20 de enero de 2019

LAS OTRAS ISLAS - INÉS GARLAND (cuento completo)

En exclusiva para SUDESTE reproducimos el bello cuento de Inés Garland en versión completa, extraído de la compilación Las otras islas, compilación de Edgardo Esteban (Buenos Aires, Editorial Alfaguara, Serie Roja, 2012) que nuclea cuentos de variados autores argentinos que tematizan la Guerra de Malvinas. El cuento de Inés viaja de las Islas del Delta a esas otras Islas nuestras que aun esperan ser recuperadas.

 La autora nació en 1960. Fue periodista, productora de tele­visión y realizadora de documentales y cortometrajes . En 1997 se volcó a la escritura de ficción y muchos de sus relatos fueron premiados. En 2003 uno de sus cuentos recibió el primer premio del concurso intera­mericano de cuentos de la Fundación Avón y está pu­ blicado en el libro Cuentos de luz y de sombra, con selec­ción de Angélica Gorodischer. En 2005 su libro de cuentos Una reina perfecta fue galardonado por el Fon­do Nacional de las Artes (Alfaguara, 2008) y en 2006 publicó la novela El rey de los centauros, que había llega­do a la terna finalista del concurso Planeta de novela 2003. En Alfaguara Juvenil publicó Piedra papel o tijera, que recibió el Premio Destacado de ALIJA, en la cate­ goría mejor novela del año 2009. Actualmente coordina talleres literarios, traduce, en colaboración, una selección de poesías de la norteameri­cana Sharon Olds, escribe su tercera novela y da clases de creatividad que combinan técnicas psico-corporales y escritura.  

