Palmira y la costa oceánica
se acusaron mutuamente
de parecer una ilusión
(Domínguez, 2009: 25)
El
espacio de la narrativa de Carlos María Domínguez es el de las costas:
las del Río de la Plata y la del mar del Norte uruguayo. Terreno de
salida y de pasaje, sus posibilidades literarias están dadas por lo
desconocido. Aquello que nadie parece habitar -que parece no poderse
habitar- pero que sin embargo tiene una vida propia, deja espacio libre
para la ficción. Paradójicamente, es tierra fértil porque no ha
sido explorada por la literatura anterior. Jorge Rivera (2000), a
propósito de Sudeste de Haroldo Conti, señala esa carencia en
la narrativa argentina: la ausencia de mares y navegantes; la ausencia
del río y el Delta. Si bien traza una genealogía que va de Marcos
Sastre a Luis Gudiño Kramer y termina en Conti, la literatura consagrada
a esta zona resulta, para Rivera, marginal además de escasa.
Aunque
Domínguez instala su narrativa en el Delta que deja Conti, señala otra
carencia de la literatura sobre la región en la falta de la margen
uruguaya del Río de la Plata (Domínguez, 2002). Pero en sus trabajos
no solo suma la costa faltante sino que redobla la apuesta y agrega,
como si bordeara el continente, los pueblos de la costa oceánica. La
preferencia por estos espacios como protagonistas de su literatura
podría hablar de un regionalismo tal como lo define Aníbal Ford (1987):
una zona literaria que no es urbana y tampoco es el campo productivo
preferido por la mitología nacional argentina. Sin embargo, la historia
literaria y la estética reclaman situarlo fuera del regionalismo y a
continuación de una zona de la literatura argentina que ha sido
definida por Pablo Heredia (1994) en torno a Haroldo Conti, Daniel
Moyano, Héctor Tizón, Juan José Saer y Juan José Hernández como
aquella en la que la experimentación estética avanza a la par del
registro de referencias geoculturales. El modo de narrar también se
quiere local: a los pueblos les corresponde el relato oral, la expansión
del chisme que es su núcleo generador. Al espacio virgen y
misterioso le corresponde una narración que también deja espacios en
blanco, versiones contradictorias, indeterminaciones.
La
salida del espacio dominante de la nación, en el caso de Domínguez, no
se hace desde un espacio más pequeño dentro de ella sino desde
espacios menores y mayores a la vez, puesto que si las dos costas son
espacios más reducidos que la Argentina y el Uruguay, la zona del
Río de la Plata implica a las dos naciones y tiende a unificarlas en sus
rasgos culturales comunes componiendo un área cultural (Rama, 2007)1.
El espacio produce relatos por las historias que enmarca y los
personajes que cobija además de por el tipo de narración que impone. Las
costas del río y del mar son el escenario geográficamente marginal
para historias también marginales de personajes empujados a los bordes,
donde reina la constante amenaza de la naturaleza. Aunque análogos
en tanto orillas, los dos espacios se oponen en lo demás. Mientras el
espacio virgen de las islas del río es territorio para la construcción
y el emprendimiento -un espacio utópico de larga tradición
literaria-, el espacio del mar recibe solo a los derrotados que buscan
ser borrados por los vaivenes de las olas.
El río de la plata: construcción de la tercera zona
Julia Lanfranconi y la isla Juncal asoman entre los "Homenajes" que cierran La balada del álamo Carolina (1975)
de Haroldo Conti. La isla, en el kilómetro 0 del Río de la Plata y a
medio camino entre Argentina y Uruguay, es lugar de reunión de
"los amigos de ambas bandas" (Conti, 2009:337): una "banda oriental" u
"otra orilla" y un "lado nuestro" o "argentino". La reunión de
rioplatenses que motiva el homenaje ocurre en torno a los cumpleaños
de Julia, fundadora de la isla y por eso dueña de "esas historias
desmesuradas, nunca las mismas, que según parece son el somero
resumen de tu vida, sagas y leyendas que cada año crecen en tamaños"
(Conti, 2009:338). Casi treinta años de literatura pasan hasta que
Julia y su isla reaparecen en Tres muescas en mi carabina2
(2002) de Carlos María Domínguez. La novela hace eco del final de
Conti para contar lo que él no cuenta, "la vera historia de doña Julia
Lanfranconi, la vieja de la Juncal, para perpetua memoria" (Conti,
2009:339).
En Escritos en el agua. Aventuras, personajes y misterios de Colonia y el Río de la Plata
(2002), dedicado a Haroldo Conti, Domínguez continúa la historia de
la Isla Juncal y su doña Julia. En el "Prólogo", Domínguez define
uno de los espacios centrales de su literatura. Una región que tiene un
asidero material, pero que es construcción literaria a fuerza de
focalización y exploración. A ese espacio, Domínguez le asigna una
tradición literaria -Mallea, Borges, Lugones, Baldomero Fernández
Moreno- y señala sus espacios vacantes. La falencia de El río sin orillas (1991) de Juan José Saer3
es considerar al río solo desde el lado argentino, una tradición
que comenzaría en Fitz Roy y que Domínguez se propone clausurar en
su literatura. La zona desde la cual es preciso abordar el río se
recorta a partir de esa negación: Colonia -y todos los otros territorios
marginales de la costa y las islas a los que se refiere el título
del libro de crónicas- es "una frontera indisociable del río, aunque
marginal a ambas capitales del Plata" (EA:9)4.
La Juncal es iniciación, condensación y caso testigo de una zona
que se funda en la literatura de Domínguez. No solo es supranacional, es
también extranacional puesto que, en disputa entre los dos países,
no se somete a ninguna de sus legalidades. Lo que le quita permanencia
también la vuelve terreno fértil para la ficción del mismo modo en
que, de acuerdo con Matamoro (2009), sucede con las islas en la
tradición literaria universal. La isla es siempre ajena al mundo
real y por lo tanto propicia para la refundación de la vida social, un
proyecto que, en las historias de Domínguez, encararán tanto el
fundador, Enrique, como su hija, Julia.
