El embarcadero de la vivienda que alquilaran Rodolfo Walsh y Lilia Ferreyra.
(Imagen: Julián Varsavsky)
(Imagen: Julián Varsavsky)
El río es memoria. Haroldo Conti
El Delta de Tigre es un territorio literario, dice Juan Bautista Duizeide en la casa isleña de Haroldo Conti, frente a los asistentes al taller anual de escritura a partir de la obra del gran autor, que comenzó el mes pasado. Estamos en la cocina de una casa de dos pisos hecha con madera de timbó y barro, donde Conti desarrolló mucha de su escritura incluyendo su obra maestra Sudeste, protagonizada por El Boga, ese existencialista silvestre habitante de este submundo que fluye. Tras los inspiradores ventanales no se ve el cielo sino una “muralla” verde y plantas caña de ámbar, con un colibrí en vuelo suspendido, libando sus flores blancas como un zafiro alado.
“Esta
casa no solo es importante en la biografía de Conti sino también en la
literatura argentina y en la historia misma de este territorio isleño,
que si bien fue abordado antes en otras ficciones, aún no había tenido
una presencia tan fuerte en la literatura como la que inauguró Conti”,
fundamenta el periodista, escritor y navegante Duizeide al frente del
taller.
Según
el docente la primera marca literaria de no ficción en este territorio
anfibio fueron los escritos de Sarmiento, un poco “el inventor” de estas
islas para las cuales ideó un proyecto político fundacional y
productivo, inspirado en sus viajes por el Delta del Mississippi. Esos
textos publicados en el diario El Nacional –donde proponía la industria
del mimbre– se recopilaron en el libro El Carapachay, como llamaba el
presidente a la región en la que veía una “masa de verdura” habitada por
los “carapachayos”. A pesar de su formación positivista, cuyas posturas
racistas excluían la integración de aborígenes y gauchos a la sociedad,
el sanjuanino no estuvo de acuerdo con el método de distribución de la
tierra en latifundios después de la Campaña al Desierto. Propuso no
repetir ese modelo en el Delta: pensaba en un sistema productivo basado
en unidades pequeñas y medianas. Y llegó a plantear, contra toda lógica
en su época, que “la tierra es para quien la trabaja”. De todas formas
esos modestos agricultores debían provenir de la “civilizada” Europa.
El otro escritor íntimamente ligado a la región fue Rodolfo
Walsh, quien escribió la famosa crónica Claroscuro del Delta. Cuenta
Duizeide a los talleristas que en cierta ocasión Lilia Ferreyra le pidió
a su compañero Rodolfo algo para leer y él le dio Sudeste, diciendo
cariñosamente: “Este hijo de puta escribió la novela que a mí me hubiera
gustado hacer”. Y en cierta entrevista, ante una consulta sobre su
escritura, Walsh respondió: “Mi método de trabajo es el Delta”, a donde
vino durante años a dos casas que alquiló.
EL DELTA DE WALSH “Un día de marzo en 1996 yo estaba descansando cuando vi desde la ventana a cuatro personas en una lancha debatiendo acerca de mi casa”, cuenta Daniel Arguello, actual dueño del refugio isleño que entre 1971 y 1976 alquilara la pareja Ferreyra-Walsh, en el 459 del río Carapachay. En esa lancha estaban Lilia Ferreyra y los periodistas Coco Blaustein y Luis Bruschtein.
Arguello, sorprendido, los invitó a desembarcar mientras los extraños discutían: “No Luis, yo creo que no es acá”. Entonces los invitó a pasar y ella dijo mirando el suelo ajedrezado: “¡Las veces que habré baldeado estas baldosas!”.