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Para contar esta historia me gustaría volver a tener trece años, volver a esos días en los que no me interesaba la política ni la manera en que estaba dividido el mundo. Mi mundo era nuestra isla en el Delta, cada día de ese verano en el que conocí a Yagu, a Tatú y a Caroline (que, en inglés, se dice Carolain y con una erre distinta). En esos días, los ingleses eran solo Caroline y su papá, nuestros vecinos de la isla, no una nación que queda en otra isla muy lejana con reyes y primeros ministros, habitantes, soldados, y la idea, compartida por muchos, de que hay que apropiarse de partes del mundo que parecen no tener dueño.
Yagu y Tatú llegaron a la isla un jueves de enero, en el medio de nuestras vacaciones de verano. Mis hermanos y el hijo del doctor se bañaban en el río, pero a mí se me habían puesto los labios azules y mamá me había obligado a salir del agua y acostarme al sol. Los perros corrieron ladrando al muelle de los ingleses -le decíamos así porque era el muelle de la casa de Caroline y su papá y yo dejé el calorcito de las maderas y me levanté para ver quién llegaba. La colectiva aminoró la marcha y empezó las maniobras de atraque. Yagu estaba en el techo buscando la valija entre las cajas para el almacén, las bolsas de naranjas que la colectiva llevaba al Tigre y la torre de hueveras de cartón llenas de huevos frescos para el papá de Caroline. Tatú apareció por la popa de la colectiva, subió al muelle y atajó la valija que le tiró Yagu desde el techo. Era una valija verde, grande, pero él ni se tambaleó. La atajó, la bajó y se agachó a acariciar a los perros y a hablarles como si hubiera llegado sólo para visitarlos a ellos.
Todos nos quedamos mirando el desembarco de los recién llegados. Y esto fue lo que vimos, o, mejor dicho, lo que vi yo, porque los varones nunca parecían ver las mismas cosas que yo. Caroline apareció en el muelle en el momento en que Yagu saltaba del techo. Y Yagu aterrizó tan cerca de ella que casi la tocaba. Por un momento se quedaron los dos muy cerca, se miraron, se midieron, se gustaron tanto -vi yo que no se podían mover. Después, Yagu se alejó y se rió y dijo algo que no pude escuchar. Ella ni le sonrió. Era seca Caroline. Esa era la palabra que usaba papá. Seca. Como todos los ingleses, decía papá. El de la colectiva le pasó la torre de huevos a Caroline y la colectiva se alejó con su rugido. Los chicos aprovecharon las olas para tirarse al agua otra vez, pero yo me quedé mirando a esos tres ahí. A Caroline y a Yagu, que parecían hipnotizados, y a Tatú, con los perros; hasta el Negro, el perro más malo, lo saludaba como si se conocieran de toda la vida.
Ese es el principio de la historia: Tatú, Yagu y Caroline en el muelle, el sol caliente de enero, ella con la torre de huevos, Yagu con la valija verde, Tatú y los perros. Estábamos a un paso del cambio más grande de nuestra vida y no teníamos ninguna manera de saberlo.
-Correntinos -dijo papá esa noche-. Son sobrinos del dueño de la casa de madera.
Habíamos anclado el barco frente al muelle de los ingleses y comíamos en la proa, a la luz de un sol de noche. En la oscuridad saltaban los peces y en la isla las ventanas de las casas flotaban, amarillas por la luz de los faroles de kerosene. A veces se cruzaba una sombra o llegaba alguna voz, una puerta mosquitero se golpeaba, alguien salía al porche y se reía. Yo conocía todos los ruidos. Me gustaba sentarme a escucharlos. Los grillos y las ranas parecían tapar todo, pero después de un rato terminaban siendo como una música de fondo, una manta, la manta de la noche.
-Lindos chicos -dijo mamá, pero supongo que hablaba de Yagu, Tatú no era lindo.
Papá la miró un poco fuerte y mamá se río.
-Igual él se enamoró de Caroline -dije yo antes de pensar.
-Ya empezó Alberto Migré -dijo mamá, y mi hermano mayor hizo el gesto de tocar el violín.
Me debo haber puesto colorada, pero la luz del sol de noche casi no iluminaba nuestras caras, y nadie se dio  cuenta.
-¿Ya se enamoraron? ¿Cuándo se conocieron? -dijo papá, que, como todas las semanas, había llegado de la ciudad esa tarde.
Los correntinos se bajaron en el muelle de los ingleses -dijo mi hermano menor.
-El inglés no estaba -dijo mamá.
Yo lo había visto a la mañana temprano, con su caballete y sus pinturas, su sombrero de paja y las piernas blancas que le salían como palos de un short viejo. Lo había visto irse para el fondo de su terreno. Pero no dije nada. Si se iban a burlar de mí, no les pensaba contar nunca más las cosas que yo veía.
-Menos mal. Los hubiera sacado a los gritos -dijo papá
Siempre decía que el inglés era antipático y que se creía superior a nosotros, pero con el tiempo entendí que le tenía celos. A mamá le encantaban las pinturas del inglés, y hablaba mucho de eso. Por suerte el inglés era viejo, porque, si no, los celos de papá hubieran arruinado el verano. A mí el inglés nunca me pareció antipático. Me gustaba que estuviera ahí todos los días, que no se tuviera que ir a la ciudad como mi papá y el resto de los hombres. A las mujeres les caía bien el inglés y no le decían nada cuando recorría los jardines robando flores. Él, cada tanto, traía scones recién hechos. El inglés era como un tío viejo con pelos que le salían de las orejas, las manos manchadas de pintura y los ojos tan azules que parecían bolitas de vidrio.
-¿Así que hay romance en puerta? -dijo papá dándome un empujón.
No me gustaba que se burlaran de mí. Era verdad que yo era una romántica, pero también era verdad que veía los hilos que unen a las personas. Me imagino que para mis padres era incómodo que yo supiera de sus peleas o que supiera, por ejemplo, que a la mujer del doctor le gustaba el inglés, viejo y todo. No eran cosas que una chica de trece años tuviera que saber. Pero no era mi culpa que estas cosas me interesaran tanto. Tampoco era mi culpa que yo quisiera que el amor hiciera girar el mundo.
Los primeros días, Yagu se dedicó a pasear por la isla de una punta a la otra. Su sobrenombre venía de yaguareté, y era verdad que se movía como un gato. Donde fuera que estuviera Caroline, él aparecía. Pero ella parecía decidida a no tener nada que ver con él. Cada vez que lo veía, le daba la espalda.
Una mañana nosotros estábamos jugando carreras de natación desde lo del doctor hasta nuestro muelle, corriente abajo. Caroline tomaba sol en su muelle y nosotros pasábamos nadando. Ella me alentaba. No era nada seca conmigo, al contrario. Era imposible que yo saliera primera, pero ella me alentaba igual. La carrera, que más que carrera de verdad era un dejarse llevar por la corriente, terminaba en nuestro muelle, y volvíamos por el caminito hasta lo del doctor y nos volvíamos a juntar para largar otra. Habíamos pasado como cinco veces por el muelle de ella cuando Yagu apareció desde el fondo del terreno del doctor y nos preguntó si podía competir.
-Les doy ventaja -dijo cuando los chicos se quedaron mirándolo sin contestar.
-No es por eso -dijo mi hermano mayor. Claro que era por eso.
Largué la carrera sin darles demasiado tiempo a los otros de protestar. Preparados listos ya, y corrí a la punta del muelle y salté y todos gritaron y se tiraron. Yagu también.
Cuando llegué a nuestro muelle y salí del agua, él se estaba subiendo detrás de mí, chorreando agua. Estuvimos juntos en el muelle un momento, recuperando el aire. Mi hermano mayor y el hijo del doctor habían ganado otra vez y ya estaban corriendo por el caminito. Yagu y yo nos reíamos. De nada, porque sí. Creo que fue eso lo que le gustó a Caroline. Desde su muelle, nos miraba y sonreía también. Me dieron celos. Yo quería que ellos se enamoraran, pero también estaba harta de tener trece años. Quería ser grande y quería saber cómo era vivir un gran amor.
Como Yagu, Tatú también hacía honor a su nombre. Tenía una cara rara, con los ojos muy chiquitos y oscuros, y la nariz y la boca juntas, corno una trompa. Pero en lo que más se parecía a un tatú era en la forma de moverse. Se podía quedar horas al sol, mirando el río, muy quieto, más quieto que nadie, y de repente era corno si se le cruzara algo que quería hacer y salía a toda velocidad hacia una meta desconocida. Se movía rápido cuando le agarraba ese propósito que le agarraba de repente. Nosotros lo seguíamos como espías, para ver qué era lo que se le había ocurrido. No parecía molestarle que lo siguiéramos. Al contrario. Fue él quien nos enseñó a encarnar las lombrices para que no se salieran del anzuelo, y nos mostró muchas veces, hasta que aprendimos, cómo se hacía para sacarles el anzuelo de la boca a los pescados sin lastimarlos. Tenía las manos chicas y muy, muy hábiles.
Muchas veces, el propósito que le había agarrado era el de pescar. Hasta parecía que, mientras había estado quieto, había estado pensando dónde tirar la caña, como si el río le dijera a él solo dónde iba a haber pique ese día y a esa hora. Trataba a los pescados con una delicadeza que hacía que Yagu se burlara de él.
-Che, que no es tu novia -le decía Yagu.
Tatú no se enojaba -nunca se enojaba pero seguía desenganchando al pescado sin lastimarlo. Cuando creía que nadie lo veía, les hablaba. Yo lo escuché más de una vez, escondida entre las cañas. Decía cosas como ahora te devuelvo al agua, no tengas miedo, fue sólo un susto, ya pasó. Y bajaba los escalones del muelle, se acuclillaba, metía el pescado en el agua y lo movía para atrás y para adelante unas veces para que le entre el agüita en el cuerpo, nos dijo cuando nos enseñaba, y soltaba el pez, que se alejaba con un coletazo de libertad.
Sabía los nombres de los peces y podía reconocer los cantos de los pájaros. A todos los animales los llamaba "mis hermanitos". También a nosotros nos llamaba sus hermanitos. Me tenía una paciencia que ningún chico más grande me había tenido jamás, y yo lo seguía por todas partes para que me enseñara las cosas que sabía hacer: tejer canastos de mimbre, esteras de juncos, pajaritos con las hojas de las cañas. Hasta sabía amasar pan. Con esas manos chiquitas que tenía, Tatú podía armar un mundo en un rato. A su lado, las cosas parecían ordenarse. Esto no es fácil de explicar y yo tardé mucho tiempo en poder ponerle palabras, pero él parecía conocer un orden que el resto de las personas no conocíamos. Un orden que no era el orden de la ropa colgada y doblada en el ropero. Lo que él hacía era darles a las personas y a los animales, a las plantas, a todos, un lugar donde estaban bien, como si hubiera un lugar donde cada uno se sentía feliz y él lo supiera. Algo así. Él le ponía orden a Yagu, y Yagu, que parecía tan seguro de sí mismo, sin él se desordenaba y se perdía. Tatú era la tierra bajo los pies de Yagu.
Así que Yagu y Tatú pasaron a ser parte de nuestra vida cotidiana ese verano, y en pocos días fue como si siempre hubieran estado ahí. Éramos lo que ahora sé que se llama una comunidad. Todas las noticias eran bienvenidas por papá que volvía cada jueves con ganas de escuchar los detalles de la semana. Hasta que lo conocí a Tatú, él había sido para mí el árbitro, el juez supremo, el que tenía la última palabra sobre cada cosa que le con taba mamá o le contábamos nosotros. Creo que hasta ese verano yo le había contado todo.
Lo primero que le oculté fueron mis ganas de no tener más trece años. Lo segundo fueron las ganas de enamorarme que me daban Yagu y Caroline, y lo tercero fue mi amor por Tatú. No es que yo estuviera enamorada de Tatú, pero estaba segura de que ni papá ni mis hermanos hubieran entendido lo que yo sentía. Quería a Tatú de una manera diferente a como quería a mi familia o a mis amigos. No creo que hubiera podido explicar cuál era la diferencia porque hay cosas de mí misma que descubrí más tarde en la vida. Descubrí que yo no confiaba mucho en nadie: ni en mis hermanos ni en mis amigas; ni siquiera en mis papás. Había algo que siempre quedaba encerrado en mí, un pedacito asustado, un pedacito que pensaba que hasta las personas que más quería podían hacerme mal. Sin querer, pero daba lo mismo. Y eso no me pasaba con Tatú. Nunca, con nadie antes, había sentido la confianza que sentía cuando estaba con él. La bondad de su corazón se veía en cada cosa que hacía, en la manera en que nos trataba a nosotros o a los perros o al mismo Yagu, como si nada lo hubiera lastimado nunca y no tuviera que defenderse de nada. Tatú era como un pez que nunca había mordido un anzuelo. Y con él me sentía totalmente a salvo. Lo espiaba porque siempre espié a los demás, pero la paz que me daba seguirlo o estar con él en silencio no tenía explicación para mí. Alguien me dirá que esto lo siento ahora por lo que pasó después, en las otras islas. Pero no. Si lo conociera hoy por primera vez, volvería a sentir esa confianza de que nada malo podía venir de él.
