31 de diciembre de 2018

Jorge Luis Borges - Sus palabras sobre el Delta


[Extraído de Atlas (1984). Fuente: Obras Completas, vol II, Buenos Aires, Emecé, 1989]

30 de diciembre de 2018

El río oscuro (fragmento ) - Alfredo Varela

Capítulo XX.
Al fondo del establecimiento, muy monte adentro, estaba la roña del obraje donde lo habían enviado a Adolfo. Ramón pensaba si no los habrían separado por cálculo. Aquí, el trabajo era sin horario, de domingo a domingo, sin abandonar la faena ni aun cuando llovía fuerte. Al principio cuando quiso averiguar, un tal Alegre le dijo bajando la voz:
-Aquí no se sabe, ch’amigo. Mientras se está en salú, se trabaja nomás, todo seguido; mientras no está oscuro se trabaja nomás…
Tenía la cabeza medio hundida entre los hombros como si constantemente estuviera temiendo un mal golpe. Era el encargado de acarrear hasta el barbacuá los raídos cuando se acercaban los carros llenos hasta el tope. Entonces hundía sus manos en los dos grandes ojos abiertos en los bultos, y emprendía una calculada carrerita para descargarse cuanto antes del terrible peso, mientras jadeaba penosamente. A veces, después de dejar un raído sentíase sacudido por terribles mareos. Pero como por ahí cerca siempre vigilaba el capataz, no podía entretenerse mucho en descansar. Esa vez aprovechó una pausa, después que había descargado el último carro de la mañana. Nadie espiaba por los alrededores, y entonces se detuvo junto a Moreyra, dejándose caer en el suelo, entre las verdes hojas desparramadas al azar. Se enjugaba el constante sudor con un gran pañuelo-pará.
-Esto es la esclavitú, propiamente. Pero si le contara… Yo estuve trabajando con Matiaúda, en el Puerto Paranambú. Queda allá, en la costa paraguaya. Ganábamos 25 pesos al mes. Después que entraba el sol, teníamos que seguir trabajando mucho rato. Y si nos retobábamos, nos volvía locos a gritos. Cuando queríamos largar porque estaba oscuro gritaba: “Mientras que yasechá nandepó ñamba’apó vaëra”…(2)
Se miró pensativamente las manos como si guardara los recuerdos en sus palmas.
-Mal hombre era, sí, mal bicho…
Sobre el barbacuá, surgía agigantada la figura del viejo Sinforiano, erguido sobre su pedestal de yerba caliente. Mientras escuchaba no suspendía el trabajo. Siempre era así, metódico, obstinado, tranquilo.
-Yo estaba trabajando de jangadero. ¡Añamembuy! Allá me agarré esta puntada en los riñones que no me deja nunca. A veces había temporal, y ni podíamos movernos en l’agua ni manejar bien los rollizos. Era cosa de salir disparando. Pero el Matiaúda estaba en la orilla, con el chicote en la mano: “¡Eh, mientras que oky na ñamanó möai”. (3) Y así siempre.
Ramón ya se había acostumbrado a manejar diestramente la horquilla. Enlazó uno de los grandes atados de yerba, lanzándolo con certero impulso hasta el piso del barbacuá, donde el viejo Sinforiano lo esperaba para desparramarlo en seguida. Interrogó:
-¿Anduviste mucho por esos pagos?
El otro movió la cabeza.
-Un año y medio, o más. Después, me escapé. Ya no podía aguantar más. Crucé a la costa argentina y fui a parar a Puerto Segundo. Cuando ya m’iba internar n’el monte, m’encontraron un capataz y dos piones de allí. Resulta que de Paranambú habían mandado este mensaje: “Anoche se me fugaron dos. Si salen por esos rumbos, metanlén bala”.
Se quedó parado en la puerta del galpón, mirando hacia afuera. Desde el lugar, penumbroso en que se hallaba, Ramón veía destacarse contra la luz solar el cuerpo encogido de Alegre, como una enorme araña rosando en su tela, indiferente a los sucesos, cansado de ver desfilar ante su vista tantas cosas iguales, tantos horrores, tanta locura. Permanecía allí callado, enredándose en sus perdidos pensamientos.
-¿Y después?
El hombre tuvo un leve sobresalto, como si ahora lo molestara la curiosidad del huayno. Después se puso de espaldas a la luz:
-Me salvé a gatas. Yo no sabía que otro compañero se había huido al tiempo que yo. A él lo habían alcanzado la misma noche cuando estaba por tocar costa argentina a nado. Le pegaron tres balazos, y listo. Pero los que yo encontré eran buena gente. Me dejaron ir, y entonces seguí viaje. ¡Qué penurias, ch’amigo…! Pero si encima le contara todo lo que pasa aquí…
Ahora se interrumpió bruscamente. Había visto venir lejos a un capataz y un miedo súbito hizo nido en él. Hundió la cabeza más profundamente aún, como si fuera a zambullirse en la luz, y salió dando tropezones.
Ya nada turbaba el silencio del galpón, uno de esos silencios de las mañanas tropicales, que se imponen a todos los ruidos con su pesadez abrumadora. A veces, chisporroteaba un trozo de yerba, o se oían sus leves crujidos de protesta cuando el viejo Sinforiano movíase sobre las hojas, con sus agrietados pies desnudos. Pero esos mínimos ruidos contribuían a destacar más aún la mudez de las cosas y de los hombres. Ramón se sentía tentado de confidenciarse con el urú. Pero parecía imposible atravesar el silencio, y además el viejo Sinforiano gustaba trabajar reconcentrado, con una testarudez estoica, como si estuviera convencido de que si suspendía por un momento la tarea ya nunca más podría reanudarla. Con movimientos iguales y pausados, rítmicos, empuñaba la pala firmemente, distribuía los manojos verdes, vigilaba los que estaban suficientemente chamuscados y seguía moviéndose en el estrecho recinto semejante a un gato montés prisionero que palpara incesantemente las rejas de su cárcel, obstinándose en la posible huida. Después de contemplarlo unos momentos, Ramón dejó la horquilla y abriéndose la bragueta comenzó a mear tranquilo, indiferentemente, sobre la yerba que habría de ser quemada poco después. El líquido refulgía un insume sobre las hojas, y luego deslizábase por el corto tallo hasta filtrarse y desaparecer para mojar a las de abajo. Por la abertura que servía de puerta al galpón llegaba el resplandor del sol, y con él los mosquitos y un tábano grande y azulado. Se posó en el brazo de Ramón, que lo aplastó casi sin mirarlo, despanzurrándolo. Después, siguió orinando.
***
Galope en el río 3
“Alguien siembra palomas
por el asombro de la tierra roja”
Juan E. Acuña
…los rayos de este sol demasiado joven que lamía perezosamente el paisaje, iluminando el disco de agua con su beso mojado. La jangadilla seguía dando vueltas pero siempre en forma lenta, con una lentitud medida, con la persistencia de la fatalidad. Presentaba al este su parte ancha, luego ese costado donde más maltratada había sido y donde colgaban de los isipós algunos restos de cañas rotas y en seguida el otro extremo donde aparecían los desnudos pies del hombre dormido y el otro costado inmediatamente, y luego recomenzaba la vuelta bajo el sol que ahora tenía una cara redonda y colorada, de incorregible borracho. La jangadilla parecía ir palpando las puertas del agua como para encontrar la salida de la jaula y en su búsqueda recorría todo el vasto círculo hasta volver al punto de partida para empezar otra vez como si fuera la primera vez; y en ese incesante palpar la acompañaban unas cuantas naranjas podridas y una gran cantidad de hojas desparejas, anchas algunas, otras chiquitas y redondas y otras alveoladas y otras puntiagudas o con los bordes dentados, pero todas juntas, estrechamente unidas por los desperdicios y la basura y el agua sucia como si estuvieran unidas desde el comienzo y como si todas pertenecieran a la misma planta; y todas esas cosas arrojadas por el río al remanso para conservar su pureza cristalina, y ese leño medio negro y medio quemado, esas naranjas y esas hojas reunidas como obedeciendo a un solo tallo, giraban lentamente junto a la jangadilla que seguía dando su interminable paseo por el petrificado espejo; y pasaban las horas y la aburrida danza no era alterada mientras el sol cumplía sin prisa su camino por el cielo cada vez más amplio y luminoso que echaba su luz a raudales, como un enorme balde de agua, sobre el hombre dormido y exhausto, que con la ayuda del sueño y del instinto iba alejándose cada vez más seguramente de la derrota total, es decir, de la muerte.