La recién llegada se presentó por su nombre agregando que era la compañera de Rodolfo Walsh y se hizo un emotivo silencio de catedral. “Lilia me contaría más adelante que, por mis bigotes y la experiencia de la casa de San Vicente tomada por un policía, tenía miedo de que yo fuera milico”, cuenta muerto de risa Arguello, quien también fue militante peronista. La conmoción fue grande porque Daniel y su esposa Mabel habían armado a retazos los avatares de esta casa –comprada en 1992– a partir del testimonio de los vecinos: “La llegada de estos desconocidos nos produjo una alegría inmensa, hacía tiempo esperábamos que, de alguna manera, alguien viniese en busca de esta historia incompleta”.
A El Edén, nombre actual de la casa, se ingresa por un muelle y una pérgola como un túnel vegetal de enredaderas y flores colgando hasta el suelo. La casa no es un museo -aunque las fotos de Ferreyra y Walsh en el interior crean cierto ambiente histórico- pero los anfitriones le cuentan la historia a quien pase por casualidad frente a su galería con cuatro columnas por donde trepan las plantas y anidan colibríes.
En el frente, una placa: “En esta isla Rodolfo Walsh practicó el peligroso oficio de escribir junto a su compañera Lilia Ferreyra”. Aquella pareja de militantes setentistas alquiló esta casita entonces sin luz, para descansar y sobre todo escribir los fines de semana.
Para hacernos conocer la historia de primera fuente, Arguello llama a su vecina Rosita. Nos sentamos en la cocina viendo a los colibríes entrar por una ventana y salir por la otra: “Se meten especialmente cuando pongo a Chopin”.
Rosa Rotblat es una señora octogenaria a quien le tocó vivir el allanamiento de esta casa. Según Rodolfo Walsh, Buenos Aires era ya “un territorio cercado” y emprendió su repliegue clandestino hacia San Vicente después del golpe de Estado: “Hay que seguir la ruta de las lagunas porque nos quitaron el Tigre. Necesito vivir cerca del agua.”
Después de abandonar esta casa a mediados de 1976, cierto día Lilia vino sigilosamente a retirar pertenencias y documentos, dejando abandonados una máquina de escribir y un “mapa del cielo” con las constelaciones que fascinaban a Walsh y que un sobreviviente dijo haber visto en la ESMA.
El 18 de septiembre de 1976 dos hombres amarraron una lancha en el muelle de Liberación, como se llamaba esta casa desde hacía mucho (Walsh y Ferreyra descubrieron el cartel con el nombre durante una poda y celebraron la coincidencia). Los recién llegados le pidieron permiso a Rosita para usar su parrilla ya que venían “desde muy lejos” y querían almorzar. Se los concedió y la invitaron a comer junto con sus hijitas; incluso sacaron una guitarra y se pusieron todos a cantar. Después pidieron con suma amabilidad que sus hijas les mostraran la isla, aprovechando la oportunidad para hacer inteligencia: la casa de Walsh, claramente, estaba vacía.
Esa misma noche Rosita oyó ruidos y descubrió hombres con pasamontaña y ametralladora desembarcando frente a su casa. Uno de ellos le advirtió por la mirilla de la puerta: “Váyase a la cama con las chicas y, pase lo que pase, olvídese de todo”.
Avanzaron en dos columnas que rompieron a culatazos la puerta de Liberación y también la de la casa de al lado, donde hasta unos meses antes iba Piri Lugones –nieta de Leopoldo Lugones– desaparecida en 1977. El objetivo era saquear y obtener información: destrozaron todo llevándose objetos de valor como la máquina de escribir. Y secuestraron a un vecino, el profesor Gutiérrez con su esposa, liberados dos días después.
En el fondo de la casa de los Arguello hay un gran jardín protegido por una muralla rectangular de árboles, entre ellos dos liquidámbares plantados por los dueños de casa y que tienen un nombre cada uno indicado con un cartelito: Lilia Ferreyra y Rodolfo Walsh. En la fachada de su casa Mabel escribió con marcador la última frase que le dijo Lilia a Rodolfo al despedirse por última vez en la casa de San Vicente, cuando iba hacia la cita fatal: “No te olvides de regar las lechugas”.
