20 de junio de 2013

L. B. Mackinnon - La escuadra anglo-francesa en el Paraná 1846

Queridos lectores, presentamos a continuación una preciosa cronica del teniente inglés Mackinnon sobre el Delta a mediados del siglo XIX



Presentación. El teniente inglés
 
El teniente inglés Lauchlan Bellingham Mackinnon formó parte de la intervención armada que Gran Bretaña, aliada a Francia, emprendió en el Río de la Plata en 1845, con el objetivo de abrir por la fuerza la navegación del río Paraná, cerrada hasta entonces por los gobiernos argentinos a los países extranjeros. Después de su derrota en Obligado, ambas potencias habían resuelto abrir a cañonazos los ríos interiores de la cuenca del Plata, reforzando sus estaciones navales en el Sur. En uno de esos barcos, el “Alecto” (uno de los primeros buques de guerra a tracción mixta de vela y rueda de vapor) venía un promisorio teniente de 31 años que publicaría en Londres el diario de su aventura sudamericana.
Mackinnon escribe el prólogo de su relato del viaje en el lejano enero de 1848, un año que iba a ser dinamita: “El maravilloso poder del vapor ha sido plenamente demostrado, no solamente en las operaciones de guerra, sino en la rapidez de las comunicaciones durante las últimas acciones cumplidas en el río de la Plata. Con ese motivo, el autor de este libro ha sido exhortado a exponer al público el fruto de sus experiencias recogidas en los varios viajes que hizo por el interior de los dos grandes afluentes del dicho río de la Plata, a saber, el Paraná hasta la altura de Corrientes, y el Uruguay hasta Paysandú. Tales viajes, realizados en la corbeta de guerra a vapor Alecto, de la armada de Su Majestad, dieron oportunidad al autor para hacer observaciones en abundancia, aunque de manera un tanto apresurada, sobre aquellas hermosas, fértiles y saludables regiones. La operación de remontar los ríos fue acompañada de muchas y grandes dificultades, debidas a los obstáculos naturales y a las hostilidades de los argentinos.” Las observaciones se reconocen como apresuradas, pero eso no desmerece su valor. Quizás suceda todo lo contrario.
Dos años antes, en 1846, erguido sobre la proa del vapor, el Delta se abre ante los ojos del teniente. La escritura procede según las oposiciones que enmarcan la literatura de viajes (familiar/extraño, ordinario/extraordinario); una analogía de la distancia y una retórica de la diferencia lo habilitan para encontrar el punto ambiental neurálgico del Delta en el elemento de la soledad: “el rasgo más singular, el más apropiado para impresionar a quien dejaba una nación civilizada como la nuestra, era la terrible y casi parlante soledad.”
Es cierto que el Delta se le abre ante los ojos atravesado por la tonalidad afectiva del orgullo de ser inglés: “un oficial colega mío, el capitán B. J. Sulivan Todo el río hasta Corrientes ha sido reconocido y examinado por un oficial colega mío, el capitán B. J. Sulivan, y gracias a los medios de que dispone, el Paraná es mejor conocido en Londres que en Buenos Aires, la capital de Rosas”. Pero algunos pasajes de sus reflexiones prueban que avizoraba muy agudamente lo que del lado europeo se estaba dilucidando o lo que contenía la aspiración de Rosas de “apoderarse de ambas márgenes del Río de la Plata y de controlar la ruta que conduce a las regiones que pueden proveer como ninguna otra de materia prima al Viejo Mundo y consumir a su vez enorme cantidad de artículos manufacturados”. Tampoco le faltaba la visión prospectiva del momento en que “estos países se encuentren abiertos a la empresa y a la perseverancia de la raza anglosajona, cuando las enormes posibilidades de esta región se hagan efectivas mediante los capitales que entrarán, como es natural, por el camino que descubran los empresarios, entonces ha de verse con asombro la fortuna prodigiosa que harán estas empresas y la riqueza ilimitada que ha de caer como el golpe de una varita mágica sobre estas tierras”.
El teniente inglés fascinado por la barbarie piensa en la vida en ese “laberinto de islas”, y el paisaje se le aparece como la continuación de la guerra por otros medios: “unas islas pequeñas, puestas allí como centinelas en la boca del Paraná”; la vegetación oculta amenazas imperceptibles, “las hostilidades de los argentinos” de las que hablaba en su prólogo se reduplican y multiplican en el mundo animal, vegetal y meteorológico; rozan el borde épico de la guerra total.
La mirada del teniente electriza el paisaje describiéndolo desde el punto en que se tensa el instante de peligro. Las tropas, las tormentas, los tigres, las plagas, los ataques de los camoatíes, pero también la intensidad de las flores, los aromas, los animales y las frutas. Mackinnon, como todos los ingleses de su época, no solo era un diligente oficial de combate (especialista en unos cohetes “a la Congreve”, con premonitorios tubos de lanzamiento, plataformas, y todo), sino también un alma lírica que la naturaleza transportaba y que el Paraná (que remontó hasta Corrientes), el Uruguay (después navegado hasta Paysandú) y sus fragantes reinos respectivos entusiasmaron más allá de todo adjetivo. Su diario es, en este plano, un flujo cortado por innumerables varaduras y tenaces nubes de mosquitos, pero ni unas ni otras empañaban su mirada ni le cegaban al encanto del mundo que tenía en torno.