Hacia mediodía esa calma ejemplar fue quebrada de pronto. El hombre abrió repentinamente los ojos y tomó conciencia inmediata de lo que lo rodeaba. Sentía el cuerpo molido, pero ahora podía manejarlo, como si esas ocho o diez horas de sólido sueño hubieran ido encajando cada miembro y cada nervio y cada hueso y cada músculo en su exacto lugar; y todo era maravillosamente real y en lugar de estar ahogado y partido se hallaba con sus muslos y su culo sólidamente asentado sobre las tacuaras, y la jangadilla era la misma que había fabricado apenas la noche anterior y estas cañas tan empapadas que el sol iba secando con pequeños y curiosos chasquidos, eran las que él había cortado con sus propias manos, con esos dedos gruesos y morenos y nudosos como diminutos troncos, gruesos y cortajeados y cubiertos de heridas y de sangre seca; y de pronto lo invadió un torrentoso júbilo al encontrarse vivo aún, y al parecer a salvo, y todo le pareció sorprendentemente familiar y amigo como sus antiguas manos trabajadoras con sus uñas chatas y terrosas, y la catarata de esa pelambre en su pecho desnudo y esos grandes pies sólidos como barcos que erguíanse allá, al extremo de la jangada, con los dedos machucados y mordisqueados por los peces; todo era familiar como ese divertido y un poco mareador juego de las costas que variaban con el continuo rotar de la jangadilla en el remanso y… Pero no. Había algo diferente: el río. Este tan chato y dormido río, este apacible buey de agua que procuraba pasar desapercibido tras su tímido balanceo entre las orillas, no era el que había conocido vertiginoso y brutalmente varias horas antes; ni la rabiosa perra cuyos dientes amarillos lo habían triturado durante minutos que valían por años; ni la delirante tromba que lo arrastraba como una hoja desprendida y sola por los cerrados caminos del agua. No. Ya no creía en esto que ahora se presentaba como una caricia de aceite lustroso ni podría creer nunca más. Aunque continuara viéndolo así, domesticado y bonachón, en la paz de sus amplias canchas, en la premura jubilosa de sus correderas o en la suavidad viscosa con que lame las costas cercanas, ya no podría confiarse jamás sin recelos a su abrazo siempre dispuesto. Ahora había visto su rostro tormentoso y esa boca alucinante en la locura del remolino, recordaba cómo había abierto repentinamente su abismo de piedra para envolverlo en su oscuro abrazo. Recién ahora media la exacta identidad del río. Nunca más podría engañarlo.
Y entonces pensó en salir del remanso y le sorprendió ver que lo conseguía fácilmente y fue orientándose hacia el canal hasta que una violenta vaharada de agua lo tomó por su cuenta, arrastrando velozmente las tacuaras río abajo. Le costaba conservar el equilibrio al principio, pero pronto estuvo de pie mientras la balsa seguía descendiendo con rapidez entre las verdes costas. Y recién entonces se dio cuenta que estaba completamente desnudo, porque la ropa había sido arrastrada por las aguas en la furia del torbellino y los calzoncillos habían sido rasgados como tiras de papel hasta desprenderse en una de las etapas de la lucha contra el enemigo de agua. Bulliciosos espumarajos iban a golpearlo en la cara descubierta, en las rodillas gruesas como raigones, en los testículos de bronce bañados por esa caricia negra que surgía como un monte de las ingles, en la barba caudalosa que parecía haber crecido con más fuerza en las últimas horas y en esos labios endurecidos que ahora se abrían en una amplia sonrisa coma para abarcar la gloria del horizonte. Él no se dio cuenta cómo había sido, pero súbitamente fue creciendo en alguna cueva de su cuerpo, ganó la sala sonora del pecho, alzándose ágilmente con la garganta y de pronto el grito jubiloso estalló ampliamente, haciendo una fuerza terrible para abrir paso por la boca de anchos labios y expandirse entonces hacia afuera, hacia la inmensa claridad del día. Fue un grito humeante, con alas, que parecía arrojado por diez hombres a la vez, como si él lo hubiera ido criando desde gurí, durante meses y años espesos, en su tenaz estatura de hombre callado; como si lo hubiera ido alimentando con sus silencios y sus pausas para que surgiera en el momento oportuno:
-Pi… pi… piú… JUUUUU!!
Atrás quedaba la mueca de Santa Cruz y los restos de Frutos y los martirizados yerbales silvestres; atrás el pavor del remolino y el chasquido de la guacha sobre las espaldas mojadas y el bulto anónimo del hijo que no había llegado a ser suyo; y la caza frenética del hombre y la tos seca de la Amelia. Dejaba a sus espaldas nada menos que una época y marchaba raudamente hacia la otra conducido por esas frágiles tacuaras, viajaba hacia los yerbales de cultivo y el Sindicato, hacia allí donde los hombres son igualmente explotados pero luchan unidos en defensa de su dignidad, y donde él tenía seguramente un puesto reservado porque estaba dispuesto a hacer pata ancha allí como en todas partes. Viajaba como un oscuro ramalazo, como un golpe de viento, por las correderas amigas del Paraná, de pie, en pelotas, iluminado plenamente por el sol violento del mediodía.
-Pi… pi… piú… JUUUUU!!
El grito salvaje conmovía hasta sus raíces a los árboles costeros, rebotaba en las resbaladizas rocas y erraba por el cielo abierto que seguía derramando su luz a raudales sobre el exuberante mensú. Abierto de piernas sobre las delgadas cañas, Ramón seguía su viaje río abajo, abandonando una época y yendo al encuentro de la otra. Pero él no lo sabía. Sólo abarcaba una confusa sensación de su triunfo sobre las emboscadas del hombre y de la naturaleza, y una alegría gigante que únicamente podía expresarse con ese alarido triunfador que lanza el hachero ante el árbol derribado:
-Pi… pi… piú… JUUUUU!!
El canal viboreaba sorpresivamente acercándose a peces a la costa. Desde allí, tres chinas lavanderas levantaron la cabeza y soltaron la risa ante el espectáculo desacostumbrado. Sólo veían a un mensú desnudo y ridículo, gritando como un loco entre la mansa quietud del mediodía. Pero él no se dio cuenta y cuando quisieron mirar de nuevo ya había desaparecido en otra vuelta del río, Paraná abajo, dejando como una estela su grito de victoria.
[FUENTE: https://revistacarapachay.com/2016/04/12/848/]

