Ofrecemos este bello ensayo de Agustín Alzari sobre el río de Juan L. Ortiz, extraído del número 15 de la revista Transatlántico
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El río, en tanto tema, es decir, en tanto materia de la experiencia poética de lo cual el poema es huella, ha sido, quizás, el que mayor solicitud le demandara a Ortiz. Es previsible que a lo largo de cuarenta años de escritura haya éste ensayado diversas resoluciones. Claro que lo que destaca, frente al panorama, es una sorprendente organicidad en sus búsquedas. Como si Juan L. estuviera acechando, una y otra vez, a lo largo del tiempo, un único territorio.
Sin embargo, es factible disponer en diversas series sus escrituras del río, siguiendo un orden de crecientes y bajantes en su adhesión al principio simbolista de la elusión de la referencia.
Un primer grupo de poemas cae o se ordena bajo el manto de una enérgica decisión inicial —y cuando digo inicial, intento señalar que nace con su primer libro, en 1933, con El agua y la noche—: no procurar jamás el nombre del río al que se está refiriendo.
Esta decisión estética dota a su poesía de una inmediata novedad. El río es el río. Ese militante menoscabo de la ambición toponímica tiene, en su reverso, la efectiva consignación de los matices que adquieren las orillas, las islas, la corriente.
Si el abandono y la pasividad figuran entre sus atributos, el lector viajero se echará en la vera del río y dejará que los minutos corran. Lentamente, el diálogo sonoro que su presencia ha silenciado retornará, y allí estarán los pájaros. Aparecerán unos perros de pelaje overo, unos niños, los pescadores en sus canoas.
El hecho de que Juan L. Ortiz no mencione en los poemas de sus primeros cuatro libros, y en otros tanto posteriores, el río Gualeguay ni sus arroyos afluentes, no implica que este río no sea el soporte de sus experiencias fluviales. La eficacia de estos poemas radica en un delicado equilibrio entre la precisión de un ojo y un oído agudo y entrenado en captar el detalle, la nota esencial del momento del río, y el hecho de no nombrarlo.
La índole de las sucesivas observaciones fluviales que registra Juan L. develan un contacto atento: están los colores, los matices, la calidad de los sonidos, y todo esto en combinación con las estaciones del año, incluso con los diferentes horarios del día y hasta con las temperaturas. A tal extremo dona su experiencia de la contemplación, que sus versos se tornan objetivos a fuerza de quebrar las convenciones: “Río rosado aún en la noche”, llama a uno de sus poemas de esa misma época; “Invierno. Tarde tibia” a otro, que comienza con la siguiente estrofa: “Invierno. Tarde tibia/ Como en una dicha diamantina todo./ Aéreos, casi, la hierba y el agua”.
Lo que no implica que Ortiz haya cantado el río Gualeguay tal cual era. En toda operación de escritura hay selección, recorte, transformación. Podría hacerse una lista de elementos del Gualeguay que no están en su poesía. Sin ir más lejos, las barcazas que transportan hacienda desde el puerto de Puerto Ruiz —su pueblo natal, a pocos kilómetros de Gualeguay— hacia el Paraná. No voy a entrar en detalles acerca de por qué prácticamente no aparecen, pero el hecho a remarcar es que no pesa en su obra ese aspecto del río, el Gualeguay como vía de salida del ganado y los cereales de esa región entrerriana. Algo habitual desde mediados del siglo XIX, que llegó incluso a modificar físicamente el río, con el canal dragado en los cuarenta kilómetros que separan a Puerto Ruiz de la desembocadura del Gualeguay en el Paraná.
Pero el razonamiento, o la mirada, se vuelve interesante cuando la invertimos: no todo el río Gualeguay aparece en estos poemas de Ortiz, es cierto, pero ante el río, inmerso en su contemplación, el lector tiene la impresión de estar ante una totalidad orticiana. Si tuviésemos que resumirlo en una fórmula, sería la siguiente: su poesía no contiene el Gualeguay sino a la inversa, es el Gualeguay quien la contiene a ella.