[L. B. Mackinnon, La escuadra anglo-francesa en el Paraná 1846, trad. J. L. Busaniche, Buenos Aires, Hachette, 1957.
Carlos Real de Azúa, “Parish y Mackinnon. Los lúcidos británicos”, en Marcha nº 919, 11 de julio de 1958, pp. 22-23]




 ***
 
L. B. Mackinnon - Las bocas del Paraná

Febrero 6 (1846). Viernes. Después de haber navegado con las máquinas unas dos horas, nos acercamos a una tierra que aparecía muy baja, bien arbolada y singularmente verde, pero no dábamos con ninguna entrada que estuviera en proporción con este enorme río. Todo lo que veíamos era un arroyo de unas trescientas yardas de ancho. Pusimos proa directamente hacia él, y en un instante, como por arte de magia, la escena cambió completamente, convirtiéndose, de desolada que era, en el más hermoso paisaje de hadas que pueda imaginarse. El deleite experimentado al encontrarnos en aquel río había aminorado mucho, hasta casi desaparecer, pero esta primera entrada influyó maravillosamente sobre la imaginación. Ahora íbamos enfilando el camino entre cantidad de islas pequeñas, puestas allí como centinelas en la boca del Paraná. El ancho era muy variable, desde unas pocas yardas hasta una milla. A veces el buque iba casi pegado a los árboles de una orilla, y de pronto, por la variación del canal, teníamos que cruzar a la margen opuesta. La superficie del agua estaba tersa como un lago natural, y la fragancia del aire, el exquisito follaje de los árboles, las malezas que veíamos entre el agua, formaban contraste seductor con el ancho mar. De vez en cuando, con sólo extender el brazo desde la caja de la rueda, casi alcanzábamos a tomar las hermosas flores desconocidas para nosotros. De todo aquello, lo más seductor mientras la embarcación se deslizaba tranquilamente entre las islas pobladas de árboles frutales, eran los rosados y tentadores duraznos que en grandes cantidades caían casi al alcance de la mano, pero ¡ay! no tanto que pudiéramos tomarlos. Y es de imaginar el deseo vehemente con que eran miradas estas frutas deliciosas, sobre todo por quienes llegaban allí después de un largo viaje por mar. Era el suplicio de Tántalo; pero, como estábamos
sin noticias del enemigo y de sus maniobras, no era prudente bajar a tierra.
Estas islas son muy bajas, están cubiertas casi por entero de árboles
frutales bajo los cuales crecen malezas tupidas y enmarañadas en que se forman aquí y allá grandes lagunas con plantas de juncos y llenas de extrañas aves acuáticas.
Según íbamos avanzando, alguno que otro arroyo se alejaba serpenteando entre las ilimitadas llanuras pantanosas y se veía hermosamente orillado por los árboles en distancia de muchas millas. Se afirma generalmente, y es común creerlo así, que estas aguas están de tal manera impregnadas por las raíces y las ramas del árbol de la zarzaparrilla, que actúan como remedio entre los organismos extraños a la región, hasta
que se acostumbran a sus efectos. Lo cierto es que nosotros lo experimentamos al entrar en el Paraná y el agua influyó benéficamente sobre la salud de todos.
He de decir que a todos nos sorprendió lo liviano del agua, que se hizo sentir muy favorablemente cuando se hubo de producir vapor, y se tradujo en una gran economía de combustible, si se comparaba con el uso de agua de mar para el mismo propósito.
