilla e intermediario entre dos mundos y dos clases–.
En cualquier caso, tanto la novela de Céline como la de Wernicke, son relatos asfixiantes sobre la interioridad masculina y el vía crucis
de la autoconciencia hegeliana, algo que sólo es posible en la ficción
cuando en primera persona un narrador refiere para sí,
retrospectivamente, sus tentativas de redención. Bardamú y Eduardo son
hombres carcomidos por restos de una anterior vida pequeño burguesa
hacia la que sienten “asco”.
La experiencia de la cárcel para Eduardo
parece, en la segunda mitad de la novela, marcar una inflexión en la
autoconciencia. “No es común, cuando llegamos a adultos, vivir una
experiencia totalmente desvinculada de nuestro medio y de nuestra
existencia cotidiana.” Ahí descubre la anhelada utopía comunista
introducida con tanto tesón por su amigo Juan. La razón cínica le
susurra que esa utopía sólo es posible en la cárcel.
En el río, ya libre, Eduardo recupera su
condición de ermitaño antiburgués, “al margen de la vida”. Parece
quedarle claro que la disolución del individuo en el comunismo no es un
programa realmente antiburgués, sino un programa sustituto en donde la
categoría de “prójimo” reemplaza a la de “propiedad privada”, con los
mismos fines: un pacto de convivencia productivo. La reacción más
radical contra el status quo, la expresión de asco mayor, sólo
puede manifestarse en el solipsismo y la melancolía. De ahí que salir de
la cárcel sólo apareje una sensación de alivio efímero: “jamás el
hombre había significado tanto para mí”. Y de ahí que en su casilla, por
fin, frente a lo que en la cárcel denomina el “privilegio de la
libertad individual”, conozca el rostro de la angustia, “el dolor sin
nombre y sin ubicación”, e identifique lo monstruoso de la propia
inteligencia. “Creo que nunca he sufrido tanto con esta incapacidad mía
para comprender un dolor ajeno”. “Pude llorar al fin. Sollozos. Romper
esa placa que me aplastaba el pecho”.
Ningún otro escritor –ni siquiera Céline–
abordó con tanta lucidez esa forma del malestar masculino que encarna
la apatía frente a la angustia. El mundo de los hombres solitarios,
hoscos, curtidos por la intemperie y la desidia, para un hombre en una
casilla sobre una calle de tierra, es la puerta de acceso a la muerte.
No a la muerte de la doncella amada, como parece sugerir Wernicke en las
últimas páginas, superponiendo una tragedia shakesperiana sobre un
drama existencialista. Sino a la propia.
[FUENTE: https://revistacarapachay.com/2016/08/12/a-proposito-de-la-ribera-hipotesis-de-una-relectura-por-oliverio-coelho/]
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