Esta serie de poemas sobre el río que colocamos bajo el paraguas de la sustracción del nombre es la que mayor trascendencia ha tenido dentro de su obra. La razón es compleja, pero interesa detenerse en un aspecto: la ausencia como principio motor. Quizás el poema más famoso de Ortiz sea “Fui al río”. ¿A cuál río?, cabe preguntarse. El mismo poeta, magistralmente, nos respondería con el título de otro poema, “Este río, estas islas”. El contexto nunca se repone y el lector accede, por la gravitación encantadora de sucesivas veladuras, al corazón de la experiencia poética. El río sin nombre genera un vacío, y ese vacío imanta las más dispares —y disparatadas— vivencias fluviales. Los efectos –que siempre son individuales– interesan menos que la causa: una extraordinaria conciencia de las posibilidades del lenguaje en relación a la ausencia.
Paralelamente, mientras estos poemas siguen su curso, empiezan a aparecer algunos ríos mencionados hacia las décadas de 1940 y 1950. Dos ejemplos, el río Paraná en “Los mundos unidos”, que fue publicado en Nueva Gaceta (revista dirigida por el intelectual comunista Héctor P. Agosti) en mayo de 1942, y el río Gualeguay en “Las Colinas”. A los que quisiera agregar otros poemas bastantes conocidos entre los lectores de Ortiz, como “Gualeguay” y “La casa de los pájaros”, donde también aparece el río Gualeguay. Son piezas que decididamente no cuadran con lo dicho hasta aquí. Conforman un segundo grupo, una serie excepcional por tres motivos. En primer lugar, se trata de poemas donde la finalidad aparece en la superficie: la celebración civil, el tema autobiográfico, la militancia por la igualdad, etcétera. Luego, se establece un uso particular del topónimo. Puesto a nombrar las cosas que lo rodean, se tiene la impresión que Juan L. Ortiz se va de mambo: “camino hacia ‘La Carmencita’”, “el bajo”, “la ‘escuela vieja’”, “la chacra en que estaba Don Juan”, “las vecindades del ‘Prado’”, “el ‘Barrio de las ranas’”, “la pieza de Agustín”, “el arroyito de la crecida”, “un banco perdido en la parte este del Parque”, etcétera. Emplea, en estos poemas que mencionamos más arriba, una escala diminuta, hiperfamiliar, de nombres que tachan todo vestigio de promoción de la región; pues las señas carecen, notoriamente, de las cualidades mínimas para tolerar esa mirada, orientándose más bien hacia un lector-cómplice de la propia zona. La operación, está vez, no está marcada por la ausencia de las referencias, sino por una prima de ella, la miniaturización. Y, para terminar con el tercer motivo que determina la serie: se trata de poemas donde la acción, que mencionábamos como opuesta complementaria de la contemplación, asoma, se deja ver. Aquellas palabras de Salvadora Onrubia, “a caballo, a pie, a nado, en bote”, encuentran continuidad, se despliegan ahora en la propia obra del poeta. Sólo que, como veremos a continuación, el recorrido es inverso, es él quien recibe las visitas de los ávidos porteños:
Estos poemas a los ríos Gualeguay y Paraná comparten una clave que, a falta de una mejor expresión, podríamos denominar “histórica”. Aun en su delicado desenvolvimiento, dicha clave perturba la asimilación del paisaje en tiempo presente e impone, por su propia impronta, otro ritmo, otro tiempo, otra duración a la mirada que el poeta extiende sobre el río. Ciertamente, será en “El Gualeguay”, el poema-libro, donde esto adquiera una dimensión verdaderamente colosal. Si el río ha sido el centro de la vida de los hombres, de los animales y de las plantas de la región desde los tiempos remotos, y el deseo es mantener viva esa memoria, nada mejor parece decir Juan L., que contarlo.
En este sentido “El Gualeguay”, en mayor medida que “Al Paraná”, se presenta como uno de los principales poemas civiles de Ortiz. Incluso en términos de militancia. Luego de la revolución militar de 1943, bajo el peronismo histórico y tras la caída de Perón en 1955, el tópico de “los deberes de la inteligencia”, acuñado por Aníbal Ponce en la década de 1930, fue moneda corriente entre la sociabilidad comunista a la que perteneció el poeta. En un pasaje de un artículo suyo publicado en El Litoral, en mayo 1942, titulado “Mayo y la inteligencia argentina”, Juan L. escribía: “En este proceso de ahondamiento de nuestra individualidad, nuestra conciencia histórica, nuestra sensibilidad histórica, pueden jugar —jugarán— un papel de importancia. El sentimiento de nuestra tradición revolucionaria y de los ideales que nos dieron vida como nación está estrechamente ligado a la conquista de nuestra alma individual y colectiva y al arte, por lo tanto, que pueda surgir de ella”.