Continuamos la marcha durante todo el día y muy a menudo entre islas llenas de frutas. El río se ensanchaba, o más bien las islas parecían retroceder unas sobre otras, dejando más despejado el canal. Los árboles se hicieron más escasos, si exceptuamos las hermosas hileras formadas en las márgenes de numerosos arroyos, que los señalaban con sus líneas de follaje hasta perderse de vista en la lejanía. Entretanto, desde el mástil
podía verse una ilimitada llanura, de un verde muy vivo, producido por los altos pastos ondulantes, algo inundados por la crecida del río. Sobre cada parcela de terreno más alto que el resto del suelo, en esta vasta llanura aluvial, crecía siempre un grupo de árboles.
Eran las seis y nos congratulábamos de haber escapado a los numerosos bancos de esta parte del río, prometiéndonos un sueño tranquilo (el sondeador daba nueve brazas en cada caja de las ruedas), cuando nos sorprendió el grito alterado del hombre que iba sobre el moco del bauprés y que decía: ¡Catorce pies!...
-¡Alto, marcha atrás! -fueron las órdenes que se dieron en seguida, pero ¡ay! la fuerza de la Alecto no era igual esta vez a la fuerza que se oponía, y antes de que pudiera darse la marcha hacia atrás se hundió en un banco de barro, con once pies y seis pulgadas de agua por la parte de proa y siete brazas y doce pies menos cinco yardas desde la banda de estribor. A pesar de todos los empeños, no pudimos sacar el barco atrás con las máquinas antes de la noche. De manera que se cubrió el fuego y empezaron a echar las anclas para servirnos de ellas de la mejor manera. Hecho esto, se dio vapor otra vez, las ruedas empezaron a girar para atrás todo cuanto pudieron y al mismo tiempo tiraron con los cables fuertemente, pero sin lograr mover el buque una sola pulgada. Como este esfuerzo resultó infructuoso, volcamos cuarenta toneladas de agua, que la máquina, trabajando hacia atrás, arrojó con la misma rapidez con que las había sacado del río; removimos hacia popa los cañones, las reservas de pan y todas las cargas pesadas. Para la hora en que esto se terminó de hacer, las tres de la mañana, la gente estaba tan exhausta que se hizo necesario un corto descanso.
Al amanecer fue reanudado el trabajo con todos los medios disponibles, pero (lo que nos disgustó mucho) el ancla volvió arriba sin que el buque se hubiera movido una pulgada. Como no teníamos ancla de servidumbre y no podíamos utilizar todos los botes a la vez, nos vimos obligados a servirnos del anclote para tirar el barco hacia atrás, y ésta fue pesada tarea por la rapidez de la corriente y lo pequeño de los botes, pero, con todo, se cumplió con buen éxito a las siete de la mañana. A las siete y media se hizo otro esfuerzo violento con el aparejo y con las máquinas en movimiento. Inmediatamente, siguiéronse tres hurras y la Alecto fue arrastrada a las aguas profundas. Quedó anclada por un momento en medio del río para dar descanso a la tripulación y poner en orden el buque. Después del necesario reposo y de un refrigerio, enfrentamos otra vez la corriente y proseguimos adelante.
Desde el mástil, la escena mudaba de continuo por el rápido cambio de posición. Las praderas ofrecían a veces muy hermoso aspecto: se veían pequeños herbazales muy bien aparejados y abrigados por árboles, y después la interminable llanura hasta perderse de vista. Pero el rasgo más singular, el más apropiado para impresionar a quien dejaba una nación civilizada como la nuestra, era la terrible y casi parlante soledad. La riqueza tan lozana de la vegetación despertaba profunda pena por cuanto aquel suelo magnífico había sido dejado así, cuando podía contribuir a la felicidad y a la civilización de la gran familia humana.