No estaba espiando a Yagu y a Caroline cuando hablaron por primera vez. Se me ocurre que fue cualquiera de los días en que nosotros nos íbamos con el barco a la desembocadura del canal. A papá y a mamá les gustaba ver la ciudad iluminada desde el río, y cuando la corriente no era fuerte y no había viento, anclábamos ahí y pasábamos la noche. A nosotros también nos gustaba. Era distinto. El patacho solo en el medio del río, la tierra lejos, los juncos de un lado, hasta el horizonte, y la ciudad rodeada del resplandor de las luces, como una torta de cumpleaños gigantesca.
Una tarde Yagu y Caroline pasaron abrazados.
-Están todo el día chacoteando -dijo mamá ese jueves.
Caroline y Yagu se besaban en el río, en el muelle, pasaban por el caminito abrazados, hablaban en los escalones con las piernas enredadas. No se podían sacar las manos de encima.
-Parece que tu amigo mordió el anzuelo -le dijo mi hermano mayor a Tatú una tarde que pescábamos desde nuestro muelle.
-Más bien parece que los hubieran agarrado juntos con el mediomundo -dijo Tatú.
Eso era lo que él hacía: ver las cosas de otra manera
-Le va a hacer bien. Él no es para andar solo -dijo.
Yo pasaba todo el tiempo que podía con Tatú. No hablábamos mucho, pero a veces yo le contaba alguna cosa del colegio o de Colmillo blanco y que era el libro que es taba leyendo, y él me contaba alguna cosa de Corrientes, de su mamá o de sus hermanos. Eran nueve. Un montón. Y Tatú era el tercero. Me aprendí los nombres de memoria y él me los tomaba, como si fuera una prueba. La más chiquita era mujer y Tatú la extrañaba más que a ninguno. Se llamaba Estrella. Él me pidió que le enseñara una canción en inglés y le enseñé "Twinkle Twinkle Little Star" que es una canción a una estrella que me habían enseñado en el jardín de infantes. Se la cantábamos al lucero de la tarde que salía solito sobre las copas de los árboles de la orilla de enfrente.
 Vistos desde ahora, esos días entraban uno en el otro como un paisaje que pasa por la ventanilla del auto. Los juegos en el río, los enamorados, la pesca con Tatú, todo se repetía, día tras día. Era igual y nuevo cada vez. Esa era nuestra vida, llena de ritos, protegida, libre.
En febrero, Tatú y Yagu se tuvieron que ir a Buenos Aires a hacer la colimba. Era por eso que habían venido de Corrientes, pero nosotros no lo sabíamos. Caroline se convirtió en una especie de sombra que se pasaba los días en el muelle, mirando pasar el río, fumando.
-Anda como alma en pena -decía mamá. Nosotros nos aburríamos. Especialmente yo. No sabía qué hacer con las horas que antes pasaba con Tatú.
-Pesquen solos -decía papá-. Si antes siempre pescaban solos, ¿por qué ahora tiene que estar Tatú?
-No es lo mismo pescar solos.
De repente me parecía que ya no sabíamos encarnar, que no sabíamos dónde tirar la caña, que los peces se habían ido a vivir a otra parte si Tatú no estaba.
En abril de ese año estalló la Guerra de las Malvinas. Yo no quiero hablar de política, del imperialismo o de las maniobras de un lado y de otro para retener el poder. Yo quiero hablar de Tatú y de Yagu. Los gobernantes de allá y de acá, los que tomaron las decisiones, están en los libros de Historia. Yagu y Tatú, no. De ellos, si no hablo yo, no habla nadie.
Los habíamos visto una sola vez desde febrero, con el pelo rapado, feos. Tatú me había hecho algunos cuentos de la colimba que a mí no me gustaron, no me los podía imaginar, ni a él ni a Yagu, yendo para acá y para allá con un rifle, obedeciendo las órdenes de alguien que les gritaba todo el día. A ellos tampoco les gustaba nada de eso, pero Tacú no dijo mucho.
-Ahora estoy acá -me dijo-. ¿Cómo me voy a perder este día hermoso, que nunca más va a existir, hablando de allá?
Desde los primeros días de abril, "allá" ya no fue Campo de Mayo, fueron las islas Malvinas. Los militares que gobernaban el país decidieron hacer un desembarco en las islas Malvinas para demostrar que eran nuestras. Y los ingleses nos declararon la guerra. Así de rápido. Y a Yagu y a Tacú los mandaron a las islas a pelear contra los ingleses. Por la televisión mostraron un montón de gente que se juntó en Plaza de Mayo y el milico máximo, como le decía papá, dijo "Si quieren venir que vengan, les presentaremos batalla". Papá dijo que era una locura, que los ingleses nos iban a hacer papilla. Yo me puse a rezar todas las noches para que nada malo les pasara a Yagu y a Tatú. No me lo podía imaginar a Tacú en ninguna guerra. La verdad es que tampoco me podía imaginar una guerra.
Nosotros, los chicos de la ciudad, habíamos vuelto al colegio y pasábamos en la isla solo los fines de semana. Las hojas se habían puesto rojas y amarillas, y el río y los árboles parecían unidos por los mismos colores. Mamá nos enseñó a todos a tejer cuadrados de lana para hacer mantas para los soldados. Nos pasábamos horas tejiendo y hablando de Yagu y Tatú. El doctor colgó una bandera argentina en el porche y le prohibió a su mujer y a su hijo que hablaran con el inglés. Como nosotros seguíamos hablando con el inglés, dijo que éramos unos vendepatrias. El inglés le dijo a papá que el doctor era un imbécil y que usaba la guerra para su propia agenda secreta. En ese momento no entendí. Tampoco pregunté.
Una noche, anclarnos en la desembocadura y vino una lancha de la Prefectura a decirnos que apagáramos todas las luces, que teníamos que estar a oscuras por si los ingleses nos bombardeaban. Por un momento muy breve y ridículo pensé que los de la Prefectura hablaban de nuestros ingleses, de Caroline y su papá.
Esa noche la ciudad desapareció en la oscuridad. Todo a nuestro alrededor y hasta donde llegaban los ojos era negro. Sólo los ruidos me aseguraban que el mundo seguía estando ahí: el golpeteo del agua contra el casco, el chillido de algún pájaro, las voces de mis hermanos que hacían preguntas, las de mamá y papá que contestaban. Estábamos acostados en nuestros camarotes, cada uno en su cucheta, pero habíamos dejado todas las puertas abiertas para hablar en la oscuridad.
No podía dejar de pensar en Tatú. ¿Qué haría en las islas...? ¿Podría ir de pesca algún día?
-En el mar hay muchos peces -dijo mi hermano mayor.
-A lo mejor pesca desde la costa -dijo papá.
Pero algo en el tono de su voz me hizo pensar que estábamos diciendo cualquier cosa.
Un domingo, Caroline me vino a buscar para que le escribiéramos una carta a Yagu. Nos sentamos las dos en la proa del barco y escribimos toda la mañana. El sol se había puesto más blanco y había olor a humo en el aire. La carta de Caroline era para decirle a Yagu que se volvía a Inglaterra con su papá. A mí no me pareció una buena idea mandarle a Yagu, que estaba en la guerra, una carta con esa noticia, pero ella dijo que igual no tenía cómo mandársela, que la iba a dejar en la casa del tío de Yagu. Después escribimos otras cartas para soldados que no conocíamos. Esas las íbamos a meter en paquetes de cigarrillos que les mandaba el ejército junto con las mantas.
-Mirá si justo le llega mi carta a Tatú -dije yo-.
Sería una casualidad enorme.
Pero, cuando terminamos las cartas, lloramos.
El 14 de junio se terminó la guerra. Era lunes y yo estuve toda la semana pensando que ese sábado lo iba a volver a ver a Tatú. A Yagu también lo quería volver a ver, pero, si no se había enterado ya, iba a descubrir que Caroline se había ido a Inglaterra. Y yo sentía algo raro, como vergüenza de que ella se hubiera ido o algo así. Ni Yagu ni Tatú aparecieron ese fin de semana. Tampoco los siguientes. El tío le dijo a papá que Yagu había hablado para decir que estaba en Campo de Mayo, que en cualquier momento lo iban a dejar salir.
Tardó como un mes en aparecer en la isla. No puedo decir que no lo reconocí porque no sería cierto, pero estaba muy distinto. Rengueaba. Subió los escalones del muelle muy despacio, la pierna derecha subía un es­ calón y la izquierda la seguía al mismo escalón. Se quedó parado ahí. La colectiva se fue. Nosotros corrimos a saludarlo. Mi hermano mayor le dijo que Caroline se había vuelto a Inglaterra.
-Sí -dijo él, aunque no sé si ya lo sabía.
Pero cuando le preguntamos por Tatú nos dijo que no sabía dónde estaba. Y cuando le pregunté más, me dejó hablando sola. Se alejó rengueando hacia lo de su tío. Como a lo mejor se acababa de enterar de que Caroline se había vuelto a Inglaterra, pensé que estaba enojado por eso.
Después pasaba para un lado y para el otro por el caminito, muy despacio, y no nos saludaba.
-No lo puedo mirar -decía mamá.
Yo sí que lo podía mirar. Es más, no podía dejar de mirarlo. Lo perseguía de lejos por toda la isla. Se me había metido en la cabeza que se podía morir y que yo lo tenía que cuidar. Y quería encontrar el momento para preguntarle por Tatú. ¿Dónde estaba mi amigo?
Papá dijo que algunos todavía estaban en Campo de Mayo porque no firmaban un papel. El tío de Yagu le había contado que nada de lo que les habíamos mandado a los soldados había llegado a las Malvinas. Ni las mantas, ni los cigarrillos con las cartitas ni nada. No los dejaban salir si no firmaban un papel donde decían que no iban a contar nada. Papá estaba furioso. Seguro que Tatú no quería firmar el papel y por eso no lo dejaban salir.
Un domingo del segundo fin de semana desde que había vuelto, Yagu se metió en el cañaveral y lo seguí. Era un día feo y frío, y adentro del cañaveral estaba oscuro. Yagu se sentó en uno de los tocones de un círculo que habíamos armado ese verano con los chicos y Tatú. Puso la cabeza entre las manos. Me acerqué y le pregunté por Tatú.
-Dejame en paz -dijo Yagu.
En mi cabeza le empecé a decir cosas. Le explicaba por qué tenía que decirme algo, le decía que yo necesitaba saber, le pedía por favor, hasta me arrodillaba. Pero me había quedado ahí sentada, muy quieta y me había puesto a llorar.
Él levantó la cabeza de las manos y me miró.
-No llores, nena. Por favor no llores -dijo. Pero yo no podía parar.
Cuando Yagu se puso a hablar, no parecía que me estuviera hablando a mí. Se miraba los pies. Empezó a hablar del frío que hacía en las islas, más frío del que yo hubiera tenido en toda mi vida, dijo. Llovía durante días y días. Y soplaba un viento helado y ellos estaban en un pozo, sentados espalda contra espalda y dormían ahí, con los pies en el agua helada. A Tatú se le helaron los pies.
Después dijo algo que quedó suelto.
-No podía correr.
Yo sentía que me había dejado de latir el corazón, ya no lloraba, lo miraba como si me hubiera quedado atrapada en eso que él estaba diciendo.
Nopodíacorrernopodíacorrernopodíacorrer.
Lo dijo varias veces más. Lo decía y me miraba. Me miraba a los ojos como si yo tuviera que contestar algo.
Y después dijo algo que por un momento pareció no tener nada que ver con Tatú.
-Las bombas explotaban por todas partes.
Yo sentía lo que él me estaba diciendo. Lo sentía como un dolor en el cuerpo que no tenía palabras, pero a la vez era como si no pudiera unir esas cosas que él decía. Parecían separadas, separadas entre ellas, separadas de Tatú, y de él, y de mí.
Las cañas golpeaban con ese ruido hueco que hacen al chocarse. Y de repente entendí perfectamente lo que él me estaba diciendo. Pero lo seguí mirando. Necesitaba que me lo dijera con palabras.
-Estaba parado ahí y después no -dijo.
Pero seguía sin decir lo que yo necesitaba oír.
-Yo no miré -dijo.
-Pero ¿y qué? -me escuché preguntar.
Necesitaba oír lo que ya sabía, pero antes de que lo dijera me había tirado al piso.
-A lo mejor no se dio cuenta cuando se murió.
Me abracé a las piernas de Yagu. Cuando se murió. Eso era. Quería golpearme la cabeza contra sus rodillas. Lastimarme. Desaparecer. Yagu también lloraba, se sentó a mi lado, en la tierra. Me abrazó. Gemía. Yo me estaba ahogando con mi propio llanto.
Se había hecho de noche.
En diciembre, antes de Navidad, unos alemanes compraron la casa de Caroline y su papá. Era una familia recién llegada a la Argentina, con dos hijos más chicos que yo y una bebita.
Una tarde, al principio de las vacaciones, me encontré con el alemanito chico en el terreno del fondo. Le pregunté si quería que le enseñara a pescar. Le enseñé a pescar y le enseñé a soltar los peces sin lastimarlos. Lo que más le gustó fue que le dijera "mi hermanito" al bagre.
-¿También es mi hermanito? -preguntó. Le dije que sí.
Fui hasta la punta de la isla, donde no había ninguna casa y me metí en el río. Me había puesto a llorar corno si nunca desde esa tarde en el cañaveral hubiera dejado de llorar. Me dejé llevar por el río. El río con su corriente me iba calmando. Floté, río abajo, hasta el muelle de los ingleses. Salí del agua. Y en un escalón, todavía tibio, me senté a esperar la salida del lucero de la tarde.