28 de diciembre de 2018

Video Danza - NOSTALGIA DE UN JUNCO - Natalia Pelayo


Y allí se venía, fuerte viento del sudeste, pero solo al junco acariciaba.




FICHA TÉCNICA
RIOCINE presenta “NOSTALGIA DE UN JUNCO” / Videodanza de la bailarina NATALIA PELAYO / Coreógrafo FABRIZIO COPPO / Producción Ejecutiva PAULA ASPRELLA / Producción MANUELA CUELLO / Dirección de Fotografía IGNACIO IZURIETA / Camarógrafo PATRICIO RAMOS / Sonido directo FABIO PÉCORO/ Montaje y Postproducción IGOR GALUK / Dirección de Arte FEDERICO NUÑEZ / Vestuario y Maquillaje CHRISTIAN LISA / Música DANIEL MELINGO / Idea y Dirección IGOR GALUK
Argentina 2014 / Duración 4 min. / HD / PAL / COLOR / 16:9 (2:35:1)

Contacto: riocine@yahoo.com.ar / riocine.blogspot.com / rio.cine@facebook.com / igorgaluk@yahoo.com.ar

27 de diciembre de 2018

Federico García Lorca y el delta

El 13 de octubre de 1933 a bordo del trasatlántico Conte Grande llega a Buenos Aires el poeta andaluz Federico García Lorca.
Su estadía se prolongará hasta mediados de marzo del año siguiente e incluirá varias visitas al delta, que según su biógrafo Ian Gibson era uno de sus parajes preferidos.
En una velada previa al reestreno de Bodas de sangre organizada por El Diario Español, Federico dice:
"El dirigir la palabra esta noche al público no tiene más objeto que dar las gracias bajo el arco de la escena por el calor y la cordialidad y la simpatía con la que me ha recibido este hermoso país, que abre sus praderas y sus ríos a todas las razas de la tierra.
A los rusos con sus estrellas de nieve, a los gallegos que llegan sonando ese cuerno blando de metal que es su idioma, a los franceses en su ansia de hogar limpio, al italiano con su acordeón lleno de cintas, al japonés con su tristeza definitiva. Pero, a pesar de esto, cuando subía las ondas rojizas y ásperas como la melena de un león que tiene el Río de la Plata, no soñaba esperar, por no merecer, esta paloma blanca temblorosa de confianza que la enorme ciudad me ha puesto en las manos (...)"



Fiesta campestre a orillas del río en San Fernando en la Sociedad Valenciana El Micalet

Federico, que compartirá inolvidables momentos con Raúl González Tuñón, Pablo Neruda, Ricardo Molinari, Oliverio Girondo y Norah Lange entre muchos otros les dirá al despedirse:

"Ahora, con ansias de estar entre los míos, me parece que dejo algo de mí en esta ciudad bruja. En poco tiempo me he hecho amigos que parecen de años. Por favor, mañana, en el barco, estaréis todos alegres. Haremos de cuenta que me voy al Tigre, que nos volveremos a ver al otro día." (Crítica/ Bs As 27 de marzo 1934)


El Tabernáculo de Ricardo Molinari ilustrado por Federico





Paseo en barca por el Río de la Plata, en primer plano Córdoba Iturburu, a su lado Ricardo Molinari, al fondo Federico García Lorca con Martínez Sierra

Fuentes:

Gibson, Ian "Federico García Lorca" 2. De Nueva York a Fuente Grande (1929-1936) Ed Crítica Grijalbo Mondadori, Barcelona, 1998

Medina, Pablo "Un andaluz en Buenos Aires" Manrique Zago / León Goldstein , Bs As. editores 1999

Fuente: http://pajarodemimbre.blogspot.com.ar/2016/03/federico-garcia-lorca-y-el-delta.html

26 de diciembre de 2018

Americo Castilla pinta el Delta


Viajando con Jacinto II (1990)

Nace en Buenos Aires, en 1942. En 1968 se recibe de abogado en la Universidad Nacional de Buenos Aires, y estudia pintura con Jorge Demirjian.
En 1973 viaja a Europa, becado por el Consejo Británico. Allí realiza estudios de post- grado en pintura y grabado en Slade School of Arts (Londres).
El punto de partida de su producción es el espacio natural, el paisaje, que trabaja a partir de una concepción de la obra de arte como vehículo poético y parte esencial de los misterios de la vida y de la naturaleza.




La luna y la marea (1990)

Sobre esta base, realiza la obra La luna y la marea, en donde, a través del fragmento, pone de relieve la imposibilidad de captar el todo, que a su vez deja la huella en la riqueza pictórica de los azules. 
En este sentido, para Castilla, “pintar fracciones de un espacio más vasto, en cierto modo es nombrar lo indeterminado, o en todo caso sugerir la vastedad desde sus bordes, aunque sin pretender por ello acotar lo ilimitado. Una montaña no termina en un lago, sino que se continúa en las renovaciones de su propia materia, recreando otros estados y complaciéndose en nuevos pactos con lo natural. El agua no encuentra su límite en el pasto, por el contrario es su vehículo eficaz, su posibilidad de transformación.(1)
Participó en la X Bienal de París (1977), en la Primera Trienal Latinoamericana de Grabado (Buenos Aires, 1979), y representó a la Argentina en la XIX Bienal de San Pablo (1987). 
Recibió las siguientes distinciones: Primer Premio de Pintura, Sociedad Hebraica Argentina (Buenos Aire, 1971); Tercer Premio de Pintura, 49º Salón Anual de Santa Fe, Segundo premio de Pintura, Salón de San Fernando (1972); Beca del consejo Británico (estudios de post – grado en la Slade School of Art (Londres, 1973); Primer premio de Grabado, XI Salón Nacional de Grabado y Dibujo, Primer premio de Grabado, Salón Municipal de Artes Plásticas Manuel Belgrano (Buenos Aires, 1975); Premio Ford, Bienal de Dibujo (Maldonado, Uruguay, 1977); Mención de Pintura, Premio de Pintura y Escultura, Fundación Alfredo Fortabat y Amalia Lacroze de Fortabat (Buenos Aires, 1984); Primer Premio, otorgado por el Fund for Artists Colonies (EE.UU., 1987), y Primer Premio de Pintura, 65º Salón Anual de Santa Fe (1988).
Realizó exposiciones individuales y participó en muestras colectivas en Buenos Aires, Rosario, Santa Fe, Salta; Santiago de Chile; Montevideo; San Pablo; San Juan de Puerto Rico; Londres; Bogotá, Medellín, Cali, Barranquilla (Colombia); Lima; Barcelona, Madrid; La Habana; París; Washington, Miami; Tokio, Kaganawa (Japón); Couvin (Bélgica); México; Moscú; Pekín (China).
Actualmente vive y trabaja en Buenos Aires.
Bibliografía:
Américo Castilla, cat. exp., Buenos Aires, Galería Ruth Benzacar, 7 de noviembre al 8 de diciembre de 1990.
Obras maestras del MNBA, Buenos Aires, MNBA, 1998.

