La distancia, eliminando accidentes y rugosidades, resuelve todo en
geometría: ese peñasco estéril y poroso que llamamos Luna, se estiliza
en un círculo perfecto para nuestros ojos inventivos que, incapaces de
ver los detalles, le otorgan la apariencia de un arquetipo. Del mismo
modo, el que primero llamó “delta”, por su similitud con la mayúscula
griega, a la confluencia de dos ríos, debió ser alguien que la estaba
mirando desde lejos y en la altura, porque de otro modo no hubiese
podido percibir el vértice perfecto que forma la tierra firme en el
punto en que los dos brazos de agua se reúnen. El triángulo de tierra,
de un verde azulado, apretado por las dos cintas inmóviles casi
incoloras, yacía allá abajo, en medio de una inmensa extensión chata del
mismo verde azulado, inmóvil, inmemorial y vacía, de la que yo sabía,
sin embargo, mientras la observaba fascinado que, como todo terreno
pantanoso, era una fuente inagotable de proliferación biológica. Visto
desde la altura, ese paisaje era el más austero, el más pobre del mundo
–Darwin mismo, a quien casi nada dejaba de interesar, ya había escrito
en 1832: “no hay ni grandeza ni belleza en esta inmensa extensión de
agua barrosa”–. Y sin embargo ese lugar chato y abandonado era para mí,
mientras lo contemplaba, más mágico que Babilonia, más hirviente de
hechos significativos que Roma o que Atenas, más colorido que Viena o
Amsterdam, más ensangrentado que Tebas o Jericó. Era mi lugar: en él,
muerte y delicia me eran inevitablemente propias. Habiéndolo dejado por
primera vez a los treinta y un años, después de más de quince de
ausencia, el placer melancólico, no exento ni de euforia, ni de cólera
ni de amargura, que me daba su contemplación, era un estado específico,
una correspondencia entre lo interno y lo exterior, que ningún otro
lugar del mundo podía darme. Como a toda relación tempestuosa, la
ambivalencia la evocaba en claroscuro, alternando comedia y tragedia.
Signo, modo o cicatriz, lo arrastro y lo arrastraré conmigo dondequiera
que vaya. Más todavía: aunque trate de sacudírmelo como a una carga
demasiado pesada, en un desplante espectacular, o poco a poco y
subrepticiamente , en cualquier esquina del mundo, incluso en la más
previsible, me estará esperando.
No hay comentarios:
Publicar un comentario