1806, agosto 4
—¡Jalad ahora! ¡Fuerza grumetes!
—¡Ah del barcoooo! ¡Arriar esas velas ya!
—¡Afirmar esos cabos a los árboles!
—No mojéis esos barriles, ¡que contienen pólvora, pardiez!
—…y la pólvora mojada no mata ingleses.
—…ni a los alemanes, irlandeses y holandeses que vienen
con ellos.
—¡¿A quién hay que…?!—el aullido de la sudestada se lleva la pregunta
a la otra banda del río de Las Conchas.
—Gocheyeeeea, él tiene el mando en tierraaaa, preguntad
por él —a los gritos.
—¡Echar fondeos por popa!
—¡Aguante, marinero!
Gervasio Gomes, a bordo de la nave capitana, Remedios, aguanta el
cabo nomás. Es uno de los jóvenes grumetes voluntarios alistados en la
Colonia, un nieto de quinteros
de Las Conchas, el
lugar donde están desembarcando.
Su familia fue
migrando de isla en isla y
dedicándose al durazno y
la leña, la pesca y la caza,
hasta que se estableció en
la Colonia del Sacramento,
donde vive de un almacén
de ramos generales,
aunque no tan importante
como este que, frente a
la Guardia, ofrece además
habitaciones a marineros
y comercia con Asunción,
nada menos. A tanta orden
de marear impartida a
los gritos, responde como
los demás, con la rapidez
que el sueño, el hambre y
el frío le permiten. Esto no
le impide echarle un ojo,
cada tanto, al comandante
acodado en la borda con la
vista fija en el almacén de
la costa. ¿Cae una lágrima
por su cara o es la llovizna?
—¡Gervasio, afirma ese
cabo a la cornamusa!
Maldiciendo su distracción,
prosigue con su
trabajo, hasta que la nave
queda convenientemente
amarrada por proa y por
popa. El comandante con-
tinúa en su postura, perdido en sus pensamientos. — ¿Y este nos llevará
a echar los ingleses de Buenos Aires? —se pregunta Gervasio mientras
alguien lo empuja hacia la escala que lleva a tierra.
El comandante observa el almacén de Goyechea, una casa de dos
plantas vidriada como ninguna otra, por algo la llaman “la casa de la
Vidriera”. Los recuerdos se le aparecen en tropel… De aquí partió a gobernar
las treinta Misiones con Martina, su joven esposa. Aquí volvió,
hace casi un año, con Martina muerta en el parto, en medio de la navegación;
con su hija, María Dolores, recién nacida, y su hija, Francisca
Paula, enferma de muerte. Fija la vista en el almacén y deja a sus subordinados
la responsabilidad del desembarco mientras sigue sumido
en sus cavilaciones. Tiene una gran deuda con los Goyechea, quienes
viéndolo agobiado por el dolor, se ocuparon de los funerales, el entierro
y también del bautismo de la recién nacida, todo en la Inmaculada. No
en vano terminó desembarcando en este querido lugar.
Hace un año volvía aquí de las Misiones, a bordo de la “Nuestra Señora
del Pilar” y decía “dejo la guitarra un poco mejor afinada que la
encontré”, para quien sea que me suceda, que tendrá menos trabajo con
ellas. Y yo continuaré reclamando mis salarios adeudados y llorando
a mi Juana, y a Antoñita, y ahora a mi Martina y Francisquita, que
en paz descansen. Dos matrimonios terminados de la peor manera, y
siempre pobre, aunque nunca por holgazán. No sé cuándo ha de dar
fin la desgracia que me persigue en esta América que piso por segunda
vez, es poner la mira en un objeto, para que me salga torcido. ¿Por qué
me castigas, Señor, de esta manera? ¿Acaso no lo di todo por el Rey y
mi nueva patria española durante treinta años? Y no tengo un pedazo
de pan asegurado para mi vejez y para dar carreras a mis hijos. Confío
en la Providencia para que los hijos que me queden vivos no sigan la
carrera de las armas, y no tengan así que pasar como yo, la mocedad
en Galera y la vejez en un Palo… Ahora solo debo pensar en echar a los
herejes de estas tierras.