(1) Américo Castilla, en Américo Castilla, cat. exp., Buenos Aires, Galería Ruth Benzacar, 7 de noviembre al 8 de diciembre, 1990.

[fuente: http://www.macromuseo.org.ar/coleccion/artista/c/castilla_americo.html]

Alicia Genovese: un enorme corazón de aguas

Alicia Genovese nació en Lomas de Zamora, provincia de Buenos Aires en 1953. Publicó los libros de poesía: El cielo posible (El Escarabajo de Oro, 1977), El mundo encima (Rayuela, 1982), Anónima (Ultimo Reino, 1992), El borde es un río (Libros de Tierra Firme, 1997), Puentes (Libros de Tierra Firme, 2000), Química diurna (Alción, 2004), La hybris (Bajo la luna, 2007), la antología bilingüe La ville des ponts/ La ciudad de los puentes. (Québec: Écrits des Forges, 2001), Azar y necesidad del benteveo. (Mágicas naranjas, 2011), Aguas (Del Dock, 2013) y El río anterior (Ruinas Circulares, 2014). Es autora de  los libros de ensayo: La doble voz. Poetas argentinas contemporáneas (Biblos, 1998) y Leer poesía. Lo leve, lo grave, lo opaco (Fondo de Cultura Económica, 2011).
Entre otras distinciones obtuvo la Beca a la creación otorgada por el Fondo Nacional de las Artes, en 1999 y en el 2002 recibió la Beca John S. Guggenheim, en poesía. Vivió en EEUU y desde hace tiempo pasa largas temporadas en el Delta del Paraná.
 
El agua que se desvía

seca la selva,

ahuyenta los pájaros

se lleva el rocío.

El agua apresada

pudre los bosques, desfibra

maderas antiguas.

Este poema habla

del futuro.

Hay que imaginar

50 kilómetros de costa

adentro de una represa;

el serpenteo del arroyo,

sus lentos

meandros en un embalse.

“Espejitos de colores”

las promesas,

dice el diario local

sobre el publicitado

emprendimiento.

Este poema habla

del presente,

copia sus formas.

Un enorme corazón

de aguas,

un corredero natural

que los guaraníes

llamaron Ayuí,

“río que viene”.

Este poema habla

del pasado

y de lo incierto:

el yacaré

en su pesada zambullida,

el ciervo sorprendido

bebiendo en la corriente,

la gallineta a los gritos

en los humedales.

Perdido en lo diverso,

el poema nombra el rumor

de aves y felinos

y la brama

de animales en celo.

Casi en el borde

de su estética

el poema concluye:

la amenaza es un tiempo

donde la muerte sucede.

En el bosque

lo imprevisible,

la belleza del desconcierto.

El poema desaparece.

(de Aguas, 2013)

[fuente: poesiaenlaescuela.blogspot.com.ar/2014/08/bienvenida-alicia-genovese-al-vi.html


25 de diciembre de 2018

El río - Débora Mundani - Reseña



"El río es memoria” dice Haroldo Conti desde la cita que abre la última novela de Débora Mundani. Esa frase marca el camino y pone en palabras el hueso de la historia. El río es un relato bello, crudo y melancólico que habla de la soledad, la espera, el deseo, los malentendidos y ese extraño archipiélago que llamamos “familia”.

Mundani monta un escenario perfecto y envolvente: un Paraná que provoca agobio y desolación a la vez. Las tres primeras páginas son tan escuetas, precisas y potentes que, al terminarlas, uno no puede imaginarse en otro lugar que en esa casilla donde un hombre acaba de descubrir que su madre ha muerto.

Un piso húmedo que cede con la lluvia; una casuarina que desprende su raíz y cae sobre el río; el agua que va mordiendo la tierra y tragándose los árboles; el mate en la mano, la mirada en movimiento. ¿Qué es adelante y qué es atrás en un paisaje arrasado por la inundación? ¿Qué elemento tomar como referencia si todo se mueve al compás de esa masa de agua que ocupa todo?

Una lancha, el motor tronando para poder navegar río arriba. Un arroyo llamado “Espera”. Una lluvia infinita. Una comadreja haciendo equilibrio en una isla de camalotes. La crecida y sus objetos; esa destrucción increíblemente vital que a veces impone el río. El hombre, Horacio, cumpliendo una promesa hecha a su madre.

Juan tiene 16 años. Busca trabajo. Termina embarcado con destino al yerbal. Al llegar, caminará siete horas bajo el sol, metiéndose en la selva y en la oscuridad de una esclavitud disfrazada de contrato. El ritmo inhumano, los latigazos, los engaños, las estafas. Tareferos atrapados en una maquinaria que los destroza.

Un hombre y un viejo, solos, sentados en el techo de un frigorífico, rodeados por el agua que tapa el pueblo. Dos en un casi silencio porque no es sencillo hablar cuando uno se ha convertido en río. 

Historias que se cruzan en encuentros y desencuentros.  

Alguien espera escapar y sobrevivir. Alguien espera que la lluvia amaine o que llegue el alba o que algo se amanse en la tormenta. Alguien espera que vengan a salvarlo. Alguien espera ver un rostro amado. Alguien espera no ser olvidado. Alguien espera honrar su promesa. 

Todos en este Paraná esperan. 

Todos saben que hay algo inmutable, urgente e imperioso en la paciencia. 

Débora Mundani muestra con naturalidad las imágenes de la vejez, de la muerte, de la pérdida, del afecto, del sostén. Una serie de capítulos cortos van enlazando escenas con un ritmo marcado por el agua. No es sencillo explicarlo. En esta novela, el río aparece como un elemento del argumento pero también como algo nodal del estilo. En lo que se cuenta hay una cadencia  que suena igual al agua que corre y golpea contra la orilla.



Eugenia Almeida - Publicado originalmente en Número Cero
[fuente: http://eugeniaalmeidablog.blogspot.com.ar/2016/08/el-rio-debora-mundani.html]

Hijos del Río - Corto Documental de Emiliano Grieco

Hijos del Río
Don Jero es un pescador del Paraná, hace 50 años que habita esas zonas, pero la creación de represas y la contaminación del río, han cambiado su destino. Su hogar está en peligro y sobrevive en la pobreza.



