17 de agosto de 1820
Francisco pesca. Está sentado muy quieto en un tronco caído, a la orilla del arroyo de Las Conchas. Las peladas ramas de los sauces llorones apenas se mecen con la brisa. Las cristalinas aguas dejan entrever pequeñas mojarras y porteñitos que cada tanto tocan la superficie y dejan en ella círculos concéntricos que los delatan. De pronto la boya de corcho de su línea comienza a temblar. Una emoción lo saca de la modorra y un alerta recorre todo su cuerpo. Algo grande está picando, podría resolver su cena. Luego de unos pocos temblores, el corcho se hunde varias veces, y hasta siente el tirón en la caña, una rama de sauce elegida con tiempo, ni muy flexible ni muy rígida. Espera pacientemente un tirón definitivo para pegar el sacudón que ensarte el anzuelo.
¿Qué será? ¿Un patí, un dorado confundido?
De improviso surca la superficie del agua un objeto, que resbala sobre
ella varias veces hasta que finalmente se hunde con una gran salpicadura.
La boya se vuelve a mover por las ondulaciones producidas, y luego
se queda muy quieta en la superficie. Francisco suelta una puteada por
lo bajo, como no queriendo espantar al pez, pero a sabiendas de que ya
lo perdió… En ese momento escucha una estentórea voz infantil…
– ¡Ocho, ocho patitos!
La bronca de Francisco deja paso a la sorpresa, al ver aparecer detrás
de un grueso sauce a un niño de unos ocho, nueve años, que se queda
congelado al verlo. Se cruzan las miradas. El niño va descalzo, de los
bolsillos de su calzón asoma una hondera y, cruzada en el cinto al costado,
una espada de madera. Su camisa se encuentra mitad dentro, mitad
fuera del calzón. Completa su vestuario un ajado sombrero de paja con
los bordes despelechados. El niño observa la caña que enarbola Francisco
y la presiente como un látigo que va a castigar su intromisión, sabe
que lo que ha hecho molestó al hombre y se queda quieto mirando el
suelo como cuando sus padres lo regañan por alguna travesura. Observa
la caña, la cara arrugada de Francisco y el arroyuelo, como buscando
algo que decir, hasta que su cara se ilumina.
–Disculpe, don.
–Francisco me llamo. ¿Os habéis dado cuenta de que habéis espantado
mi pesca?
–Ya le he pedido disculpas, don Francisco. No lo he visto. ¿Se le ha
escapado algo grande?
–Bastante, como para alimentarme esta noche… ¿Cómo os llamáis?
–Juan José Rodrigues Suero, pero me dicen Juanjo.
–¿Rodríguez Huero? No ubico a vuestra familia.
–Suero, todo con “ese”, Rodrigues Suero.
–¡Ah! Suero, el frutero.
–… y mis tíos del aserradero.
–Pues ¿qué hacíais aquí?
–Nada, jugaba, practicaba patitos, para ganarles a mis amigos. He
hecho ocho.
–…
–Hay que arrojar un pedrusco plano al agua y lograr que resbale varias
veces antes de hundirse.
–¡Yo también jugaba a eso cuando era niño! pero lo llamábamos de
otra manera, ahora no recuerdo… sí, ¡sapitos!–. ¿Dónde vivís? ¿Saben
vuestros padres que estáis aquí?
–Aquí a la vuelta, atrás de la Vidriera, y al lado del aserradero de mis
tíos.
– ¿No os estarán esperando para el almuerzo?
Juanjo mira la altura del sol, se da cuenta de la hora, y cambia el tema.
–¿Me enseñaría a pescar?
–Primera lección: no debéis hablar ni hacer ruidos.
–Lo juro por esta –hace una cruz con los dedos frente a la boca.
–¡Juanjo! ¡Juan Joseeeé! ¡A comer! –se escucha una voz a lo lejos.
–¡Mi madre! Debo irme. ¿Cuándo seguimos con las clases?