LA CASA DE CONTI Al refugio verde del autor de Sudeste se llega con la lancha colectiva y luego de una larga caminata bordeando la isla encerrada por el arroyo Gambado, el río Sarmiento y el canal Buenos Aires: aparece al fondo de un claro en la espesura vegetal que invade esta casa muy isleña sostenida sobre pilotes.
Nos recibe María del Carmen Bruzzone, encargada del museo, quien sabe la historia del lugar como nadie, ya que se crió y vive en la casa de al lado construida por su abuelo: “A Haroldo lo conocí de chiquita; era amigo de mi padre con quien se pasaba horas hablando sobre la vida en las islas y de ahí sacaba cositas que imprimía en los libros… pero él tenía más amigos por la zona del arroyo Anguila y otros lugares, y todos están en los libros; mi padre –el Nene Bruzzone– está en el cuento Los Caminos, y también Don Noy, quien tenía dos perros, Quién sabe y Como nunca”.
Recorremos la cocina de la planta baja donde está la mesa de madera rústica que los días de creciente llevaban al piso superior, la misma que se usa ahora para el taller de escritura. Allí siguen estando la cocina “económica”, el anafe de dos hornallas, una heladera a kerosén, ollas, una caja de galletitas Bagley, tacitas de café y una guadaña para cortar el pasto, como en una cápsula del tiempo de los ’70. No se trata de objetos recolectados sino la casa tal cual quedó luego del secuestro del gran escritor, ya que durante años la familia no volvió y la vegetación se comió la propiedad adquirida en los ’50.
En el primer piso hay un living con hogar a leña adornado con acuarelas de veleros y barcos, boyas y timones, creando un ambiente muy ligado al agua. En un cuarto hay dos camas y también se mantiene la decoración original: una virgencita de Luján (Conti fue seminarista), una foto del Che, una postal que alguien le envió desde Moscú con la foto de una estatua de Lenin, y un volante del PRT titulado “La crisis tiene salida, el futuro nos espera”. Y perdura una pequeña biblioteca: La sangre de la libertad (Albert Camus), Una historia hindú (Tagore), Hombre y superhombre (Bernard Shaw), La tierra azul (Bernardo Verbitsky) y un ejemplar de la revista El Combatiente. Una escalera de madera conduce al altillo donde dormían los niños.
–Acá venían muchos escritores, me acuerdo de Galeano y Walsh; con este último eran muy unidos, iban a pescar, remar y andar en barco… ¡si lo habré escuchado teclear a Conti por las noches! Cuando escribía, su mujer y los hijos tenían que venir a mi casa y jugábamos… muchas veces él venía nadando hasta acá por un kilómetro desde la Prefectura y se volvía con el botecito a buscar a la familia –cuenta la señora Bruzzone.
Bajamos a la cocina-comedor de la casa porque el taller literario está arrancando y Juan Bautista Duizeide hace una introducción a la obra de Conti: “El autor terminó de constituirse como tal en esta casa y en este territorio. Me parece que el Delta, además de ser un territorio que lo sedujo y al cual abordó como una suerte de etnógrafo, estuvo en los cimientos de su obra madura. Y creo que siempre hubo una gran afinidad entre Conti y la forma poética japonesa del haiku, con su capacidad para hacernos sentir ambientes naturales a partir del detalle significativo. El río salta a la cara de quien abre la novela Sudeste. Su primer párrafo –en el que se retuerce y se alarga la frase como el mismo arroyo Anguilas descripto, hasta desembocar en otra frase, el río abierto– me parece uno de los inicios de novela más memorables. Conti era capaz de infinitos matices relacionados con el agua, los vientos, los cielos y el paso de las estaciones, con sus colores, sus rumores, sus aromas. Pero no se limitó a ser un paisajista. Su río no es naturaleza, sino territorio. Con sus hombres desasidos y a la orilla de todo, con sus barcos, con sus naufragios. Su río es de historias, es poesía, es metáfora: cifra la conjunción del desarraigo existencial con los avatares políticos”.