Premios:

III Festival de Cine Científico. PREMIO "CORTO DOCUMENTAL" "Mirada en cortos", Nogoyá.

PREMIO MIRADA DE ORO

MEJOR DOCUMENTAL



Ríos entre cortos. Asc. Mariano Moreno.

PRIMER PREMIO 

Festival de Cine de Gualeguaychú.

Festival Internacional de Video de Rosario.

Mostra de Ciencia e Cinema La Coruña.

Festival Internacional de Video Fundav Bolivia.

Fomento y contenidos audiovisuales digitales del SATVD-T.

Festival de Cine Documental FESTIDOC.

Festival de Cine Social de Concordia.

Festival Internacional de Cortometrajes "Oberá en Cortos". IV muestra de Cine documental DOCA.

Género: Documental.
Guión, Dirección, Producción: Emiliano Grieco.
Asistentes de Producción: Cachi Berón, Matías Francia.
Fotografía y Cámara: Juan Barney, Emiliano Grieco.
Sonido: Sebastían Facio.
Música: Sebastían Facio, Cachi Berón.

24 de diciembre de 2018

Juan Jose Saer le responde a Darwin - Sobre el Delta



 La distancia, eliminando accidentes y rugosidades, resuelve todo en geometría: ese peñasco estéril y poroso que llamamos Luna, se estiliza en un círculo perfecto para nuestros ojos inventivos que, incapaces de ver los detalles, le otorgan la apariencia de un arquetipo. Del mismo modo, el que primero llamó “delta”, por su similitud con la mayúscula griega, a la confluencia de dos ríos, debió ser alguien que la estaba mirando desde lejos y en la altura, porque de otro modo no hubiese podido percibir el vértice perfecto que forma la tierra firme en el punto en que los dos brazos de agua se reúnen. El triángulo de tierra, de un verde azulado, apretado por las dos cintas inmóviles casi incoloras, yacía allá abajo, en medio de una inmensa extensión chata del mismo verde azulado, inmóvil, inmemorial y vacía, de la que yo sabía, sin embargo, mientras la observaba fascinado que, como todo terreno pantanoso, era una fuente inagotable de proliferación biológica. Visto desde la altura, ese paisaje era el más austero, el más pobre del mundo –Darwin mismo, a quien casi nada dejaba de interesar, ya había escrito en 1832: “no hay ni grandeza ni belleza en esta inmensa extensión de agua barrosa”–. Y sin embargo ese lugar chato y abandonado era para mí, mientras lo contemplaba, más mágico que Babilonia, más hirviente de hechos significativos que Roma o que Atenas, más colorido que Viena o Amsterdam, más ensangrentado que Tebas o Jericó. Era mi lugar: en él, muerte y delicia me eran inevitablemente propias. Habiéndolo dejado por primera vez a los treinta y un años, después de más de quince de ausencia, el placer melancólico, no exento ni de euforia, ni de cólera ni de amargura, que me daba su contemplación, era un estado específico, una correspondencia entre lo interno y lo exterior, que ningún otro lugar del mundo podía darme. Como a toda relación tempestuosa, la ambivalencia la evocaba en claroscuro, alternando comedia y tragedia. Signo, modo o cicatriz, lo arrastro y lo arrastraré conmigo dondequiera que vaya. Más todavía: aunque trate de sacudírmelo como a una carga demasiado pesada, en un desplante espectacular, o poco a poco y subrepticiamente , en cualquier esquina del mundo, incluso en la más previsible, me estará esperando.

[Extraído de: El Rio sin orillas, Buenos Aires, Seix Barral, 2003]




23 de diciembre de 2018

La fábula en su modo completo - Juan Manuel Alonso (sobre Conti - Memoria y celebración)

A partir de un relato de Haroldo Conti que, sin renunciar ni a la ficción ni al impulso autobiográfico, documenta el hábitat y los tipos vivos del Delta hacia el año 1975, el autor de esta nota rodó en 2009 en la isla Charigüé el cortometraje de otra isla, La Juncal, muy verde y hoy deshabitada en la desembocadura del Uruguay. 

El autor nació en Rosario en 1966. Publicó una selección de poemas en Diario de Poesía (2000) y, en colaboración con Guillermo Buelga, el libro de fotos Escrito en el aire (2006). Escribió, dirigió y produjo el cortometraje La Juncal (2009). Actualmente trabaja en diseño y edición en la Editorial Municipal de Rosario.

Publicada en Néstor Restivo y Camilo Sánchez, Haroldo Conti, con vida, Buenos Aires, Nueva imagen, 1986.

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En Ojeada sinóptica sobre la vegetación del Delta, que es un librito finito casi plaqueta editado en 1957 por la revista Darwiniana, el naturalista Arturo Burkart dice que las islas a que dio origen el Paraná como río de llanura de aguas turbias fundaron uno de los deltas más grandes del mundo, y que el proceso de formación por acumulación de material sólido transportado por el río bastan para definirlo, desde el punto de vista geológico, como un verdadero delta. Contando desde finales del plioceno se observan en primer lugar bancos marinos de arena pura, resultantes de cinco incursiones sucesivas del Atlántico; luego llegan los bancos fluviales, y por último la vegetación de aguas dulces y el proceso de albardonamiento, en que se consolida el borde de las islas formando franjas de tierra endurecida que va creciendo y aumentando en altura en razón del aporte de sólidos minerales y de la acción fijadora de la vegetación.