Pero “El Gualeguay”, más que un poema-libro es un poema-problema. Hace unos años, Sergio Delgado tuvo la atinada idea de editarlo en un único volumen, respondiendo al proyecto original de Ortiz. Trabajó duramente, no caben dudas. El resultado es el siguiente: 49 páginas de prólogo, 120 páginas de notas y, en el medio, las 95 páginas del poema, con sus versos plagados de asteriscos. El problema ya lo había planteado Carlos Mastronardi en una carta que le enviara a Ortiz a mediados de la década del 50, a propósito de otro poema, “Gualeguay”: “Las personas y los hechos que finamente convocas vienen a ser, ya reunidos, como un secreto carnet del alma, como una vasta ternura retrospectiva que no aspira a lograr autonomía ‘exterior’. Pienso en el lector —no de nuestro medio y nuestra época— y me pregunto si los nombres que les propones son canjeables para él”.
Efectivamente, el esfuerzo de reconstrucción que necesita un poema como “El Gualeguay” para “canjear” cada una de las referencias históricas y geográficas difícilmente se condiga con aquellas otras coordenadas que son, por decirlo de alguna manera, distintivas de la poesía de Ortiz: el ritmo, la musicalidad, la necesaria ligereza. Incluso, en el aspecto visual del poema, la falta de peso tipográfico.
“Al Paraná”, en cambio, se muestra como un poema más accesible. Es, por así decirlo, la declinación al conocimiento del gran río argentino. Ortiz reside en su costa, en la ciudad de Paraná, por muchos años. Pero esa convivencia no atenúa la distancia. El poema tiene, por otro lado, un cariz visual que impacta desde el momento inicial: su forma en la hoja remeda el cauce de un río visto desde el cenit. No es la primera ni la única vez que lo utiliza, pero es notable el juego entre el carácter mimético de la forma del poema y lo que el poema, a través de sus palabras, está expresando:
—
El autor nació en Junín (provincia de Buenos Aires) en 1979. Es licenciado en Letras. Actualmente realiza una tesis doctoral sobre Juan L. Ortiz y la poesía comunista. Escribió la introducción de los libros Hacia allá y para acá de Florian Paucke (2010) y Tumulto de José Portogalo (2012). Publicó en colaboración el libro de poemas Congodia (2011).
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Aquí y allá, la corriente | Por Agustín Alzari
A lo largo de cuarenta años de escritura Juan L. Ortíz hizo de la
experiencia fluvial la materia privilegiada de la experiencia poética.
Desde la elusión simbolista a la fidelidad toponímica, desde el matiz al
auge referencial, toda su obra puede leerse como un historial de la
contemplación.
Desde el momento en que el mundo se despereza ante Juan L. Ortiz, el
poeta aparece junto al río. El truco es simple y teatral. Él ya está ahí
cuando se alza el telón. “A caballo, a pie, a nado, en bote. [Llega] Un
pintor y poeta entrerriano que quiere hacerse célebre”. Así se anuncia
el arribo de Juan L. a Buenos Aires en 1914, en Fray Mocho. Quien lo redacta es su amiga Salvadora Onrubia, por entonces encargada de la página literaria del periódico anarquista La Protesta, luego mujer de Natalio Botana (el director de Crítica),
y actualmente cada vez más tía de Copi. Salvadora lo presenta en
sociedad con esas líneas. Juan L. es muy joven por entonces, no tiene
más de 17 años y está en buen estado. Es probable, también, que no tenga
un peso.