A
la definición de un espacio de tradición literaria se le suma, en ese
"Prólogo", una historia y una geografía natural y otra humana, un
tipo particular de habitante que serán los pobladores de los trabajos de
Domínguez. Las dos crónicas que Escritos en el agua le dedica a la Isla Juncal son, a la vez, las puertas de entrada a un universo narrativo que continuará en Tres muescas en mi carabina (2002). Si Conti va "de la realidad a la literatura" (EA:38), las crónicas de Escritos en el agua van de la literatura (de Conti) a la realidad para completar el círculo. Pero Tres muescas
reemprende la marcha y vuelve a la literatura e incluso a la
ficción. La doble naturaleza de esos abordajes, dice Domínguez, responde
a una necesidad narrativa propia del espacio de la isla: "las
costas de Colonia tienen una memoria dócil a la fantasía y a la verdad"
(EA:35). Los múltiples asedios a la isla -la realidad, la crónica,
la historia de vida, la literatura, la ficción- tejen el punto central
en la construcción del espacio narrativo rioplatense y sus
personajes, una tercera zona ni argentina ni uruguaya que corona un
proceso de diálogo entre las dos orillas rastreable en la obra
anterior de Domínguez.
"Hágase la tierra"
La
isla Juncal tiene una dimensión histórica. Emerge en el lugar donde el
Almirante Brown derrota a los portugueses, en una batalla de la que
participa Andrés Lanfranconi que es el padre del fundador de la isla,
Enrique. La imbricación entre historia nacional uruguaya e historia
familiar otorga derecho de permanencia en la isla a las generaciones
futuras. A Enrique Lanfranconi le corresponde la fundación que, si
bien es material e histórica, empieza por la imaginación: "debía
repetirse que si apuntalaba y plantaba, conseguiría fijar las
tierras" (EA:40). Su historia también pertenece a lo imaginario. El uso
de "debía" en la cita de la crónica abre el camino de la
especulación ficcional de la novela. Una de las secciones que se
intercalan, "Las tierras emergentes", es el relato de esa fundación y
de la primera generación de isleños en la Juncal; la otra, "Tres
muescas en mi carabina", corresponde a la "segunda fundación" del
orden de la isla en manos de Julia, la hija de Enrique a quien Domínguez
dedica una crónica separada en Escritos en el agua.
"La
fantasía y la verdad" que reclama el territorio se implican en la
fundación de la isla y también del territorio isleño como espacio
narrativo en la novela y en la crónica. Si Enrique es "un hombre que
llevaba el Uruguay al río como si tirara de una frontera invisible y
arrastrara detrás al pequeño, joven y aturdido país" (TMC:72),
Domínguez hace lo mismo con los espacios literarios sobre los que él
mismo afirma que, desde Uruguay, no incluyen al Río de la Plata, lo
que constituye su diferencia fundamental con la tradición literaria de
la cuenca del Plata trazada por Rivera (2000). Entre la fabulación
de Enrique y la ficción, de nuevo está la historia. Según un testimonio
de Jorge Batlle que se incluye en Escritos en el agua, Julia
Lanfranconi y su isla Juncal defendían la presencia uruguaya en el Delta
frente al avance argentino durante el gobierno de Perón.
La
isla también se contrapone a la costa en tanto no responde al orden
jurídico del pueblo. Así como la Juncal tiene su propia historia y
su geografía política y humana, tiene además su propio orden legal y
económico. De allí el rechazo de cualquier institución que pretenda
penetrar en la isla: el técnico del gobierno que va a medirla o el
cura y el juez que pretenden sacar a los niños tras la muerte de
Enrique. El estatus de la isla es ambiguo. Por un lado, se la
reclama como territorio uruguayo pero, por otro, se mantiene ajena a sus
leyes. La discusión sobre el trazado de límites entre Argentina y
Uruguay ingresa a los textos a través del discurso de Emilio Mitre al
Congreso, reproducido en la crónica y leído por un personaje en Tres muescas.
Quien lee es, sin embargo, un habitante del pueblo de Nueva Palmira;
los isleños que sostienen la presencia uruguaya en el Río y enlazan
su linaje con la historia nacional permanecen, paradójicamente, ajenos a
esa discusión. No se trata de una existencia independiente sino
autónoma porque con el pueblo y con el continente en general existen
lazos de comunicación y comercio, pero son lazos que están, también,
sujetos a un orden diferente. La comunicación entre la isla y el resto
del mundo comienza con un sistema de aves mensajeras diseñado y
desarrollado por Enrique y continúa con otras formas que corresponden a
un orden diferente al regular del siglo XX: María intercambia cartas
que son o incomprensibles o dibujos con sus hijos de la Juncal -lo que
ya estaba prefigurado en la correspondencia dibujada a través de la
que se conocen María y Enrique- y a través de los espíritus con Joaquín.
Las palomas mensajeras, sin embargo, anuncian un enfrentamiento más
que una diferencia porque su dinámica invade Carmelo al punto de
ser prohibidas por el cura Alfredo cuando de mensajeras entre hombres se
convierten en vehículo de plegarias.
Lo
mismo ocurre con el comercio. Si en tiempos de Enrique era posible
pagarle al médico con huevos, gallinas o cueros, durante el mando de
Julia la diferencia se transforma en violación de la legalidad a través
del contrabando de partes de tractor al principio, de hombres
después -primero judíos exiliados y luego nazis exiliados porque la isla
funda su orden propio pero existe dentro de la historia-. Como
condición de posibilidad de la legalidad diferente de la Juncal está,
sin embargo, el vínculo con el pueblo que linda, también, con el
enfrentamiento: "le voy a mostrar a esos tilingos [que] la Juncal es
parte de Carmelo, que yo soy parte de Carmelo" (TMC:233)5.
El orden legal contradice el creado por Enrique y continuado por Julia.
"Ningún mapa registraba la Juncal como territorio uruguayo"
(TMC:197). El que sí la registra es el que aparece incluido en la
novela. La isla es recuperada para el Uruguay solo como literatura.
Desde
la tierra que nace por imaginación y perseverancia de Enrique, todo
allí es construcción: "trabajar con la voluntad del río era el único
secreto" (TMC:71). Sin embargo, las contrariedades amenazan en la
tierra de nadie. Los temporales y las inundaciones marcan momentos
clave en la novela: la fundación, el nacimiento de Julia y la muerte de
Enrique. Si el primer temporal da origen a la isla, la combinación
de los otros resulta en el orden de Julia. En el primero de ellos nace,
en el otro fuma su primer cigarrillo, se pone el sombrero del padre y
toma su lugar. Los dos primeros temporales no solo señalan el carácter a
la vez heroico e imposible de la empresa, sino que vinculan la
historia de la Juncal más a la ficción -en sus diversas manifestaciones-
que a una fundación histórica. El primero, después de que Enrique
ha comenzado a plantar, lo deja atado al pie del único ceibo que ha
sobrevivido, como a aquel otro fundador de una región de la
literatura latinoamericana, Arcadio Buendía en Macondo. En el segundo,
no se distingue entre temporal y nacimiento. "El trabajo de parto ya
había empezado y la casa comenzaba a moverse, a crujir" (TMC:65). La
ausencia de articulación entre uno y otro hecho le da un matiz
causal al nacimiento de Julia que, por otra parte, también parece
cumplir una predicción anterior de Juanita Mederos, chismosa ilustre
de Carmelo: "una mujer se montará sobre la isla cuando termine de
emerger de las aguas" (TMC:64). Dos indicios de leyenda: la mujer
naturaleza y la mujer profecía.