Sin embargo las islas son aún relativamente bajas y por ello susceptibles todas de inundación. Los desbordamientos de los cauces traen grandes masas de limo y después de una crecida se puede ver sobre la superficie de las hojas una fina capa parda de barro y arcilla, impalpable una vez seca. Estos materiales de sedimentación hacen la fertilidad de las de las islas, que tiene en el monte blanco a la más compleja y estratificada comunidad vegetal del Delta. Debe su apelativo a la predominancia de maderas claras y puebla primitivamente albardones de orilla; allí donde está intacto, es de gran belleza. Reemplazado durante décadas por plantaciones de álamos, sauces o árboles frutales y hoy despostado para hacer ingresar en isla hacienda corrida por la soja, ha sido conservado por los pobladores de las islas que dejan una estrecha franja de monte blanco nativo para proteger sus costas de las corrientes. Por suerte repunta con facilidad, hasta recibir el calificativo de selva, o selva en galería, por seguir los cursos de arroyos y ríos.
Estos cursos de agua, en orden aproximadamente decreciente de importancia, se llaman ríos, brazos, arroyos, riachos, zanjones, horquetas (que es arroyo o zanjón con una sola salida) y zanjas. Porque canal se reserva para cursos abiertos artificialmente y madrejón para designar cuerpos de agua alargados, semicerrados y tapados por esa misma vegetación acuática y palustre; estos cursos de agua, decía, cuyos nombres son muchas veces consignados en Sudeste de Haroldo Conti, aún pueden rastrearse en las diferentes cartografías más o menos específicas del Delta, e incluso aparecen en aquellas guías simplonas y mal dibujadas, “no aptas para navegar” como se apuran a señalar en lugar bien visible, generalmente financiadas por aceite lubricante para lanchas, 100 por ciento sintético, biodegradable, que suelen aparecer publicadas por revistas del tipo Weekend, confeccionadas para amantes de la pesca deportiva.
En cualquiera de esas cartillas se lee, en cuerpo pequeño y componiendo curvas, arroyo Anguilas, El Sueco, Bajos del Temor, Punta Morán, y los otros, pasando el Guazú, cuando el Boga se aleja hacia el norte, arroyo La Tinta, Sagastume grande, chico, Sagastume a secas, que están bastante después de la isla Juncal y del puerto de Nueva Palmira, en la costa uruguaya.  El río inventariado de Conti condensa un paisaje preciso que a pesar de su reticencia e incluso hostilidad propone un hogar físico definitivo. No el paisaje épico o bucólico de la naturaleza, sino un auténtico exterior. Ese lugar donde la vida pasa afuera, inmediata, casi ajena a elecciones concientes, y se compone de precarias relaciones con el mundo productivo, civil, y de una interacción con el ambiente  igualmente precaria, manual, física, provista de muy escasa sofisticación tecnológica. Este lugar se convierte, por sobre su aspereza, en objeto de deseo cuando una imprecisa sensación de bienestar, o al menos su ilusión, parece desprenderse de ese ajuste o acople entre vida y afuera.
Como no se va a contemplarlo sino a sostener una relación, para internarse en ese exterior se utilizan herramientas, objetos específicos: un bote medio deshecho que tiene su historia, como todas estas cosas; un motor Ailsa Craig de dos cilindros traído en el otoño desde la Corporación Fluvial, el cual en definitiva no sirvió para lo que pensaban; una escopeta belga, Pirlott y Fresart, para cartuchos calibre 12 de 65 mm; una navaja Sheffield; una lona embreada o esa pinza Doble cañón que se conserva del tiempo que se trabajó en la draga y que lo mismo hubiese dado que fuese otra marca. Pero una Doble cañón es una Doble cañón.
Entre esa gente de la costa que habita los relatos de Conti y los parajes del Delta, hay dos tipos, los de siempre y los foráneos, ambos legítimos. Los primeros están en Sudeste, en Todos los veranos, los segundos contenidos en el comienzo de En vida. Estos vienen de la ciudad, tienen una relación delgada pero en cierto modo todavía definida por el mundo productivo (tienen un ingreso), no son específicamente intelectuales, pero leen con cierta intencionalidad, cierta organicidad o búsqueda (no literatura, algo de historia, textos de divulgación, manuales, textos de ciencias); leen o hablan de esas cosas. Y a la vez tienen un apego físico por el mundo de la costa y la suficiente capacidad de abandono (eso los hace “legítimos” —el afecto, el desprendimiento—) para intentar la incorporación a una zona en la cual lo que los atrae es la posibilidad de disolverse, de fundirse casi en un sentido visual, diría, a un lugar concreto, determinado por la aspereza, pero también por la belleza.
Llego entonces a “Memoria y celebración”, que es el breve texto a partir del cual pensé un cortometraje que se llamó La Juncal. Apareció en la edición original de La balada del álamo carolina (de 1975), en un apartado junto a “Los caminos” y a “Tristezas de la otra banda”; los tres textos forman un tríptico compacto, al que debería sumarse “Tristezas del vino de la costa”, un artículo redactado para la revista Crisis en los primeros meses del 76. Lo que ensambla y asimila los cuatro textos es una orientación documental abierta pero contenida dentro de una textura aún literaria, un procedimiento que resulta plenamente satisfactorio. Como si Conti dejara conscientemente desgastar el impulso de ficcionalización para que asciendan los contenidos biográficos, documentales, pero sin renunciar a cierta envoltura retórica presente en su obra anterior. El resultado son unos textos raros, sin estructura de cuento, ni tampoco el tono de la trascripción de un recuerdo, pero que participan de las bondades del registro directo y un aire leve a invención que los hace muy atractivos.
“Memoria y celebración” cuenta el viaje de unos tipos que atraviesan el Delta en barco, en pleno junio, hacia la isla Juncal, que está en la desembocadura del río Uruguay, entre el Guazú, del lado argentino, y Carmelo, del lado uruguayo, para juntarse con otros que llegan de cerca y celebrar el cumpleaños de doña Julia Lanfranconi, que vive en la isla desde siempre.
En el balneario de Sagarzazú, siete kilómetros al norte de Carmelo, una playita poco arreglada y popular que no existía a mediados de los 70 y está directamente enfrentada a la Juncal, pregunté por Julia Lanfranconi a personas que me parecieron no estar de paso y habitaban hace tiempo el lugar; la recordaban. Una señora dijo que su padre la conoció bien, era una vieja brava (así la retrató Conti) y que ella misma recordaba cómo tuvieron que cargarla casi a la fuerza en una lancha para llevarla al hospital de Carmelo cuando ya anduvo jodida, de esto no hacía más de quince años. Las cuentas no dan, Conti le daba más de 90 en el 75, lo que cuento es de principios de 2009, pero quién sabe. La isla se veía grande desde la playa, muy verde, casi boscosa, ahora completamente deshabitada. En el relato, entre los hombres que viajan están esas dos tipologías que mencionaba: los de la costa y los foráneos, yo usé este tipo de esquemas o perfiles para armar los personajes e introducir diálogos, para desarrollar de algún modo el relato que era muy breve, incluso para un corto.
Y también recurrí a una foto que siempre había tenido presente, antes incluso de la aplicación para la cual ahora la miraba. Es una fotografía blanco y negro de algún recreo perdido en la islas del Delta con un grupo de personas en primer plano, y detrás la armazón pelada de arbolitos invernales; uno de ellos, en el centro de la imagen, es un ejemplar joven y aparece casi completo, el resto de ramas sin hojas ingresa por los costados superiores sin que sus troncos se vean; en contrapartida, dos troncos claros y visibles cuyas copas quedan fuera de cuadro estructuran la escena con sus líneas verticales. Detrás todavía, y semiescondido entre los cuerpos de las personas, se ve la estructura oblicua de un puentecito de maderas pintadas de blanco. Gracias al puente que da indicio y aguzando la vista se adivina el curso del arroyo, al otro lado, desde un terraplén oscuro se alza una hilera de árboles, posiblemente casuarinas; sus manchas negras dan mayor nitidez a la maraña de ramitas. El grupo de personas se asienta sobre una superficie clara; hay dos perros de espaldas, dos mesas de lata con una botella de vino tres cuartos y dos de litro, varios vasos. Un hombre canoso con una bandeja de bar redonda, de aluminio (no se alcanza a ver bien qué trae) ingresa a escena por la derecha, nadie está posando, una señora con campera clara de hilo está directamente de espaldas, detrás de ella hay otra mujer, al lado un hombre que ríe, detrás de la pareja un hombre que mira el piso, parado al medio de las mesas un viejo alto y flaco estructura la imagen en el mismo sentido que los troncos sin copa y oculta con su hombro derecho la cara de un chico. Ya sobre el margen izquierdo de la imagen, de perfil, y atrás de la otra mesa, está sentado Conti, que también mira el piso. La fotografía está en la primera edición de un libro que hicieron Néstor Restivo y Camilo Sánchez a mediados de los 80 con testimonios de personas que habían conocido a Conti, entre ellos muchos de sus amigos de la costa. Después en Internet conseguí la imagen en digital, a mi pesar en no muy buena resolución. Se volvió un poco el leit-motiv para definir vestimentas, rostros y rasgos visuales generales. Le aplicaba el mismo sistema de inferencias que a los textos e incluso intenté reproducirla en una escena del corto.