Lo primero que aprende un escritor de provincias que quiere hacerse célebre es el camino a Buenos Aires. Saber huir de su tierra, conocer los atajos, los modos más baratos, los horarios, las estaciones. Es un bagaje iniciático esencial. “A caballo, a pie, a nado, en bote”, es casi una secuencia de la desesperación. Frente al letargo de su provincia, Juan L. emprende la aventura literaria: cabalga, corre, se zambulle, nada y rema. Así es como escapa del “fresco abrazo de aguas” de Entre Ríos
Si bien este primer encuentro registrado en palabras entre Ortiz y
sus ríos —donde las aguas del Gualeguay y del Paraná son una mera vía de
escape, y el poeta un joven aventurero— parece un tanto rústico,
elemental frente a lo que vendrá después, es preferible no someter estas
experiencias a ninguna clase de orden evolutivo, sino desplegarlas en
el ámbito más vasto de su obra. Es decir, no como algo que ha quedado
atrás, sino como algo que seguirá funcionando, aunque no aparezca
habitualmente, o, justamente, porque no será usual que aparezca. El
ritmo de la contemplación contiene a su opuesto complementario, el ritmo
de la acción. Lo que se ensaya, lo que ha pasado por el cuerpo, jamás
se abandona.Lo primero que aprende un escritor de provincias que quiere hacerse célebre es el camino a Buenos Aires. Saber huir de su tierra, conocer los atajos, los modos más baratos, los horarios, las estaciones. Es un bagaje iniciático esencial. “A caballo, a pie, a nado, en bote”, es casi una secuencia de la desesperación. Frente al letargo de su provincia, Juan L. emprende la aventura literaria: cabalga, corre, se zambulle, nada y rema. Así es como escapa del “fresco abrazo de aguas” de Entre Ríos
El río, en tanto tema, es decir, en tanto materia de la experiencia poética de lo cual el poema es huella, ha sido, quizás, el que mayor solicitud le demandara a Ortiz. Es previsible que a lo largo de cuarenta años de escritura haya éste ensayado diversas resoluciones. Claro que lo que destaca, frente al panorama, es una sorprendente organicidad en sus búsquedas. Como si Juan L. estuviera acechando, una y otra vez, a lo largo del tiempo, un único territorio.
Sin embargo, es factible disponer en diversas series sus escrituras del río, siguiendo un orden de crecientes y bajantes en su adhesión al principio simbolista de la elusión de la referencia.
Un primer grupo de poemas cae o se ordena bajo el manto de una enérgica decisión inicial —y cuando digo inicial, intento señalar que nace con su primer libro, en 1933, con El agua y la noche—: no procurar jamás el nombre del río al que se está refiriendo.
Esta decisión estética dota a su poesía de una inmediata novedad. El río es el río. Ese militante menoscabo de la ambición toponímica tiene, en su reverso, la efectiva consignación de los matices que adquieren las orillas, las islas, la corriente.
El río tiene esta mañana, amigos,
una fisonomía cambiante, móvil,
en su amor con el cielo melodioso de otoño.
Como una fisonomía dichosa cambia,El poema se llama “El río tiene esta mañana” y pertenece a El ángel inclinado, su tercer libro, de 1937, escrito mientras vivía en Gualeguay. Cuando se visita esa ciudad, y tropezando un poco con la ignorancia de los actuales vecinos, se llega a la esquina donde estaba su casa, hoy transformada en un kiosco, y se atraviesa el parque que queda justo enfrente, se cruza un canal y se caminan otros pocos metros; cuando el lector de Ortiz tiene delante suyo, por fin, el río Gualeguay, es inevitable que sienta la emoción de estar ante aquello que, sin conocer, ya conocía.
como una fisonomía sensible, sensitiva.
Orillas. Isla de enfrente.
Como danzaría la alegría allí,
cómo danzaría,
ebria de ritmo ante las formas de las nubes,
de las ramas, de la gracia de los follajes
penetrados de cielo pálido y dichoso!
Orillas.
Una mujer que va hacia una canoa.
Hombres del lado opuesto que cargan la suya.
Los gestos de los hombres y el paso de la mujer
y el canto de los pájaros se acuerdan
con el agua y el cielo en un secreto ritmo.
Un momento de olvido musical, un momento.
Un momento de olvido para nosotros, claro.