MORADA SARMIENTINA En 1855 Sarmiento hizo su viaje iniciático de “exploración y descubierta” por las islas de Tigre, en un barco impulsado por doce remeros y dirigido por el Coronel Bartolomé Mitre. En diversas incursiones se dedicó a recorrer las islas machete en mano sobre un pony zaino, mientras veía yaguaretés cruzando a nado el Paraná de las Palmas y recogía historias de algún poblador acorralado por ellos en su rancho. Rápidamente desbordó de entusiasmo por la región y adquirió una isla en la zona del río Abra Nueva.
Su brega civilizatoria lo llevó a hacer experimentos agrícolas con una mula y un arado pero concluyó que no era posible labrar la tierra de esa forma en un suelo tan esponjoso, sino con la mano del hombre: “La forma de las islas es lo más caprichosa e indescriptible; no pueden someterse a ningún género de mensura porque la superficie es una ilusión; no es tierra todo lo que parece, ni puede saberse de antemano la que existe útil, sino después de haber invertido un capital”. Su conclusión fue que en el Delta ”el trabajo del hombre vale diez veces más que en tierra”.
Sin embargo hizo extender el tren hasta Tigre y después de su campaña mediática llegaron cantidad de pobladores, con un entusiasmo al estilo de la fiebre del oro en California. A la larga terminaría desarrollándose una industria frutera a mediana escala, no tan lucrativa como creía Sarmiento: para muchos la incursión isleña fue una decepción.
La casa de madera de timbó de Sarmiento perdura hasta hoy, restaurada en 1996 y protegida por un gran cubo de cristal, una discutida técnica conservacionista que produce un efecto invernadero. Como senador y presidente, pasaba largas temporadas aquí dedicado a reposar y escribir, recibiendo también a su amante Aurelia Vélez Sarsfield y a toda clase de visitas internacionales, a quienes mostraba orgulloso el potencial económico de la zona.
Susana Bruzzone, la hermana de María del Carmen, nos recibe en la Casa Museo Sarmiento y nos completa la historia mientras recorremos los cuartos con la cama y un escritorio del prócer. En 1893 la isla fue vendida a la familia Delcasse, que en 1915 donó la casa a Sociedad Protectora de Niños, Pájaros y Plantas. De aquel tiempo queda una placa que reza: “Los niños son el porvenir de la patria, edúquemoslos; los pájaros son auxiliares de la agricultura, protejámoslos; las plantas dan salud, placer y riqueza, cultivémoslas. Los niños, los pájaros y las plantas son la delicia del hogar, amémoslos”.
En tanto “adelantado” del racionalismo positivista de su tiempo, Sarmiento publicó un texto titulado Arquitectura y paisajes isleños donde proponía para esta región no una casa de piedra ni ladrillo sino de madera aserrada. En lugar de columnas corintias prefería el diseño hogareño al estilo norteamericano. Y por supuesto, predicó con el ejemplo a través de su chalet de planta en forma de cruz griega, punta de lanza para su sueño de progreso en el que imaginaba un Delta lucrativo como el del Nilo, con el agregado de una suerte de Venecia americana floreciendo entre una barroca vegetación.
FUENTE_ Página 12 - suplemento de turismo - 30 de abril de 2017
EL DELTA DE WALSH “Un día de marzo en 1996 yo estaba descansando cuando vi desde la ventana a cuatro personas en una lancha debatiendo acerca de mi casa”, cuenta Daniel Arguello, actual dueño del refugio isleño que entre 1971 y 1976 alquilara la pareja Ferreyra-Walsh, en el 459 del río Carapachay. En esa lancha estaban Lilia Ferreyra y los periodistas Coco Blaustein y Luis Bruschtein.
