Presentamos a nuestros queridos lectores otra obra literaria ambientada en el Delta. En primer lugar un breve fragmento, el comienzo del libro. Luego, una reseña donde se recorre la trama y se ofrecen algunas claves de lectura.
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<< Estoy almorzando. Un día de septiembre. Creo que planeo algo. Mastico y pienso en los pasos a seguir. Algunos planes se molestan con el ruido de los cubiertos de alrededor. Otros, no. Algunos planes pueden con todos los ruidos. Mi trabajo, la librería, me da un rato para almorzar tranquila. Como y pienso. Es un día especial. Sé que disfruto de septiembre. Puedo planear enero. Puedo pensar en el último junio. Sin sufrirlos en su rigor.
Suena el celular. Es mi hermano. Nunca me llama a esta hora. Le gusta la tarde, cuando habla con el día encima. Cuando tiene más para decir.
—Sofía...
—¿Qué hacés?
Y lo escucho. No está aquí. Está a tres horas de Buenos Aires, en un pueblo sin asfalto, en el campo. Lejos.
Entonces me dice que la abuela tuvo un accidente. Se enteró porque la llamó por teléfono para saludarla. Al parecer, se cayó. Mi abuela Consuelo.
Le pregunto si le salió sangre. Me explica que sí. Lo dice de otra manera, pero queda la palabra: sangre. Hay palabras de las que es difícil volver. Esa es una. Tengo que dejar lo que estoy haciendo, dejar mis ideas mirándose confundidas en el restaurante, y correr. Tomar un taxi y llegar lo más rápido que pueda. Dejarme ahí sentada y correr. Correr hacia la sangre de mi abuela. >>
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El arco paradigmático de la inmigración española en la Argentina encuentra un cauce en La abuela civil española, primera novela sola (hay una anterior, en colaboración con Luis Mey) de Andrea Stefanoni. Un aprendizaje que parte del dolor y llega a lo más áspero de la educación en soledad, en un libro emotivo y contenido.
Suena el celular. Es mi hermano. Nunca me llama a esta hora. Le gusta la tarde, cuando habla con el día encima. Cuando tiene más para decir.
—Sofía...
—¿Qué hacés?
Y lo escucho. No está aquí. Está a tres horas de Buenos Aires, en un pueblo sin asfalto, en el campo. Lejos.
Entonces me dice que la abuela tuvo un accidente. Se enteró porque la llamó por teléfono para saludarla. Al parecer, se cayó. Mi abuela Consuelo.
Le pregunto si le salió sangre. Me explica que sí. Lo dice de otra manera, pero queda la palabra: sangre. Hay palabras de las que es difícil volver. Esa es una. Tengo que dejar lo que estoy haciendo, dejar mis ideas mirándose confundidas en el restaurante, y correr. Tomar un taxi y llegar lo más rápido que pueda. Dejarme ahí sentada y correr. Correr hacia la sangre de mi abuela. >>
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El arco paradigmático de la inmigración española en la Argentina encuentra un cauce en La abuela civil española, primera novela sola (hay una anterior, en colaboración con Luis Mey) de Andrea Stefanoni. Un aprendizaje que parte del dolor y llega a lo más áspero de la educación en soledad, en un libro emotivo y contenido.
Un
llamado telefónico interrumpe la rutina de la narradora, a la que un
accidente, la caída de su abuela, habrá de sustraer del mundo para
sumergirla de lleno en los avatares y sinsabores de la vida de esa
mujer, la abuela Consuelo, desde su infancia en un pueblito montañoso de
España hasta el presente, en los suburbios de Buenos Aires. Pastoreo,
trabajo en las minas, las cárceles de Franco. Así comienza, de eso
trata, La abuela civil española, primera novela en soledad de Andrea
Stefanoni (autora de Tiene que ver con la furia, 2012, en coautoría con
Luis Mey).
En rigor de verdad, “novela en soledad” resulta una expresión poco
afortunada, ya que el libro se erige como un monumento a la relación
entre la narradora, Sofía (alter ego que Stefanoni ya ponía en
funcionamiento en su novela anterior), y su abuela. Al mismo tiempo, la
descripción resulta totalmente precisa, en tanto algo de la rotunda
soledad y el desamparo de esa niña que cuida ovejas de los lobos en las
montañas de León, a principios de siglo, parece transmitirse de manera
imprecisa, fantasmagórica, a todos los demás personajes de la novela y
sus descendientes. Sola está la narradora cuando recibe el llamado de su
hermano, solo, perdido en un lugar alejado, avisándole que la abuela se
ha caído y está sola, como solo estuviera el abuelo en las cárceles de
Franco y sola y desamparada habrá de mostrarse a la hija de la abuela,
madre de la narradora (el nexo fundamental, terriblemente esquivo), en
uno de los momentos más lacerantes de lo poco que de ella se cuenta.
