A partir de un relato de Haroldo Conti que, sin renunciar ni a la
ficción ni al impulso autobiográfico, documenta el hábitat y los tipos
vivos del Delta hacia el año 1975, el autor de esta nota rodó en 2009 en
la isla Charigüé el cortometraje de otra isla, La Juncal, muy verde y
hoy deshabitada en la desembocadura del Uruguay.
El autor nació en Rosario en 1966. Publicó una selección de poemas en Diario de Poesía (2000) y, en colaboración con Guillermo Buelga, el libro de fotos Escrito en el aire (2006). Escribió, dirigió y produjo el cortometraje La Juncal (2009). Actualmente trabaja en diseño y edición en la Editorial Municipal de Rosario.
+++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++
En Ojeada sinóptica sobre la vegetación del Delta, que es un librito finito casi plaqueta editado en 1957 por la revista Darwiniana,
el naturalista Arturo Burkart dice que las islas a que dio origen el
Paraná como río de llanura de aguas turbias fundaron uno de los deltas
más grandes del mundo, y que el proceso de formación por acumulación de
material sólido transportado por el río bastan para definirlo, desde el
punto de vista geológico, como un verdadero delta. Contando desde
finales del plioceno se observan en primer lugar bancos marinos de arena
pura, resultantes de cinco incursiones sucesivas del Atlántico; luego
llegan los bancos fluviales, y por último la vegetación de aguas dulces y
el proceso de albardonamiento, en que se consolida el borde de las
islas formando franjas de tierra endurecida que va creciendo y
aumentando en altura en razón del aporte de sólidos minerales y de la
acción fijadora de la vegetación.
Sin embargo las islas son aún relativamente bajas y por ello
susceptibles todas de inundación. Los desbordamientos de los cauces
traen grandes masas de limo y después de una crecida se puede ver sobre
la superficie de las hojas una fina capa parda de barro y arcilla,
impalpable una vez seca. Estos materiales de sedimentación hacen la
fertilidad de las de las islas, que tiene en el monte blanco a la más
compleja y estratificada comunidad vegetal del Delta. Debe su apelativo a
la predominancia de maderas claras y puebla primitivamente albardones
de orilla; allí donde está intacto, es de gran belleza. Reemplazado
durante décadas por plantaciones de álamos, sauces o árboles frutales y
hoy despostado para hacer ingresar en isla hacienda corrida por la soja,
ha sido conservado por los pobladores de las islas que dejan una
estrecha franja de monte blanco nativo para proteger sus costas de las
corrientes. Por suerte repunta con facilidad, hasta recibir el
calificativo de selva, o selva en galería, por seguir los cursos de
arroyos y ríos.
Estos cursos de agua, en orden aproximadamente decreciente de
importancia, se llaman ríos, brazos, arroyos, riachos, zanjones,
horquetas (que es arroyo o zanjón con una sola salida) y zanjas. Porque
canal se reserva para cursos abiertos artificialmente y madrejón para
designar cuerpos de agua alargados, semicerrados y tapados por esa misma
vegetación acuática y palustre; estos cursos de agua, decía, cuyos
nombres son muchas veces consignados en Sudeste de Haroldo
Conti, aún pueden rastrearse en las diferentes cartografías más o menos
específicas del Delta, e incluso aparecen en aquellas guías simplonas y
mal dibujadas, “no aptas para navegar” como se apuran a señalar en lugar
bien visible, generalmente financiadas por aceite lubricante para
lanchas, 100 por ciento sintético, biodegradable, que suelen aparecer
publicadas por revistas del tipo Weekend, confeccionadas para amantes de la pesca deportiva.
