Miércoles, las cuatro de la tarde.
Cielo deshilachado y floreado, serpenteos luminosos sobre el espacio fluido, mientras allí, a lo lejos, se derrama una blancura como una puerta que condujera al otro mundo. Pero navegamos. Hemos rebasado el convento de San Lorenzo y navegamos; a la derecha, las tierras de Entre Ríos; a la izquierda, Santa Fe, y nosotros navegamos.
Uno de los señores tiene unos prismáticos con los que se puede ver la orilla desconocida y un arbusto −o un árbol−, o una tabla de madera, negra, que aparece de pronto entre las turbias aguas, arrastrada por la corriente. Hoy me he acercado nuevamente a él y me ha preguntado:
−¿Quiere usted echar una ojeada?
Pero… lo mismo me dijo ayer. Sólo que hoy me ha sonado diferente. Me ha sonado…, como si en realidad no quisiera decir eso o bien como si lo que ha dicho no estuviera dicho hasta el final…, sino dolorosamente interrumpido. Lo he mirado, pero su cara estaba serena, tranquila. Navegamos. Acompañados por un verdor (porque nos acercamos a la orilla) ora más oscuro, ora más claro; el estuario cargado de luz y con las aguas crecidas hasta reventar parece ascender al cielo; mientras, nosotros navegamos. Navegábamos cuando yo desayunaba, y cuando, después de una partida de ajedrez. salí a cubierta, vi que navegábamos. Aguas amarillas, cielo blanquecino.
(De Witold Gombrowicz, Diario 1953-1969, entrada correspondiente al Diario del Rio Paraná, de 1956, Barcelona, Seix Barral, 2005).
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