Capítulo XX.
Al fondo del establecimiento, muy monte
adentro, estaba la roña del obraje donde lo habían enviado a Adolfo.
Ramón pensaba si no los habrían separado por cálculo. Aquí, el trabajo
era sin horario, de domingo a domingo, sin abandonar la faena ni aun
cuando llovía fuerte. Al principio cuando quiso averiguar, un tal Alegre
le dijo bajando la voz:
-Aquí no se sabe, ch’amigo. Mientras se está en salú, se trabaja nomás, todo seguido; mientras no está oscuro se trabaja nomás…
Tenía la cabeza medio hundida entre los
hombros como si constantemente estuviera temiendo un mal golpe. Era el
encargado de acarrear hasta el barbacuá los raídos cuando se acercaban
los carros llenos hasta el tope. Entonces hundía sus manos en los dos
grandes ojos abiertos en los bultos, y emprendía una calculada carrerita
para descargarse cuanto antes del terrible peso, mientras jadeaba
penosamente. A veces, después de dejar un raído sentíase sacudido por
terribles mareos. Pero como por ahí cerca siempre vigilaba el capataz,
no podía entretenerse mucho en descansar. Esa vez aprovechó una pausa,
después que había descargado el último carro de la mañana. Nadie espiaba
por los alrededores, y entonces se detuvo junto a Moreyra, dejándose
caer en el suelo, entre las verdes hojas desparramadas al azar. Se
enjugaba el constante sudor con un gran pañuelo-pará.
-Esto es la esclavitú, propiamente. Pero
si le contara… Yo estuve trabajando con Matiaúda, en el Puerto
Paranambú. Queda allá, en la costa paraguaya. Ganábamos 25 pesos al mes.
Después que entraba el sol, teníamos que seguir trabajando mucho rato. Y
si nos retobábamos, nos volvía locos a gritos. Cuando queríamos largar
porque estaba oscuro gritaba: “Mientras que yasechá nandepó ñamba’apó
vaëra”…(2)
Se miró pensativamente las manos como si guardara los recuerdos en sus palmas.
-Mal hombre era, sí, mal bicho…
Sobre el barbacuá, surgía agigantada la
figura del viejo Sinforiano, erguido sobre su pedestal de yerba
caliente. Mientras escuchaba no suspendía el trabajo. Siempre era así,
metódico, obstinado, tranquilo.
-Yo estaba trabajando de jangadero.
¡Añamembuy! Allá me agarré esta puntada en los riñones que no me deja
nunca. A veces había temporal, y ni podíamos movernos en l’agua ni
manejar bien los rollizos. Era cosa de salir disparando. Pero el
Matiaúda estaba en la orilla, con el chicote en la mano: “¡Eh, mientras
que oky na ñamanó möai”. (3) Y así siempre.
Ramón ya se había acostumbrado a manejar
diestramente la horquilla. Enlazó uno de los grandes atados de yerba,
lanzándolo con certero impulso hasta el piso del barbacuá, donde el
viejo Sinforiano lo esperaba para desparramarlo en seguida. Interrogó:
-¿Anduviste mucho por esos pagos?
El otro movió la cabeza.
-Un año y medio, o más. Después, me
escapé. Ya no podía aguantar más. Crucé a la costa argentina y fui a
parar a Puerto Segundo. Cuando ya m’iba internar n’el monte,
m’encontraron un capataz y dos piones de allí. Resulta que de Paranambú
habían mandado este mensaje: “Anoche se me fugaron dos. Si salen por
esos rumbos, metanlén bala”.
Se quedó parado en la puerta del galpón,
mirando hacia afuera. Desde el lugar, penumbroso en que se hallaba,
Ramón veía destacarse contra la luz solar el cuerpo encogido de Alegre,
como una enorme araña rosando en su tela, indiferente a los sucesos,
cansado de ver desfilar ante su vista tantas cosas iguales, tantos
horrores, tanta locura. Permanecía allí callado, enredándose en sus
perdidos pensamientos.
-¿Y después?
El hombre tuvo un leve sobresalto, como si ahora lo molestara la curiosidad del huayno. Después se puso de espaldas a la luz:
-Me salvé a gatas. Yo no sabía que otro
compañero se había huido al tiempo que yo. A él lo habían alcanzado la
misma noche cuando estaba por tocar costa argentina a nado. Le pegaron
tres balazos, y listo. Pero los que yo encontré eran buena gente. Me
dejaron ir, y entonces seguí viaje. ¡Qué penurias, ch’amigo…! Pero si
encima le contara todo lo que pasa aquí…
Ahora se interrumpió bruscamente. Había
visto venir lejos a un capataz y un miedo súbito hizo nido en él. Hundió
la cabeza más profundamente aún, como si fuera a zambullirse en la luz,
y salió dando tropezones.
Ya nada turbaba el silencio del galpón,
uno de esos silencios de las mañanas tropicales, que se imponen a todos
los ruidos con su pesadez abrumadora. A veces, chisporroteaba un trozo
de yerba, o se oían sus leves crujidos de protesta cuando el viejo
Sinforiano movíase sobre las hojas, con sus agrietados pies desnudos.