[Extraído de Edgardo Esteban (comp.), Las otras islas, Buenos Aires, Editorial Alfaguara, Serie Roja, 2012, pp. 76-95. ]

19 de enero de 2019

Microprogramas "Miradas sobre el río" - Mujer Yrupé - Ramiro Gómez


Se trata de una serie de 13 microprogramas en coproducción con Canal Encuentro caracterizados por una fuerte y subjetiva impronta visual a cargo de distintos realizadores que aportan su mirada sobre los ríos Paraná, Paraguay y Pilcomayo. Los micros fueron dirigidos por:

1- Celina Murga / Un día en Paraná
2- Diego Fernández / Naka, el fijador
3- Luna Paiva / Paiva Paraná Paiva
4- Florencia Castagnani / Escapada
5- Gastón Del Porto / Donde se pierden los tiburones
6- Juan Pablo Arroyo / Los Ojos de Malena
7- Diego Poleri / Camalote
8- Paulo Pécora / Chanáminí
9- Diego Castro / Prácticos
10- Gonzalo Gatto / La Canoa
11- Paz Encina / Segundo Movimiento
12- Ramiro Gómez / Mujer Yrupé
13- Guadalupe Miles / Río arriba

18 de enero de 2019

Andrés Boero Madrid - Fotografías

Brazo de Monte
Un hombre desaparece en la foresta para aparecer en un atardecer frío, en una helada escarcha. Un oficio que deviene entrelazamiento vital con el territorio. Herramienta, perro, canoa. Bruma o pasto, agua. Una visualidad que se deja arrastrar por las emociones del existir: neblinosa, centelleante, apaciguada. La muerte ronda. La de la propia historia. Expresada en un árbol que resiste, que sobrevive, en una huella que zigzagueante se pierde en el horizonte. En los pastos duros, persistentes. En los animales atentos. Los utensilios prestos. Un hombre aparece en su propia indistinción.
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Andrés Boero Madrid, Uruguay, 1983. Artista multidisciplinario, con su trabajo reflexiona sobre el hombre, paisaje desde la identidad y memoria latinoamericana. Es graduado como Director de Fotografía de la Escuela Internacional de Cine y TV de San Antonio de los Baños. Actualmente, lleva adelante un proyecto de residencia artística en un pequeño pueblo del interior uruguayo, promoviendo la descentralización de la producción artística contemporánea.
[FUENTE: https://revistacarapachay.com/2016/04/12/fotografias-por/]

Carlos Enrique Urquía, poeta de las islas


A lo largo de su carrera Urquía publicó más de una decena de títulos de autor, otras tantas obras colectivas, formó parte de antologías y fue un activo promotor de la lectura. En San Fernando, la calle Constitución al 600, donde se levanta la Biblioteca Popular Madero, fue rebautizada “Cuadra de los Escritores” merced a una iniciativa de su autoría.
La marea

Ahí está el río
con sus pantorrillas
y sus manos aguadas
trepando por los troncos sorprendidos
ahogando las arañas
el río sin dibujo en el paisaje
de viento y ramas
ensayando el relieve hasta los pájaros

proclamando
su furia y su amenaza
haciendo una pulsera en cada árbol
una pulsera de agua.

El río
invade
y va
y distribuye
su cuerpo de culebra exagerada

visitando las tierras y los montes
actualizando zanjas
ha crecido
hasta el centro de las islas
y les moja la cara
trayendo su amistad hasta los pastos
muy cerca de las casas.

Y es la marea
un caracol gigante
ancho
lleno de patas
un ser nuevo en la boca del paisaje
un monstruo engrandecido
en el pulso de la ola y la resaca.

Los muelles se sumergen
las canoas se escapan
el sol deja en las costas su carrera
y el poeta la espera
y se descalza
y la toma del brazo
y se pasea
por la cintura azul de la mañana
y en la tarde de troncos y jilgueros
le deja su amistad azucarada.

Marea
las islas se hundirán con sus memorias
si tú no las asustas y las cantas
las islas que te esperan tras las lunas
necesitan sus nalgas inundadas
por tu voz de pescado y caracoles
y tu espada de barro y caminata.