En
el orden de la isla los temporales fundan y destruyen. La misma
ambigüedad está presente en la intervención humana que construye la
isla con la voluntad de la naturaleza y el arroyo que la atraviesa, "lo
que la naturaleza no había hecho ni haría nunca" (TMC:115), contra
ella. La amenaza de la naturaleza se duplica en la amenaza de la
existencia fuera de la ley. La crónica hace explícita esa relación:
"apartados de la civilización, en las fronteras de una selva húmeda y
de apariencia inexpugnable, la ley se disolvía en el agua y a menudo
los dejaba desamparados frente a las bandas de piratas y saqueadores
que las utilizaban de refugio" (EA:42). En la novela, se convierte en
el episodio en el que los ladrones de madera atacan a Julia y su espacio
en una doble violación que pone en riesgo el orden que se intenta
establecer. La vida en la isla se torna imposible, otra tradición de
los espacios salvajes a los que se intenta dominar en la literatura. La
construcción del espacio es doble: la isla y su población, territorio
y sociedad. Solo la segunda es la que falla porque, sin ley, resulta
ingobernable.
Los hombres de la costa
a
creación de la tierra es exitosa, efectivamente subsiste a los embates
de la naturaleza; la fundación de la sociedad, en cambio, fracasa
frente a la ausencia de instituciones. La afirmación de que en el pueblo
es diferente "con una iglesia de por medio y unas cuantas familias
reunidas" (TMC:156) señala esta carencia más allá del dominio de Julia.
La desgracia familiar reemplaza el temporal. La locura de María casi
al comienzo anticipa una serie anotada en la crónica y narrada en
la novela: la muerte de Enrique, el naufragio de los dos hermanos
menores, el suicidio de Joaquín, la expulsión de Josefina. Pero ese
destino no atañe solo a los fundadores y a los nativos sino que la isla
destruye también a cualquiera que radique allí su vida. Domínguez
contradice la crónica de Conti que le sirve de base, aquí la Juncal ya
no es el espacio convocante al que todos se acercaban a festejar en
"Memoria y celebración" sino todo lo contrario.
Las
costas de Carlos María Domínguez tienen una población específica:
los "hombres de la costa". En los escritos sobre la Juncal, esos tipos
humanos también tienen un origen histórico en la fundación de
Carmelo con tierras cedidas por Artigas y en el desarrollo de una
industria local de adoquines y ladrillos y su comercialización, de la
que se hacen cargo esos emergentes "hombres de la costa" que, por
oposición a los "hombres del campo", son "más amigos de la libertad y
el riesgo que de la autoridad y el orden" (TMC:16). Podrían, al menos,
distinguirse dos casos: quien nace y quien se hace de la costa. Al
segundo pertenece Valentín, quien llega a la costa "para romper la
educación de colegios caros contra el pico de una damajuana pasada
de mano en mano" (TMC:31), engendra hijos con Julia y termina como "el
porteño vencido por las islas" (TMC:124), afincado en Carmelo y
confinado a la quietud y el silencio. De nuevo, Domínguez contra Conti:
la isla no es un lugar de escape.
También
es el propio Enrique, llegado de Italia tras los pasos de su padre y a
bordo de un barco en el que coexiste con, y se transforma en, hombre
de la costa. "Esa gente [...] vivía bajo otra ley que la mayoría de los
hombres y si no los hubiera conocido, acaso nunca habría decidido
instalarse en la Juncal" (TMC:21). Esa persecución está preñada -del
fracaso -posterior de todo el proyecto. Aunque oculta hasta el final de
la novela, la verdadera historia de Andrés es el contrabando y no
el combate que funda un derecho glorioso sobre las tierras, como cuenta
la leyenda forjada por Enrique porque "necesitaba otro pasado para
retenerse en un pajonal de un solo árbol y levantar la isla, una
familia, un destino" (TMC:289). Su historia revela el destino de la
isla. Es a ese padre contrabandista y derrotado por el universo
isleño al que busca Enrique y es ese el destino que asume. La fundación
nace trunca en ese linaje que, como la tierra, se construye sobre
los despojos.
No
alcanza con "hacer la tierra", hay que inventarle una población y,
sobre esa materia prima, la sociedad naciente necesita, para serlo,
de una organización. Enrique y María dividen sus tareas, mientras uno
hace la tierra, la otra construye "un dique de niños contra las
crecientes" (TMC:66). El imperativo y la división se mantiene cuando
Julia toma el mando. Aunque la división sexual del trabajo se desbarata
en un orden sostenido por mujeres, las funciones persisten. Ahora es
Alba, la hermana menor, quien "a todo le decía que sí; se ocupaba de
barrer, limpiar, cocinar" (TMC:280). En los dos hermanos mayores, la
herencia se reparte no por género sino por raza. Julia hereda la
función de Enrique desde que construye el arroyo con él y hasta que
se encarga de los negocios que fundan el orden económico y Joaquín los
ritos orixás y la incomodidad de la madre.
Sin
embargo, a pesar de buscar el lugar del padre, Julia duplica su tarea.
Engendrar hijos es también una fundación: "Dar vida a un heredero y
descubrir que el esfuerzo solitario de su padre se hacía carne y hueso
dentro de su vientre" (TMC:105). De la misma manera, los vestidos y
los bailes son parte del trabajo de Julia que también consiste en
conseguir hombres para crear una descendencia. Pero es concebible la
resistencia y la necesidad de afincarlos en la isla primero: "contrató a
Arturo para el desmonte de álamos [...] y nada le costó mandarle la
comida con Alba, ponerlos a trabajar juntos, hacerle comprender que el
contrato incluía a su hermana" (TMC:77). A la vez, en la búsqueda de
compañeros para sus hermanas, la tarea de Julia vuelve a la fundación y
a la organización de la incipiente sociedad isleña. No hay
distinción entre creación del espacio, creación de la población y la
organización de ambos. "Octubre cubría de brotes los ateridos
manchones del invierno y el aire se impregnaba de una luz cristalina que
convertía el contrabando, el dinero fácil y los embarazos en un
solo impulso multiplicado" (TMC:103). Julia concentra todas las
funciones en pos de un poder unipersonal que debería garantizar el
orden pero que fracasa al devenir también sociedad unipersonal.