Una conocida y estentórea voz lo volvió al presente.
—¡Compadre Santiago! ¿Qué haces allí bajo la lluvia? Ven a darme
un abrazo, a secarte y calentarte el garguero con la mejor caña de Asunción,
pues.
— ¡Compadre Martín! ¡Cuánto gusto! —animado por la aparición
de su amigo Goyechea, procedió a bajar de la sumaca y darle un largo
abrazo.
—¿Cómo has cruzado? ¿Os han molestado los ingleses?
—Solo divisamos los barcos enemigos fondeados a lo lejos, fuera del
banco de la ciudad. Cuando viró el viento al sudeste, con las aguas altas
y la mar picada cambié la idea de desembarcar en Los Olivos y puse
rumbo hacia aquí. Pude haber recapturado la Dolores, pero considerando
que mi principal objeto era tomar Buenos Aires, seguí mi rumbo y
aquí estoy, en esta querida casa.
—Pues lo bien que haces, amigo, y entremos que te puedes poner
malo con este clima de perros. A descansar, a comer algo y luego marcharemos
a la ciudad. Tus hombres están a resguardo y ya se les suman
voluntarios del Pago — Al ver que se mostraba distante otra vez, cambió
a un tono más animado— ¡Ala, compadre! Por la memoria de tu esposa
y tu hija, que aquí descansan en tierra consagrada, te espera una larga
jornada hasta Buenos Aires, hazme caso.
Al momento Santiago vuelve a ser el comandante de la reconquista,
el francés corajudo de siempre que con solo dos chalupas tomó dos
fragatas inglesas, peleó contra piratas berberiscos en el Mediterráneo y
recuperó Santa Catarina y la Colonia del Sacramento en poder de los
portugueses. Acciones como aquellas le habían valido vertiginosos ascensos
hasta llegar a capitán de navío; y a sus 53 años enfrentaba el mayor
desafío militar de su vida, al servicio del rey de España, su querida
patria adoptiva.
Luego de organizar con Gutiérrez de la Concha y Carlos Belgrano
la incorporación de los numerosos voluntarios que se acercaban a una
compañía de húsares al mando de su amigo Martín, hizo caso y entró
en la casa, donde Concepción de Goyechea le sirvió algo de comer y lo
trató igual que un año atrás, como una madre.
—¡Come y calla! Luego duerme un poco, que la reconquista precisa
un comandante fuerte y despierto.
Santiago no puso objeción y al poco rato roncaba acostado en un catre.
Acudió a su sueño el cura San Ginés, hablando en la Parroquia de la
Inmaculada Concepción de Las Conchas. Sus palabras, con un exagerado
eco, eran las del bautismo de María de los Dolores, nacida a bordo de
“Algo tarde para desposarse con la gloria”
la sumaca Nuestra Señora del Pilar, y se fundían con las de los funerales
de Martina y Francisquita, todo ello en aquel funesto abril de 1805. Con
la misma voz del cura San Ginés, pero ahora en francés, escuchaba la
misa de coronación de Buena Parte, como Santiago llamaba a su antes
admirado pacificador de Francia, hoy un particular tan despótico como
el gran señor del Imperio Otomano ¡caigan los políticos mundanos y reconozcan
y adoren los secretos del Altísimo! que humilla los soberbios y exalta
a los humildes… Pero una gritería se mezcla con la improbable misa
de coronación en la parroquia de Las Conchas y su imposible presencia:
en esa época era gobernador de las Treinta Misiones. Entre los gritos se
escuchan algunas palabras en inglés. De pronto, un disparo de fusil. El
silbido del viento en los sauces.
—¡Mon Dieu! —Santiago se despierta sobresaltado, suponiendo un
ataque inglés por sorpresa y maldiciendo su imprevisión. Busca su sable,
cuando entra Goyechea y lo tranquiliza. Los voluntarios han encontrado
“tres ingleses” en la costa del Río de la Plata y el alboroto generado
por los lugareños y los soldados que querían fusilarlos por espías, solo
culminó con un disparo al aire.
Los tres extranjeros tenían un aspecto lamentable, solo vestían su
ropa interior empapada, por lo que tiritaban y apenas podían hablar.