Si el abandono y la pasividad figuran entre sus atributos, el lector viajero se echará en la vera del río y dejará que los minutos corran. Lentamente, el diálogo sonoro que su presencia ha silenciado retornará, y allí estarán los pájaros. Aparecerán unos perros de pelaje overo, unos niños, los pescadores en sus canoas.
El hecho de que Juan L. Ortiz no mencione en los poemas de sus primeros cuatro libros, y en otros tanto posteriores, el río Gualeguay ni sus arroyos afluentes, no implica que este río no sea el soporte de sus experiencias fluviales. La eficacia de estos poemas radica en un delicado equilibrio entre la precisión de un ojo y un oído agudo y entrenado en captar el detalle, la nota esencial del momento del río, y el hecho de no nombrarlo.
La índole de las sucesivas observaciones fluviales que registra Juan L. develan un contacto atento: están los colores, los matices, la calidad de los sonidos, y todo esto en combinación con las estaciones del año, incluso con los diferentes horarios del día y hasta con las temperaturas. A tal extremo dona su experiencia de la contemplación, que sus versos se tornan objetivos a fuerza de quebrar las convenciones: “Río rosado aún en la noche”, llama a uno de sus poemas de esa misma época; “Invierno. Tarde tibia” a otro, que comienza con la siguiente estrofa: “Invierno. Tarde tibia/ Como en una dicha diamantina todo./ Aéreos, casi, la hierba y el agua”.
Lo que no implica que Ortiz haya cantado el río Gualeguay tal cual era. En toda operación de escritura hay selección, recorte, transformación. Podría hacerse una lista de elementos del Gualeguay que no están en su poesía. Sin ir más lejos, las barcazas que transportan hacienda desde el puerto de Puerto Ruiz —su pueblo natal, a pocos kilómetros de Gualeguay— hacia el Paraná. No voy a entrar en detalles acerca de por qué prácticamente no aparecen, pero el hecho a remarcar es que no pesa en su obra ese aspecto del río, el Gualeguay como vía de salida del ganado y los cereales de esa región entrerriana. Algo habitual desde mediados del siglo XIX, que llegó incluso a modificar físicamente el río, con el canal dragado en los cuarenta kilómetros que separan a Puerto Ruiz de la desembocadura del Gualeguay en el Paraná.
Pero el razonamiento, o la mirada, se vuelve interesante cuando la invertimos: no todo el río Gualeguay aparece en estos poemas de Ortiz, es cierto, pero ante el río, inmerso en su contemplación, el lector tiene la impresión de estar ante una totalidad orticiana. Si tuviésemos que resumirlo en una fórmula, sería la siguiente: su poesía no contiene el Gualeguay sino a la inversa, es el Gualeguay quien la contiene a ella.
Esta serie de poemas sobre el río que colocamos bajo el paraguas de la sustracción del nombre es la que mayor trascendencia ha tenido dentro de su obra. La razón es compleja, pero interesa detenerse en un aspecto: la ausencia como principio motor. Quizás el poema más famoso de Ortiz sea “Fui al río”. ¿A cuál río?, cabe preguntarse. El mismo poeta, magistralmente, nos respondería con el título de otro poema, “Este río, estas islas”. El contexto nunca se repone y el lector accede, por la gravitación encantadora de sucesivas veladuras, al corazón de la experiencia poética. El río sin nombre genera un vacío, y ese vacío imanta las más dispares —y disparatadas— vivencias fluviales. Los efectos –que siempre son individuales– interesan menos que la causa: una extraordinaria conciencia de las posibilidades del lenguaje en relación a la ausencia.