Las islas
para ellas tu familia
de palos y de ramas
tu beso hecho de río
tu cicatriz mojada.

Marea
mariposa de agua
posada en las caderas de las islas
enamoradas
la amistad ha iniciado en tus canales
la invasión y la hazaña
y recorre la orilla con su grito
que es alegría y agua
como una fruta oscura
nacida en la raíz de las distancias
ofreces tus ciudades misteriosas
tus redes subterráneas
tu limón con su diámetro jugoso
tu barrosa casaca
e instalas
pisoteando entre los troncos
tu pie descalzo y húmedo en el alma
y yo te subo al canto
y te entrego las llaves de mi casa
porque te necesito
y porque quiero
que todo sea de agua.

(fuente: Amistad en las islas, Buenos Aires, Americalee, 1957)

17 de enero de 2019

El Delta y su poética - Javier Cófreces


Yo no sé nada de ti…yo no sé nada de los dioses o del dios de que naciste / ni de los anhelos que repitieras / antes, aún de los Añax y los Tupac hasta la misma armonía / Nevándote, otoñalmente, la despedida a la arenilla / no sé nada, ni siquiera el punto en que, por otro lado, caerías / del vértigo de la piedra bajo los rayos…

Así comienza el poeta Juanele Ortiz su canto al río Paraná. Son 180 versos en los que dialoga con el caudal de historia fluvial de su paisaje cercano, exponente de la geografía que habitó y en la que construyó su obra. Los versos del autor entrerriano fluyen como la misma corriente del gran río, y lo interroga desde todas las incertidumbres humanas y esa voz se funde en las profundidades para dar origen a una poesía deslumbrante.

Desde allí accedí al ámbito isleño. El Delta para mí fue una resultante poética, y recuerdo perfectamente un hecho epifánico en mi relación con este paisaje. Año 1990, recreo “El tropezón”, donde se suicidara el poeta Leopoldo Lugones en 1934, allí comenzó todo. Con mi mujer habíamos resuelto pasar un fin de semana en la célebre hostería, era pleno invierno. Cada uno llevaría lecturas preferidas para compartir con el otro en voz alta. No había calefacción en las habitaciones y hacía más frío dentro de ellas que a la intemperie. Por la noche nos acercamos a la orilla del Paraná de Las Palmas, llevábamos un viejo farol de kerosene para alumbrarnos. Mi mujer leyó un texto de Yourcenar, yo escogí “Fui al río”, de Juanele, que empieza así: Fui al río y lo sentía / cerca de mí, enfrente de mí. / Las ramas tenían voces que no llegaban hasta mí. / La corriente decía cosas que no entendía… Luego de leer el poema completo arrojé al agua las hojas de papel que lo contenían y el escrito se fue alejando con la corriente.

Al poco tiempo, comenzamos a frecuentar la casa isleña del poeta Alberto Muñoz, “El establo”, en el río Espera. Fueron noches con más lecturas ante una vieja salamandra, en las que descubrimos la poesía de Enrique Urquía, su Rama negra. Más tarde rescataríamos La cimbra y Amistad en las islas, obras que confluyeron junto a Sintaxis del Ibicuy en La islíada, un auténtico compendio de poética isleña, recién publicado en 2015.

También por esos años iniciamos nuestras travesías en canoa, remontamos el río Salado, el Luján, navegamos los cauces interiores del delta del Paraná y nos animamos a cruzar el Gran Río. Luego de esta aventura con Muñoz escribimos Canción de Amor vegetal, publicado en 2006.
Todas estas circunstancias vincularon inexorablemente las islas y el río con la poética. Conformaron mi acceso personal a una región y a un paisaje. Cada cual resuelve su abordaje a una geografía determinada. Mi opción se planteó a través de la poesía, que operó como un auténtico motor fuera de borda, que en 2003 me condujo a “La blanqueada”, una antigua casa isleña ubicada en el arroyo Caraguatá y que compramos antes de que se derrumbara del todo.

La permanencia y la integración definitiva con el hábitat que hasta entonces miraba de afuera, me llevó a establecer un compromiso mayor con la región, y la necesidad de compartir y expresar la experiencia con el río y el paisaje isleño. Fui en busca de toda la literatura existente. El comienzo ineludible resultó el uruguayo Marcos Sastre con su tesoro literario, El tempe argentino. A la misma época, último tercio del siglo XIX, pertenecen las obras de Domingo Faustino Sarmiento y M. Santiago Albarracín. Posteriormente llegarían las evocaciones de Liborio Justo, Haroldo Conti y de una gran cantidad de poetas que le cantaron al Delta durante el siglo XX.

La tarea de recuperación literaria, más la investigación y las experiencias personales, dieron origen a una obra escrita a cuatro manos junto a Alberto Muñoz, Tigre, que publicamos en 2010. Durante cinco años trabajamos en ese libro de 500 páginas, con la intención de aproximarnos a una suerte de tratado isleño polifacético, compuesto de poemas, historias, bestiarios, glosario y apuntes.

Mi profesión de editor me llevó un poco más lejos todavía, la isla ya no sólo me exigía habitarla, navegar sus ríos y escribir acerca de todo eso. Sentí la necesidad de crear un espacio particular para propulsar la literatura isleña y desde el sello que dirijo, Ediciones en Danza, lancé “La biblioteca isleña”, el sitio que con el tiempo irá recogiendo las obras de todos aquellos que se refirieron a la región. En 2016 fueron publicados los tres primeros títulos que inauguraron la colección: El Delta y su antigua fauna, de Félix de Azara; Aguafuertes deltianas, de Roberto Arlt; y Apuntes isleños, de M. Santiago Albarracín. Aspiro a que año a año los títulos y autores se vayan multiplicando. Esta nueva propuesta contó con el apoyo de dos isleños de ley, habitantes de la Segunda Sección, la poeta y docente, Marisa Negri y el artista plástico, Martino. Ambos llevan adelante, junto a la directora Guillermina, la recuperación de la biblioteca isleña Santa Genoveva, instalada en el arroyo Felicaria.

Podrá observarse que en mi caso no hay forma posible de no vincular la isla con la literatura. Cada uno de los abordajes a la región desemboca en más lecturas, más libros, más poesía…

A la vez, me enteré que existe un proyecto que se está construyendo de a poco y que tal vez algún día logre cristalizarse. Se trata de una antología que abarcará la poética del río desde los albores de la patria. No dudo que en sus páginas encontraremos la “Oda al Paraná”, de Manuel José de Lavardén; “El carapachay”, de Martín Coronado; el “Poema de las islas”, de Raúl González Tuñón; “Loa al Río de la Plata”, de Alvaro Yunque; “Río de la Plata en negro y ocre”, de Alfonsina Storni; “Oda a los viejos y grandes ríos”, de Ricardo Molinari; “Cuenca del Pata”, de Francisco Madariaga. Y no debieran faltar decenas de apellidos ilustres que le escribieron a los ríos de la región, Beatriz Vallejos, Oscar Hermes Villordo, Enrique Wilcock, Ignacio Anzoáteguí, Alfredo Veiravé, Cristina Villanueva, hasta llegar a los poetas contemporáneos más recientes, Diana Bellessi, Alicia Genovese, Miguel Gaya, Ana Lia Schifis y Marisa Negri, entre tantos otros.

Por cierto, en la isla encontramos habitantes, permanentes o esporádicos, que valoran su particular naturaleza. Los centenares de ríos, arroyos y canales convierten al territorio en una superficie móvil, susceptible a transformaciones constantes. Están los que eligen esta zona como lugar de esparcimiento náutico. Están los paseantes que disfrutan los recreos de Tigre y contemplan el encanto de los anocheceres, o sus amaneceres neblinosos. También están los que se acercan a esta zona para la práctica de la pesca deportiva. En fin, las opciones de acercamiento al delta son múltiples… A todas ellas les agrego la que elegí por convicción y belleza y que comparto con tantos amigos: la poética. Fue la que más me sedujo, la que logró atraparme para siempre a este paisaje de infinita riqueza que nunca abandonaré.

[FUENTE: https://revistacarapachay.com/2016/08/12/el-delta-y-su-poetica-por-javier-cofreces/]

DELTA DEL TIGRE - Claudia Aboaf



Escribo con los ojos en el río.