Lo
que ya no puede sucederle a la tierra -el fracaso-, le sucede a la
población. La lejanía del pueblo, la isla como "tierra virgen", se
vuelve en contra de la familia. La utopía fracasa en el Río de la Plata:
a la novela le basta la imagen del pantano que se traga a la vaca
de Valentín y a Joaquín porque ya contiene el final, la isla
tragándoselo todo; la crónica, en cambio, consigna la disolución de
la isla como proyecto de sociedad en el momento de la muerte de Julia.
"Desde entonces la isla quedó abandonada en el kilómetro cero del
Río de Plata, contra los vientos del Sur" (EA:56). En los dos, la
venganza de la tierra que no debería haber sido y de la que no se puede
salir victorioso.
El mar: reverso de la utopía
Las historias de La costa ciega (2009) y La casa de papel
(2004) dependen del viaje, del que lleva a los personajes de uno a
otro lado del Río de la Plata pero, sobre todo, hacia el espacio de la
costa del mar que es el espacio del olvido, del abandono del pasado,
del cambio de identidad. El mar es un espacio de idealización igual que
el río en Tres muescas en mi carabina. Pero si esa costa del
río tiene costados más bruscos que los que le da la imaginación, la
costa oceánica es brusca también en la idealización porque no
produce derrotas sino que convoca a aquellos cuya derrota ya ha
comenzado. Como tantos navegantes de la tradición literaria, quienes
se lanzan a las costas en las novelas de Domínguez también se
desprenden del hastío de la vida en tierra firme aunque no alcancen
la salida al mar. El mar es el paisaje acorde para hombres y mujeres
vencidos, náufragos en sus propias costas.
La costa ciega
comienza con la desolación del pueblo de Dallas, "sobre el último
tramo de la costa uruguaya" (CC:13) y el olvido de la historia que se
está por contar: "la novedad ocupó las conversaciones en Dallas
durante varios días, [...] y, finalmente, se extinguió en la memoria de
los hombres como la lluvia en la arena de los médanos" (CC:15-16).
La mención de la lluvia con relación al olvido no es ociosa puesto que
la naturaleza acompaña los destinos de sus personajes. Sin embargo,
aunque esa relación pueda asimilarse al determinismo también puede
seguir el camino inverso. No es que la naturaleza decida por los
hombres sino que estos buscan un lugar donde la naturaleza sea propicia a
sus fines; de donde, por otro lado, surgen los desplazamientos que
marcan el paso de esta narrativa. Si más adelante Arturo y Camboya
comienzan su relato mientras la tormenta amenaza con destruir el espacio
que los enmarca, La casa de papel comienza con el momento posterior, cuando el narrador recibe un libro de Conrad manchado de cemento6
y cuyas "páginas, humedecidas y arqueadas, reclamaban, por sí
mismas, una lectura" (CP:13). El libro es la ruina dejada por las
tormentas a partir de la cual el narrador debe leer otra historia que
también tiene lugar en ese espacio.
Dallas,
Las Malvinas y el departamento de Rocha son lugares donde la naturaleza
lo borra todo. Mientras el médano borra la lluvia, el mar y la
lluvia borran el pueblo. Es esa característica la que impulsa a quienes
llegan allí en busca del olvido, atraídos por la posibilidad de
hacer coincidir sus propósitos con el espacio. En La casa de papel,
Carlos Brauer también busca en la costa un lugar de escape y olvido
de sí. Pero quien cuenta su historia ya no es un hombre de la costa,
como el narrador de La costa ciega, sino que es un viajero detrás de los pasos de Brauer. Por un lado, esto modifica la construcción del relato. En La costa ciega, a pesar del cambio de espacio, el narrador -oral y anónimo- trabaja a partir del chisme y las versiones igual que en Tres muescas. En La casa de papel,
en cambio, el relato es producto de una investigación. Aquí ni el
narrador ni sus informantes son anónimos y las versiones
contradictorias son motivo de nuevas búsquedas más que de
indeterminación. Por otro lado, la perspectiva sobre los espacios no
es nunca la de Brauer sino la del profesor que investiga sobre él y
cuyos múltiples desplazamientos -de Inglaterra a Buenos Aires, de
allí a Montevideo y finalmente a la costa- iluminan los diferentes
espacios y escenarios narrativos mediante diversas oposiciones que
refuerzan la imagen de la costa oceánica como espacio ajeno a la
civilización.
Del río a la zona del olvido
La
búsqueda del olvido como motivo del viaje resulta evidente en la
reconstrucción de los trayectos de los personajes principales. El
único con un propósito diferente es el narrador de La casa de papel
que viaja para construir una historia y no para olvidarla. Allí, el
relato es la investigación, no solo porque es lo que se narra sino
porque toda la historia está construida en torno a los viajes del
narrador que permiten encuentros donde se producen sucesivos relatos
sobre la vida de Carlos Brauer. El viaje y el relato reconstruyen la
historia del libro manchado de cemento de la misma manera en que, en La costa ciega,
el encuentro de Arturo y Camboya produce -o reconstruye- una
historia nueva sobre el pasado que es reelaborada por el narrador. Solo
quienes se llevan la historia para narrarla son capaces de escapar
al naufragio. La narración es lo contrario del olvido.
El relato de La costa ciega
-intencionalmente disperso y divergente- se remonta a la década del
setenta a pesar de que sus actores principales se encuentran en el
presente. Ese primer tiempo de la historia, protagonizado por la
generación anterior a la de Camboya -su padre y sus tíos-, está
hecho de exilios. El de la tía Cecilia en Argentina es el primer cruce
de una frontera crucial si bien se hace en sentido inverso a los
viajes subsiguientes. El escape está contenido en el sentido del exilio,
pero Cecilia no busca lo mismo que quienes se desplazan hacia la
costa sino que huye de la persecución de la dictadura uruguaya para
insertarse en el territorio y en la actividad que la devuelven al
punto de partida. Lejos de viajar para romper con el pasado, el viaje
implica una continuidad -la militancia de este lado del río- y la
negación del sentido de la huida -su desaparición.
