1786
—¿Y para qué quiere el Cabildo quinientas plantas
de laurel, si se
puede saber? —preguntó Josefa León, sin dejar de
pelar papas.
—¿Qué importa? si habrán de pagarlas y muy bien —contestó
Paco
Gomes, mientras reparaba el mango roto de una pala
de punta.
— Habemos un solo árbol de laurel…
—No es el que se usa en la cocina, es el silvestre,
en los montes hay
mucha manera, crecen como en matojos.
—Luego, ¿pero para qué son?
—Para formar calles, por los festejos por recibir
el Real Sello.
—¿...? Mira, yo no voy tan menudo como tú a la
ciudad, espabílame.
—…se reciben las láminas con las armas del rey,
mujer, pues volvemos
a tener Real Audiencia, han solicitado al puerto,
pueblo de Las
Conchas, plantas bien pobladas de ramaje y altura
regular para los festejos,
pues vuelve a instalarse la Audiencia Pretorial. —Todavía
le sonaba
raro lo de “pueblo” de Las Conchas, aún diez años
después.
—Bien, pues aprovecha para traer unas rajas de leña
—dice, prestando
poca atención a la respuesta.
—¡Pero si ayer he traído…
—¡Sí, cardos! que me ahúman la cocina y los
pulmones. Trae un poco
de leña de la buena, de la que vendemos en la
ciudad.
—Pues sí, pues sí ¡hasta mañana! —replica Paco
mientras sale de la
casa.
Paco revisa los arneses y frenos de los bueyes, las
ruedas del carretón;
pone un buen almohadón en el asiento, y en el
momento en que va a
dar la orden de partida a los animales, aparece
Josefa corriendo con un
canuto de caña en la mano…
—Lleva de camino esto a don Quispe, el curandero,
que hace días
que estoy mala.
—¿A quién?
—Al curandero del Monte Grande, que revise mi orina
y me dé una
hierba curativa.
Sin más, luego de tomar el canuto y guardarlo en un
cajón bajo el
asiento, Paco hizo un chasquido y los bueyes
comenzaron a moverse. Al
son del chirriar de los ejes y con las primeras
luces de ese primer sábado
de agosto, cruzó el sembradío de trigo de
primavera, luego el de maíz, y
enfiló hacia los montes de talas y durazneros. Al
llegar, dejó a los bueyes
abrevar en un pequeño curso de agua que luego
debería cruzar y se dedicó
a buscar laureles silvestres, pala en mano.
Paco y Josefa son jóvenes agricultores, su chacra
es herencia de los
Gomes, recibida cuando todavía estaban haciendo su “prueba
de convivencia”
y afrontando penurias económicas en la ciudad. La
herencia
alivió su pobreza, aunque los obligó a mudarse a
Las Conchas, a más
de una jornada de distancia. Finalmente la presión
del párroco local,
que no veía con buenos ojos dichas pruebas
prematrimoniales, los llevó
a casarse. Su bien más preciado era el carretón y
los sencillos avíos de
siembra y cosecha, la dote de Josefa.
Después de un buen rato de duro trabajo, Paco
consiguió sumar
suficientes plantas a las que ya había amontonado
en la semana, y las
cargó en el carretón, luego de asegurarse de que
tuvieran húmedo
el pan de tierra. Acomodó mejor la leña y las
bolsas con duraznos y
reanudó su marcha, hacia el vado, una parte del
lecho con tosca que
permitía cruzar el arroyo del Tigre con facilidad.
La selva ribereña
acompañaba el chirriar de los ejes con el estruendo
característico del
despertar de monos, ipaca-ás, pavas del
monte y todo tipo de aves.
Al atravesar una parte especialmente espesa de un
talar, le llamó la
atención un súbito silencio. El estruendo se
reanudó tímidamente
pero fue otra vez interrumpido por un espantoso
rugido, afortunadamente
no muy cercano. Paco avivó el paso de los bueyes
con un
golpe de riendas e inquieto comenzó a mirar a su
alrededor, mientras
registraba haber olvidado el viejo mosquete en su
casa. En la caja del
carretón, las flexibles varas de laurel se movían
de un lado a otro en
oleadas, como bailando. El silencio ahora solo era
roto por los ejes y
el crujir de las maderas. En un momento en que
miraba hacia un costado,
tuvo la sensación de ser observado… Al volver la
vista adelante,
quedó helado por la sorpresa.
Un indígena casi desnudo le apuntaba con una flecha
tendida en un
gran arco.
La chacra, Josefa, no habían tenido hijos aún, el
primer virrey en la
ciudad, los cimbreantes laureles en el carretón, el
estrépito y el silencio de
la selva, la leña para Josefa, el canuto de caña,
Las Conchas ya es pueblo.
La flecha silbó en su oreja derecha al tiempo que
veía el temblor de la
cuerda en el arco. Un rugido cercano devino
rápidamente en un gorgoteo
agónico. Sin reaccionar todavía, vio avanzar al
indígena con el arco
a la manera de una lanza y pasar por su costado,
para escuchar luego el
desplome de un pesado cuerpo sobre la caja del
carretón. Recién en ese
momento aferró las riendas al notar intranquilos a
los bueyes. Un velo
negro le cubrió.