Arguello, sorprendido, los invitó a desembarcar mientras los extraños discutían: “No Luis, yo creo que no es acá”. Entonces los invitó a pasar y ella dijo mirando el suelo ajedrezado: “¡Las veces que habré baldeado estas baldosas!”.
La recién llegada se presentó por su nombre agregando que era la compañera de Rodolfo Walsh y se hizo un emotivo silencio de catedral. “Lilia me contaría más adelante que, por mis bigotes y la experiencia de la casa de San Vicente tomada por un policía, tenía miedo de que yo fuera milico”, cuenta muerto de risa Arguello, quien también fue militante peronista. La conmoción fue grande porque Daniel y su esposa Mabel habían armado a retazos los avatares de esta casa –comprada en 1992– a partir del testimonio de los vecinos: “La llegada de estos desconocidos nos produjo una alegría inmensa, hacía tiempo esperábamos que, de alguna manera, alguien viniese en busca de esta historia incompleta”.
A El Edén, nombre actual de la casa, se ingresa por un muelle y una pérgola como un túnel vegetal de enredaderas y flores colgando hasta el suelo. La casa no es un museo -aunque las fotos de Ferreyra y Walsh en el interior crean cierto ambiente histórico- pero los anfitriones le cuentan la historia a quien pase por casualidad frente a su galería con cuatro columnas por donde trepan las plantas y anidan colibríes.
En el frente, una placa: “En esta isla Rodolfo Walsh practicó el peligroso oficio de escribir junto a su compañera Lilia Ferreyra”. Aquella pareja de militantes setentistas alquiló esta casita entonces sin luz, para descansar y sobre todo escribir los fines de semana.
Para hacernos conocer la historia de primera fuente, Arguello llama a su vecina Rosita. Nos sentamos en la cocina viendo a los colibríes entrar por una ventana y salir por la otra: “Se meten especialmente cuando pongo a Chopin”.
Rosa Rotblat es una señora octogenaria a quien le tocó vivir el allanamiento de esta casa. Según Rodolfo Walsh, Buenos Aires era ya “un territorio cercado” y emprendió su repliegue clandestino hacia San Vicente después del golpe de Estado: “Hay que seguir la ruta de las lagunas porque nos quitaron el Tigre. Necesito vivir cerca del agua.”
Después de abandonar esta casa a mediados de 1976, cierto día Lilia vino sigilosamente a retirar pertenencias y documentos, dejando abandonados una máquina de escribir y un “mapa del cielo” con las constelaciones que fascinaban a Walsh y que un sobreviviente dijo haber visto en la ESMA.
El 18 de septiembre de 1976 dos hombres amarraron una lancha en el muelle de Liberación, como se llamaba esta casa desde hacía mucho (Walsh y Ferreyra descubrieron el cartel con el nombre durante una poda y celebraron la coincidencia). Los recién llegados le pidieron permiso a Rosita para usar su parrilla ya que venían “desde muy lejos” y querían almorzar. Se los concedió y la invitaron a comer junto con sus hijitas; incluso sacaron una guitarra y se pusieron todos a cantar. Después pidieron con suma amabilidad que sus hijas les mostraran la isla, aprovechando la oportunidad para hacer inteligencia: la casa de Walsh, claramente, estaba vacía.
Esa misma noche Rosita oyó ruidos y descubrió hombres con pasamontaña y ametralladora desembarcando frente a su casa. Uno de ellos le advirtió por la mirilla de la puerta: “Váyase a la cama con las chicas y, pase lo que pase, olvídese de todo”.
Avanzaron en dos columnas que rompieron a culatazos la puerta de Liberación y también la de la casa de al lado, donde hasta unos meses antes iba Piri Lugones –nieta de Leopoldo Lugones– desaparecida en 1977. El objetivo era saquear y obtener información: destrozaron todo llevándose objetos de valor como la máquina de escribir. Y secuestraron a un vecino, el profesor Gutiérrez con su esposa, liberados dos días después.
