Mi recuerdo del Tata me incita o requiere
no hablar de literatura, ni del río como espacio imaginario ni del
delta en general sino de algo muy particular, real y concreto: voy a
hablar de la muerte, que es un tema del delta verdadero, ese que te
atrapa y te deja como alimento para los peces. Porque hay un Tigre que
engaña al turista, al visitante de día o de finde, al que se va después
de tocar la superficie. Y porque hay que vivir y morir en la isla como
lo hizo Luis “El Tata” Leonardi, rosarino nacido en el 44 que se vino a
mediados de los 70 tras haber militado en el Peronismo de Base, en busca
de un exilio interior que sólo podía encontrar en ese espacio que se
nombra en singular, igual que el río. La isla, un lugar que en la
imaginación siempre parece inabarcable, con meandros y orillas en
formación constante, vegetación que oculta todo rastro, ausencia o
mínima presencia de policía, vecinos que preguntan poco, tiempo de
sobra, fronteras difusas entre municipios, provincias y países.
El Tata vivió primero en vivienda
alquilada junto al arroyo La Perla y después compró terreno y casa que
llamó El Vagón en el Marchini. Años más tarde edificó otras tres cabañas
para alquilar los fines de semana; fue uno de los primeros en practicar
ese modo de ganarse la vida isleña en la zona. Empezó cuando el Tigre
no estaba de moda y la luz artificial del boom turístico aún no
había acorralado al delta silvestre en esos pantanos donde el pie se
hunde y el remo se atasca, donde la carne y el vegetal se pudren. Había
estudiado para ingeniero mecánico en la UTN, había diseñado tuberías
para reactores atómicos y otros modelos de ingeniería industrial,
trabajó incluso en Perú, sabía hacer plano de obra y ponerse a
construir. Se le ocurrió el diseño e impresión de un mapa isleño que
vendía por su cuenta y todavía se consigue por ahí, ese mapa donde
intentaba corregir el error que había llevado a que en un lugar el río
fuese llamado Sarmiento y en otro Capitán; porque en los mapas
–explicaba El Tata– como el nombre Capitán Sarmiento era muy largo, los
tipógrafos solían cortarlo en dos, quedando de un lado el nombre “río
Capitán” y en el otro “río Sarmiento”. Pero era (y es) un solo río.
A mediados de los 80, El Tata salió del
exilio interior a su manera: la militancia. Estuvo al frente de la
movilización para conquistar más y mejores servicios de lancha
colectiva, hasta que se inauguró la salida de las 21 horas desde Tigre
(se reía: “la primera noche fuimos todos en manifestación a tomarla para
demostrar a la Interisleña que éramos muchos los que necesitábamos el
horario de las 9”). También publicó la primera revista en la zona: El carpincho.
Todavía hoy se puede encontrar su nombre y apellido en el Centro de
Estudios del Delta Bonaerense, donde aparece como presidente (junto a un
vice que es Marcelo “Nono” Frondizi), en el primer Centro de Jubilados
Delta, en la Agrupación Envar El Kadri y en alguna otra que se me va de
la memoria. En ninguno de esos sitios buscaba figurar ni trepar a un
puesto rentado. El Tata era un militante de base, sin mayúsculas.
Nos conocimos alrededor del 2003-2004,
cuando con Susi empezamos a pasar fines de semana en cabañas alquiladas,
en los principios de mi idilio con el delta, todavía para mí un
territorio exótico, deseado, paradisíaco, casi inaccesible y al que
tenía que renunciar los días de semana por la amarga vuelta a la ciudad.
Después empecé a vivir ahí mismo y dejé de idealizarlo, tanto al delta
como al Tata.
Nos conocimos y reconocimos en memorias
generacionales, aunque con perspectivas e historias diferentes. Eran
años en los que podíamos coincidir y discrepar sobre temas de coyuntura
sin pelearnos (“yo siempre fui medio peroncho” aclaraba El Tata;
después, eso de “medio” se vio que era una mentira a medias).
