Lo primero que hice al llegar fue tirarme al río y ponerme a nadar. El aire estaba quieto. Hacía un calor aplastante que ejercía presión sobre las cabezas, incluso en el agua sentía calor.
La corriente estaba detenida, el río parecía un estanque. En un momento empezó a correr en la misma dirección en la que nadaba. Al principio lo hizo levemente, como si se inclinara un poco y me ayudara con reserva, con cierta reticencia. Avancé llevada por ella y cada vez se fue haciendo más fácil. Veía pasar las casuarinas y los sauces de la costa como si alguien los tirara de atrás y se los llevara. Cuando giré para volver, la corriente me empujó con fuerza. Había recrudecido y me arrastraba. Casi no podía avanzar. Nadaba con todas mis fuerzas pero me costaba dejar atrás la misma casuarina, que permanecía erguida y expectante ante mi tendencia a quedarme ahí. Si bajaba un poco el ritmo, la corriente me empujaba para atrás, con fuerzas renovadas.
Llegué al muelle de la casa bastante tiempo después, muerta de cansancio. Fernando me dijo que estaba preocupado, aunque no se había movido del jardín. A veces la preocupación es solamente algo que nos acompaña, como una música. Los tábanos me picaban fuerte, así que corrí a secarme.
Un pájaro enorme bajó y caminó cerca de la orilla del río. Le dije a Fernando: Mirá esa gallina toda negra. Él me corrigió con mal tono. No era una gallina, era una pava del monte. La pava remontó vuelo a los gritos y se escondió en un árbol al otro lado del río. Parecía muy molesta conmigo. Fernando también, por haberla espantado.
A la mañana siguiente me despertó la pava del monte con sus gritos desaforados, nerviosos. Todo le molestaba. Me levanté y me senté a desayunar en la galería. Los jejenes me atacaban sin pausa. Volaban sobre mi cabeza y me picaban el cuero cabelludo. Eran ínfimos puntos negros, prácticamente invisibles, pero fuertes y sanguinarios cuando mordían mi cabeza.
Vino un vecino y nos dijo que río arriba se había caído una oveja al agua y que iba a llegar flotando. Estuve el resto de la tarde mirando el río y creyendo ver la oveja. Cada bulto que pasaba me parecía ella. Quería que pasara y se fuera. No quería topármela mientras estuviera nadando. Era un miedo que siempre tenía al nadar: encontrar algo muerto debajo o flotando en el agua marrón. Fernando decía que mi fantasía tenía que ver con tantas películas policiales que veía, que tenía la cabeza llena de esas boludeces.
El día pasó sin rastros de la oveja. No me metí a nadar porque estaba muy impresionada por su presencia en el agua. De pronto el río me parecía sucio.
La hora de los jejenes me fue llevando hacia la casa.
Al día siguiente me despertaron nuevamente los gritos malhumorados de la pava de monte. El río corría hacia la desembocadura. Me alegré al pensar que la oveja habría pasado durante la noche. Que ya fuera de día me hacía ver su paso como algo lejano. Les pregunté a los vecinos si la habían visto. A pesar de que todos habían estado pendientes, nadie había llegado a verla. Había pasado silenciosa, solitaria, en la intimidad de la noche y se había perdido en la enormidad del río. Me dio ternura ese pudor, como si ella misma hiciera su propio duelo.
Estaba segura de que la corriente ya había lavado todo. No sé por qué pensaba que la contaminación estaba en el agua como si fuera un bote que pasa y se va.
A la tarde me tiré a nadar. Nadé hasta la otra orilla. Cuando estaba por llegar, miré hacia adelante. Y la vi. Ahí estaba, delante de mí, a pocos metros, yéndose lentamente. Iba recostada sobre la superficie del río, volcada hacia un lado, como echada sobre el pasto, descansando. Grité: ¡La oveja, la oveja! Fernando llegó corriendo hasta la orilla. Me gritó que saliera. Nadé rápido, con desorden y velocidad, tragando agua. Salí disparada del río. Los tábanos me picaban pero yo me quedé mirando cómo la oveja desaparecía por la curva, sin prisa, en su camino hacia el río abierto. El agua parecía tierra firme y ella parecía dormida.
Las nubes atravesaban el cielo y se escondían detrás de los árboles de la costa de enfrente. Pasaban rápido, como si huyeran en estampida de un peligro que les pisara los talones. Pasaban y se iban, como si todo el cielo se moviera con ellas, escapando de algo más misterioso y amenazante que él mismo.
Más tarde la oveja apareció otra vez, entrando desde la curva. Al verla sentí un golpe seco en el cuerpo. El río la traía de vuelta en la misma, exacta, posición. En un momento la corriente paró y la oveja se quedó detenida. Todavía mantenía su forma, pero había algo perturbador. Por dentro o por debajo la descomposición trabajaba en las sombras, desparramando los desechos en el agua. Un rato después la oveja empezó a moverse otra vez hacia la curva. Rogué que esa vez se fuera definitivamente.
Me quedé en el muelle el resto de la tarde. Vigilaba su regreso. Siempre me quedaba mirando lo que no quería ver y después tenía pesadillas. No quise contarle a Fernando qué hacía ahí. Cuando la corriente cambió, pensé que la iba a volver a ver. Cada cosa que aparecía por la curva me sobresaltaba. Me daba miedo verla descompuesta, pudriéndose; pero también me daba miedo verla igual, recostada como si nada estuviera pasando, como si la muerte se ocultara en una cáscara de normalidad. Por suerte la oveja no apareció. Los mosquitos aprovecharon mi quietud y me picaron por todos lados.
A la noche un vecino nos dijo que había aparecido en la playita de una casa cercana, del otro lado de la curva. Él la había empujado nuevamente al agua. Nos dijo que estaría yendo y viniendo porque debido a la corriente y a los recodos no terminaba de agarrar el camino que la llevaba a río abierto. Quién sabe cuántas veces había pasado en todo este tiempo, durante la noche, durante la siesta. Temí que nunca se fuera, que se desintegrara así, ante nuestra vista, impúdica, deshaciéndose poco a poco, como un decaimiento, como el atardecer de un día de otoño.
Cecilia Ferreiroa nació en La Plata. Es Licenciada en Letras y Profesora en Letras por la Universidad de Buenos Aires y se desempeña como docente de lengua y literatura. Ha publicado algunos cuentos en diversos suplementos literarios. A su vez, su cuento La hija ha sido premiado en el Concurso Itaú de Cuento Digital y ha sido publicado en una antología digital. El mismo cuento ha sido publicado en diversas revistas o suplementos literarios: en el suplemento literario del diario El Liberal, de Santiago del Estero (http://www.elliberal.com.ar/ampliada.php?ID=102640) y en la Revista Letralia, (http://www.letralia.com/300/letras11.htm).
FUENTE: https://revistacarapachay.com/2015/10/01/la-oveja-por-cecilia-ferreiroa/
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