En el fondo de la casa de los Arguello hay un gran jardín protegido por una muralla rectangular de árboles, entre ellos dos liquidámbares plantados por los dueños de casa y que tienen un nombre cada uno indicado con un cartelito: Lilia Ferreyra y Rodolfo Walsh. En la fachada de su casa Mabel escribió con marcador la última frase que le dijo Lilia a Rodolfo al despedirse por última vez en la casa de San Vicente, cuando iba hacia la cita fatal: “No te olvides de regar las lechugas”.
LA CASA DE CONTI Al refugio verde del autor de Sudeste se llega con la lancha colectiva y luego de una larga caminata bordeando la isla encerrada por el arroyo Gambado, el río Sarmiento y el canal Buenos Aires: aparece al fondo de un claro en la espesura vegetal que invade esta casa muy isleña sostenida sobre pilotes.
Nos recibe María del Carmen Bruzzone, encargada del museo, quien sabe la historia del lugar como nadie, ya que se crió y vive en la casa de al lado construida por su abuelo: “A Haroldo lo conocí de chiquita; era amigo de mi padre con quien se pasaba horas hablando sobre la vida en las islas y de ahí sacaba cositas que imprimía en los libros… pero él tenía más amigos por la zona del arroyo Anguila y otros lugares, y todos están en los libros; mi padre –el Nene Bruzzone– está en el cuento Los Caminos, y también Don Noy, quien tenía dos perros, Quién sabe y Como nunca”.
Recorremos la cocina de la planta baja donde está la mesa de madera rústica que los días de creciente llevaban al piso superior, la misma que se usa ahora para el taller de escritura. Allí siguen estando la cocina “económica”, el anafe de dos hornallas, una heladera a kerosén, ollas, una caja de galletitas Bagley, tacitas de café y una guadaña para cortar el pasto, como en una cápsula del tiempo de los ’70. No se trata de objetos recolectados sino la casa tal cual quedó luego del secuestro del gran escritor, ya que durante años la familia no volvió y la vegetación se comió la propiedad adquirida en los ’50.
En el primer piso hay un living con hogar a leña adornado con acuarelas de veleros y barcos, boyas y timones, creando un ambiente muy ligado al agua. En un cuarto hay dos camas y también se mantiene la decoración original: una virgencita de Luján (Conti fue seminarista), una foto del Che, una postal que alguien le envió desde Moscú con la foto de una estatua de Lenin, y un volante del PRT titulado “La crisis tiene salida, el futuro nos espera”. Y perdura una pequeña biblioteca: La sangre de la libertad (Albert Camus), Una historia hindú (Tagore), Hombre y superhombre (Bernard Shaw), La tierra azul (Bernardo Verbitsky) y un ejemplar de la revista El Combatiente. Una escalera de madera conduce al altillo donde dormían los niños.
–Acá venían muchos escritores, me acuerdo de Galeano y Walsh; con este último eran muy unidos, iban a pescar, remar y andar en barco… ¡si lo habré escuchado teclear a Conti por las noches! Cuando escribía, su mujer y los hijos tenían que venir a mi casa y jugábamos… muchas veces él venía nadando hasta acá por un kilómetro desde la Prefectura y se volvía con el botecito a buscar a la familia –cuenta la señora Bruzzone.