La
primera Cecilia es relevante porque es el denominador común entre
Arturo y Camboya. Su viaje lo es porque, directa o indirectamente,
determina los viajes de los otros dos y, por consiguiente, su encuentro y
el desarrollo narrativo de La costa ciega. Sin embargo, los
viajes de Arturo y Camboya hacia Las Malvinas corren en sentido inverso
no solo en términos espaciales. Si bien Arturo, después de una
relación con Cecilia, huye de Buenos Aires a Uruguay en busca de un
cambio de vida y completa el círculo de las dos orillas, la
inversión es de los objetivos. Arturo busca la salida del mundo y de sí
mismo, escapar de lo que no se puede escapar. Para él, es el exilio
amoroso desde Buenos Aires. Para Camboya, el escape de otra relación
fallida y también, a su manera, del recuerdo de Cecilia, heroína del
panteón familiar de quien recibe su verdadero nombre y un fantasma con
el que carga como miembro de una generación para la que la historia
nacional reciente y el pasado familiar son "como los restos de un puzzle
al que no solo le faltaban piezas, también la clase de figura que
debían componer porque todos tenían una historia distinta que contar"
(CC:76).
Es
otro personaje que también viaja de Buenos Aires a Uruguay quien
condensa la idea del viaje hacia el olvido. El encierro en el que
vive Doghram con su familia despierta las versiones del pueblo. Aunque
algunos afirman que el traslado responde al "miedo a los militares
que extorsionaba a los empresarios en la otra orilla" (CC:25), la verdad
implica colocar a Doghram en la vereda opuesta como apropiador de
sus dos hijas. El traslado al Uruguay, el encierro, el aislamiento del
mundo implican la confianza "en el reemplazo de una memoria por
otra, primero retroactiva, después proactiva, y en la estabilidad del
olvido" (CC:132). Su hija Rosie es el sujeto activo de ese
reemplazo, la única capaz de recordar algo del pasado y por eso ahora
"heredera de la memoria familiar" (CC:33) fraguada por su padre.
Lo
que Doghram busca y cree encontrar en Palmira, donde no lo vigila
ningún vínculo, ningún pasado, los uruguayos lo buscan en una costa
más alejada y más salvaje. Primero, los viajes que conducen al presente
de Arturo; los desplazamientos que comienzan para buscar a Cecilia,
incluso antes de su desaparición, con el pasaje a la clandestinidad que
marca el fin de la relación. En las recorridas por las estaciones de
tren, Arturo se convierte en vagabundo a fuerza de permanencia. Frente a
un itinerario urbano que concluye con un intento de suicidio,
Arturo inicia otro recorrido que parece ser la única opción frente a la
muerte: la salida al río. Lo gradual se aglomera en un tiempo
reducido. Del puerto de Tigre "tomaron una lancha de pasajeros hasta una
isla del Guazú y esa misma noche cruzaron con los contrabandistas a
Palmira" (CC:91). El viaje no termina en el Delta como para los
desarraigados de Conti sino que este es para Domínguez -y de nuevo
habría que evocar a la fundacional Tres muescas en mi carabina- puerta de acceso a "la otra orilla".
Pero
Palmira es para Arturo lo que nunca puede ser para Doghram: la familia,
la identidad y el pasado. Por eso merece un nuevo vagabundeo.
Primero hacia el norte, a los montes donde vive del tráfico de pieles
"su único trato con los hombres" (CC:96). De la primera salida del
mundo, regresa solo después de perdonar a Cecilia. Palmira es ahora
promesa: desde allí "miraba a la costa con una queda ansiedad por
algo que no terminaba de anunciarse ni de irse" (CC:100). La
construcción de la casa y la huerta en el terreno familiar y la
creación de un vivero reemplazan a la recolección de los montes -las
pieles para la venta, la miel para la supervivencia-. La costa llama
al aventurero emprendedor. Es porque "lo poco que tenía lo había
levantado de sus destrozos" (CC:102) que puede decir que "se sumó a
los hombres de la costa" (CC:102).
El
arraigo en la zona de la costa del río se completa con el trabajo en la
casa de los Doghram y la consiguiente relación amorosa con una de
las hijas. Hasta ese fragmento del pasado más inmediato llega el relato
de los hechos. Después está el presente de Arturo, que lo encuentra
en la ruta hacia Valizas junto con Camboya. La explicación, desplazada y
dispersa, responde en parte a la prohibición de concretar la
relación con Rosie y en parte a la imposibilidad de comenzar de nuevo
sin dejar atrás la historia con Cecilia. Si en la huida al monte
Arturo lograba perdonarla, la huida hacia la costa del mar debería
borrarla por completo.
No
hay arraigo posible en "un lugar desierto, neutro, sin sentido"
(CC:117), una zona inestable donde no sobreviven ni las
construcciones ni los árboles ni el mismo suelo que el mar y las
tormentas se tragan periódicamente. Camboya también está solo de
paso. Su único viaje de Montevideo a Las Malvinas no implica cruzar la
gran frontera del Río de la Plata que cruzan todos los demás ni un
plan de permanencia, solo de huida. El viaje dentro de las fronteras,
sin embargo, incluye el cruce del arroyo Valizas, frontera interna
con la que limita la región protagonista de esta historia. Su viaje
también tiene que ver con la primera Cecilia. No solo es así como
llega al lugar -conocía Valizas desde niña, cuando veraneaban con los
amigos de una tía" (CC:92)- sino que también, como Arturo, escapa de
su recuerdo. "Durante años su padre la había abrumado con la heroica
Cecilia y su desinteresado sacrificio por los pobres" (CC:163).
Frente a su herencia política, Camboya estudia Historia para "averiguar
cómo un mono se había parado sobre sus pies y al cabo de una serie
de episodios intrascendentes, Uruguay se convirtió en un país, persiguió
a sus tíos y encerró a su padre durante diez largos años" (CC:50).
De las dos miradas al pasado, la Historia y la memoria familiar,
huye Camboya cuando enjuicia a la generación anterior, falta a la marcha
del 20 de mayo y deja de llamarse Cecilia como la tía desaparecida.
Después, en el viaje a Las Malvinas, huye tanto del pasado como de la
ruptura con él.