Pero esos mínimos ruidos contribuían a destacar más aún la mudez de las
cosas y de los hombres. Ramón se sentía tentado de confidenciarse con el
urú. Pero parecía imposible atravesar el silencio, y además el viejo
Sinforiano gustaba trabajar reconcentrado, con una testarudez estoica,
como si estuviera convencido de que si suspendía por un momento la tarea
ya nunca más podría reanudarla. Con movimientos iguales y pausados,
rítmicos, empuñaba la pala firmemente, distribuía los manojos verdes,
vigilaba los que estaban suficientemente chamuscados y seguía moviéndose
en el estrecho recinto semejante a un gato montés prisionero que
palpara incesantemente las rejas de su cárcel, obstinándose en la
posible huida. Después de contemplarlo unos momentos, Ramón dejó la
horquilla y abriéndose la bragueta comenzó a mear tranquilo,
indiferentemente, sobre la yerba que habría de ser quemada poco después.
El líquido refulgía un insume sobre las hojas, y luego deslizábase por
el corto tallo hasta filtrarse y desaparecer para mojar a las de abajo.
Por la abertura que servía de puerta al galpón llegaba el resplandor del
sol, y con él los mosquitos y un tábano grande y azulado. Se posó en el
brazo de Ramón, que lo aplastó casi sin mirarlo, despanzurrándolo.
Después, siguió orinando.
***
Galope en el río 3
“Alguien siembra palomas
por el asombro de la tierra roja”
Juan E. Acuña
…los rayos de este sol demasiado joven
que lamía perezosamente el paisaje, iluminando el disco de agua con su
beso mojado. La jangadilla seguía dando vueltas pero siempre en forma
lenta, con una lentitud medida, con la persistencia de la fatalidad.
Presentaba al este su parte ancha, luego ese costado donde más
maltratada había sido y donde colgaban de los isipós algunos restos de
cañas rotas y en seguida el otro extremo donde aparecían los desnudos
pies del hombre dormido y el otro costado inmediatamente, y luego
recomenzaba la vuelta bajo el sol que ahora tenía una cara redonda y
colorada, de incorregible borracho. La jangadilla parecía ir palpando
las puertas del agua como para encontrar la salida de la jaula y en su
búsqueda recorría todo el vasto círculo hasta volver al punto de partida
para empezar otra vez como si fuera la primera vez; y en ese incesante
palpar la acompañaban unas cuantas naranjas podridas y una gran cantidad
de hojas desparejas, anchas algunas, otras chiquitas y redondas y otras
alveoladas y otras puntiagudas o con los bordes dentados, pero todas
juntas, estrechamente unidas por los desperdicios y la basura y el agua
sucia como si estuvieran unidas desde el comienzo y como si todas
pertenecieran a la misma planta; y todas esas cosas arrojadas por el río
al remanso para conservar su pureza cristalina, y ese leño medio negro y
medio quemado, esas naranjas y esas hojas reunidas como obedeciendo a
un solo tallo, giraban lentamente junto a la jangadilla que seguía dando
su interminable paseo por el petrificado espejo; y pasaban las horas y
la aburrida danza no era alterada mientras el sol cumplía sin prisa su
camino por el cielo cada vez más amplio y luminoso que echaba su luz a
raudales, como un enorme balde de agua, sobre el hombre dormido y
exhausto, que con la ayuda del sueño y del instinto iba alejándose cada
vez más seguramente de la derrota total, es decir, de la muerte.
Hacia mediodía esa calma ejemplar fue
quebrada de pronto. El hombre abrió repentinamente los ojos y tomó
conciencia inmediata de lo que lo rodeaba. Sentía el cuerpo molido, pero
ahora podía manejarlo, como si esas ocho o diez horas de sólido sueño
hubieran ido encajando cada miembro y cada nervio y cada hueso y cada
músculo en su exacto lugar; y todo era maravillosamente real y en lugar
de estar ahogado y partido se hallaba con sus muslos y su culo
sólidamente asentado sobre las tacuaras, y la jangadilla era la misma
que había fabricado apenas la noche anterior y estas cañas tan empapadas
que el sol iba secando con pequeños y curiosos chasquidos, eran las que
él había cortado con sus propias manos, con esos dedos gruesos y
morenos y nudosos como diminutos troncos, gruesos y cortajeados y
cubiertos de heridas y de sangre seca; y de pronto lo invadió un
torrentoso júbilo al encontrarse vivo aún, y al parecer a salvo, y todo
le pareció sorprendentemente familiar y amigo como sus antiguas manos
trabajadoras con sus uñas chatas y terrosas, y la catarata de esa
pelambre en su pecho desnudo y esos grandes pies sólidos como barcos que
erguíanse allá, al extremo de la jangada, con los dedos machucados y
mordisqueados por los peces; todo era familiar como ese divertido y un
poco mareador juego de las costas que variaban con el continuo rotar de
la jangadilla en el remanso y… Pero no. Había algo diferente: el río.