A eso de mediodía el barómetro comenzó a descender rápidamente y en seguida el horizonte oscureció por el sudoeste. A las cuatro p.m. la atmósfera se puso amenazante, y anclamos entonces en un cómodo amarradero y sobre una costa que nos abrigaba del viento. Apenas tuvimos tiempo de hacerlo porque un pampero se desató sobre nosotros. Fue un pampero muy benigno: poco más que una racha fuerte que terminó por completo en dos horas acompañado de vívidos relámpagos y fuerte lluvia. Al caer la tarde aclaró y nos dispusimos a bajar a tierra y a explorar la isla donde habíamos buscado abrigo durante la tormenta. Una partida bien armada desembarcó también en un punto próximo. Lo primero que nos impresionó fueron las flores de pasionaria, en gran cantidad y de todos grados, desde los pimpollos hasta el fruto maduro. La fruta era devorada, puede decirse, por grandes bandadas de loros y otros pájaros pequeños de hermoso plumaje. El pasto alto y silvestre —de tres a ocho pies de altura— dificultaba la marcha en cierta distancia hacia el interior, pero asimismo, algunos de la partida
pudieron cazar ciertos pájaros de plumaje ostentoso, y, en forma antipoética —debido también a la escasez de comestibles—, se los comieron aderezados como pasteles. Un hombre de la partida armada iba pasando por casualidad cerca de un nido colgante suspendido de las ramas de un árbol, a siete u ocho pies del suelo. Este nido estaba habitado por una especie de insecto que podría describirse corno una hormiga grande,
voladora, y ocurrió que, de común acuerdo, los alados habitantes del nido se lanzaron todos a la vez en vuelo contra el desgraciado intruso y lo picaron en forma muy seria en toda la parte descubierta del cuerpo. Estas picaduras son malignas y venenosas en extremo, y producen hinchazones muy irritantes, mucho peores que las que generalmente producen otros insectos pequeños, aunque sean venenosos por naturaleza.
Matamos dos pájaros pequeños de largas y finas plumas que formaban la cola, de diez y ocho pulgadas. Los marineros les llamaban pájaros viudos. Hicimos aquello sólo por curiosidad y porque su apariencia llamaba la atención cuando andaban por el aire con sus extrañas colas. Los mosquitos nos molestaban grandemente, sobre todo si estábamos sentados y permanecíamos quietos por algunos momentos. Esto último era de esperarse, pasada la violencia del pampero y cuando la plácida y hermosa noche invitaba a todos a gozar de la frescura y fragancia del ambiente.
Hube de hacer guardia desde la medianoche hasta las cuatro de la mañana y aunque estaba familiarizado con los climas tropicales, me sentí impresionado por los variados y extraños ruidos de los insectos y los saurios en el río; atrajo mi atención en particular un ruido raro que un baquiano inteligente, o piloto, explicó después como causado por una especie de lagarto; se oía con intervalos regulares y era semejante al rasgueo de una
guitarra que se hiciera lenta y lastimosamente. Los vigías informaban con frecuencia que los tigres rondaban por la costa, pero como no se les oía bramar y mis ojos trataron en vano de descubrirlos, me vi obligado a no dar mucho crédito al parte.

