Tres muescas en mi carabina (2003). Cap. 1: “Las
tierras emergentes. Enrique”
La tormenta cerró el cielo durante dos días y dos noches
con breves intervalos de calma, y luego dejó una garúa sobre el río, pareja y
mustia, de la que llegó Enrique entre los remos de su chalana, con mal aspecto
y sin sombrero, los ojos más pequeños y el capote negro adherido a su largo
cuerpo huesudo. Muchas veces lo dieron por perdido, pero el italiano reaparecía
días después, como regresa una idea insobornable, y los carmelitanos aprendieron
a respetar su esfuerzo.
La mujer llegó al verano
siguiente. La vieron embarcar en Nueva Palmira, subir al bote con un vestido blanco,
una maleta y una sombrilla verde, aturdida por la concurrencia que la miraba
con ojos curiosos. El médico de Carmelo, Ernesto Castellano, no la vio, pero se
lo contó su amiga Juanita Mederos, que tampoco estuvo pero no dejó pasar
detalle del relato que le hicieron sus amigas y lo aturdió una tarde en que fue
a verlo al consultorio por un dolor en la espalda, excitada con la novedad,
como si le hubiesen dado droga a un caballo. Le dijo que “todos tenían una idea
más o menos clara de la clase de hombre que podía ser el italiano porque lo
habían oído conversar y decir aquellos disparates de las tierras sumergidas, y
a nadie se le había pasado por alto que el hombre era fuerte y grande, capaz de
enfrentar unas tormentas como las del invierno pasado que no fueron poca cosa,
así que ese Enrique era un mitad y mitad, ¿no? Un loco suelto pero muy decidido
para vivir en esa isla, como dice María Ermiña, que lo encuentra apuesto, con
esos ojos claros de príncipe lombardo.
”Muchas veces nos preguntamos qué
haría ese hombre solo porque a decir verdad, siempre que venía al pueblo se
metía en los boliches a conversar y nunca miraba a las mujeres, ni siquiera de
reojo. Tampoco en Nueva Palmira, según me contó la Machado, y lo bien que hacía
porque seguramente imaginaba que no iba a encontrar por acá una mujer que se
fuera a enterrar en esa isla, fijesé, con la nadita de isla que es la Juncal
sería bien difícil enterrarse, pero se lo digo a usted en sentido figurado.
Ninguna querría acompañarlo, ni siquiera en el más atrevido de los sueños, y nos
preguntábamos pero qué mujer sería esa desdichada, cuál podía estar tan loca
como él, y no lo adivinábamos, como le digo, pese a que le buscábamos partido y
hacíamos bromas, y al fin nos decíamos, la verdad sea dicha, que los hombres
son medios locos, ¿no? O sea que mitad y mitad, si me perdona.
”Y cuánta fue la sorpresa,
entonces, cuando lo vieron en la rambla de Palmira aparecer de la nada, con
sombrero nuevo y un traje gris, figuresé, un traje de sarga con finas rayas
blancas, y chaleco y todo. Parecía otra persona si no fuera porque los bajos
del pantalón se hundían en la caña de sus botas de goma, que mostraban la otra
mitad del hombre, ¿no?, la mitad de isleño, por mucho que se hubiera recortado
la barba y puesto ese traje que le quedaba estrecho. Llevaba el cuello de la
camisa prendido hasta el cogote, aunque le faltaba la moña, y se ve que le
ajustaba al pobre, se estrangulaba en ese mediodía de cuarenta grados a la
sombra, forzado a dar al asunto un aire de solemnidad, como si acabara de bajar
del mismísimo altar, aunque eso no fuera probable y nadie vio un anillo en las
manos de él ni en las de ella, que caminaba a su lado derechita, igual que una
tabla.
”Ludovica dice que los vio pasar
muy cerca, desde el balcón de su ventana, y con los ojos inquietos bajo el ala
del sombrero, él buscaba una mirada de aprobación. De hecho, varios le
respondieron con una sonrisa, pero nadie se atrevió a hacer burlas ni a dudar de
la importancia del momento, por más inadecuada que fuese aquella vestimenta
para meterse en el río.
”Muchos vecinos se habían reunido
bajo los árboles o se asomaban a las puertas de las casas como por casualidad,
con una sola idea en la cabeza: que fuese a vivir ahí, solo, era una cosa, pero
que llevase a una mujer, por negra que fuera, sin asegurarle las mínimas comodidades,
al menos una choza seca, superaba lo decente. Negra retinta es, no tan alta
como él pero de un cuerpo esbelto y caderas anchas, disimuladas esa mañana por
el vestido blanco que le llegaba suelto a los tobillos, con pespuntes y pájaros
bordados de hilos de colores como no se consiguen acá por culpa de los tenderos
que pasan trayendo caña, botas y sombreros, pero son incapaces de encargar otro
hilo que la chaura.
”Nadie pudo verle los ojos porque
mantuvo la cabeza baja durante el tiempo que duró aquello, pero tenía unos
zapatos rojos, de tacones bajos y anchos, y pulseras de fantasías que lucía en
las muñecas y le hacían juego con los aros plateados, asomados bajo el pañuelo que
le cubría el cabello. Eugenia dice que es bien bonita, pero puede que quiera
hacer rabiar a María Ermiña, empecinada en asegurar que tiene esa nariz
anchísima de los negros. Sea como sea, cae de maduro que solo una negra es
capaz de cometer la locura de irse a meterse con un hombre en una isla como
esa, porque una blanca, ¡ni loca! Y mucho menos se hubiera puesto aquel vestido
para entrar al río, un vestido precioso, a decir verdad, tan limpio y blanco
que no duró más de un suspiro entre la playa y el bote anclado en el agua.
[continuará...]
[Fuente: Carlos María Domínguez, Tres muescas en mi carabina, Alfaguara, Buenos Aires, 2003].
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