Paralelamente, mientras estos poemas siguen su curso, empiezan a aparecer algunos ríos mencionados hacia las décadas de 1940 y 1950. Dos ejemplos, el río Paraná en “Los mundos unidos”, que fue publicado en Nueva Gaceta (revista dirigida por el intelectual comunista Héctor P. Agosti) en mayo de 1942, y el río Gualeguay en “Las Colinas”. A los que quisiera agregar otros poemas bastantes conocidos entre los lectores de Ortiz, como “Gualeguay” y “La casa de los pájaros”, donde también aparece el río Gualeguay. Son piezas que decididamente no cuadran con lo dicho hasta aquí. Conforman un segundo grupo, una serie excepcional por tres motivos. En primer lugar, se trata de poemas donde la finalidad aparece en la superficie: la celebración civil, el tema autobiográfico, la militancia por la igualdad, etcétera. Luego, se establece un uso particular del topónimo. Puesto a nombrar las cosas que lo rodean, se tiene la impresión que Juan L. Ortiz se va de mambo: “camino hacia ‘La Carmencita’”, “el bajo”, “la ‘escuela vieja’”, “la chacra en que estaba Don Juan”, “las vecindades del ‘Prado’”, “el ‘Barrio de las ranas’”, “la pieza de Agustín”, “el arroyito de la crecida”, “un banco perdido en la parte este del Parque”, etcétera. Emplea, en estos poemas que mencionamos más arriba, una escala diminuta, hiperfamiliar, de nombres que tachan todo vestigio de promoción de la región; pues las señas carecen, notoriamente, de las cualidades mínimas para tolerar esa mirada, orientándose más bien hacia un lector-cómplice de la propia zona. La operación, está vez, no está marcada por la ausencia de las referencias, sino por una prima de ella, la miniaturización. Y, para terminar con el tercer motivo que determina la serie: se trata de poemas donde la acción, que mencionábamos como opuesta complementaria de la contemplación, asoma, se deja ver. Aquellas palabras de Salvadora Onrubia, “a caballo, a pie, a nado, en bote”, encuentran continuidad, se despliegan ahora en la propia obra del poeta. Sólo que, como veremos a continuación, el recorrido es inverso, es él quien recibe las visitas de los ávidos porteños:
A Carlos, el tercer Carlos, lo traía el estío, más blanco aún de gran ciudad,Existe, para concluir esta clasificación ad hoc de los poemas del río, una última serie a la que cabe prestarle una atención especial. Comparte, con la anterior, el atributo de la nominalidad extrema, y también, ciertamente, el de la intencionalidad, sólo que esta vez el centro de la atención estará puesto en el río. En realidad casi que no llega a serie, pues sólo la conforman dos poemas: “Al Paraná” y “El Gualeguay”, piezas que Juan L. Ortiz comienza a escribir a partir de la década de 1950, y se publican en libro entre 1970 y 1971, en la edición de Editorial Biblioteca, de la Vigil, en Rosario.
con los últimos “frissons” y una sonrisa afilada para todas las “arrugas”…
Venía con él el Negro Luis, impaciente de tropos y de faldas, pero con sed de agua sola…
—Oh, detallábamos juntos, sobre el “biciclo”, muchas fugaces dulzuras del camino,
y en la canoa “celosa”, por la isla, muchas intimidades del reflejo…
Estos poemas a los ríos Gualeguay y Paraná comparten una clave que, a falta de una mejor expresión, podríamos denominar “histórica”. Aun en su delicado desenvolvimiento, dicha clave perturba la asimilación del paisaje en tiempo presente e impone, por su propia impronta, otro ritmo, otro tiempo, otra duración a la mirada que el poeta extiende sobre el río. Ciertamente, será en “El Gualeguay”, el poema-libro, donde esto adquiera una dimensión verdaderamente colosal. Si el río ha sido el centro de la vida de los hombres, de los animales y de las plantas de la región desde los tiempos remotos, y el deseo es mantener viva esa memoria, nada mejor parece decir Juan L., que contarlo.
En este sentido “El Gualeguay”, en mayor medida que “Al Paraná”, se presenta como uno de los principales poemas civiles de Ortiz. Incluso en términos de militancia. Luego de la revolución militar de 1943, bajo el peronismo histórico y tras la caída de Perón en 1955, el tópico de “los deberes de la inteligencia”, acuñado por Aníbal Ponce en la década de 1930, fue moneda corriente entre la sociabilidad comunista a la que perteneció el poeta. En un pasaje de un artículo suyo publicado en El Litoral, en mayo 1942, titulado “Mayo y la inteligencia argentina”, Juan L. escribía: “En este proceso de ahondamiento de nuestra individualidad, nuestra conciencia histórica, nuestra sensibilidad histórica, pueden jugar —jugarán— un papel de importancia. El sentimiento de nuestra tradición revolucionaria y de los ideales que nos dieron vida como nación está estrechamente ligado a la conquista de nuestra alma individual y colectiva y al arte, por lo tanto, que pueda surgir de ella”.