Ante la mirada atónita de todos, entre los que se encontraba Gervasio,
con sus ojos muy abiertos, Santiago ordenó traerles abrigo y comenzó
a interrogarlos en el idioma de los invasores. Solo dos de ellos contestaron
en forma fluida. Algo en su hablar lo llevó a más de treinta años
atrás, a su experiencia de guardiamarina en la frustrada toma de Argel,
y reconoció inmediatamente la tonada gaélica con que el teniente general
Alejandro O’Reilly, aquel dublinés al servicio de España, hablaba
en inglés. Convencido quedó de que no eran espías, sino irlandeses desertores
del ejército inglés, como aquellos de Perdriel y de las primeras
escaramuzas en la ensenada de Barragán. Sus nombres eran Patrick y
Brendan. Junto al tercero, Florian, con quien logró comunicarse mejor
en alemán, habían sido reclutados a la fuerza en Ciudad del Cabo. Convencidos
por el Padre Castañeda, se ofrecían como voluntarios para
luchar contra el inglés. De noche se habían arrojado por la borda de la
Dolores, aprovechando la confusión creada por la tormenta, y habían
llegado, un poco nadando y otro poco arrastrados por la creciente a la
costa cercana a la Punta Gorda. Una vez allí caminaron hacia el noroeste,
hasta ser descubiertos por los lugareños.
—Denle ropas secas y algo de comer a estos caballeros que, a partir
de este momento, combaten de nuestro lado. Martín: agregadlos a la
lista de voluntarios, pero se quedan en Las Conchas—
Santiago, que no podía confiar plenamente en ellos, los puso a colaborar
en el desembarco de los pesados cañones del 18 de una de las
goletas, así como a improvisar cureñas para su traslado a la ciudad. Luego
los dejaría vigilados en Las Conchas hasta más ver… —Tú, chaval,
—dirigiéndose a Gervasio— ¡ven aquí!
—Eh… ¡Comandante! —Gervasio, distraído con los extranjeros, reacciona
rápidamente. —¡Mande!
— No pierdas de vista a estos tres hasta que partamos y me informas
de toda novedad. ¿Entendido?
Gervasio, orgulloso por la tarea encomendada, les sigue al interior
del almacén, donde por otra parte se está mejor al calor de la cocina de
doña Concepción. En el breve tiempo en tierra, su imagen del comandante
cambia por completo y siente que es capaz de seguirlo hasta donde
se lo pida… Santiago lo mira retirarse y por un momento vuelve a tener
veintidós años… Cartagena, la expedición a Argelia, el insoportable
calor, las letales balas de cobre de los moros, la triste retirada, y luego la
admisión en la Escuela de Guardiamarinas de Cádiz de donde egresaría
como Alférez de Fragata. Y ahora, Capitán de Navío, estoy mandando
hombres que cada uno se cree con más suficiencia, capacidad y pericia
militar que Buena Parte…
Poco tiempo después, Gervasio observa a don Santiago revistar a sus
aumentadas tropas, y escucha fragmentos de su arenga, en la que repite
ideas vertidas el día anterior en la Banda Oriental.
Comienza aquí nuestra marcha por tierra, seguiremos por San Fernando
de Buena Vista, el Monte Grande, descansaremos lejos de la costa y sin
hacer fuegos que revelen nuestra posición a los herejes, allí nos reuniremos
con la gente de Pueyrredón, seguiremos a Chacarita, Miserere, y una
vez allí enviaremos la intimación de rendición. ¡Soldados y voluntarios de
Montevideo, Colonia y Las Conchas, estáis marchando hacia la gloria! No
dudo de vuestra valentía y patriotismo, pero si algunos olvidan estos principios,
estén en la inteligencia que habrá un cañón a retaguardia cargado
de metralla, con orden de hacer fuego sobre los cobardes fugitivos. El valor
sin disciplina solo conduce a la ruina: la fuerza reconcentrada y subordinada
a los superiores es el más seguro medio de conseguir la victoria.