En La casa de papel
los viajes son solo dos: el de Brauer y el del profesor que sigue sus
pasos. Las dos son la misma historia que puede resumirse en la salida
de la biblioteca y el ingreso a la zona salvaje. El narrador intenta
reconstruir la historia bajo dos premisas: "los libros cambian el
destino de las personas" (CP:9) y la inversa, cuya prueba es la historia
de Carlos Brauer: "las personas también cambian el destino de los
libros" (CP:55). Además de por el viaje, la historia de La casa de papel
está atravesada por los libros. De acuerdo con la primera premisa del
profesor, un libro puede ser una instancia de formación, como es
para él El llamado de la selva, "uno de los pocos ladrillos de mi
infancia" (CP:16). Pero si el libro puede ser metafóricamente
"ladrillo" de una biografía, cuando Brauer lo convierte
materialmente en ladrillo -siguiendo la segunda premisa del narrador- lo
hace para despojarse de esa construcción biográfica en torno a la
literatura. Si "la biblioteca que se arma es una vida" (CP:30), lo de
Brauer es una doble destrucción. La vida -una forma particular de
vida- y la biblioteca se pierden en la misma playa a través de la
construcción de una casa hecha de libros.
La
paradoja entre la construcción y la destrucción se resuelve en el doble
estatus de los libros que construyen una vida por las historias que
contienen y la destruyen, en el caso de Brauer, cuando se convierten
solo en objetos materiales. Toda la novela, sin embargo, plantea la
contraposición entre el libro-relato y el libro-objeto. De acuerdo con
Jorge Dinarli, librero y primer entrevistado, los bibliófilos se
dividen entre lectores y coleccionistas. En su testimonio, Brauer
aparece entre los primeros aunque la construcción de la casa
indicaría lo contrario: al bloquear la posibilidad de lectura de los
libros de su biblioteca, Brauer termina en el grupo de quienes
consideran al libro como objeto. Sin embargo, lo hace de manera inversa a
la del coleccionista porque la casa no preserva el valor del libro.
Esto
opone a Brauer con Delgado y lo convierte en un caso extremo:
obsesionado por la lectura, gasta todo su dinero en la compra y no
en la conservación de sus ejemplares. "Le insistí que no gastara todo en
los remates sino en la conservación de su biblioteca. Pero ya le
dije: era un lector voraz" (CP:33). Esa oposición anuncia el final. La
destrucción de la biblioteca de Brauer está determinada por su
identidad como lector, comienza antes de la decisión de convertir los
libros en ladrillos y es accidental. No es solo la humedad o los
insectos lo que destroza la biblioteca sino la concepción de la lectura
como enfermedad, que es lo que lo reúne con Delgado en la
subcategoría de "los adictos" (CP:32). Si bien la clasificación es de
Delgado, la sintomatología es más explícita en Brauer. Los dos
comparten una "piel ligeramente apergaminada" (CP:32), pero solo
Brauer lleva al extremo la relación personal con los libros. La
concepción del libro como la voz que porta -contra el objeto que es-
conduce a dos extremos. El primero es la organización de la biblioteca
por fuera de la lógica convencional. El segundo es la humanización
del libro que se evidencia en una copa de vino para un tomo abierto del
Quijote sobre la mesa y en los libros dispuestos sobre la cama con forma
humana para encarnar la metáfora que Brauer utiliza para justificar
sus anotaciones marginales: "Yo cojo con cada libro" (CP:35).
La
cura de la enfermedad implica la deshumanización del libro-objeto.
Brauer anula tanto la lectura de los libros como su valor cuando los
convierte en ladrillos. Correlativamente se transforma a sí mismo, deja
de ser un "bibliófilo" en cualquiera de sus especies y desmantela
su biografía porque pierde tanto sus piezas -los libros- como su orden.
Convertido en objetos, el único orden que corresponde a los
libros-ladrillo de Brauer deriva de valores extrapolados del objeto al
que reemplazan: "la proporción de cada volumen, el grosor, la
fortaleza para resistir la lechada de cal, cemento y arena" (CP: 52).
Brauer sigue el camino inverso al de Camboya: si ella obtiene de
Arturo las piezas que faltan en su "puzzle" y que serán organizadas por
el narrador, a Brauer después de la pérdida de su archivo y de la
organización de la biblioteca, a la que compara con la organización de
la memoria, no le queda más que deshacerse también de los fragmentos
dispersos, los libros. La asociación entre libros y recuerdos es
similar a la de la biblioteca con la biografía. Destruir el orden e
inhabilitar la lectura de los ejemplares resulta en la destrucción de
todo lo que compone el pasado de Brauer. Esa destrucción solo es
posible en la costa: "Si usted no está muy seguro del sentido de su vida
y quiere ponerlo a prueba, o quiere olvidar sus reflexiones y
convertirse en otro hombre, ése es su lugar. Si usted prefiere morir de
soledad y sentirse un perro, o enfrentarse cara a cara consigo
mismo, debe ir a un lugar como ése" (CP:49).
La otra orilla
En
la costa del mar la naturaleza es propensa al olvido porque es capaz de
acabar con todo. Pero así como la naturaleza es justiciera -"el
océano se encarga de hacer cumplir la ordenanza que prohíbe edificar a
menos de doscientos metros de la costa" (CC:19)7 -, el olvido al que se la asocia también tiene propiedades destructivas. Desde el comienzo de La costa ciega,
el ambiente se revela reacio a la vida humana. Los anuncios enmarcan la
llegada de Arturo y Camboya al rancho de la costa. Algunas líneas
bastan como ejemplo. Cuando él llega, encuentra "un árbol arrastrado por
la marea, con el lomo cubierto de conchillas y una rama inclinada
que parecía pulida por un orfebre" y "varios ranchos quebrados, otros
con los techos caídos" (CC:20). El remate de la última frase es la
explicitación de la relación del hombre con el espacio: "también él
[como los ranchos] fue un punto más en la costa y desapareció" (CC:20).
Simétricamente, cuando ella llega a lo de Arturo en busca de
refugio, encuentra la misma devastación, aunque ya bajo una forma más
amenazante: "así andaba todavía, intentando poner su cabeza de pie
entre espumajos de yodo y porquerías que arrastraba el mar, hecha un
desastre, un verdadero desastre que podía empeorar porque en el
cielo se movían grandes nubes azul cobalto" (CC:60).
El crescendo entre
una llegada y la otra responde al conflicto narrativo: la idea de
"poner su cabeza de pie" responde al embrollo del que Camboya trata
de escapar yendo a la costa y a su dificultad para desplazarse pero a la
vez la amenaza del cielo precede al encuentro que reconstruye una
memoria que no buscan ni ella ni Arturo. La clave está en el relato, la
condición para que Arturo o Camboya escapen de su pasado es la
posibilidad del anonimato y del silencio. El encuentro liquida ambas
posibilidades, especialmente por ese hilo común que vincula sus
historias personales: la tía Cecilia. De nuevo, el caso de Doghram cifra
todo el conflicto: las condiciones de posibilidad de su huida
también son el silencio y el anonimato, ambos desbaratados por la
reconstrucción que operan los relatos cruzados de Camboya y Arturo.