[…]

El horizonte, hacia el SO., aparecía cargado de nubes opacas y plomizas. Era evidente que se aproximaba un pampero. Hasta los pájaros, las bestias y los insectos parecían advertirlo y se mostraban agitados. Para las cuatro, el viento poco a poco cesó y las nubes fueron amontonándose hasta adquirir un aspecto tempestuoso. Reinaba la más profunda calma y sólo se oía el ruido incesante de las paletas de las ruedas en el agua y las voces de los pilotos. Uno de ellos dijo que a una milla más arriba existía un lugar conocido y muy apropiado para echar el ancla, por lo que continuamos la marcha.
De pronto prorrumpió en una exclamación y señaló con la mano hacia el norte. Percibimos en seguida una nube, aparentemente de humo, que se acercaba con rapidez, y para gran sorpresa nuestra, en pocos minutos más nos envolvió completamente: se trataba de una manga de langostas. Estimar el número de esas langostas hubiera sido de todo punto imposible, porque estuvieron por espacio de una hora dando continuamente contra el barco, como una pesada caída de nieve. Este enjambre que pasaba sobre nosotros era pequeño. La parte principal de la manga venía volando a considerable distancia y aparecía infinitamente más compacta y espesa que la porción que teníamos encima. El piloto sacudió la cabeza y dijo:
—En cuanto pase toda esa manga hay que ponerse al reparo de la tormenta.
Siguiendo sus consejos, siempre muy atinados en el río Paraná, nos pusimos en excelente posición entre dos islas. A las seis, las nubes eran tan espesas en todo el contorno, que si bien faltaba más de una hora para ponerse el sol, reinaba la más lúgubre oscuridad. Diez minutos después comenzó a soplar un viento ligero del sudoeste, las nubes fueron agitadas con violencia en una especie de movimiento rotatorio y en seguida el pampero descargó su furia tremenda, acompañado por vividos relámpagos
y truenos que aturdían. La lluvia caía como un verdadero diluvio, casi en forma horizontal, con fuerza tan grande que se hacía imposible recibirla de frente. Las nubes, asimismo, eran impelidas con furiosa velocidad, y tan pegadas a la tierra, que, por algún tiempo, reinó profunda oscuridad y ésta se hacía más imponente por el furor de los truenos y los relámpagos. La tormenta fue, sin duda alguna, y con mucho, la más fuerte que yo había visto en parte alguna del mundo.
Por espacio de una hora, hasta que pasó la parte peor del pampero, no se veía nada más allá del buque, y en lo que respecta a la visión, aquél estaba lo mismo que a mil millas de distancia, en el mar, cuando en verdad se hallaba a ciento cincuenta yardas a barlovento de la isla. Estas tormentas parecen ser muy semejantes a las turbonadas africanas o tornados, y son muy peligrosas para los barcos pequeños. Por momentos me pareció que soplaba tan fuerte como los huracanes de la India oriental, que conozco por experiencia. Todas estas convulsiones anuncian su llegada, no sólo por señales meteorológicas, sino también por una gran alteración del mercurio en el barómetro. La conmoción eléctrica, sin embargo, se hace notar más en los pamperos que en ninguna de las tormentas que me ha sido dado observar. Les he prestado particular atención, por haber leído con gran interés la teoría del general Reid sobre las tormentas y por haber verificado varias veces que mis propias deducciones en el Atlántico estaban de acuerdo con las del general. En este caso no pude hallar prueba alguna con respecto a los tifones, pero después he podido observar con frecuencia, que los más violentos pamperos eran anunciados generalmente por un viento fuerte que provenía de la dirección opuesta, o sea del nordeste.
La conversación de la noche giró, naturalmente, en torno a los sucesos del día, y era cosa divertida oír los juicios diversos sobre las diferentes órdenes dadas, así como el sentimiento predominante en nuestro grupo. Había quienes se sentían cordialmente disgustados con el río; otros muy complacidos con él, y también quienes personalmente parecían haber olvidado todas las cosas ocurridas.

[…]

Esta noche la pasamos muy incómodos por lo sofocante de la atmósfera y la gran molestia de los mosquitos, que aparecieron en mayor cantidad y más violentos que de ordinario. La perseverancia, la astucia, la vivacidad de estos insectos es increíble; parece que nada los detiene y ningún tejido, por espeso que sea, es defensa bastante contra sus trompetillas venenosas. La única precaución eficaz consiste en dormir cuarenta pies sobre el nivel del río. Los mosquitos habían caído sobre el barco en miríadas. No hubo persona que no sufriera sus ataques. Por cansada y exhausta de fuerzas que una persona se encontrara, no era posible conciliar el sueño y la molestia extrema era como para volverse loco. Algunos de los oficiales que teníamos las camas protegidas con muselina o cortinas para mosquitos, veíamos a los insectos adheridos a la gasa de modo que la ponían negra. Aun así, una vez en la cama, el zumbido que hacían era tan fuerte, que resultaba imposible dormir con alguna comodidad. Para hombres blancos y rubios eran diez veces más irritantes, pero también para los de piel atezada y curtida, como las gentes del trópico, eran por demás insoportables.

[L. B. Mackinnon, La escuadra anglo-francesa en el Paraná 1846, trad. J. L. Busaniche, Buenos Aires, Hachette, 1957]

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