El tema de “Memoria y celebración” (y de todo el grupo) es el de los ciclos de los tiempos fabulosos. Está siempre en Conti, pero lo que distingue a esta serie (además de su evidente primer plano y de que la disolución ficcional la refuerza) es una suerte de minimización del procedimiento, de empequeñecimiento, no hacen falta grandes sucesos ni tiros, ni siquiera es imprescindible una gran distancia temporal, lo que se vuelve fabuloso es cotidiano, casi inmediato o muy cercano en el tiempo. Claro que siempre se está perdiendo.

Un día frío de enero de 2009, cuando buscábamos una casa en la isla que pudiera servirnos para un par de tomas, fuimos en lancha, cruzando el río al costado de la línea de pilotes del puente para tomar el Paraná Viejo, luego desviamos bordeando la isla Charigüé y, pasando la escuela, el centro de salud, varias casas y ranchos, dimos con lo del Chacho y la Negra. Esa primera vez no hablamos, bajamos, miramos disimulando, convencidos de que era el lugar y volvimos. Un mes después fuimos de nuevo, nos animamos a preguntarle si nos dejarían invadirlos con cámaras, micrófonos, personas. Aceptaron. El Chacho y la Negra vivían hacía 45 años en esa casa, que era una vivienda grande con boliche adelante para venta de mercadería y despacho de bebidas, cancha de bochas y galería amplia con asador. Además de almacén, el lugar funcionó como una suerte de recreo durante los fines de semana, en que había asado y campeonato de bochas, antes del puente, cuando todavía funcionaba la lancha que hacía Rosario-Victoria entre las islas. El año de La Juncal el Chacho tenía 82 años, la Negra un poco menos, ya son abuelos, sus hijos viven en Rosario, uno de ellos es colectivero, tienen gallinas, perros, un loro, una lancha para abastecerse; el bolichito seguía funcionando. Estaban cómodos. Después que pasó el rodaje nos fuimos con el lanchero a visitarlos y cenamos con ellos, también estaba un vecino que vivía en una de las casillas de cerca y era infaltable; la Negra hizo guiso, nos sentamos en el comedor entre bromas, con las lucecitas medio muertas cargadas de luz solar y un buen par de faroles. Cuando volvimos por el río nocturno era más de la una. Al año siguiente, en 2010, la creciente llegó hasta las piezas, como el flaco de la lancha los seguía visitando, por ahí me contaba. El año pasado vendieron la casa y se fueron a vivir a Victoria, que los convenció más que Rosario, donde estaban sus hijos (ellos venían de la zona rural entrerriana). La casa en la isla fue derribada. Los compradores construyen un complejo de viviendas para el turismo local, que aumenta de año en año.
Cuento lo anterior no con ánimo de sacar conclusiones sobre pérdidas supuestas sino para comentar que haber visto esa casa me permitió experimentar prima facie el método aplicado en ese grupo de textos, por supuesto no vi la época de esplendor de la casa y la gente pero sí la calma, la alegría, el apego físico a un lugar, a sus objetos y elementos; eso ya era un tiempo fabuloso. A primera vista el procedimiento puede parecer fatalista, bien entendido debe leerse como de continuo traspaso, y cuya reproducción está libre de amenaza (aunque no convenga confiarse). Todo lo cual, si no despoja la nota triste tiene un sentido de posta.

Mucho antes del rodaje de La Juncal conocí al personaje más nombrado del tríptico (en sentido sumario esos textos son eso: enumeración de conocidos). En una pasarela repleta de puestos con frascos de escabeche y otro tipo de productos regionales de Punta del Diablo le pregunté a la señora del local de artesanías si no conocía a Lirio Rocha; sí claro, dijo, vive en la casa grande que queda ahí en la punta, antes de la rambla, debe estar ahora. Lirio Rocha vivió en la costa desde principios del 60, cuando la zona era caserío de pescadores dedicados a la caza y salazón del cazón. Salían al mar en chalanas de lata y maderas que todavía pueden verse amarradas a la orilla, o más a menudo boqueando en la arena. Golpeo la puerta y me atiende un viejo, es Lirio Rocha, me hace pasar, tomar asiento. Es un viejo pelado, medio flaco, muy alto, de lentes; me invita con vino blanco de un bidón de plástico que en Uruguay reemplaza a la damajuana. Sí, cuenta, estuvo veinte años en la zafra del tiburón, pero el amoníaco que utilizaban para conservar las piezas le afectó los pulmones, y llegó un tiempo en que se volvió a la campaña. Se detiene poco en aquellos tiempos, prefiere derivar hacia sus amarguras con la jubilación, que recién consiguió en el gobierno fraudulento de Pacheco. En algún momento nombra al capitán Alfonso Domínguez, a la Poppy, al Lucho, personajes de “Tristezas de la otra banda” (a veces parece de leyenda y otras un viejo perdido en la bruma anodina de sus recuerdos, ahí es tal vez más lindo, esa es la fábula en su modo completo; ese el procedimiento del texto); de repente me pregunta cómo se llamaba el escritor, Conti, le digo; no, no me acuerdo. No se acuerda; no importa.