El agua fría en la cara le hizo volver en sí. Lo
primero que vio fue una
cara… la del indígena que le apuntaba con el arco y
su primera reacción
fue la de cubrirse con las manos para defenderse,
hasta que notó que
no corría peligro debido a lo que le señaló con la
mano extendida por
encima de su hombro: al costado del carretón se
encontraba el cuerpo
de un enorme tigre con una flecha en la garganta y
el arco clavado en el
pecho. Antes de poder coordinar una palabra pudo
ver que el indígena
tenía una piel no muy oscura, rojiza, pelo negro
largo hasta los hombros,
barba muy rala, algo de vello en el cuerpo y un
crucifijo finamente
tallado en madera que colgaba de su cuello.
Mientras se reponía del susto,
observó cómo el indígena tomaba unas ropas
-españolas, por ciertoque
se encontraban colgadas de una rama y se vestía con
un pantalón y
una larga camisa blanca de tela gruesa. Luego, el
extraño personaje se
alejó hacia el monte y volvió arrastrando una gran
canoa, que tapó con
frondosas ramas de sauce. Se acercó hasta donde
Paco se encontraba
recostado y le habló.
—¡Yaguareté añá
membý! Yo Tabaré,
trabajo, cuido de vos, señor—
dijo señalando al animal, luego de lo cual siguió
en guaraní mezclado
con español, para pesar de Paco que, a diferencia
de Josefa, no conocía
aquel idioma lo suficiente para encarar una
conversación. Lo poco que
entendió es que se estaba bañando en el río cuando
le vio llegar con el
carretón. ¡Por eso estaba casi desnudo como un
salvaje! que obviamente
no lo era. Guaraní, pero bastante civilizado.
Luego, Tabaré, que así se llamaba el indígena,
procedió a cuerear al
felino, como quien lo hubiese hecho toda su vida.
Al terminar tomó
el cuero y se lo ofreció a Paco con una reverencia,
señalando luego el
asiento del carretón, como indicando que lo quería
acompañar.
Una hora después, el carretón avanzaba hacia la
barranca de la
Punta Gorda, y su conductor prestaba atención a las
pocas palabras
y muchos gestos que su acompañante le hacía para
comunicarse. Tabaré,
como casi todos los guaraníes, hablaba poco y en
voz muy baja,
sin mostrar emoción alguna en su rostro. No hablaba
mucho español,
pero mucho tiempo después, casi llegando a la
ciudad, ya Paco se
había enterado de que muy joven había huido de la
misión jesuítica
de San Lorenzo, luego de que los frailes
reemplazaran a los expulsados
jesuitas. Los frailes no los cuidaban ni querían,
no respetaban su
idioma y los castigaban por cualquier cosa. Tabaré
había aprendido
en la misión jesuítica a tocar el violín, labrar la
tierra y trabajar la madera,
además de adquirir habilidades para reparar desde
carros hasta
instrumentos de labranza. Lo único que no había
aprendido bien fue
el castellano, pues los jesuitas se interesaban
muchísimo por la lengua
guaraní, para lo que habían realizado
transcripciones escritas de las
distintas voces y modismos y cuidaban que los
indígenas no perdieran
su lengua.
Ya en la ciudad, luego de recibir la paga por los
laureles, además de
vender en el mercado los duraznos y la leña, Paco y
Tabaré comieron
un poco de chorizo seco, armaron un jergón sobre el
carretón y allí se
durmieron. Las primeras luces sobre el río les
vieron cruzando el zanjón
por la tosca, de regreso hacia Las Conchas. Paco ya
entendía mejor lo
que Tabaré contaba. Finalmente, confesó que también
había adquirido
cierta formación militar: el uso de armas de fuego,
así como el perfeccionamiento
de las armas propias, habilidades que le fueron
útiles en
las invasiones de los “cambá” y los mamelucos. Con
los frailes se había
aburrido tanto que decidió fugarse, y así fue como
vivió en la selva, alimentándose
de la caza y de la pesca, moviéndose con su canoa
de un
lugar a otro, con las pocas pertenencias salvadas
de la misión. Ya de
adulto, había deambulado de pueblo en pueblo, río
arriba y río abajo. Su
astucia le había permitido no caer esclavo. Así se
había encontrado con
Paco, en medio del aseo personal, otro indicio que
lo diferenciaba de los
“sucios guaraníes salvajes”. Ya Paco estaba
convencido de que le vendría
muy bien una ayuda en su chacra, a cambio de casa y
comida…
El paso por el Monte Grande le recordó el pedido de
Josefa, así
que se desvió un poco del camino y subió la
barranca para pasar por
la capilla de San Isidro Labrador. Su escalinata
era el lugar elegido
por el viejo Quispe, el curandero, especialmente
los domingos y días
de fiesta. Ya se había formado una pequeña fila de
pacientes, muchos
con sus canutos de caña en la mano. Cuando le tocó
el turno a Paco,
el viejo recibió el canuto de caña sin mencionar
una palabra, tomó la
orina y derramó unas gotas en el cuenco de su mano,
las miró a contraluz
y luego las arrojó al aire verticalmente,
repitiendo la operación
varias veces. Paco sabe que observa si la orina cae
en forma de rocío o
en forma de gotas, y de ello deduce si la
enfermedad “viene de calor o
frío” y obra en consecuencia, esto es, entregando
un puñado de ciertas
hierbas medicinales. Pero el viejo, además de
entregarle las hierbas le
pidió acercarse y le dijo algo al oído… Luego de la
consulta, Paco tomó
las hierbas y volvió al carretón. Tabaré observaba
toda la acción con la
mayor naturalidad.