Detrás de la ventana, después de escasos árboles que subsisten del monte blanco (troncos de madera clara, flores blancas),  comienzan los bañados: tierra mojada que resiste respirando con un pasto débil. Más adelante, el agua la socava en arroyos y canales que se ensanchan. En el Delta de Tigre los trescientos cincuenta ríos y arroyos de agua ambarina tienen sus propias mareas que no siguen a la luna y, cada tanto ahogan  las islas formadas por depósitos aluviales; acarreos de sedimentos que se fijan con las plantas. Estas islas, sus bordes, no son tierra ni río.

El Delta de Tigre o Delta del Paraná está a sólo 30 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires.

A medida que uno se adentra, las islas son más grandes y van menguando las casas con sus muelles largos para alcanzar el río. Muelles de madera áspera en donde, al final del día, si el tiempo es bueno, los dueños salen de sus casas, como muñecos de reloj cucú para echar un vistazo al agua. Las lanchas colectivas, único transporte popular, siguen siendo de madera y tienen ventanas guillotina que los mismos pasajeros abren o cierran.  Se detienen en los muelles en donde avisa una bandera: un trapo blanco en una caña.

Más adelante, lejos de tierra continental, la anchura ventosa y la profundidad del río Paraná permiten barcos Fellinescos de alturas fuera de toda proporción. Cuando desfilan pesados, cargados de containers apilados unos sobre otros o fondean para pasar la noche, el Delta se achica. Para Marcos Sastre, que publicó en 1858  El Tempe Argentino,  este Delta es comparable con uno pequeño en Grecia custodiado por dioses marinos. Y relacionó al gran río Paraná, que separa el Delta en secciones, con otros ríos: “El rio Paraná, el Nilo del Nuevo Mundo, llamado por algunos el Misisipi de la América del Sud, ha recibido como éste, de los aborígenes, un nombre que expresa su amplitud y magnificencia. Paraná en la lengua guarani, significa padre de la mar, y Misisipi, en la de los Natchez, padre de las aguas “.

Las aguas son calmas,  apenas agitan los juncos y acarrean sedimentos que se asientan en los bordes tejidos haciendo crecer las islas.  En la noche se navega mejor sin faros, hay que dejar que los ojos se acostumbren a los matices oscuros. Este territorio de agua impulsó pensamientos febriles y mucha imaginación, como a Sarmiento, presidente argentino y escritor: “…Las islas del Paraná son la Delta de un gran río. Están formadas de un resto informe aún del barro de que Dios hizo el mundo.” Quería inventar el Delta. Como si él mismo pudiera formar con barro un nuevo superhombre para esta región maleable.  Por un tiempo logró que vinieran los gringos: los vascos en el Carabelas, Paicarabí y Canal Cinco; franceses en el Toro, Torito, Espera y Esperita, genoveses en Canal Alem, alemanes en las islas del Ibicuy, donde además había polacos, griegos, húngaros, checos, rusos,  holandeses en el Carapachay; éstos terminaron con el jaguar que se transportaba silencioso en las corrientes y comía sus gallinas. Hizo leyes de ocupación de la tierra,  trazó rutas de navegación seguras, creyó en la integración del isleño y el gringo, convenció a sus amigos de que gastaran aquí su plata. Auguró exportaciones épicas.  A medida que se extendió el “mal del sauce”, los brazos caídos del que pierde el entusiasmo y, los isleños que no padecían ningún mal pero no cambiaron su ritmo de trabajo, todos se olvidaron del Delta. Entonces y ahora alguno viene a esconderse: es refugio para la marginación social, sexual y política del mundo urbano.


Esta jurisdicción líquida que nunca es la misma como no lo es el agua del río,  dibuja una cartografía maleable como elemento. No fue la locación de mi niñez. Hace pocos años puse mi escritorio delante del río marrón de aguas quietas como escribe Borges en su Atlas: “Ninguna otra ciudad, que yo sepa, linda con un secreto archipiélago de verdes islas que se alejan y se pierden en las dudosas aguas de un río tan lento que la literatura ha podido llamarlo inmóvil”. El río resultó un imán para atraer pensamientos líquidos, en oposición a ideas “tierrafirmistas” de un mundo material y cotidiano. Una literatura sin límites donde se disuelve lo sólido, mezcla visiones y fantasía. Ideas amorfas que horadan hasta que las escribo. Las condiciones en el Delta  se asemejan al río de Heráclito. 

 Borges, Son los Ríos:
“…Somos la famosa
parábola de Heráclito el Oscuro.
Somos el agua, no el diamante duro,
la que se pierde, no la que reposa.
Somos el río y somos aquel griego
que se mira en el río. Su reflejo
cambia en el agua del cambiante espejo…”

En el agua ambarina, se ocultan peces y plantas que generan pequeños remolinos en la superficie. Desde mi llegada, al igual a un escritor que recorre el territorio para ilustrar su próxima novela;  la curiosidad y una dinámica atracción me llevaron a nadar en estas calles acuáticas. Son mi pileta de natación larga. Primero nado a contra corriente para usar la fuerza de la mañana y después dejándome en la lenta deriva.  Con los ojos al filo del extendido de agua marrón (los ojos en el río) y atentos a los márgenes y la vegetación, de tanto en tanto me cruzo con alguna víbora verde y negra que nada muy bien. Sobrepaso islotes de camalotes, balsas de animales pequeños que viajan en la corriente. El río pardo oculta vida y el roce de algo que no será visto suscita un grito. Nado a veces en un pasillo entre la orilla de ceibos florecidos con ramas retorcidas que tocan el agua y bloques de camalotes con varas lila. Es mi nueva ciudad habitada. Escribo de tarde y,  en el invierno recreo las inmersiones.  Empapada de Delta,  el territorio líquido se impone en mi novela El Rey del Agua. El isleño silencioso no interrumpe cuando pasa en su canobote que ni siquiera parte el agua con su estela.

Lleno de arroyos sin salida, las aguas suben y bajan hasta dos veces por jornada inundándolo todo. Cada día no se sabe qué esperar y la incertidumbre cambia el texto, lo desvía. La invención provoca la deriva del relato y el registro amplificado permite ver los pliegues de la bruma que aparece en la mañana.  Podría decirse un territorio emocional como define Almudena Grandes a la literatura. El territorio líquido puede ser inasible y de memoria silenciosa, proscripto por los mismos isleños que no cuentan nada. En el Delta de Tigre o del Paraná, brazos de ríos con forma triangular, hay historias estancadas, como los barcos semihundidos,  y se circula lento,  sin instrucciones,  a la manera de agua.  Me pregunto cómo será escribir en el desierto.


[fuente: http://continuidaddeloslibros.com/claudia-aboaf-territorio-liquido/]

16 de enero de 2019

Juan Bautista Alberdi - Impresiones en una visita al Paraná


Yo no sé si este sentimiento es común, pero nunca he podido pararme en las orillas de un río, sin sentirme poseído de no sé qué ternura vaga, mezclada de esperanzas, recuerdos, memorias confusas y dulces. He tenido envidia de preguntar a las aguas que pasaban de qué regiones procedían y a dónde iban. Las he visto pasar con envidia, porque yo amo todo movimiento. Me ha parecido que iban a otros climas más felices. Las playas de los ríos han sido siempre una musa, un germen de inspiraciones para mi alma, como para los estados un manantial de progresos. Y yo reconozco en este instinto algo de justo. Estas agua s que he visto pasar llevan un destino grande, van a engrosar el vehículo poderoso de la libertad y de la sociabilidad humanitaria: el océano. El océano es la unidad, el progreso, la vida misma del espíritu humano. Sin este lazo divino no fuera un solo y mismo hombre que vive siempre y progresa continuamente. Agotar los mares fuera sumir las naciones en la servidumbre y la barbarie. La libertad moderna de la Europa, es natural de una isla. La libertad como los cisnes y las musas ama las orillas de las aguas. Si las antiguas musas habitaron los bosques, las musas del día buscan los ríos y los mares. Hijas de la libertad y del progreso, aman la cuna de sus padres.