–Mañana al atardecer, esta no es una buena hora para la pesca.
–Segunda lección –dice Juanjo y sale corriendo mientras le grita un
“hasta mañana”.
Francisco queda impresionado por la locuacidad y frescura del niño,
que a todo esto le ha caído simpático. “Mejor tenerlo quieto y en silencio
a mi lado, que por allí como un enemigo”, piensa. Se queda pensando y
distraído mirando el agua, hasta que la boya se mueve otra vez. “Esta vez
no lo perderé” dice en voz baja…
Martina se siente cansada, y hoy especialmente, más sola que de costumbre.
El niño ya tomó su baño, cenó y casi cae dormido sobre el plato.
Tuvo que llevarlo alzado por la escalera hasta acostarlo en la cama,
donde se lo quedó mirando, recostada a su lado. Qué parecido es a su
padre… Hace semanas que recibió su última carta desde el puerto de
Valparaíso, en la que le explica que se está organizando una flota de más
de veinte barcos. Y ya hace varios meses que no se ven. ¡Cómo quisiera
volver al tiempo en que vivían en Mendoza! …cuando San Martín
era gobernador de Cuyo. Esta es la vida de las mujeres de los militares,
piensa.
Al rato, un par de velas apenas la iluminan frente a los restos de un
guiso. ¡Está más rico que al mediodía! le dice a su gata overa que espera
pacientemente para lamer el plato. Esto merece algo más que agua fresca
para acompañarlo… Entonces, decidida abre una de esas botellas de
vino de los curas mendocinos que trajo al regreso de Mendoza. ¡Cómo
quisiera que esté aquí conmigo! La temblona y última luz de las velas la
encontrará dormida en un sillón con la gata a sus pies.
Al día siguiente, una hora antes de la caída del sol se encuentran en el
mismo lugar. Unos cuantos bagres y mojarras después, Juanjo ha aprendido
bastantes secretos sobre la pesca en el río.
–Estos nos servirán para encarnar una línea de fondo –dice Francisco–.
A todo esto, ¿cómo es que os dejan salir a estas horas y tan tranquilos?
¿No tienen miedo vuestros padres de las montoneras de López
y Ramírez?
–Es que mi casa está muy cerca y mi padre me ha enseñado a defenderme…
–¿Tu padre es uno de los colorados de Vilela?
–No, es teniente de Granaderos, y se encuentra en Chile con San
Martín, esperando abordar un barco que los lleve a libertar Perú. Y me
ha dicho que los porteños son más peligrosos que las montoneras... ¿No
debíamos guardar silencio al pescar? Primera lección, ¿recuerda?
–Eh… sí, claro. Pero si lo hacemos en voz baja no molestamos a los
peces.
–Y usted, ¿dónde vive?, ¿de qué trabaja?
–Parecéis el Alcalde de Hermandad, niño… Vivo donde esta calle
termina en el zanjón del Tigre. Tengo un bote con el que a veces cruzo
gente y también un par de carros con los que llevo y traigo. Algunas
veces lo he hecho para el aserradero de tus tíos… Los porteños son más
peligrosos que las montoneras –repite Francisco en voz baja– ¡vaya niño!
–¿Qué dice?
–Nada, nada, atended vuestra línea, chaval.
–Usted habla muy raro, ¿sabe?
–Pues que vos también lo hacéis.
El sol se pone, mientras las risas de los dos pescadores, espantan a un
enorme patí que estaba por morder el anzuelo.
–Vamos a dejar por hoy, que está comenzando a soplar sureste y va a
haber frío y poca pesca…–sugiere Francisco.
–¿Habrá marea?
–De seguro que sí, con este viento… ¡Hasta mañana!
