25 de septiembre de 2010

David Viñas y Walsh

Piri Lugones nos dejó solos en esa casa del Delta. Ella se había trepado a la popa de una lancha y no dejó de saludarnos, mientras se alejaba, alzando el brazo y dejando que el chal le revoloteara igual a otro río diminuto, muy rojo. Walsh elogió, entonces, algunos cuentos de Setenta veces siete; insinuó ciertos reparos sobre "el crujido de los finales" y después se encarnizó con las subas y bajas de la Bolsa literaria. Recuerdo que dijo "Más veloces y más injustas que las mareas del río". Y como ese atardecer le tocó el turno al ascetismo que Walsh defendió con un fervor jansenista a medida que se entusiasmaba con la palabra "despojado" y el paladeo de algún verso de Shelley que se escandía sobre el antebrazo desnudo, yo fui proponiendo "Gallegos", "Pico Truncado" y "Cañadón de la Yegua Quemada" El prefirió el "Gran Valle". Pero ahí nos reencontramos: entre los matorrales y los caballos que galopaban sin levantar polvareda. Él se inclinaba por los zainos; yo por los alazanes. De ahí pasamos a nuestros colegios de curas: él se enterneció con el Padre Dollans que hamacaba sus caderas de matrona al tocar el armonio a pedales o cuando se señalaba la punta de los zapatos hablando del infierno. Yo me demoré demasiado con el Padre Adij y su breviario forrado con hule.
    Al anochecer, mientras yo me trepaba a una silla para enroscar la bombita floja, Walsh se fue hacia el borde del río: allí se sentó en la punta del muelle de madera. Se puso a pescar. Doblaba el cuerpo sobre el agua. Parecía muy atento a su caña y a la marea que iba subiendo.


David Viñas de Rodolfo Walsh, el ajedrez y la guerra

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