Un poeta americano ha hecho bien en pintar las facciones del desierto. Estas pinturas a más de un interés de curiosidad, reúnen el interés social. Aunque el desierto, no es nuestro más pingüe patrimonio, por él sin embargo, debe algún día, como hoy en Norte América, derramarse la civilización que rebosa en las costas. El arte triunfará de nuestros desiertos mediterráneos, pero antes y después de la venida del arte, las costas del Paraná y del Plata serán la silla y el manantial de la poesía nacional...

Aunque el arte actual no sea la expresión ideal de la vida social, la profecía del porvenir, él no podrá profetizar un porvenir inmenso a la sociedad americana, sin darle un teatro adecuado, y este teatro no podrá ser otro que el borde de nuestros opulentos ríos. El egoísmo humano ha dicho Río de la Plata, queriendo decir: río de la libertad, de la prosperidad, de la vida. El Río de la Plata es hijo de dos ríos de poesía y de gracia, como para dar a entender, que la libertad y la opulencia de los pueblos son hijos de las musas. Es a la faz de estas aguas famosas, en las márgenes del Paraná, donde yo escribo estas impresiones, que sus encantos producen en mi alma. He venido en busca de mi vida que sentía aniquilarse, como la voz humana en el silencio del desierto. El desierto es como nuestra vida, como nuestra voz, y si nos deja, la vida nos lleva el contento. La música es una revelatriz sincera de los secretos del alma, y para sondear el estado íntimo de los habitantes de nuestros campos solitarios, basta fijarse en el acento de sus melodías: son llantos de peregrinación y de soledad. Me he sentido renacer de un golpe a la vista celestial del Paraná. Lo he visto por la primera vez en una tarde apacible; se levantaba, la luna, no como un objeto del cielo, sino como parte de las aguas, como flor luminosa que volaba a los cielos. Dejé caer una sonrisa involuntaria: la extrema belleza infunde un sonreír inefable. Me quedé repitiendo: ¡Qué gracia! ¡Qué belleza! ¡Qué majestad! Me acordé al momento de Lamartine, de Chateaubriand, de Didier, de todos los grandes pintores de la naturaleza. Si se viesen donde yo me veo, mudo de admiración me decía, qué Paraná no veríamos manar de sus plumas.

Aquellos bosques que nuestros campos echan de menos, y que los ojos buscan en vano a la vista de llanuras inmensas, han venido a colocarse en medio de las aguas. Bosques encantados, jardines flotantes, paisajes que la poesía no habría columbrado en sus sueños divinos.

Entre tanto estos sitios duermen aún en brazos de un poético misterio. Este teatro espléndido, obra inédita del Creador está sin duda destinado al porve nir del mundo: los siglos de oro duermen bajo estas olas argentinas; siglos nunca vistos, piden lugares no conocidos como los peces de oro, que parten en silencio las ondas diáfanas, así las masas infantes del Paraná, ríen, juguetean y saltan con un cuidadoso silencio, como si temiesen comprometer el porvenir del mundo, revelando prematuramente, el teatro en que debe desplegarse un día.

Aturde mis oídos el torrente estrepitoso de buques de vapor que suben y bajan la inmensa riqueza de nuestra industria. Confunde mis ojos la infinidad de banderas amigas que pululan sobre nuestras aguas. Yo admiro, en fin, la vida, la actividad, la abundancia, derramarse con profusión maravillosa, con una observancia inconcebible. Me imagino una atmósfera nueva, un mundo desconocido, leyes, instituciones, ideas, formas que hoy sólo viven en las especulaciones honradas del genio; oigo hablar del siglo XIX como hoy de la Edad Media, oigo hablar de la Europa actual, esta Asia moderna, como hoy del Oriente y de la Asia primitiva. Y todavía oigo la voz infatigable de la filosofía, que profetiza y concibe tiempos y mundos más avanzados y perfectos todavía.

(fuente: Juan Bautista Alberdi, Viajes y descripciones [1810-1884] – Buenos Aires, Jackson, 1949)


“Desarrollar un mundo en germen”: Domingo Faustino Sarmiento en el Delta

Sarmiento profeta. Al mando de una nave míticamente representada, como un Jasón al frente de los argonautas, como colono hacia una Nueva Jerusalén, Sarmiento alucina una utopía vegetal de plantas útiles e introduce el mimbre en el Delta. Profética, su palabra anuncia un futuro de modernización técnica, según la cual la exuberancia de la naturaleza junto al trabajo de los seres humanos harán realidad esa tierra de abundancia y prosperidad que los guaraníes, primeros pobladores de las islas, soñaron bajo la forma de “la tierra sin mal” −donde las flechas cazan solas, las cosechas crecen espontáneamente, los viejos se vuelven jóvenes−.  El sanjuanino ha soñado su camino hacia la tierra sin mal, y habla para pronunciar la utopía del colono, eventualmente orgulloso del éxito inicial de su prédica: “nunca principió colonización bajo más notables auspicios, nunca la poesía del porvenir conmovió a tantos espíritus positivos” (p. 75).  El verbo de Sarmiento es la poesía del porvenir, se enlaza con “los profetas del Carapachay” y abreva en la promesa mesiánica de los tupí-guaraníes: “El vapor América va al descubrimiento de un vellocino de oro, de un país que se llamaría Utopía si no tuviese ya el nombre guaraní del Carapachay, país encantado que todos han visto en los ríos y nadie conoce; país de sueños, realidades, y de poesía metálica, de felicidad y mosquito; Venecia Estado; Estado programa; Holanda sin diques, y tierra de promisión mejor que aquella a que llevó Moisés a su pueblo, que era un desierto” (pp. 88-89).


Sarmiento pionero. La fascinación de Sarmiento por las islas del Delta es una forma singular de su fascinación general por la barbarie, y vibra en estas páginas con la misma intensidad que en el Facundo, su obra maestra. La barbarie aparece en principio bajo aspectos negativos, como suma de obstáculos y bloqueos al avance de un proceso civilizatorio llamado a elevar al Delta al esplendor de una Venecia o de una Holanda. En principio, como polo opuesto de la civilización, la barbarie es considerada por Sarmiento de una manera estrábica: un ojo puesto en los modelos literarios y políticos extranjeros (civilización, orden), el otro apuntando a lo local todavía inmaduro, informe (barbarie, desorden). “Acabemos con este desorden, creando aquí elementos de orden, esto es, población, familia, intereses, estabilidad” (p. 129). Es la lógica del trasplante de árboles útiles de procedencia foránea (“las más exquisitas variedades frutales de Europa”, p. 92; mimbre, p. 69), la lógica del viaje importador de discursos, ideas e instituciones de Europa o de Estados Unidos, que Sarmiento ha visitado. Desde esta perspectiva, la analogía es el recurso privilegiado a la hora de narrar la barbarie. La geografía de las islas se describe como un Nilo o un Mississipi, el paisaje se asimila a la desembocadura del Indo o del Ganges, el isleño se compara con un pionero (pioneer) norteamericano que, a la manera de las novelas de vaqueros de Fenimore Cooper (predilectas de Sarmiento), puebla esforzadamente una región caracterizada como “el Far West a las puertas de Buenos Aires” (p. 92).

