Escribo con los ojos en el río.
Detrás de la ventana, después de escasos árboles que subsisten del monte blanco (troncos
de madera clara, flores blancas), comienzan los bañados: tierra mojada
que resiste respirando con un pasto débil. Más adelante, el agua la
socava en arroyos y canales que se ensanchan. En el Delta de Tigre los
trescientos cincuenta ríos y arroyos de agua ambarina tienen sus propias
mareas que no siguen a la luna y, cada tanto ahogan las islas formadas
por depósitos aluviales; acarreos de sedimentos que se fijan con las
plantas. Estas islas, sus bordes, no son tierra ni río.
El Delta de Tigre o Delta del Paraná está a sólo 30 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires.
A medida que uno se adentra, las islas son más grandes y van menguando las casas con sus muelles largos para alcanzar el río. Muelles de madera áspera en donde, al final del día, si el tiempo es bueno, los dueños salen de sus casas, como muñecos de reloj cucú para echar un vistazo al agua. Las lanchas colectivas, único transporte popular, siguen siendo de madera y tienen ventanas guillotina que los mismos pasajeros abren o cierran. Se detienen en los muelles en donde avisa una bandera: un trapo blanco en una caña.
Más adelante, lejos de tierra continental, la anchura ventosa y la profundidad del río Paraná permiten barcos Fellinescos
de alturas fuera de toda proporción. Cuando desfilan pesados, cargados
de containers apilados unos sobre otros o fondean para pasar la noche,
el Delta se achica. Para Marcos Sastre, que publicó en 1858 El Tempe Argentino,
este Delta es comparable con uno pequeño en Grecia custodiado por
dioses marinos. Y relacionó al gran río Paraná, que separa el Delta en
secciones, con otros ríos: “El rio Paraná, el Nilo del Nuevo Mundo,
llamado por algunos el Misisipi de la América del Sud, ha recibido como
éste, de los aborígenes, un nombre que expresa su amplitud y
magnificencia. Paraná en la lengua guarani, significa padre de la mar, y
Misisipi, en la de los Natchez, padre de las aguas “.
Las
aguas son calmas, apenas agitan los juncos y acarrean sedimentos que se
asientan en los bordes tejidos haciendo crecer las islas. En la noche
se navega mejor sin faros, hay que dejar que los ojos se acostumbren a
los matices oscuros. Este territorio de agua impulsó pensamientos
febriles y mucha imaginación, como a Sarmiento, presidente argentino y
escritor: “…Las islas del Paraná son la Delta de un gran río. Están
formadas de un resto informe aún del barro de que Dios hizo el mundo.”
Quería inventar el Delta. Como si él mismo pudiera formar con barro un
nuevo superhombre para esta región maleable. Por un tiempo logró que
vinieran los gringos: los vascos en el Carabelas, Paicarabí y Canal
Cinco; franceses en el Toro, Torito, Espera y Esperita, genoveses en
Canal Alem, alemanes en las islas del Ibicuy, donde además había
polacos, griegos, húngaros, checos, rusos, holandeses en el Carapachay;
éstos terminaron con el jaguar que se transportaba silencioso en las
corrientes y comía sus gallinas. Hizo leyes de ocupación de la tierra,
trazó rutas de navegación seguras, creyó en la integración del isleño y
el gringo, convenció a sus amigos de que gastaran aquí su plata. Auguró
exportaciones épicas. A medida que se extendió el “mal del sauce”,
los brazos caídos del que pierde el entusiasmo y, los isleños que no
padecían ningún mal pero no cambiaron su ritmo de trabajo, todos se
olvidaron del Delta. Entonces y ahora alguno viene a esconderse: es
refugio para la marginación social, sexual y política del mundo urbano.
Esta jurisdicción líquida que nunca es
la misma como no lo es el agua del río, dibuja una cartografía
maleable como elemento. No fue la locación de mi niñez. Hace pocos años
puse mi escritorio delante del río marrón de aguas quietas como escribe Borges en su Atlas:
“Ninguna otra ciudad, que yo sepa, linda con un secreto archipiélago de
verdes islas que se alejan y se pierden en las dudosas aguas de un río
tan lento que la literatura ha podido llamarlo inmóvil”. El río resultó
un imán para atraer pensamientos líquidos, en oposición a ideas
“tierrafirmistas” de un mundo material y cotidiano. Una literatura sin
límites donde se disuelve lo sólido, mezcla visiones y fantasía. Ideas
amorfas que horadan hasta que las escribo. Las condiciones en el Delta se asemejan al río de Heráclito.
Borges, Son los Ríos:
“…Somos la famosa
parábola de Heráclito el Oscuro.
Somos el agua, no el diamante duro,
la que se pierde, no la que reposa.
Somos el río y somos aquel griego
que se mira en el río. Su reflejo
cambia en el agua del cambiante espejo…”
parábola de Heráclito el Oscuro.
Somos el agua, no el diamante duro,
la que se pierde, no la que reposa.
Somos el río y somos aquel griego
que se mira en el río. Su reflejo
cambia en el agua del cambiante espejo…”
En el agua ambarina, se ocultan peces y
plantas que generan pequeños remolinos en la superficie. Desde mi
llegada, al igual a un escritor que recorre el territorio para ilustrar
su próxima novela; la curiosidad y una dinámica atracción me llevaron a
nadar en estas calles acuáticas. Son mi pileta de natación larga.
Primero nado a contra corriente para usar la fuerza de la mañana y
después dejándome en la lenta deriva. Con los ojos al filo del
extendido de agua marrón (los ojos en el río) y atentos a los márgenes y
la vegetación, de tanto en tanto me cruzo con alguna víbora verde y
negra que nada muy bien. Sobrepaso islotes de camalotes, balsas de
animales pequeños que viajan en la corriente. El río pardo oculta vida y
el roce de algo que no será visto suscita un grito. Nado a veces en un
pasillo entre la orilla de ceibos florecidos con ramas retorcidas que
tocan el agua y bloques de camalotes con varas lila. Es mi nueva ciudad
habitada. Escribo de tarde y, en el invierno recreo las inmersiones.
Empapada de Delta, el territorio líquido se impone en mi novela El Rey del Agua. El isleño silencioso no interrumpe cuando pasa en su canobote que ni siquiera parte el agua con su estela.
Lleno de arroyos sin salida, las aguas
suben y bajan hasta dos veces por jornada inundándolo todo. Cada día no
se sabe qué esperar y la incertidumbre cambia el texto, lo desvía. La
invención provoca la deriva del relato y el registro amplificado permite
ver los pliegues de la bruma que aparece en la mañana. Podría decirse
un territorio emocional como define Almudena Grandes a
la literatura. El territorio líquido puede ser inasible y de memoria
silenciosa, proscripto por los mismos isleños que no cuentan nada. En el
Delta de Tigre o del Paraná, brazos de ríos con forma triangular, hay
historias estancadas, como los barcos semihundidos, y se circula
lento, sin instrucciones, a la manera de agua. Me pregunto cómo será
escribir en el desierto.
[fuente: http://continuidaddeloslibros.com/claudia-aboaf-territorio-liquido/]
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