Si llegamos a vencer, acordaos soldados que los vínculos de la Nación
Española son de reñir con intrepidez, como triunfar con humanidad; el
vencido es nuestro hermano, la religión y generosidad de todo buen español,
así lo mandan. Que no se diga que los amigos han causado más
disturbios en la tranquilidad pública, que los enemigos.
¡Compañeros de armas! Yo, Don Santiago Liniers y Bremond, Caballero
de la Orden de Malta, Capitán de Navío de la Real Armada y Comandante
de las fuerzas de mar y tierra, ahora os digo: echemos a los enemigos
de nuestra Patria, y reconquistemos Buenos Aires, para poder exaltar a los
pies del Trono de nuestro amado Soberano vuestro valor. ¡Adelante!
Gervasio busca un lugar
+++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++
Nota del autor:
1806, agosto 4.
Paul Groussac dirá de Santiago de Liniers: “…este francés de 53
años, algo tarde para desposarse con la gloria…” (“Santiago de Liniers”,
Bs. As., 1907)
El ejército invasor tuvo muchos desertores: irlandeses y alemanes
entre otros. Por ejemplo Michael Skenon, germano-irlandés que en
Perdriel dio vuelta un cañón hacia los ingleses y fue luego fusilado
por ello; o Patrick Island, que terminó casado con la criolla Tola
(Bartola Gómez) y viviendo en los pagos de Areco como Patricio Isla.
• “Santiago Liniers, Virrey del Río De La Plata”, Louis de Roure,
2010, España.
• “Liniers íntimo”, Roberto Elissalde, Municipalidad de Tigre,
2003.
• “Wherever Green Is Worn: The Story of the Irish Diaspora”, Tim
Pat Coogan, Palgrave Macmillan, 2002
• “Las invasiones inglesas de 1806 en la Región Metropolitana
Norte y San Martín”, Abel Páez, Vicente López, 2002.
• “Historias ignoradas de las Invasiones Inglesas”. Roberto Elissalde,
Aguilar, 2006.
Fuente: Guillermo Haut, Un amor de Tigre, Fundación de Historia Natural Félix de Azara, 2017, se descarga en http://fundacionazara.org.ar/un-amor-de-tigre/
—¡Jalad ahora! ¡Fuerza grumetes!
—¡Ah del barcoooo! ¡Arriar esas velas ya!
—¡Afirmar esos cabos a los árboles!
—No mojéis esos barriles, ¡que contienen pólvora, pardiez!
—…y la pólvora mojada no mata ingleses.
—…ni a los alemanes, irlandeses y holandeses que vienen
con ellos.
—¡¿A quién hay que…?!—el aullido de la sudestada se lleva la pregunta
a la otra banda del río de Las Conchas.
—Gocheyeeeea, él tiene el mando en tierraaaa, preguntad
por él —a los gritos.
—¡Echar fondeos por popa!
—¡Aguante, marinero!
Gervasio Gomes, a bordo de la nave capitana, Remedios, aguanta el
cabo nomás. Es uno de los jóvenes grumetes voluntarios alistados en la
Colonia, un nieto de quinteros
de Las Conchas, el
lugar donde están desembarcando.
Su familia fue
migrando de isla en isla y
dedicándose al durazno y
la leña, la pesca y la caza,
hasta que se estableció en
la Colonia del Sacramento,
donde vive de un almacén
de ramos generales,
aunque no tan importante
como este que, frente a
la Guardia, ofrece además
habitaciones a marineros
y comercia con Asunción,
nada menos. A tanta orden
de marear impartida a
los gritos, responde como
los demás, con la rapidez
que el sueño, el hambre y
el frío le permiten. Esto no
le impide echarle un ojo,
cada tanto, al comandante
acodado en la borda con la
vista fija en el almacén de
la costa. ¿Cae una lágrima
por su cara o es la llovizna?
—¡Gervasio, afirma ese
cabo a la cornamusa!
Maldiciendo su distracción,
prosigue con su
trabajo, hasta que la nave
queda convenientemente
amarrada por proa y por
popa. El comandante con-
tinúa en su postura, perdido en sus pensamientos. — ¿Y este nos llevará
a echar los ingleses de Buenos Aires? —se pregunta Gervasio mientras
alguien lo empuja hacia la escala que lleva a tierra.