En
el caso de Brauer, la construcción de una casa de papel -de libros- es
una forma de la muerte, no solo la del libro como tal sino la de
Brauer como bibliófilo. Si al final el narrador puede reírse con el
volumen de Conrad cubierto de cemento de "los envarados tomos de mi
biblioteca" (CP:62) es porque descubrió que esa casa destructora de
literatura es más cercana a la vida que las bibliotecas. Para llegar
a eso, el narrador reconstruye -y reproduce- el recorrido de Brauer. El
viaje que empieza en Inglaterra y termina en La Paloma lo aleja
progresivamente de la biblioteca, del mundo académico inglés que es la
forma inversa del mismo viaje. Si Brauer olvida un pasado libresco
en la costa, el narrador olvida Buenos Aires entre los libros y las
clases de Cambridge. Su regreso en busca de la historia de Brauer
compone un espiral: regresa a un Buenos Aires que es una vida menos
libresca -compuesta de charlas de café- para recién después pasar
por Montevideo para llegar a la costa de Brauer y regresar a Cambridge
transformado.
Buenos
Aires es un regreso. El camino hacia lo desconocido comienza recién con
el pasaje a Uruguay, "la orilla ignorada" (CP:21). A lo desconocido
se le adosa la idea de "vida". De allí que el cruce del río sea un
paso previo -preparatorio y anticipatorio- del viaje a la costa
oceánica. "A medida que me alejaba de Buenos Aires me parecía
recuperar una proporción que en la extensión del agua y horizonte me
devolvía el aliento, un espacio interior" (CP:21). La clave está en
el río como espacio utópico. Frente a un Buenos Aires que lo oculta
detrás de "soberbios restaurantes, lofts, cafeterías y
porteros de un mundo tan completamente transformado, exhibido y
groseramente caro" (CP:20), el puerto de Montevideo integra el río
en la ciudad: "la ciudad entraba al río con una decisión desprotegida
que daba a los pocos edificios altos un aire de grúas" (CP:22).
Fernando Aínsa (2007) -a través de textos de Ulanovsky y Borges- señala
como una constante la oposición entre Buenos Aires y Montevideo por
su relación con el río. Para Domínguez, la costa uruguaya del río es un
terreno propicio para la ficción: "como si un tiempo detenido y
mohoso ocultara bajo la seria cautela un denso entramado de secretos"
(CP:26). No solo es desconocido para el narrador, hay algo que
siempre permanece impenetrable y que permite la proliferación de
historias.
Cuanto
más desconocido es el espacio, más posibilidades ofrece. En ese
sentido, el departamento de Rocha -del que el narrador dice "apenas
me hacía una vaga idea de dónde quedaba" (CP:15)- es la orilla
verdaderamente ignorada. Ni siquiera forma una oposición con el
margen argentino sino con el río completo. La costa del mar resulta el
escenario ideal para la historia de Brauer que, también misteriosa,
da lugar a múltiples versiones. "La gente inventa cuando sucede algo
fuera de lo común, y entonces ya no es posible saber, con seguridad,
qué hay de cierto y de fantasía" (CP:26). Esto para el narrador.
Para Brauer, en cambio, lo que importa de Rocha es otra característica:
ser "un lugar perdido, en el confín del mundo" (CP:49). Solo el
exilio, el destierro y la huida son posibles en sus condiciones
extremas. Sin embargo, habría que hacer dos salvedades sobre la
imposibilidad de la vida en la costa. La primera, de orden natural,
es que la costa es inhabitable fuera del verano, cuando es ocupada por
"desquiciados que en los veranos dejan las playas llenas de envases
de vino y jeringas descartables" (CC:16). La segunda, de orden humano,
es que los pescadores son los verdaderos habitantes de la costa y
dueños de los ranchos que la pueblan. Su ausencia en la costa escrita
por Domínguez, más allá de alguna mención al pasar, señala que saber
cuándo abandonar la costa es la otra forma de evitar la tormenta. Entre
los dos extremos, unos indemnes por conocimiento de la región,
otros por serle totalmente ajenos, se ubican los exiliados de la costa,
Brauer en una novela, Arturo y Camboya en la otra. La extranjería y
sus consecuencias aparecen en boca de los pescadores de La casa de papel: "Demasiado lugar para alguien poco habituado" (CP:65).
Es
la posición de los personajes frente a la costa lo que permite
asociarla al olvido. Si lo único que puede construirse en la costa
son relatos, su preservación - como la de los ranchos de los pescadores-
no está garantizada. Arturo elige negar la historia que acaba de
recomponer, retener solo lo que es de su conocimiento y no lo que aporta
Camboya. Su muerte es una elección que le permite permanecer en la
costa y garantizar el olvido en nombre de un universo narrativo y unos
personajes que no la sobrevivirían. "Temía que [Rosie] se
desvaneciera, lejos del tilo y de la biblioteca, empujada a una verdad
que acabaría con la memoria de los Doghram [...] y por horrible que
fuera su encierro, ahora le resultaba menos cruel que el motivo"
(CC:165). Para Camboya, en cambio, el escape hacia Montevideo, fuera
de la zona de la costa, es igual al escape del olvido. En su huida se
lleva la historia y el alhajero de la tía Cecilia que abandona Arturo,
los elementos que le permiten conservar la memoria.
La costa ciega
propone una teoría de la memoria, no solo fundamentada en la
recolección de datos sino en la narración misma. Si para Camboya el
pasado era un "puzzle", las piezas faltantes que aporta Arturo necesitan
del narrador que recibe e hilvana los relatos de los personajes
para tener orden. De la misma manera, aunque Carlos Brauer destruya su
vida y su memoria (su biblioteca) en la orilla del mar, su historia
sobrevive porque el narrador vuelve a construirla a partir de las ruinas
y de los otros relatos.