En cualquiera de esas cartillas se lee, en cuerpo pequeño y componiendo
curvas, arroyo Anguilas, El Sueco, Bajos del Temor, Punta Morán, y los
otros, pasando el Guazú, cuando el Boga se aleja hacia el norte, arroyo
La Tinta, Sagastume grande, chico, Sagastume a secas, que están bastante
después de la isla Juncal y del puerto de Nueva Palmira, en la costa
uruguaya. El río inventariado de Conti condensa un paisaje preciso que a
pesar de su reticencia e incluso hostilidad propone un hogar físico
definitivo. No el paisaje épico o bucólico de la naturaleza, sino un
auténtico exterior. Ese lugar donde la vida pasa afuera, inmediata, casi
ajena a elecciones concientes, y se compone de precarias relaciones con
el mundo productivo, civil, y de una interacción con el ambiente
igualmente precaria, manual, física, provista de muy escasa
sofisticación tecnológica. Este lugar se convierte, por sobre su
aspereza, en objeto de deseo cuando una imprecisa sensación de
bienestar, o al menos su ilusión, parece desprenderse de ese ajuste o
acople entre vida y afuera.
Como no se va a contemplarlo sino a sostener una relación, para
internarse en ese exterior se utilizan herramientas, objetos
específicos: un bote medio deshecho que tiene su historia, como todas
estas cosas; un motor Ailsa Craig de dos cilindros traído en el otoño
desde la Corporación Fluvial, el cual en definitiva no sirvió para lo
que pensaban; una escopeta belga, Pirlott y Fresart, para cartuchos
calibre 12 de 65 mm; una navaja Sheffield; una lona embreada o esa pinza
Doble cañón que se conserva del tiempo que se trabajó en la draga y que
lo mismo hubiese dado que fuese otra marca. Pero una Doble cañón es una
Doble cañón.
Entre esa gente de la costa que habita los relatos de Conti y los
parajes del Delta, hay dos tipos, los de siempre y los foráneos, ambos
legítimos. Los primeros están en Sudeste, en Todos los veranos, los segundos contenidos en el comienzo de En vida.
Estos vienen de la ciudad, tienen una relación delgada pero en cierto
modo todavía definida por el mundo productivo (tienen un ingreso), no
son específicamente intelectuales, pero leen con cierta intencionalidad,
cierta organicidad o búsqueda (no literatura, algo de historia, textos
de divulgación, manuales, textos de ciencias); leen o hablan de esas
cosas. Y a la vez tienen un apego físico por el mundo de la costa y la
suficiente capacidad de abandono (eso los hace “legítimos” —el afecto,
el desprendimiento—) para intentar la incorporación a una zona en la
cual lo que los atrae es la posibilidad de disolverse, de fundirse casi
en un sentido visual, diría, a un lugar concreto, determinado por la
aspereza, pero también por la belleza.
Llego entonces a “Memoria y celebración”, que es el breve texto a partir del cual pensé un cortometraje que se llamó La Juncal. Apareció en la edición original de La balada del álamo carolina
(de 1975), en un apartado junto a “Los caminos” y a “Tristezas de la
otra banda”; los tres textos forman un tríptico compacto, al que debería
sumarse “Tristezas del vino de la costa”, un artículo redactado para la revista Crisis
en los primeros meses del 76. Lo que ensambla y asimila los cuatro
textos es una orientación documental abierta pero contenida dentro de
una textura aún literaria, un procedimiento que resulta plenamente
satisfactorio. Como si Conti dejara conscientemente desgastar el impulso
de ficcionalización para que asciendan los contenidos biográficos,
documentales, pero sin renunciar a cierta envoltura retórica presente en
su obra anterior. El resultado son unos textos raros, sin estructura de
cuento, ni tampoco el tono de la trascripción de un recuerdo, pero que
participan de las bondades del registro directo y un aire leve a
invención que los hace muy atractivos.
“Memoria y celebración” cuenta el viaje de unos tipos que atraviesan el
Delta en barco, en pleno junio, hacia la isla Juncal, que está en la
desembocadura del río Uruguay, entre el Guazú, del lado argentino, y
Carmelo, del lado uruguayo, para juntarse con otros que llegan de cerca y
celebrar el cumpleaños de doña Julia Lanfranconi, que vive en la isla
desde siempre.