Sarmiento cartógrafo de la barbarie. Pero también hay momentos en que Sarmiento presenta otra forma de comprensión de la barbarie. Como un viajero que se interna en la espesura, el escritor se embarca en una exploración detallada de los aspectos geográficos, económicos, jurídicos y culturales que hacen peculiar a una zona a mitad de camino entre tierra y agua, que le presenta un enigma a desentrañar. Se trata de una barbarie que emerge con el peso de una realidad densa y misteriosa, con leyes propias que sólo pueden conocerse por la experiencia directa de quien, como él, ha explorado esas tierras y esas aguas en primera persona. Destellos del mejor Sarmiento fulguran en las notas de El Carapachay cuando el escritor se interna en un viaje a la isla Martín García, por ejemplo, “con el ánimo de ver con los ojos las islas que sólo conocíamos hasta entonces por el estudio y la inducción”, dedicado a “exploraciones, interrogatorios y colección de datos” (p. 63); o cuando profundiza en los determinantes específicos de la “barbarie” isleña, que pueden sintetizarse en tres diferencias distintivas.
En primer lugar, el Río de la Plata no es el Támesis, ni el Nilo, ni el Mississipi; se caracteriza por ser un río peligroso y dinámico, con particular tendencia a la hostilidad. Sarmiento dice de él que “sus aguas son traidoras, sus costas desguarnecidas, río tan sin costumbres, o de tan malas, si costumbres tiene, no es para confiarse a sus olas” […] “El Río de la Plata que nos da nombre es a causa de su mala conducta poco querido de las poblaciones. Puede ser majestuoso cuanto quieran; pero no es sociable, será útil, pero de agradable nada tiene” (p. 112).
En segundo lugar, el Delta configura un territorio anómalo, reticente a la cartografía y proclive al mal de las grandes distancias, la dispersión. La tierra en las islas resulta imposible de medir con las reglas de la agrimensura tradicional: “Todos los sistemas conocidos de distribución de la tierra fallan en su aplicación a las islas de la Delta del Paraná. […] La isla tiene formas singulares, irregulares y aun ignoradas” (p. 81). “Las islas en general no tienen superficie, y esto es lo que desconcierta los cálculos de los agrimensores, […] sin que en toda la extensión de las islas encuentren una extensión de tierra que se asemeje al continente” (p. 116). Son tierras que se hallan “siempre bajo el dominio de la constante fluctuación de las aguas” (p. 117); “son las aguas el agente más destructor que se presenta a nuestros ojos, sin que las rocas más duras resistan a su acción disolvente” (p. 51)
En tercer lugar, tratándose de un suelo en constante mutación, el concepto mismo de “propiedad de la tierra” debe redefinirse al aplicarse al territorio isleño, dado que debe incorporar la cuota del trabajo humano necesario para que la propiedad subsista, se vuelva efectiva. “Las islas son la obra del hombre” (p. 110). La tierra que un ser humano posee en el Delta es directamente aquella que puede proteger y valorizar con su trabajo frente a la dinámica disgregadora de las corrientes de agua o de la presión vegetal de la jungla. “La Pampa puede ser poseída ya para labrarla o dejarla inculta, siempre es espontáneamente productiva. No así las islas. La tierra está cubierta de malezas agrias y tenaces siendo imposible marchar siquiera entre ellas, […] la exuberancia de la naturaleza reproduce las yerbas instantáneamente, apenas taladas” (p. 83).
En el cruce de estos tres rasgos se talla el perfil propio del carapachayo, modo en que Sarmiento se refiere al isleño: “la etimología de la palabra guaraní significa hombre trabajado, cara arrugada, algo que indica labor, sufrimiento, rudeza” (p. 58). “Es anfibio, come pescado, naranjas y duraznos, y en lugar de andar a caballo como el gaucho, boga en chalanas en canales misteriosos y apenas explorados”, “corta leña, da caza a los tigres” (p. 57). Formado en el sentido de las mareas, acostumbrado a un horizonte espacial irregular y dinámico, ligado al suelo en un esfuerzo constante por contrarrestar las potencias impetuosas de la naturaleza, su saber nos recuerda a las figuras del baqueano o del rastreador en el Facundo: hay “callejuelas desusadas, caminos de atraviesa y vericuetos cuya existencia conoce el carapachayo, y cuyo tránsito depende de la marea, la hora, un árbol caído u otro accidente” (p. 71). “Aquella vida y estas escenas, la locomoción por agua, los canales tortuosos e ignotos, una independencia de bucaneros y la habitación nómade en dominios tan extraños, dilatados y solitarios dan un carácter especial al carapachayo y originan aventuras, costumbres y sucesos singulares” (p. 58).

Sarmiento político. Correlativamente con este territorio salvaje, renuente a la cartografía y a la circulación, los conflictos jurisdiccionales desembocan frecuentemente en litigios sobre la propiedad. La madeja de la barbarie se teje principalmente en el vacío legal e institucional en que se halla la zona, principalmente respecto de la delimitación de los bienes. El secreto de la barbarie isleña radica en la ausencia de decisión política para regular los conflictos territoriales, “el laberinto de las posesiones”. La forma de revertir el desorden isleño consiste en intervenir principalmente sobre el vacío legal referente a la apropiación, formulando el criterio de la ocupación efectiva consistente en “el trabajo como título de propiedad”. Pero además de las normativas jurídicas, se trata de enlazar a los habitantes dispersos de las islas e incluirlos en el relato argentino: “dar unidad a aquella población diseminada en leguas y leguas de canales, de toda nacionalidad, sin ningún hábito ni idea que se parezca a las de tierra” (p. 110).
Sarmiento aparece como el mediador entre la barbarie y la civilización: conoce la biblioteca europea, enarbola la modernización como un profeta secularizado de la idea técnica, pero también se muestra como un pionero carapachayo que domina el saber (irregular, dinámico) de la barbarie isleña. Conoce ambos códigos, y por eso es el más indicado para realizar su traducción. Sarmiento enlaza su labor de narración de la barbarie con el llamado a una intervención política destinada a regularla, “narración de lo que desde entonces hasta aquí se ha hecho, que es inmenso, y lo que puede y debe hacerse de parte de las autoridades para desarrollar un mundo en germen, y que no pide sino el mandato de la ley y una administración inteligente para transformar desiertos en campiñas y hacer brotar, como por encanto, riquezas, ciudades, bosques, agricultura y agricultores, provisión e mercados y vistas deliciosas” (p. 64).

Sarmiento isleño. La obra concluye con una apología de la vida isleña y una extensa denuncia de la indiferencia extranjerizante de Buenos Aires ante “un mundo en germen” que asoma a espaldas de la ciudad. Refiriéndose a los porteños, afirma que “tiene de notable este pueblo su reconcentración en la ciudad, cual si la tuviera por cárcel, y esta singular situación afecta sus ideas y le crea preocupaciones y males” (p. 130). Por eso mismo Samiento recomienda −a título de “consejos de un provinciano”− que se extienda un tren a zona norte para que el porteño “salga y se esparza por las campañas, respire aires del campo, y vea toda la desnudez, toda la barbarie que lo rodea. Los pulmones se fortificarán, al mismo tiempo que el horizonte de sus ideas se extenderá” (p. 136). En una carta enviada a su nieto, reproducida en el prólogo a la primera edición de El Carapachay, Sarmiento le cuenta que “la juventud dorada de Buenos Aires no sabría sentir estos goces acres de arrancarse a la vida civilizada y en el intervalo de pocas horas sepultarse entre las espesuras de las malezas de las islas, abrirse paso, machete en mano, por entre el enmarañado laberinto de las enredaderas, sentir sudor caliente corriendo a chorros y la sangre en las manos clavadas y rasguñadas por las espinas, comer como lo exige la reparación de las fuerzas así derrochadas […] y volver a casa, después de tres días de haber sido divinamente bruto, a hacer las muecas de la vida civilizada” (p. 38).

G. L.

14 de enero de 2019

Cecilia Estalles - Fotografías

Siluetas de río, de la espera, del tránsito. De la fiebre, del remanso. Renegados, cogotudos, madereros, despechados. Retratos peliagudos, secos, de flujo tardo. El río y su arrastrar deseos, penurias parcas, intrigas masculladas en la cabina de un lanchón, en el bote maltrecho. El hombre en su condición natural, la de la espera, avanzando, en rumbo ingobernable, por más mano en timón que haya.
Sebastián Russo
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Nací en pleno verano del 82, casi Guerra Malvinas, en Carapachay, Buenos Aires, Argentina. A los 19, empecé a estudiar fotografía y a los 22, me sumé a la fundación PH15, como laboratorista y docente. En paralelo seguí estudiando fotografía con artistas: Alberto Goldenstein, Augusto Zanela, Fabiana Barreda y Julieta Escardó. A lo largo del tiempo, participé y expuse mis fotografías en diversos lugares, en Bienal Arte x Arte, Bienal Bahia Blanca, Salón Nacional, Galería Big Sur, Festival de la Luz, etc. Soy co-fundadora de M.A.f.I.A. (Movimiento Argentino de Fotografxs Independientes Autoconvocadxs) (Cecilia Estalles)
[FUENTE: https://revistacarapachay.com/2015/05/25/310/]