Fracaso de la utopía y utopía del fracaso
Las
islas tienen una tradición propia en la literatura. Desde Tomás Moro,
son el lugar de la utopía -en sus diversas encarnaciones-, de la
lucha con la naturaleza y, eventualmente, del fracaso. Como señala
Rivera (2000) y como apunta Domínguez (2002) desde el prólogo a Escritos en el agua,
este espacio literario -el río en general, las islas en particular-
no tienen una tradición demasiado amplia en la literatura ni argentina
ni uruguaya. Sin embargo, Domínguez se planta de lleno en la
tradición universal. Enrique, en "Las tierras emergentes" es un creador
degradado de utopías. Vale aclarar que es un creador material, no
imagina la existencia previa de una isla utópica ni trata de civilizar
una isla o una población existente, sino de inventar las dos. De
allí que la isla sea una creación imaginaria que encarna en un espacio
material a partir del trabajo sostenido. Pero también degradado,
porque Enrique no llega a la isla con el pensamiento y ni siquiera como
explorador sino en busca de un padre aventurero y contrabandista.
Enrique
es un náufrago de esa búsqueda, una especie de Robinson en el Río de
la Plata, donde puede dominar a la naturaleza, pero donde fracasa ante
el desafío de Crusoe, fundar una ley en un lugar desprendido de la
historia (Matamoro, 2009). En el relato de ese fracaso, Domínguez se
aparta de Conti: las islas no son un lugar para la fuga exitosa, ni
transitoria ni definitiva. Por el contrario, quien busca un escape
hacia el Río, como Valentín y como el Conti de "Memoria y celebración",
fracasa sobrepasado por una realidad ingobernable. En lugar de
atraer pobladores, los repele; la muerte, la expulsión o la fuga vacían
a la isla de sus potenciales pobladores. Es mentira que en el
espacio semi-salvaje se encuentre la paz. Y a la inversa, para el linaje
de fundadores, es mentira que se pueda civilizar un espacio al
margen de lo que ya existe. Como consecuencia, Enrique muere porque le
falta atención médica; sus hijos huyen del aislamiento o, quienes
persisten, como Julia, carecen del peso de las instituciones para
hacerlo subsistir.
La costa del mar es el reverso de la costa del río. La costa ciega y La casa de papel
también trazan vínculos con una tradición literaria ajena a esta región
de América Latina, aunque la desvían. Los náufragos del mar de
Domínguez fracasan a orillas de un mar al que nunca salen. No es un
espacio contra utópico, puesto que los proyectos de quienes llegan
allí no necesariamente se frustran, pero sí es una utopía divergente
porque idealiza el fracaso. En el Río de la Plata -en sus costas y
en sus islas- los proyectos son de construcción; en la costa del mar,
son de destrucción. Hay, sin embargo, una paradoja, porque en el
espacio utópico los proyectos de construcción fracasan mientras que en
la costa oceánica los proyectos de destrucción triunfan.
Los
resultados son siempre negativos, voluntaria o involuntariamente. Lo
único que sobrevive al avance de las aguas es el relato. En la
historia del fracaso en las islas y el mar está tramada la fundación de
una región literaria. Al nuevo territorio le corresponde una manera
de narrar: los diálogos de pueblo, los rumores, las múltiples versiones
inverificables sobre los hechos. Es esa la única manera en que la
información circula en Tres muescas en mi carabina y en La costa ciega.
Los relatos orales transmitidos y retransmitidos tienen un
correlato no ficcional en la crónica, en la que los diferentes
testimonios, todos transcriptos, tampoco gozan de un carácter pleno
de verdad ya que nunca tienen voz los protagonistas. Esta última forma
de narrar es la que, finalmente, imita La costa ciega desde
la ficción. La indeterminación que inunda los textos contribuye a la
leyenda fundadora de este nuevo espacio, las "historias
desmesuradas", como quería Conti (2009:338), que prueban que, con o sin
ficción de por medio, las islas y las costas -ahora también la del
mar- no son lugares propicios para la vida pero sí para los relatos.
Notas
1 El "área cultural" tal como la define Ángel Rama (2007) supone que el elemento aglutinante no sean las fronteras políticas sino las semejanzas culturales.
2 El nombre ya lo tenía Conti en la enumeración de los objetos de la casa de Julia: "aquel Spencer de ocho tiros con tres muescas en la culata que me apuntó a la cabeza" (Conti, 2009:337).
3 Resulta tal vez contradictorio señalar esa falta al mismo tiempo que se conforma una tradición exclusivamente argentina. De acuerdo con Domínguez en el mismo "Prólogo", sin embargo, no existe una literatura uruguaya sobre el río.
4 Todas las citas de Domínguez corresponden a las ediciones citadas en la bibliografía. Indico EA para Escritos en el agua, TMC para Tres muescas en mi carabina, CC para La cost ciega y CP para La casa de papel.
5 Nótese que el reclamo de pertenencia es con el pueblo y con la nación.
6 La aparición de La línea de sombra es, por otra parte, una mención a la literatura sobre mares y navegantes. Citar el antecedente es una forma de insertarse en la tradición de esa literatura ante su ausencia en la tradición local.
7 Nótese la asimilación del orden jurídico al natural.
Corpus
1. Domínguez, Carlos María (2002), Escritos en el agua. Aventuras, personajes y misterios de Colonia y el Río de la Plata, Montevideo, Ediciones de la Banda Oriental.
2. Domínguez, Carlos María (2003) [2002], Tres muescas en mi carabina, Buenos Aires, Alfaguara.
3. Domínguez, Carlos María (2007) [2004], La casa de papel, Buenos Aires, Punto de lectura.
4. Domínguez, Carlos María (2009), La costa ciega, Buenos Aires, Mondadori.
Bibliografía
5. Aínsa, Fernando (2007), "Una 'jirafa de cemento armado' a orillas del 'río como mar'. La invención literaria de Montevideo" en Javier de Navascués (ed.), La ciudad imaginaria, Madrid, Iberoamericana.
6. Conti, Haroldo (2009), "Memoria y celebración" en Cuentos completos, Buenos Aires, Emecé.
7. Ford, Aníbal (1987), "El regionalismo" en Desde la orilla de la ciencia. Ensayos sobre identidad, cultura y territorio, Buenos Aires, Puntosur.
8. Heredia, Pablo (1994), El texto literario y los discursos regionales. Propuestas para una regionalización de la narrativa argentina contemporánea, Córdoba, Argos.
9. Matamoro, Blas (2009), "Islas en el mundo de la fábula" en Cine y Letras..
10. Rama, Ángel (2007), Transculturación narrativa en América Latina, Buenos Aires, El Andariego.
11. Rivera, Jorge B. (2000), "Sudeste de Conti en sus contextos y linajes" en Haroldo Conti, Sudeste/ Ligados, Ed. Crítica de Eduardo Romano, Madrid, Ed. Archivos-ALLCA XX.
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