Al atardecer, Josefa está buscando una calabaza
madura y algo de
verdolaga en la huerta. A diferencia de los
pastores, que solo se alimentan
de carne asada sin ni siquiera salar y viven entre
huesos y restos
vacunos en descomposición, rodeados de animales
carroñeros, los agricultores
consumen más vegetales, condimentan sus comidas y
acomodan
más sus casas buscando cierta comodidad. El sol es
ya un disco rojo
en el horizonte y comienzan a aparecer los
mosquitos, cuando escucha
a lo lejos el chirriar de los ejes del carretón. La
dureza de sus facciones
se suaviza por unos instantes. Pero además del
chirriar de los ejes, se
escucha… ¡música! ¿Cómo es posible? Algunas veces
había escuchado
ese emocionante sonido en la ciudad, y lo había
extrañado luego de la
mudanza a la chacra de Las Conchas.
La llegada del carretón devela el misterio. Sentado
al lado de Paco
viene…un indio vestido como un cristiano, que toca
en un violín rústico,
pero violín al fin, una melodía que le llega al
corazón.
Al bajar Paco del carretón, le ofrece una pequeña
bolsa.
— Don Quispe envía estas hierbas para infusión,
pero pregunta “hace
cuánto se os ha retirado la regla”.
Josefa, que estaba distraída observando a Tabaré y
su violín, se sobresalta
y se toma el vientre.
—¡Virgen Santa!, ¿será posible?
No muy lejos
de allí comienzan los estentóreos gritos de las ipaca-á.
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Nota del autor:
En 1776, algunos vecinos del Puerto emprendieron la fundación del
pueblo, para lo que solicitan al procurador de número la compra de
una gran cantidad de terreno. En ese año se instala el primer virrey
en Buenos Aires y 10 años después también se reinstala la Real
Audiencia Pretorial, el 8 de agosto, para lo cual se solicitan las
varas de laurel. (Enrique Udaondo, Op. cit.)
Los jesuitas habían sido expulsados de los innumerables pueblos
guaraníes que habían fundado, en 1768, y en su lugar se pusieron dos
frailes en cada uno, para lo espiritual, y un administrador, que no
eran queridos como aquéllos, solo “buscaron aprovecharse del momento
presente (…) de aquí que ellos no alimentan ni visten bien a los indios
(…) y los fatigan de trabajo”. Estos indios han progresado algo
hacia la civilización (…) se visten a la española... y se extienden
por todas partes en libertad o mezclados con los españoles…” Estos
datos así como las prácticas de los curanderos, y las diferencias
entre pastores y agricultores de la época pertenecen a Félix de Azara
(Op. cit.)
• “Sociedad y economía en San Isidro colonial: Buenos Aires, siglo
XVIII” Sandra Olivero. Universidad de Sevilla, 2006. El
“período de prueba” prenupcial como práctica común
Nota del autor:
En 1776, algunos vecinos del Puerto emprendieron la fundación del
pueblo, para lo que solicitan al procurador de número la compra de
una gran cantidad de terreno. En ese año se instala el primer virrey
en Buenos Aires y 10 años después también se reinstala la Real
Audiencia Pretorial, el 8 de agosto, para lo cual se solicitan las
varas de laurel. (Enrique Udaondo, Op. cit.)
Los jesuitas habían sido expulsados de los innumerables pueblos
guaraníes que habían fundado, en 1768, y en su lugar se pusieron dos
frailes en cada uno, para lo espiritual, y un administrador, que no
eran queridos como aquéllos, solo “buscaron aprovecharse del momento
presente (…) de aquí que ellos no alimentan ni visten bien a los indios
(…) y los fatigan de trabajo”. Estos indios han progresado algo
hacia la civilización (…) se visten a la española... y se extienden
por todas partes en libertad o mezclados con los españoles…” Estos
datos así como las prácticas de los curanderos, y las diferencias
entre pastores y agricultores de la época pertenecen a Félix de Azara
(Op. cit.)
• “Sociedad y economía en San Isidro colonial: Buenos Aires, siglo
XVIII” Sandra Olivero. Universidad de Sevilla, 2006. El
“período de prueba” prenupcial como práctica común
Fuente: Guillermo Haut, Un amor de Tigre, Fundación de Historia Natural Félix de Azara, 2017, se descarga en http://fundacionazara.org.ar/un-amor-de-tigre/
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