Igual que los islotes del delta del Tigre, lugar por adopción de los
abuelos inmigrantes, donde la narradora forja los recuerdos más felices
y secretos de su infancia, todos los personajes de La abuela civil
española parecen al mismo tiempo aislados e interconectados por un medio
tan variable e insondable, en su lecho, como las lodosas aguas del río,
distancia que sólo puede salvarse con el auxilio de un vehículo
peligroso e inestable, el bote (tal vez la escritura), o exponiendo el
propio cuerpo a la mecánica del nado (destreza que la abuela, a pesar de
vivir rodeada de agua, jamás adquiere). El afecto adquiere así un
rostro distinto, singular: el respeto y el acompañamiento de esa soledad
del otro, como cuando la abuela decide encargarse por su propia cuenta
de los parques que cuidan en las islas para que el abuelo pueda
dedicarse por completo a la apicultura.
Es que si algo caracteriza a la abuela Consuelo –con ese repicar
semántico que tienen algunos nombres españoles y que tanto perturbara la
sensibilidad de Lorca– es el despojamiento. No tener y verse privada,
ya desde la infancia, de lo mínimo que consigue arrancarles a las minas
de carbón por una madrastra malvada de irónico nombre Esperanza, ése
parece ser el sino de una protagonista que así y todo, en esa sociedad
íntima y distante con un marido acosado por los temores del pasado,
podrá construir una vida (adquirir la casa, criar sus hijos, convertirse
en novela). Su historia no es otra que el arco emblemático del
inmigrante, condenado a contradecir los fundamentos de la lógica y a
hacer un mundo de la nada, ex nihilo, igual que en el proceso incierto
de la escritura.
De hecho, la prosa de Stefanoni parece duplicar el arco de la
abuela. Al comienzo, el estilo parte de frases sencillísimas, de un
despojamiento absoluto, casi migajas, que más que establecer relaciones
de contigüidad entre sí parecen superponer tonos, impresiones veloces de
una limitación extrema, donde a menudo lo que podría aparecer vinculado
por comas u otros signos de puntuación se presenta disgregado por la
palmaria desconexión que instaura el punto (dos ejemplos: “En aquel
pueblo, los infartos eran sustos. Los cánceres, amarguras. Las sífilis,
pecados”; “Se quedó mirándolo. No estaban a más de diez metros de
distancia. Todos paleaban. Menos Felipe”). Esa interrupción, esa
privación de la continuidad de la frase, establece un ritmo de lectura
que reproduce, mejor que cualquier descripción, las duras condiciones de
vida en el pequeño poblado de Boeza.
De manera sutil, sin estridencias, la frase va extendiéndose poco a
poco, sin perder nunca cierta parquedad general, pero ganando una
complejidad, una vitalidad interna que parece responder no sólo al
cambio geográfico sino también al de las condiciones de vida (“Cuando
lleguemos a la estación, respiraremos hasta el fondo en busca de calma
por todo el tránsito, las peleas a bocinazos y las imágenes de los que
están ahí, de los que trabajan al costado del camino, bajo el sol, sobre
el asfalto, y que nunca tocan las islas”). En consonancia, mientras que
la primera parte transmite con implacable dureza el cotidiano de la
guerra civil y la España de Franco, la tercera y última resulta la más
emotiva, la que abre y termina de tejer todo ese monumento en torno de
un amor, un afecto, que nunca se dice pero es tan palpable e inmediato
como la alegría del perro que, sin poder esperar la llegada de la lancha
que trae a la narradora, se arroja al río a buscarla.
También el pasado, con su
proximidad inquietante, siempre ahí, como un río que corre ante nuestros
ojos y en el cual se puede reconocer, ya sin posibilidad de
intervención, la propia historia. Desplazarse a nado o en bote por la
vida y la guerra, llevando por toda brújula planes, los más sencillos,
los inmediatos, los que se pueda hacer y sostener incluso ante el
egoísmo y la arbitrariedad de la Esperanza, madre terrible de la que
sólo cabe aprender lo que no hay que hacer, ése es el legado que dejan
el destierro, la privación y el empeño del inmigrante a la narradora, a
la que escribe, en el delta absoluto del presente. Después de todo, no
parece tan equivocada esa abuela que no nada en su porfiado
convencimiento de que allí, desde la orilla, le ha enseñado a nadar.
La abuela civil española. Andrea Stefanoni Seix Barral 2014
304 páginas
reseña escrita por Hugo Salas
Fuente> Pagina 12, 30 de marzo de 2014
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