Coincidíamos en políticas para la isla: transporte público, autonomía,
organización vecinal pero había divergencias en torno al medioambiente
(“eso hay que dejarlo para más adelante” sentenciaba El Tata cuando se
le decía que mejor que pedir más lanchas colectivas era controlar los
motores contaminantes; o también: “ojito que yo no soy de Grin Pis” si
se le pedía que no tirara los filtros de cigarrillos al agua ). Cada
tanto discrepábamos en políticas macro: ley anti-terrorista, mega
minería, modelo extractivo, inflación, corrupción. Admitía: “Hay
corrupción. Y Cristina estará loca pero hay que bancarla. Ya se
arreglará todo. Como decía el General: andando el carro se acomodan los
melones”. En fin: nos habrá agarrado la grieta, no sé; pero dejamos de
hablar sobre lo que nos dividía.
Mis recuerdos más felices: las celebraciones de su cumpleaños, cuando preparaba una tremenda bagna cauda
para las muchedumbres que iban al Vagón, 30 o 50 personas. El Tata
estaba hecho de tan buena madera que no parecía afectado por el mal del
sauce, esa enfermedad que no es ninguna leyenda, que puede llevar al
alcoholismo o al suicidio. Porque hay que bancarse la isla como él por
casi 40 años, bebiendo apenas un poco de alcohol en las fiestas y
marihuana sólo si lo convidaban. Eso sí, siempre estaba con su tabla de
salvación a mano: esa tenacidad en la militancia que lo sostenía, que lo
hacía insistir en que participáramos, que evitáramos el aislamiento,
que fuésemos “orgánicos”. Lo decía también con sentido del humor: en
asados y veladas compartidas con Gumier Maier, vecino cercano, llegamos a
delirarnos con la independencia del delta. ¿Formar un Frente de
Liberación Isleño o un Frente Isleño de Liberación? El énfasis en la
isla o en la liberación; esas serían las diferencias, según la calidad
del vino o del porro.
Fue El Tata quien me enseñó casi todo lo
que había que saber sobre los misterios de la vida en la isla; digo
“casi” porque siempre hay un resto que da la propia experiencia y otro
resto que quedará por explorar. Cuando compré casa a un kilómetro de
distancia, me ayudó con todos los consejos que necesitaba para
instalarme. La casa estaba impecable, lista para habitar, pero como
siempre se necesita reparar algo o llevar algún faltante desde el
continente, dijo: “Mirá bien esta casa. Es perfecta, pero este será su
mejor estado de aquí en adelante”. Sabias palabras. Luego me instruyó
sobre cómo hablar con los parquistas que cortan el césped para no quedar
de rehén de los caciques de la zona. Me alentó a hacer todo lo que
pudiera con mis propias manos. Me explicó cómo podar la ligustrina a
machetazos, cortar cada rama en ángulo de 45 grados con el propio peso
del machete bien afilado para que el corte sea de un solo golpe. Me
orientó para calcular a qué altura llegaría la crecida cuando hay
sudeste y a qué hora se cubriría el terreno según el número de metros
previstos para el puerto de San Fernando. Me recomendó aprovechar la
marea cuando está en bajante para meterse con el agua por la rodilla y
empezar a remover con un secador o escoba el barro del fondo mientras
todavía está fresco y liviano, así los caminos serán más fáciles de
limpiar para que estén transitables sin pegarse un resbalón. Me indicó
cómo sacarle el anzuelo al bagre que chilla y se retuerce al final de la
línea para que no te clave una espina en las manos. Me enseñó a
encender el fuego para el asado aunque no tuviera papel gracias a las
ramitas de casuarina y muchas otras cosas más que de tan naturalizadas
ya quedaron en el olvido.
Al principio el Tata venía caminando esas
diez “cuadras” que nos separaban sobre muelles precarios, puentes
tambaleantes, raíces de árbol y senderos tapados por la crecida, con la
espalda encorvada de tanto mirar hacia el suelo para no tropezar y
caerse. Lo recuerdo con sus ojos claros y su pelo rubio con canas y su
piel curtida y su tos de fumador imparable llegando hasta el portón para
decir algún saludo en clave de chiste gauchesco como “ave maría
purísima” y esperar el “sin pecado concebida”, o “viva la santa
federación” y esperar el “mueran los salvajes unitarios”. Después se
enfermó y ya no pudo venir más.