En el balneario de Sagarzazú, siete kilómetros al norte de Carmelo, una
playita poco arreglada y popular que no existía a mediados de los 70 y
está directamente enfrentada a la Juncal, pregunté por Julia Lanfranconi
a personas que me parecieron no estar de paso y habitaban hace tiempo
el lugar; la recordaban. Una señora dijo que su padre la conoció bien,
era una vieja brava (así la retrató Conti) y que ella misma recordaba
cómo tuvieron que cargarla casi a la fuerza en una lancha para llevarla
al hospital de Carmelo cuando ya anduvo jodida, de esto no hacía más de
quince años. Las cuentas no dan, Conti le daba más de 90 en el 75, lo
que cuento es de principios de 2009, pero quién sabe. La isla se veía
grande desde la playa, muy verde, casi boscosa, ahora completamente
deshabitada. En el relato, entre los hombres que viajan están esas dos
tipologías que mencionaba: los de la costa y los foráneos, yo usé este
tipo de esquemas o perfiles para armar los personajes e introducir
diálogos, para desarrollar de algún modo el relato que era muy breve,
incluso para un corto.
Y también recurrí a una foto que siempre había tenido presente, antes
incluso de la aplicación para la cual ahora la miraba. Es una fotografía
blanco y negro de algún recreo perdido en la islas del Delta con un
grupo de personas en primer plano, y detrás la armazón pelada de
arbolitos invernales; uno de ellos, en el centro de la imagen, es un
ejemplar joven y aparece casi completo, el resto de ramas sin hojas
ingresa por los costados superiores sin que sus troncos se vean; en
contrapartida, dos troncos claros y visibles cuyas copas quedan fuera de
cuadro estructuran la escena con sus líneas verticales. Detrás todavía,
y semiescondido entre los cuerpos de las personas, se ve la estructura
oblicua de un puentecito de maderas pintadas de blanco. Gracias al
puente que da indicio y aguzando la vista se adivina el curso del
arroyo, al otro lado, desde un terraplén oscuro se alza una hilera de
árboles, posiblemente casuarinas; sus manchas negras dan mayor nitidez a
la maraña de ramitas. El grupo de personas se asienta sobre una
superficie clara; hay dos perros de espaldas, dos mesas de lata con una
botella de vino tres cuartos y dos de litro, varios vasos. Un hombre
canoso con una bandeja de bar redonda, de aluminio (no se alcanza a ver
bien qué trae) ingresa a escena por la derecha, nadie está posando, una
señora con campera clara de hilo está directamente de espaldas, detrás
de ella hay otra mujer, al lado un hombre que ríe, detrás de la pareja
un hombre que mira el piso, parado al medio de las mesas un viejo alto y
flaco estructura la imagen en el mismo sentido que los troncos sin copa
y oculta con su hombro derecho la cara de un chico. Ya sobre el margen
izquierdo de la imagen, de perfil, y atrás de la otra mesa, está sentado
Conti, que también mira el piso. La fotografía está en la primera
edición de un libro que hicieron Néstor Restivo y Camilo Sánchez a
mediados de los 80 con testimonios de personas que habían conocido a
Conti, entre ellos muchos de sus amigos de la costa. Después en Internet
conseguí la imagen en digital, a mi pesar en no muy buena resolución.
Se volvió un poco el leit-motiv para definir vestimentas, rostros y
rasgos visuales generales. Le aplicaba el mismo sistema de inferencias
que a los textos e incluso intenté reproducirla en una escena del corto.
El tema de “Memoria y celebración” (y de todo el grupo) es el de los ciclos de los tiempos fabulosos. Está siempre en Conti, pero lo que distingue a esta serie (además de su evidente primer plano y de que la disolución ficcional la refuerza) es una suerte de minimización del procedimiento, de empequeñecimiento, no hacen falta grandes sucesos ni tiros, ni siquiera es imprescindible una gran distancia temporal, lo que se vuelve fabuloso es cotidiano, casi inmediato o muy cercano en el tiempo. Claro que siempre se está perdiendo.