[fuente: Revista Transatlántico,
http://ccpe.org.ar/la-fabula-en-su-modo-completo-juan-manuel-alonso/?c=1]

22 de diciembre de 2018

La Canoa - Gonzalo Gato - Miradas Sobre el río





El ciclo:
Se trata de una serie de 13 microprogramas en coproducción con Canal Encuentro caracterizados por una fuerte y subjetiva impronta visual a cargo de distintos realizadores que aportan su mirada sobre los ríos Paraná, Paraguay y Pilcomayo. Los micros fueron dirigidos por:

1- Celina Murga / Un día en Paraná
2- Diego Fernández / Naka, el fijador
3- Luna Paiva / Paiva Paraná Paiva
4- Florencia Castagnani / Escapada
5- Gastón Del Porto / Donde se pierden los tiburones
6- Juan Pablo Arroyo / Los Ojos de Malena
7- Diego Poleri / Camalote
8- Paulo Pécora / Chanáminí
9- Diego Castro / Prácticos
10- Gonzalo Gatto / La Canoa
11- Paz Encina / Segundo Movimiento
12- Ramiro Gómez / Mujer Yrupé
13- Guadalupe Miles / Río arriba

21 de diciembre de 2018

Entrevista a Debora Mundani - Escritora isleña sobre su novela "El Río"

LITERATURA › ENTREVISTA A DEBORA MUNDANI, AUTORA DE LA NOVELA EL RIO

Nuevas exploraciones sobre la identidad

La novela obtuvo una mención del Premio Literario Casa de las Américas. El libro de Mundani inaugura la colección “Narrativas al sur del río Bravo” de la editorial Corregidor. “La imposibilidad del encuentro es la historia de la novela como género”, sostiene.
 Por Silvina Friera

El viento arrima el olor de la tierra húmeda. En la lancha, en el viaje que Horacio inicia por el Paraná, lleva el cajón destapado con el cadáver de su madre Helena hacia Trinidad, el pueblo natal materno. La inminencia de una tormenta no lo atemoriza. Como si el pasado se reflejara en el agua estremecida, irrumpe el drama de Juan, un joven tarifero que escapa de la explotación del yerbatal y sobrevive gracias a una joven mujer que lo salva y lo tiene escondido más de un mes. Al final del trayecto, cuando Horacio rompe la quilla, se cruza con el viejo, otro solitario de la estirpe fluvial de pocas palabras y muchos silencios. “Les resultaba difícil empezar una conversación. De lo que más sabían no querían hablar, el río los había empujado hasta ahí, pero tampoco podían evitarlo. Ellos mismos eran el río esa noche”, se dice en El río de Débora Mundani, mención del Premio Literario Casa de las Américas (Cuba) en 2015, formidable novela que inaugura la colección “Narrativas al sur del río Bravo” de la editorial Corregidor.
Aunque El río es la primera novela de Mundani (Buenos Aires, 1972), se publica después de Batán (2010) y Por cuarenta mil años (2014), nouvelle que integra la cuarta tanda de autores de la Exposición de la Actual Narrativa Rioplatense. “Empecé a escribir una exploración del personaje de Horacio y su vínculo con la madre en el taller de Guillermo Saccomanno. Después aparecieron los cadáveres flotando en el Paraná. El proceso de escritura fue muy largo porque estaba a la búsqueda”, recuerda la escritora en la entrevista con Página/12 y aclara que esta novela es su “humilde homenaje” a Haroldo Conti, “el autor que me abre el amor por la literatura”. Trinidad, el pueblo natal de Helena, es La Paz en el mapa argentino, la última ciudad entre las provincias de Entre Ríos y Corrientes. “Yo vengo de familia entrerriana del lado del río Paraná. A su vez estoy casada con otro entrerriano, pero del lado del río Uruguay. Tuve una infancia de río en Dique Luján, que es parte del Delta. El río es clave en mi origen, un lugar al que siempre vuelvo. Las casas eran casillas que estaban construidas en altura. Cuando nos agarraban las inundaciones, estábamos durmiendo y de repente nos teníamos que levantar y rajar o empezar a subir lo que se podía subir. Esa cosa de que se empieza a sentir el rumor del agua lo viví”.
–El tema principal de la novela es la identidad: el vínculo entre una madre y un hijo, pero hacia el final, la posible relación entre un padre y un hijo. Más allá de que los lectores no pueden especular sobre el futuro del que la novela no anticipa nada, lo único que es evidente es que el hijo descubre quién es su padre, mientras que el padre no sabe, ¿no?
–Sí, es cierto. El padre no sabe… pero hay algo que tal vez sabe por la historia que cuenta. Si me preguntan sobre la novela, creo que lo primero que digo es que es la historia de un hombre que cumple el último deseo de su madre que acaba de morir: ser enterrada en su pueblo natal. El tema es la identidad porque Horacio termina de conocer a su madre a partir de ese encuentro. Hay cosas que Horacio no sabe de su madre porque ella nunca pudo hablar y queda medio presa de ese silencio. El padre no es un tipo pasivo porque se animó a escapar. Quizá si él y Helena se hubieran encontrado, no hubiera escrito la novela. La imposibilidad del encuentro es la historia de la novela como género. No se habla mucho en la novela; es un universo de muy pocas palabras.
–¿Cómo definiría el estado de ánimo de “El río”? ¿Con qué otras novelas tiene puntos de conexión?
–Hay una gran introspección que aparece en Sudeste, incluso en La ribera de (Enrique) Wernicke; son personajes muy para adentro, pero al mismo tiempo conectados con lo que los rodea, no sé si con los otros… En Pedro Páramo de (Juan) Rulfo y en las lecturas de Conti y Wernicke hay una mirada política. Uno al terminar de leer Pedro Páramo entiende un poco hacia dónde quiere ir y por qué no encuentra nada. En El río hay que ver qué puede hacer con lo que encuentra Horacio. Por eso la novela termina un pasito antes, porque me parece que desde la literatura es interesante que uno pueda armarse el final: el encuentro está dado, después qué harán ellos con ese encuentro va a depender de si Horacio es igual al padre y se queda callado o no. El estado de ánimo es muy solitario; el dolor de estos personajes se siente o percibe en los actos y en la forma de responder ante las vicisitudes. El tiempo es otro en el río, incluso la vida es distinta: el día dura mil millones de horas para alguien que viene con el ritmo más movido de la ciudad (risas).
–¿Se reconoce en la escritura tan poética y condensada de su primera novela?
–Me reconozco mucho, aunque mis tres novelas son muy distintas. El río es la que tiene más cualidades poéticas. Ojalá pueda volver a eso. Hubo un momento de nuestra literatura que salimos más a la calle, a lo urbano, al lenguaje coloquial. Como salto al vacío, ponerse en el lugar del otro fue un gran comienzo. No sabía cómo iba salir, pero tampoco me preocupaba porque mi horizonte no era publicar la novela. Yo no quería ser escritora, yo nada más escribía. Entonces trabajaba en un banco y los momentos de escritura eran tiempo ganado para mí.
–¿No quería ser escritora?
–No… Hay muchas personas que antes de escribir quieren ser escritores. Me gusta escribir, me gusta leer. Del mundo literario participo en lo que puedo, pero no es lo que más me convoca. Prefiero quedarme en mi casa leyendo o escribiendo No soy tanto como Horacio, pero tengo una alta cuota de soledad en contextos distintos; hay una vinculación con el personaje. Hay un culto muy fuerte a los escritores y la presencia en las redes –qué se hace y qué no se hace–, y respeto los estilos de cada uno, pero cuando arranqué el taller con Guillermo Saccomanno quería escribir. De chiquita, apenas aprendí a leer, cuando me preguntaban, decía que iba a ser escritora porque me gusta escribir, pero no sabía qué era ser escritora.
FUENTE: https://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/4-39199-2016-06-19.html

29 de noviembre de 2018

22 de noviembre de 2018