"Evité tenazmente, hasta que tuve que ceder, acompañar a Quiroga en sus acrobacias náuticas. La vectación vespertina por la Avenida Alvear tampoco era cuestión de aceptar sin augures. Invitaba con voz que podía significar –“-¿Qué le parece si nos estrelláramos esta tarde? ¿No le resultaría magnífico que nos ahogáramos en el Tigre?”.
Ni él ni yo sabíamos nadar, ineptitud a la
que no daba ninguna importancia. Lo que en realidad quería de sus acompañantes,
es que juzgaran de la alta calidad de sus construcciones; según opinión de los
técnicos, verdaderas obras de arte de la arquitectura naval. Esta era su gran
maestría y recóndita vanidad.
La experiencia de cómo guiaba el auto me
precavía de sus condiciones de piloto. Pero había siempre una romántica
persuasión en su “Invitation au Voyage”. Le apasionaba cuanto representara un
peligro mortal, porque en el fondo de su corazón deseaba morir. Como un jugador
se entrega al azar con los ojos cerrados, se abandonaba él al albur de la
tragedia. Tal es un rasgo peculiar de su psicología, pues evidentemente de
ordinario conducía sus relaciones con el semejante dejándose llevar o arrastrar por el “diablejo de lo perverso”
hasta los bordes del precipicio de lo irremediable. Vivía tentando
irrespetuosamente a las Parcas.
Sin duda un paseo tal era una prueba de
nervios y nada parecido a navegar plácidamente por los canales contemplando los
paisajes que constituyen el encanto peculiar del Tigre; paisajes de paz para
disfrutar en paz. Pero Quiroga navegaba en el Tigre como Jack London en los
archipiélagos del Pacífico. No podía esperarse otro gozo que el de la emoción
violenta, el peligro como fin y finalidad de la excursión. Precisamente lo que
a nadie se le ocurría ir a buscar al Tigre. No se tenía tiempo ni ganas de
observar nada. Ignoro si el navegante vocacional puede unir los sobresaltos de
lo imprevisto con la tranquilidad de la contemplación, pero para mí, las pocas
veces que acompañé a Quiroga en sus malones al Carapachay, fueron una tortura.
Me pareció cierto que tampoco él buscaba en esas correrías placer ninguno,
sino, al contrario, la auto-flagelación psíquica, por las metamorfosis del
peligro inminente, siempre igual y siempre inesperado. No tengo ninguna
versación en temas de deportes violentos ni de seudomórfosis del masoquismo, y
carezco de competencia para afirmar que Quiroga amaba lo que podía destruirlo.
¿Destruirlo? No le parecía cierto que pudiera morir. A mí tampoco, pues aunque
lo veía tan frágil lo notaba seguro de sí mismo, como sus canoas, livianas e
insumergibles.
“Yo tengo –y debo habérselo dicho- gran fe
en mi estrella. Por ella esperé confiado en la recomposición”.
Por fin, una tarde Quiroga me persuadió, o
quebró en mí el instinto de conservación, y probamos la excelencia de su último
navío. Aquella tarde era una lámina luminosa de infinita calma y soledad.
Partimos hacia la isla de Ogigia o las Bermudas. Después de sortear las sirtes
del Gran Capitán se internó en el Río de la Plata. No sé si las
aguas o el timonel imprimían a la embarcación un cabeceo hípico, convulsiones
de potro marino. Medio bote sobresalía de la superficie, de modo que no se
podía decir si navegaba o volaba. Iba yo asido al borde de la canoa, alerta de
un viraje sin preparación que me arrojara por la borda, al mismo tiempo que
admiraba la dignidad con que Quiroga empuñaba el timón, con toda la arrogancia
de un almirante holandés, acurrucado en la popa. Era un jinete y no un piloto,
que alardeaba de no tener ni idea de lo que estaba haciendo.
A pesar de todo, regresamos embarcados al
muelle.
(Puedo dar fe de que los botes construidos
por Quiroga eran insumergibles y, además, que él los gobernaba como a tritones
que esperaban su voz de mando para echarse a volar).
La
Era de la
Canoa fue la última; la precedieron la de la Moto y la de la Voiturette.
[Fuente: Ezequiel Martínez
Estrada, El hermano Quiroga, Fundación
Biblioteca Ayacucho, Buenos Aires, 1995].
Holaaaa
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