Al volver a su casa, Juanjo siente que el viento cada vez más fuerte
lo empuja hacia su destino y le da una sensación de vuelo. Mira como
el agua comienza a entrar en el arroyo de Las Conchas en vez de bajar
hacia el Río de la Plata. Cuando dobla la esquina para tomar la calle de
su casa, nota que ha crecido rápidamente y que ya las ramas de sauces y
álamos aúllan por el viento.
20 de agosto de 1820
Juanjo se queda en su casa todo el día por el temporal que arrecia
desde la noche. La planta baja de la casa y el galpón están inundados,
algo previsible, por lo que allí no se deja nada que el agua pueda arruinar.
Aprovecha para meterse en el piso alto del aserradero y jugar espada
en mano sus solitarios juegos de guerra contra los godos. El aullido
del viento en el techo del galpón y las ventanas que se abren y cierran
con estrépito, aportan dramatismo a su juego, ruidos de batalla… Luego
del almuerzo, escapando a la siesta, cuando el viento amaina sale
furtivamente de su casa. Su madre duerme. La marea no deja lugar por
donde caminar, así que, aprovechando el agua alta, sale remando en su
pequeño bote, en vez de arrastrarlo como siempre hasta el río. Nunca
vio una marea tan grande y le causa mucha gracia remar por donde
usualmente circulan carros… El arroyo de Las Conchas se encuentra
totalmente fuera de cauce y con el agua ahora quieta. Hay techos volados
y paredes caídas en varias casas. El personal de la Guardia trata de
mantener el orden patrullando el pueblo con sus falúas a remo.
La calma del viento lo invita a internarse en el cauce del arroyo. Rema en
las repentinamente quietas aguas hacia el Puerto y la Aduana, centro de la
actividad del pueblo. Antes de llegar, se encuentra con un espectáculo nunca
visto: un barco grande y otros más chicos hundidos, entre enormes árboles
caídos, restos de ranchos y animales muertos, lo que forma una especie
de dique. De pronto oye el fuerte y agudo sonido de un silbato. El personal
le está ordenando alejarse: “¡vuelve a tu casa, niño, que hay peligro!” le gritan.
Se aleja hacia el este, y al mirar a su derecha nota que falta algo… Al
mirar mejor, ve solo ruinas en el lugar de la Iglesia de la Inmaculada
pero la Aduana, a lo lejos, sigue en pie. Sigue remando entre ranchos derrumbados
hasta que llega adonde debería estar el arroyuelo del Tigre,
normalmente un zanjón casi seco, hoy con agua que no permite entrever
orillas. No entiende como no sintió los efectos de la tormenta desde
su casa; piensa que debe volver, pues su madre podría preocuparse, pero
las aguas están tan quietas, que siente con placer cómo rompe su superficie
con el remo. La sensación de placidez contrasta con el destrozo hecho
por el temporal… Se deja estar en medio de un silencio inusual y el
tiempo parece detenerse; se pregunta cuándo volverá su padre, cuándo
volverá a la ciudad a visitar a su tía Felicitas, si podrá encontrar el rancho
de Francisco con el agua tan alta. De pronto algo interrumpe sus pensamientos:
el agua ha comenzado a fluir en bajante, primero lentamente
y luego más fuerte, tanto que le cuesta oponerse remando. Teme que el
nivel del arroyuelo baje tanto que lo deje varado en el barro del fondo,
por lo que intenta remar para acercarse lo máximo posible a la zona de
su casa. Es mejor dejar el bote varado en la calle cuando baje el agua, que
en el fondo del zanjón, como ya le pasó una vez cuando se quedó dormido
pescando. Pero el agua fluye rápidamente y no puede luchar contra
la corriente. Comienza a soplar viento del noroeste. Nunca ha ocurrido
tan rápido una bajante así, piensa, pero no puede pensar mucho más: un
estruendo lejano va creciendo, como truenos o como una estampida de
vacas. Se parece a ese terremoto que vivió en Mendoza con sus padres,
cuando había creído que pasaba un gran carro por la calle. Todo ocurre
de improviso. Antes de poder explicarse el origen del ruido, una gran
ola, levanta el bote y lo impulsa río abajo. Logra afirmarse con una mano
al banco y con otra al francobordo mientras nota que los remos han
desaparecido. Otra ola, enorme para el pequeño arroyuelo, lo vuelve a
levantar y empuja con más fuerza, no sabe si resistirá otra. Su madre
que limpia la casa, su padre que le enseña a pelear, los peces que pescó
con Francisco hace dos días, ¿qué hizo con ellos?… El terror lo domina
y grita con toda la fuerza de sus pulmones.