El comandante observa el almacén de Goyechea, una casa de dos
plantas vidriada como ninguna otra, por algo la llaman “la casa de la
Vidriera”. Los recuerdos se le aparecen en tropel… De aquí partió a gobernar
las treinta Misiones con Martina, su joven esposa. Aquí volvió,
hace casi un año, con Martina muerta en el parto, en medio de la navegación;
con su hija, María Dolores, recién nacida, y su hija, Francisca
Paula, enferma de muerte. Fija la vista en el almacén y deja a sus subordinados
la responsabilidad del desembarco mientras sigue sumido
en sus cavilaciones. Tiene una gran deuda con los Goyechea, quienes
viéndolo agobiado por el dolor, se ocuparon de los funerales, el entierro
y también del bautismo de la recién nacida, todo en la Inmaculada. No
en vano terminó desembarcando en este querido lugar.
Hace un año volvía aquí de las Misiones, a bordo de la “Nuestra Señora
del Pilar” y decía “dejo la guitarra un poco mejor afinada que la
encontré”, para quien sea que me suceda, que tendrá menos trabajo con
ellas. Y yo continuaré reclamando mis salarios adeudados y llorando
a mi Juana, y a Antoñita, y ahora a mi Martina y Francisquita, que
en paz descansen. Dos matrimonios terminados de la peor manera, y
siempre pobre, aunque nunca por holgazán. No sé cuándo ha de dar
fin la desgracia que me persigue en esta América que piso por segunda
vez, es poner la mira en un objeto, para que me salga torcido. ¿Por qué
me castigas, Señor, de esta manera? ¿Acaso no lo di todo por el Rey y
mi nueva patria española durante treinta años? Y no tengo un pedazo
de pan asegurado para mi vejez y para dar carreras a mis hijos. Confío
en la Providencia para que los hijos que me queden vivos no sigan la
carrera de las armas, y no tengan así que pasar como yo, la mocedad
en Galera y la vejez en un Palo… Ahora solo debo pensar en echar a los
herejes de estas tierras.
Una conocida y estentórea voz lo volvió al presente.
—¡Compadre Santiago! ¿Qué haces allí bajo la lluvia? Ven a darme
un abrazo, a secarte y calentarte el garguero con la mejor caña de Asunción,
pues.
— ¡Compadre Martín! ¡Cuánto gusto! —animado por la aparición
de su amigo Goyechea, procedió a bajar de la sumaca y darle un largo
abrazo.
—¿Cómo has cruzado? ¿Os han molestado los ingleses?
—Solo divisamos los barcos enemigos fondeados a lo lejos, fuera del
banco de la ciudad. Cuando viró el viento al sudeste, con las aguas altas
y la mar picada cambié la idea de desembarcar en Los Olivos y puse
rumbo hacia aquí. Pude haber recapturado la Dolores, pero considerando
que mi principal objeto era tomar Buenos Aires, seguí mi rumbo y
aquí estoy, en esta querida casa.
—Pues lo bien que haces, amigo, y entremos que te puedes poner
malo con este clima de perros. A descansar, a comer algo y luego marcharemos
a la ciudad. Tus hombres están a resguardo y ya se les suman
voluntarios del Pago — Al ver que se mostraba distante otra vez, cambió
a un tono más animado— ¡Ala, compadre! Por la memoria de tu esposa
y tu hija, que aquí descansan en tierra consagrada, te espera una larga
jornada hasta Buenos Aires, hazme caso.
Al momento Santiago vuelve a ser el comandante de la reconquista,
el francés corajudo de siempre que con solo dos chalupas tomó dos
fragatas inglesas, peleó contra piratas berberiscos en el Mediterráneo y
recuperó Santa Catarina y la Colonia del Sacramento en poder de los
portugueses. Acciones como aquellas le habían valido vertiginosos ascensos
hasta llegar a capitán de navío; y a sus 53 años enfrentaba el mayor
desafío militar de su vida, al servicio del rey de España, su querida
patria adoptiva.