Un día frío de enero de 2009, cuando buscábamos una casa en la isla que pudiera servirnos para un par de tomas, fuimos en lancha, cruzando el río al costado de la línea de pilotes del puente para tomar el Paraná Viejo, luego desviamos bordeando la isla Charigüé y, pasando la escuela, el centro de salud, varias casas y ranchos, dimos con lo del Chacho y la Negra. Esa primera vez no hablamos, bajamos, miramos disimulando, convencidos de que era el lugar y volvimos. Un mes después fuimos de nuevo, nos animamos a preguntarle si nos dejarían invadirlos con cámaras, micrófonos, personas. Aceptaron. El Chacho y la Negra vivían hacía 45 años en esa casa, que era una vivienda grande con boliche adelante para venta de mercadería y despacho de bebidas, cancha de bochas y galería amplia con asador. Además de almacén, el lugar funcionó como una suerte de recreo durante los fines de semana, en que había asado y campeonato de bochas, antes del puente, cuando todavía funcionaba la lancha que hacía Rosario-Victoria entre las islas. El año de La Juncal el Chacho tenía 82 años, la Negra un poco menos, ya son abuelos, sus hijos viven en Rosario, uno de ellos es colectivero, tienen gallinas, perros, un loro, una lancha para abastecerse; el bolichito seguía funcionando. Estaban cómodos. Después que pasó el rodaje nos fuimos con el lanchero a visitarlos y cenamos con ellos, también estaba un vecino que vivía en una de las casillas de cerca y era infaltable; la Negra hizo guiso, nos sentamos en el comedor entre bromas, con las lucecitas medio muertas cargadas de luz solar y un buen par de faroles. Cuando volvimos por el río nocturno era más de la una. Al año siguiente, en 2010, la creciente llegó hasta las piezas, como el flaco de la lancha los seguía visitando, por ahí me contaba. El año pasado vendieron la casa y se fueron a vivir a Victoria, que los convenció más que Rosario, donde estaban sus hijos (ellos venían de la zona rural entrerriana). La casa en la isla fue derribada. Los compradores construyen un complejo de viviendas para el turismo local, que aumenta de año en año.
Cuento lo anterior no con ánimo de sacar conclusiones sobre pérdidas supuestas sino para comentar que haber visto esa casa me permitió experimentar prima facie el método aplicado en ese grupo de textos, por supuesto no vi la época de esplendor de la casa y la gente pero sí la calma, la alegría, el apego físico a un lugar, a sus objetos y elementos; eso ya era un tiempo fabuloso. A primera vista el procedimiento puede parecer fatalista, bien entendido debe leerse como de continuo traspaso, y cuya reproducción está libre de amenaza (aunque no convenga confiarse). Todo lo cual, si no despoja la nota triste tiene un sentido de posta.
Mucho antes del rodaje de La Juncal conocí al personaje más nombrado del tríptico (en sentido sumario esos textos son eso: enumeración de conocidos). En una pasarela repleta de puestos con frascos de escabeche y otro tipo de productos regionales de Punta del Diablo le pregunté a la señora del local de artesanías si no conocía a Lirio Rocha; sí claro, dijo, vive en la casa grande que queda ahí en la punta, antes de la rambla, debe estar ahora. Lirio Rocha vivió en la costa desde principios del 60, cuando la zona era caserío de pescadores dedicados a la caza y salazón del cazón. Salían al mar en chalanas de lata y maderas que todavía pueden verse amarradas a la orilla, o más a menudo boqueando en la arena. Golpeo la puerta y me atiende un viejo, es Lirio Rocha, me hace pasar, tomar asiento. Es un viejo pelado, medio flaco, muy alto, de lentes; me invita con vino blanco de un bidón de plástico que en Uruguay reemplaza a la damajuana. Sí, cuenta, estuvo veinte años en la zafra del tiburón, pero el amoníaco que utilizaban para conservar las piezas le afectó los pulmones, y llegó un tiempo en que se volvió a la campaña. Se detiene poco en aquellos tiempos, prefiere derivar hacia sus amarguras con la jubilación, que recién consiguió en el gobierno fraudulento de Pacheco. En algún momento nombra al capitán Alfonso Domínguez, a la Poppy, al Lucho, personajes de “Tristezas de la otra banda” (a veces parece de leyenda y otras un viejo perdido en la bruma anodina de sus recuerdos, ahí es tal vez más lindo, esa es la fábula en su modo completo; ese el procedimiento del texto); de repente me pregunta cómo se llamaba el escritor, Conti, le digo; no, no me acuerdo. No se acuerda; no importa.
[fuente: Revista Transatlántico,
http://ccpe.org.ar/la-fabula-en-su-modo-completo-juan-manuel-alonso/?c=1]
No hay comentarios:
Publicar un comentario