Pero “El Gualeguay”, más que un poema-libro es un poema-problema. Hace unos años, Sergio Delgado tuvo la atinada idea de editarlo en un único volumen, respondiendo al proyecto original de Ortiz. Trabajó duramente, no caben dudas. El resultado es el siguiente: 49 páginas de prólogo, 120 páginas de notas y, en el medio, las 95 páginas del poema, con sus versos plagados de asteriscos. El problema ya lo había planteado Carlos Mastronardi en una carta que le enviara a Ortiz a mediados de la década del 50, a propósito de otro poema, “Gualeguay”: “Las personas y los hechos que finamente convocas vienen a ser, ya reunidos, como un secreto carnet del alma, como una vasta ternura retrospectiva que no aspira a lograr autonomía ‘exterior’. Pienso en el lector —no de nuestro medio y nuestra época— y me pregunto si los nombres que les propones son canjeables para él”.
Efectivamente, el esfuerzo de reconstrucción que necesita un poema como “El Gualeguay” para “canjear” cada una de las referencias históricas y geográficas difícilmente se condiga con aquellas otras coordenadas que son, por decirlo de alguna manera, distintivas de la poesía de Ortiz: el ritmo, la musicalidad, la necesaria ligereza. Incluso, en el aspecto visual del poema, la falta de peso tipográfico.
“Al Paraná”, en cambio, se muestra como un poema más accesible. Es, por así decirlo, la declinación al conocimiento del gran río argentino. Ortiz reside en su costa, en la ciudad de Paraná, por muchos años. Pero esa convivencia no atenúa la distancia. El poema tiene, por otro lado, un cariz visual que impacta desde el momento inicial: su forma en la hoja remeda el cauce de un río visto desde el cenit. No es la primera ni la única vez que lo utiliza, pero es notable el juego entre el carácter mimético de la forma del poema y lo que el poema, a través de sus palabras, está expresando:
Y se podría hablar de ti,
intimando, aún por años, con las figuraciones que reviste, diríase,
aquí y allá, la corriente
de tu ser?
Oh, no…
no se podría, me parece,
tocarte todavía
así…
Cómo,Quisiera, por último, mencionar un poema suelto. Se llama “Al Villaguay”. O sea que, en el punto en el que estamos, deberíamos bajar por el Paraná hasta Ibicuiy y remontar unos cuantos kilómetros por el río Gualeguay para encontrarnos con este arroyo, rodeando la ciudad a la que da nombre. Ortiz pasó algunos años de su “infancia campesina” en Mojones Norte, al norte, precisamente, de Villaguay. ¿Por qué mencionar este poema “de arroyo” justo ahora, al final? Para ser sinceros, nobleza obliga, porque arroja por la borda las formulaciones de las que nos fuimos valiendo para diferenciar las diversas series, apelando a una mezcla asombrosa de todos los elementos. El resultado es un poema fluvial, toponímico, pero sin un objetivo claro, donde el tiempo juega un rol ordenador, sí, pero no de una serie de sucesos históricos que atañen a un territorio, sino conduciendo una suerte de historial de la contemplación. Parece un imposible, pero está increíblemente logrado. Incluso en su aspecto visual. Lo que se ve en la página no es un río, sino, claramente, un arroyo. Queda el lector invitado, pues, a remontar la poesía de Juan L. Ortiz hasta llegar “Al Villaguay”, y bajar, desde allí, hacia los cauces mayores.
entonces, cómo,
asumir tu duración sin probabilidad de disminuir
tu tiempo, tal vez, de dios?
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El autor nació en Junín (provincia de Buenos Aires) en 1979. Es licenciado en Letras. Actualmente realiza una tesis doctoral sobre Juan L. Ortiz y la poesía comunista. Escribió la introducción de los libros Hacia allá y para acá de Florian Paucke (2010) y Tumulto de José Portogalo (2012). Publicó en colaboración el libro de poemas Congodia (2011).
[Fuente: http://ccpe.org.ar/aqui-y-alla-la-corriente-por-agustin-alzari/ ]
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