Luego de organizar con Gutiérrez de la Concha y Carlos Belgrano
la incorporación de los numerosos voluntarios que se acercaban a una
compañía de húsares al mando de su amigo Martín, hizo caso y entró
en la casa, donde Concepción de Goyechea le sirvió algo de comer y lo
trató igual que un año atrás, como una madre.
—¡Come y calla! Luego duerme un poco, que la reconquista precisa
un comandante fuerte y despierto.
Santiago no puso objeción y al poco rato roncaba acostado en un catre.
Acudió a su sueño el cura San Ginés, hablando en la Parroquia de la
Inmaculada Concepción de Las Conchas. Sus palabras, con un exagerado
eco, eran las del bautismo de María de los Dolores, nacida a bordo de
“Algo tarde para desposarse con la gloria”
la sumaca Nuestra Señora del Pilar, y se fundían con las de los funerales
de Martina y Francisquita, todo ello en aquel funesto abril de 1805. Con
la misma voz del cura San Ginés, pero ahora en francés, escuchaba la
misa de coronación de Buena Parte, como Santiago llamaba a su antes
admirado pacificador de Francia, hoy un particular tan despótico como
el gran señor del Imperio Otomano ¡caigan los políticos mundanos y reconozcan
y adoren los secretos del Altísimo! que humilla los soberbios y exalta
a los humildes… Pero una gritería se mezcla con la improbable misa
de coronación en la parroquia de Las Conchas y su imposible presencia:
en esa época era gobernador de las Treinta Misiones. Entre los gritos se
escuchan algunas palabras en inglés. De pronto, un disparo de fusil. El
silbido del viento en los sauces.
—¡Mon Dieu! —Santiago se despierta sobresaltado, suponiendo un
ataque inglés por sorpresa y maldiciendo su imprevisión. Busca su sable,
cuando entra Goyechea y lo tranquiliza. Los voluntarios han encontrado
“tres ingleses” en la costa del Río de la Plata y el alboroto generado
por los lugareños y los soldados que querían fusilarlos por espías, solo
culminó con un disparo al aire.
Los tres extranjeros tenían un aspecto lamentable, solo vestían su
ropa interior empapada, por lo que tiritaban y apenas podían hablar.
Ante la mirada atónita de todos, entre los que se encontraba Gervasio,
con sus ojos muy abiertos, Santiago ordenó traerles abrigo y comenzó
a interrogarlos en el idioma de los invasores. Solo dos de ellos contestaron
en forma fluida. Algo en su hablar lo llevó a más de treinta años
atrás, a su experiencia de guardiamarina en la frustrada toma de Argel,
y reconoció inmediatamente la tonada gaélica con que el teniente general
Alejandro O’Reilly, aquel dublinés al servicio de España, hablaba
en inglés. Convencido quedó de que no eran espías, sino irlandeses desertores
del ejército inglés, como aquellos de Perdriel y de las primeras
escaramuzas en la ensenada de Barragán. Sus nombres eran Patrick y
Brendan. Junto al tercero, Florian, con quien logró comunicarse mejor
en alemán, habían sido reclutados a la fuerza en Ciudad del Cabo. Convencidos
por el Padre Castañeda, se ofrecían como voluntarios para
luchar contra el inglés. De noche se habían arrojado por la borda de la
Dolores, aprovechando la confusión creada por la tormenta, y habían
llegado, un poco nadando y otro poco arrastrados por la creciente a la
costa cercana a la Punta Gorda. Una vez allí caminaron hacia el noroeste,
hasta ser descubiertos por los lugareños.
—Denle ropas secas y algo de comer a estos caballeros que, a partir
de este momento, combaten de nuestro lado. Martín: agregadlos a la
lista de voluntarios, pero se quedan en Las Conchas—
Santiago, que no podía confiar plenamente en ellos, los puso a colaborar
en el desembarco de los pesados cañones del 18 de una de las
goletas, así como a improvisar cureñas para su traslado a la ciudad. Luego
los dejaría vigilados en Las Conchas hasta más ver… —Tú, chaval,
—dirigiéndose a Gervasio— ¡ven aquí!
—Eh… ¡Comandante! —Gervasio, distraído con los extranjeros, reacciona
rápidamente. —¡Mande!