Un ruido poco habitual rompe la calma y despierta a Martina en el
mismo momento en que repara en la ausencia de Juanjo; se había dormido
profundamente, aprovechando una calma repentina, luego de la
mala noche que le dio el temporal, y cansada de secar pisos y barrer
vidrios rotos, no lo vio irse… ¿Salió con el bote? Sí, el bote no está, pero
¿dónde habrá ido? Juanjo es muy hábil con los remos, pero… Sube al
altillo del galpón, y por la ventana, llega a ver entre los árboles parte del
Puerto y la Aduana, pero no la Parroquia. Agua por todos lados, botes
aquí y allá, pero no el de Juanjo. Vuelve a oír el ruido, que viene del
zanjón del Tigre y al mirar hacia allí, lo que ve la deja helada de espanto.
Francisco ha atado sus carros y el bote a un grueso árbol, no ve sus
dos caballos, que liberó para que se arreglen como puedan, aunque se
quedó con sus avíos. En el techo de su rancho, mientras acomoda lo
poco que pudo salvar de sus pertenencias presta atención a la rápida
bajante de las aguas, observa en derredor y solo ve agua aunque, como
conocedor del terreno, sabe en qué lugares hay un pie donde se puede
caminar, y dónde hay más profundidad. Por el zanjón del Tigre, ahora
un río turbulento, bajan flotando a toda velocidad troncos, una mesa,
una vaca que intenta hacer pie, restos de una ventana, botellas… De
pronto un estruendo y una gran ola que pega en las paredes de su rancho
lo hace tambalear, nunca vio algo así. Y luego otra, y otra. Y un grito
desgarrador le hace mirar aguas arriba: un bote baja a la deriva con una
persona adentro ¡un niño! que reconoce inmediatamente. En ese momento
el bote y el niño desaparecen bajo las aguas. Solo se le ocurre unir
un cabestro a un cabo, atar una de las puntas a un madero que la mantenga
a flote, y arrojarlo con toda la fuerza al agua, aferrando el extremo
libre, con la idea de dar al niño algo de qué agarrarse.
El agua ha pasado por encima del francobordo del bote. Juanjo observa
como la película de agua queda detenida en el aire por ¿un segundo?,
¿dos?, ¿cuánto tiempo? No parece caer, hasta que se derrama en el
fondo. El bote se llena de agua. De pronto Juanjo se encuentra sumergido
y pugnando por subir a la superficie en un marco de burbujas y
espuma. En el momento en que lo logra, divisa una vaca y trastos que
flotan, un rancho con el agua hasta el techo y una persona encima. Saca
una mano fuera del agua y trata de nadar pero la fuerza de la corriente y
los remolinos se lo impiden. En otro manotazo que da, se encuentra con
un madero al que se aferra con fuerza, cuando advierte que está atado a
una cuerda. Al ponerse tirante, siente que la fuerza de la corriente sobre
su cuerpo, casi le arranca las ropas y lo golpea con los objetos flotantes.
Francisco tira del cabo para acercar al niño, pero la corriente es muy
fuerte y no tiene un punto muy sólido en su techo de paja, al cual aferrarse
para hacer fuerza. Un golpe del oleaje finalmente lo tira al agua.
En ese momento, solo atina a cobrar el cabo para acercarse a Juanjo.
