El que primero lo llamó “Delta”, por su similitud con la mayúscula griega, a la confluencia de dos ríos, debió ser alguien que la estaba mirando desde lejos y en la altura, porque de otro modo no hubiese podido percibir el vértice perfecto que forma la tierra firme en el punto en que los dos brazos de agua se reúnen. Y sin embargo, ese lugar chato y abandonado era para mí, mientras lo contemplaba, más mágico que Babilonia, más hirviente de hechos significativos que Roma o que Atenas, más colorido que Viena, más ensangrentado que Tebas o Jericó. Era mi lugar: en él, muerte y delicia me eran inevitablemente propias. Habiéndolo dejado por primera vez a los treinta y un años, después de más de quince años de ausencia, el placer melancólico, no exento ni de euforia, ni de cólera, ni de amargura, que me daba su contemplación, era un estado específico, una correspondencia entre lo interior y lo exterior, que ningún otro lugar del mundo podía darme.
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