— No pierdas de vista a estos tres hasta que partamos y me informas
de toda novedad. ¿Entendido?
Gervasio, orgulloso por la tarea encomendada, les sigue al interior
del almacén, donde por otra parte se está mejor al calor de la cocina de
doña Concepción. En el breve tiempo en tierra, su imagen del comandante
cambia por completo y siente que es capaz de seguirlo hasta donde
se lo pida… Santiago lo mira retirarse y por un momento vuelve a tener
veintidós años… Cartagena, la expedición a Argelia, el insoportable
calor, las letales balas de cobre de los moros, la triste retirada, y luego la
admisión en la Escuela de Guardiamarinas de Cádiz de donde egresaría
como Alférez de Fragata. Y ahora, Capitán de Navío, estoy mandando
hombres que cada uno se cree con más suficiencia, capacidad y pericia
militar que Buena Parte…
Poco tiempo después, Gervasio observa a don Santiago revistar a sus
aumentadas tropas, y escucha fragmentos de su arenga, en la que repite
ideas vertidas el día anterior en la Banda Oriental.
Comienza aquí nuestra marcha por tierra, seguiremos por San Fernando
de Buena Vista, el Monte Grande, descansaremos lejos de la costa y sin
hacer fuegos que revelen nuestra posición a los herejes, allí nos reuniremos
con la gente de Pueyrredón, seguiremos a Chacarita, Miserere, y una
vez allí enviaremos la intimación de rendición. ¡Soldados y voluntarios de
Montevideo, Colonia y Las Conchas, estáis marchando hacia la gloria! No
dudo de vuestra valentía y patriotismo, pero si algunos olvidan estos principios,
estén en la inteligencia que habrá un cañón a retaguardia cargado
de metralla, con orden de hacer fuego sobre los cobardes fugitivos. El valor
sin disciplina solo conduce a la ruina: la fuerza reconcentrada y subordinada
a los superiores es el más seguro medio de conseguir la victoria.
Si llegamos a vencer, acordaos soldados que los vínculos de la Nación
Española son de reñir con intrepidez, como triunfar con humanidad; el
vencido es nuestro hermano, la religión y generosidad de todo buen español,
así lo mandan. Que no se diga que los amigos han causado más
disturbios en la tranquilidad pública, que los enemigos.
¡Compañeros de armas! Yo, Don Santiago Liniers y Bremond, Caballero
de la Orden de Malta, Capitán de Navío de la Real Armada y Comandante
de las fuerzas de mar y tierra, ahora os digo: echemos a los enemigos
de nuestra Patria, y reconquistemos Buenos Aires, para poder exaltar a los
pies del Trono de nuestro amado Soberano vuestro valor. ¡Adelante!
Gervasio busca un lugar
+++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++
Nota del autor:
1806, agosto 4.
Paul Groussac dirá de Santiago de Liniers: “…este francés de 53
años, algo tarde para desposarse con la gloria…” (“Santiago de Liniers”,
Bs. As., 1907)
El ejército invasor tuvo muchos desertores: irlandeses y alemanes
entre otros. Por ejemplo Michael Skenon, germano-irlandés que en
Perdriel dio vuelta un cañón hacia los ingleses y fue luego fusilado
por ello; o Patrick Island, que terminó casado con la criolla Tola
(Bartola Gómez) y viviendo en los pagos de Areco como Patricio Isla.
• “Santiago Liniers, Virrey del Río De La Plata”, Louis de Roure,
2010, España.
• “Liniers íntimo”, Roberto Elissalde, Municipalidad de Tigre,
2003.
• “Wherever Green Is Worn: The Story of the Irish Diaspora”, Tim
Pat Coogan, Palgrave Macmillan, 2002
• “Las invasiones inglesas de 1806 en la Región Metropolitana
Norte y San Martín”, Abel Páez, Vicente López, 2002.
• “Historias ignoradas de las Invasiones Inglesas”. Roberto Elissalde,
Aguilar, 2006.
Fuente: Guillermo Haut, Un amor de Tigre, Fundación de Historia Natural Félix de Azara, 2017, se descarga en http://fundacionazara.org.ar/un-amor-de-tigre/
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