Martina se dirige a la calle, desesperada, con el agua hasta la cintura,
cuando escucha un fuerte silbato: son soldados que se acercan remando
en una falúa de la Guardia de Alerta. La suben a bordo con dificultad,
debido al insólito oleaje que sacude la embarcación. Dentro hay tres vecinos
taciturnos tapados con frazadas y un perro empapado que se sacude
y moja a todos. Martina siente que el temporal fue mucho más serio aún
de lo que percibió desde su casa… Pregunta por su hijo y un soldado le
refiere que lo vio con un bote remando hacia el este, pero no pudo seguir
hablando. Desde la zona del arroyo del Tigre, una gran onda levanta a la
falúa, y solo la pericia de los remeros la mantiene a flote.
Juanjo nota que deja de sentir la presión del agua contra su cuerpo y
que vuelve a moverse, una mala señal. Pero en el vértigo de su viaje, siempre
aferrado a su madero, ve acercarse a tirones a Francisco, hasta que
quedan unidos por el cabo a solo dos metros de distancia. Una curva del
arroyo los acerca hasta la margen derecha, donde por momentos hacen
pie en un efímero remanso. Francisco aprovecha la ocasión para tomar
a Juanjo con un brazo y pedirle que suelte el madero. Inmediatamente y
pegando en el fondo con los pies, cada vez que tiene oportunidad, revolea
el madero hacia la orilla varias veces hasta que queda atrapado entre dos
ramas de un sauce caído. Tira de él y así logran llegar a tierra firme, una
dura tosca lamida por las aguas, donde se tiran de espaldas, exhaustos.
Ahí nomás, a cincuenta pies, está la desembocadura en el Río de la Plata.
A su alrededor, el paisaje familiar ha cambiado drásticamente, como
suele ocurrir con las mareas, aunque esta vez no es igual que siempre...
En ese lugar, Juanjo ha cruzado el zanjón del Tigre muchas veces con
sus amigos para pescar, adentrarse en el bañao, buscar ranas… Hoy el
zanjón es un tumultuoso río, casi como alguno que vio en Mendoza
con su padre, pero mucho más barroso. Pasan flotando animales vivos
y muertos, cajones, restos de techos, maderos… y le parece que también
personas que flotan muy quietas. Más allá de la otra orilla, donde está el
pueblo, solo se ve devastación y gente subida a los árboles. Piensa en su
madre y en su casa. ¿Habrá pasado lo mismo en el arroyo de Las Conchas?
Tiene ganas de llorar. Francisco lo saca de sus cavilaciones.
–¡Anda, chaval, que esto no ha terminao! Debemos buscar un lugar
alto, no sabemos qué cosa más van a hacer las aguas.
Juanjo lo acompaña chapoteando por la tosca, hasta que encuentran
un gran sauce a cuyas gruesas ramas se trepan. Allí permanecen a salvo,
pero mojados y ateridos de frío. Acostado entre una horqueta y el cuerpo
de Francisco, Juanjo comienza a dormitarse una vez que se aseguró
de que no podía caer.
La falúa de la Guardia avanza lentamente. Los soldados reman como
pueden debido a la gran cantidad de objetos flotantes. Cada tanto recogen
a algún sobreviviente cuya cara lo dice todo. También se han encontrado
con cadáveres, pero en medio de un silencio piadoso, siguen remando,
más interesados en dejar espacio en el bote para los vivos. Martina toma
conocimiento de la destrucción de la iglesia y de muchas casas. Se descuenta
que habrá decenas de muertos. Además se ha ordenado a los habi-
tantes subir a la Punta Gorda hasta que bajen las aguas. Solo piensa en su
hijo, en Juan tan lejos, en que no reconoce al pueblo bajo las aguas como
en otras ocasiones, en que si no hubiera tomado esa copa de vino con el
almuerzo, no habría dormido tanto… cuando un tripulante sopla enérgicamente
su silbato, el mismo que usan para navegar con niebla. Sale de su
ensimismamiento y comienza a llamar a Juanjo a los gritos.