Bajamos a la cocina-comedor de la casa porque el taller literario está arrancando y Juan Bautista Duizeide hace una introducción a la obra de Conti: “El autor terminó de constituirse como tal en esta casa y en este territorio. Me parece que el Delta, además de ser un territorio que lo sedujo y al cual abordó como una suerte de etnógrafo, estuvo en los cimientos de su obra madura. Y creo que siempre hubo una gran afinidad entre Conti y la forma poética japonesa del haiku, con su capacidad para hacernos sentir ambientes naturales a partir del detalle significativo. El río salta a la cara de quien abre la novela Sudeste. Su primer párrafo –en el que se retuerce y se alarga la frase como el mismo arroyo Anguilas descripto, hasta desembocar en otra frase, el río abierto– me parece uno de los inicios de novela más memorables. Conti era capaz de infinitos matices relacionados con el agua, los vientos, los cielos y el paso de las estaciones, con sus colores, sus rumores, sus aromas. Pero no se limitó a ser un paisajista. Su río no es naturaleza, sino territorio. Con sus hombres desasidos y a la orilla de todo, con sus barcos, con sus naufragios. Su río es de historias, es poesía, es metáfora: cifra la conjunción del desarraigo existencial con los avatares políticos”.
MORADA SARMIENTINA En 1855 Sarmiento hizo su viaje iniciático de “exploración y descubierta” por las islas de Tigre, en un barco impulsado por doce remeros y dirigido por el Coronel Bartolomé Mitre. En diversas incursiones se dedicó a recorrer las islas machete en mano sobre un pony zaino, mientras veía yaguaretés cruzando a nado el Paraná de las Palmas y recogía historias de algún poblador acorralado por ellos en su rancho. Rápidamente desbordó de entusiasmo por la región y adquirió una isla en la zona del río Abra Nueva.
Su brega civilizatoria lo llevó a hacer experimentos agrícolas con una mula y un arado pero concluyó que no era posible labrar la tierra de esa forma en un suelo tan esponjoso, sino con la mano del hombre: “La forma de las islas es lo más caprichosa e indescriptible; no pueden someterse a ningún género de mensura porque la superficie es una ilusión; no es tierra todo lo que parece, ni puede saberse de antemano la que existe útil, sino después de haber invertido un capital”. Su conclusión fue que en el Delta ”el trabajo del hombre vale diez veces más que en tierra”.
Sin embargo hizo extender el tren hasta Tigre y después de su campaña mediática llegaron cantidad de pobladores, con un entusiasmo al estilo de la fiebre del oro en California. A la larga terminaría desarrollándose una industria frutera a mediana escala, no tan lucrativa como creía Sarmiento: para muchos la incursión isleña fue una decepción.
La casa de madera de timbó de Sarmiento perdura hasta hoy, restaurada en 1996 y protegida por un gran cubo de cristal, una discutida técnica conservacionista que produce un efecto invernadero. Como senador y presidente, pasaba largas temporadas aquí dedicado a reposar y escribir, recibiendo también a su amante Aurelia Vélez Sarsfield y a toda clase de visitas internacionales, a quienes mostraba orgulloso el potencial económico de la zona.
Susana Bruzzone, la hermana de María del Carmen, nos recibe en la Casa Museo Sarmiento y nos completa la historia mientras recorremos los cuartos con la cama y un escritorio del prócer. En 1893 la isla fue vendida a la familia Delcasse, que en 1915 donó la casa a Sociedad Protectora de Niños, Pájaros y Plantas. De aquel tiempo queda una placa que reza: “Los niños son el porvenir de la patria, edúquemoslos; los pájaros son auxiliares de la agricultura, protejámoslos; las plantas dan salud, placer y riqueza, cultivémoslas. Los niños, los pájaros y las plantas son la delicia del hogar, amémoslos”.
En tanto “adelantado” del racionalismo positivista de su tiempo, Sarmiento publicó un texto titulado Arquitectura y paisajes isleños donde proponía para esta región no una casa de piedra ni ladrillo sino de madera aserrada. En lugar de columnas corintias prefería el diseño hogareño al estilo norteamericano. Y por supuesto, predicó con el ejemplo a través de su chalet de planta en forma de cruz griega, punta de lanza para su sueño de progreso en el que imaginaba un Delta lucrativo como el del Nilo, con el agregado de una suerte de Venecia americana floreciendo entre una barroca vegetación.
FUENTE_ Página 12 - suplemento de turismo - 30 de abril de 2017
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