Se enfermó del riñón, fue grave, empezó a
ir a diálisis tres veces por semana al continente contra viento y
marea; eran seis, siete u ocho horas desde que tomaba la lancha en el
muelle, llegaba a puerto, se arrimaba a la clínica, aguantaba la
limpieza de la sangre y volvía al atardecer desfalleciente por la paliza
recibida. ¿Por qué se enfermó El Tata? ¿Acaso la vida isleña no era más
saludable, por falta de estrés, horarios y ansiedades? Preguntas
inútiles. Quizá le ponía demasiado sulfato de aluminio al agua para
hacerla potable, quizá ya tenía en su ADN el germen de la enfermedad del
riñón, quizá necesitaba más compañía que esa perra bóxer que tuvo en
sus últimos años. Tenía sus amigas pero se resistía a formar hogar
compartido. Y esperó en vano cuatro o cinco años un trasplante de riñón
que nunca se pudo hacer: no lograba dejar el tabaco que agravaba su
corazón y pulmones, y que pondría en riesgo la operación y el
posquirúrgico. Además, los años le nadaban en contra. No conozco, no
puedo hablar de su historia clínica pero sí de mis impresiones, desde mi
lugar de pura subjetividad. Y cada vez que lo visitaba, lo veía más
deprimido. Tuvo varias internaciones antes del final-final. La
perspectiva de pasar toda la semana enchufado a una máquina de diálisis
lo exasperaba. Ese era el futuro que aguardaba si no se podía hacer el
trasplante. Era lúcido, sabía que no le quedaban más opciones.
La última vez que hablé con El Tata fue
en la lancha colectiva, donde nos cruzamos por casualidad en un viaje
desde el continente, cerca de la navidad de 2015. Venía de diálisis
bastante agotado; además, se había caído y lastimado el brazo. De todos
modos, pudimos hablar de las recientes elecciones en las que él
lógicamente había votado a Scioli y yo a Nadie. El Tata disimulaba el
bajón a través de la bronca. Estaba furioso con La Cámpora. Igual soñaba
con que Macri terminaría saliendo en helicóptero de la Rosada. “Vos
viste que yo siempre fui peroncho, no?”. Ya el “medio” había
desaparecido del todo.
Esa vez lo vi irse en la lancha más
deprimido y encorvado que nunca. Me enteré poco después que por varios
días se negó a volver a diálisis, que se dejó estar en el Vagón hasta
que su cuerpo no pudo más y que cuando fue –por presión de sus vecinos–
ya estaba tan débil que al intentar tomar la colectiva en el muelle La
Esmeralda se cayó al río –o se dejó caer– con mochila y todo. Casi se
ahoga, lo sacaron del agua con vida pero en la caída se fracturó una
costilla contra el muelle. Fue el principio del final: cuando lo visité
en la unidad de terapia intensiva ya no podía hablar. Logramos
entendernos con la ayuda de un papel donde escribí el alfabeto para que
su índice tembloroso eligiese las letras con las que podía formar
palabras: “frío” para decir que necesitaba más frazadas, “alto” o “bajo”
para pedir que le subieran o bajaran la cama.
Se fue del todo una madrugada de febrero o
marzo, no recuerdo bien. Hubo un llamado de su amiga Mónica para darme
la noticia, un suspiro de dolor y alivio, uno de esos comentarios
impotentes como “y bueno, por ahí es mejor, ya estaba sufriendo mucho”.
Pero sentí que algo de mí también se iba definitivamente de la isla. La
ausencia del Tata fue como el despertar de un sueño, la pérdida
definitiva de una utopía.
Más tarde escuché que sus cenizas fueron arrojadas al río por algunos amigos y vecinos. Como no hago culto de los muertos, no me interesé por el destino de sus restos. Me queda su alma como recuerdo. Ya no quise ir al Marchini a rendirle homenaje colectivo. Ya no quise ir a decir, junto a otros: “El Tata está presente, ahora y siempre”. Yo sé que estoy aquí y él no está, no me engaño; solo puedo armar este texto algo triste, quizá aturdido entre la fascinación y el cariño como es mi recuerdo personal, egoísta e intransferible de lo que para mí fue el Tata, el guerrero de base, el iniciador de isleños. En su memoria, estas torpes palabras.
[Fuente: Revista Carapachay n° 5 - diciembre 2016]
[https://revistacarapachay.com/2016/12/07/10-2/]
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