Este tan chato y dormido río, este apacible buey de agua que procuraba
pasar desapercibido tras su tímido balanceo entre las orillas, no era el
que había conocido vertiginoso y brutalmente varias horas antes; ni la
rabiosa perra cuyos dientes amarillos lo habían triturado durante
minutos que valían por años; ni la delirante tromba que lo arrastraba
como una hoja desprendida y sola por los cerrados caminos del agua. No.
Ya no creía en esto que ahora se presentaba como una caricia de aceite
lustroso ni podría creer nunca más. Aunque continuara viéndolo así,
domesticado y bonachón, en la paz de sus amplias canchas, en la premura
jubilosa de sus correderas o en la suavidad viscosa con que lame las
costas cercanas, ya no podría confiarse jamás sin recelos a su abrazo
siempre dispuesto. Ahora había visto su rostro tormentoso y esa boca
alucinante en la locura del remolino, recordaba cómo había abierto
repentinamente su abismo de piedra para envolverlo en su oscuro abrazo.
Recién ahora media la exacta identidad del río. Nunca más podría
engañarlo.
Y entonces pensó en salir del remanso y
le sorprendió ver que lo conseguía fácilmente y fue orientándose hacia
el canal hasta que una violenta vaharada de agua lo tomó por su cuenta,
arrastrando velozmente las tacuaras río abajo. Le costaba conservar el
equilibrio al principio, pero pronto estuvo de pie mientras la balsa
seguía descendiendo con rapidez entre las verdes costas. Y recién
entonces se dio cuenta que estaba completamente desnudo, porque la ropa
había sido arrastrada por las aguas en la furia del torbellino y los
calzoncillos habían sido rasgados como tiras de papel hasta desprenderse
en una de las etapas de la lucha contra el enemigo de agua. Bulliciosos
espumarajos iban a golpearlo en la cara descubierta, en las rodillas
gruesas como raigones, en los testículos de bronce bañados por esa
caricia negra que surgía como un monte de las ingles, en la barba
caudalosa que parecía haber crecido con más fuerza en las últimas horas y
en esos labios endurecidos que ahora se abrían en una amplia sonrisa
coma para abarcar la gloria del horizonte. Él no se dio cuenta cómo
había sido, pero súbitamente fue creciendo en alguna cueva de su cuerpo,
ganó la sala sonora del pecho, alzándose ágilmente con la garganta y de
pronto el grito jubiloso estalló ampliamente, haciendo una fuerza
terrible para abrir paso por la boca de anchos labios y expandirse
entonces hacia afuera, hacia la inmensa claridad del día. Fue un grito
humeante, con alas, que parecía arrojado por diez hombres a la vez, como
si él lo hubiera ido criando desde gurí, durante meses y años espesos,
en su tenaz estatura de hombre callado; como si lo hubiera ido
alimentando con sus silencios y sus pausas para que surgiera en el
momento oportuno:
-Pi… pi… piú… JUUUUU!!
Atrás quedaba la mueca de Santa Cruz y
los restos de Frutos y los martirizados yerbales silvestres; atrás el
pavor del remolino y el chasquido de la guacha sobre las espaldas
mojadas y el bulto anónimo del hijo que no había llegado a ser suyo; y
la caza frenética del hombre y la tos seca de la Amelia. Dejaba a sus
espaldas nada menos que una época y marchaba raudamente hacia la otra
conducido por esas frágiles tacuaras, viajaba hacia los yerbales de
cultivo y el Sindicato, hacia allí donde los hombres son igualmente
explotados pero luchan unidos en defensa de su dignidad, y donde él
tenía seguramente un puesto reservado porque estaba dispuesto a hacer
pata ancha allí como en todas partes. Viajaba como un oscuro ramalazo,
como un golpe de viento, por las correderas amigas del Paraná, de pie,
en pelotas, iluminado plenamente por el sol violento del mediodía.
-Pi… pi… piú… JUUUUU!!
El grito salvaje conmovía hasta sus
raíces a los árboles costeros, rebotaba en las resbaladizas rocas y
erraba por el cielo abierto que seguía derramando su luz a raudales
sobre el exuberante mensú. Abierto de piernas sobre las delgadas cañas,
Ramón seguía su viaje río abajo, abandonando una época y yendo al
encuentro de la otra. Pero él no lo sabía. Sólo abarcaba una confusa
sensación de su triunfo sobre las emboscadas del hombre y de la
naturaleza, y una alegría gigante que únicamente podía expresarse con
ese alarido triunfador que lanza el hachero ante el árbol derribado:
-Pi… pi… piú… JUUUUU!!
El canal viboreaba sorpresivamente
acercándose a peces a la costa. Desde allí, tres chinas lavanderas
levantaron la cabeza y soltaron la risa ante el espectáculo
desacostumbrado. Sólo veían a un mensú desnudo y ridículo, gritando como
un loco entre la mansa quietud del mediodía. Pero él no se dio cuenta y
cuando quisieron mirar de nuevo ya había desaparecido en otra vuelta
del río, Paraná abajo, dejando como una estela su grito de victoria.
[FUENTE: https://revistacarapachay.com/2016/04/12/848/]
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