Algo despierta a Juanjo, por unos segundos no entiende dónde se
encuentra hasta que nota a Francisco a su lado… ¡ya! los dos arriba del
sauce. El viento del noroeste ha amainado y un sol rojo aparece entre las
nubes por momentos.
–No sé qué tú piensas, pero opino que debiéramos movernos, para
que no nos encuentre aquí la noche, niño. Mira, el nivel del agua está
más ba - bajo y allá a lo lejos se ve un ra - rancho entero –dice Francisco,
que castañetea un poco los dientes por el frío y señala hacia el este.
–Como usted diga, don Francisco, bajemos… pero ¿ha escuchado eso?
–So - solo te escucho a ti y algunos pajarracos a lo le - lejos.
–Un silbato, y gritos, creo.
Francisco presta atención hasta que su cara muestra sorpresa, y repentinamente
sube a una rama más alta y mira en derredor. –¡Tienes
razón, se acerca un bo - bote a lo lejos! ¡Eh! ¡aquí, los del bote! ¡Aquíiii!
Juanjo lo oye gritar como en medio del sueño que le provoca el cansancio
y el frío, hasta que oye la voz de su madre que lo llama, y entonces
siente que sí está soñando, que solo falta escuchar la voz de su padre. Lo
único que no encaja es el agudo sonido que no corresponde a pájaro alguno,
y se parece al silbato que escuchó hace unas horas cerca del Puerto.
Una calidez lo envuelve: arrebujado en una cobija, ve las estrellas que
oscilan en el cielo como si estuviese en un columpio; el calor y la voz de
su madre que lo abraza.
–¡Mi niño! ¡Gracias al Cielo que te he encontrado sano y salvo gracias
a este buen hombre! Nunca me perdonaré haberte descuidado, y tu
padre, menos…
Juanjo toma su mano y busca a Francisco. Cuando sus miradas se
cruzan le dice algo, antes de dormirse profundamente como lo suelen
hacer los niños: de repente.
–¿Vamos a pescar mañana?
Paracas, Perú, 10 de setiembre de 1820.
Mi adorada Martinita:
Con la Gracia de Dios, desembarcamos
hase dos días en estas playas y hemos echo retroseder
a los godos, q.nes fugaron a la sierra. Parte de la
fuerza livertadora q.e llego en 20 barcos, los persigue por
la Sierra al mando de Arenales assi como busca la insurreccion
de los pueblos peruanos en su camino. Yo marcharé
con el Jefe, q.en va a Miraflores a pedido del virrey Pezuela
para parlamentar. Creemos q.e solo desea ganar tiempo
para reorganizar su tropa, por lo q.e sin pausa se sigue
organizando el sitio de Lima. Y no puedo contar más.
Me e impresionado con lo q.e me cuentas de la marea
del 20 de agosto. No te culpes más por las peripesias
sufridas por nuestro Juanjo, havría podido pasarme también
à mi, pero mira, los niños tienen un Dios aparte,
q.e en este caso guió à don Francisco, a q.n creo recordar
como un buen vezino. Habla con tus hermanos para q.e
le den alojamiento y si es posible trabajo en el aserradero.
Aunq.e conociéndote, supongo q.e ya habrás echo algo
por el. No puedo creer q.e el zanjón del Tigre sea hoy un
río tanto o más ancho q.e el de Las Conchas. Entiendo
q.e esto provocará un profundo cambio en el Pueblo, pues
¡agora es una isla!, el Puerto y la Aduana ya no cumplen
funzión alguna y deberán trasladarse. Sumado à esto la
destrucción de la Inmaculada, creo que no reconoceré el
lugar à mi regreso. El Pueblo no será el mismo después
de ver la lista de víctimas q.e me envías. Me entristeze
q.e hayan muerto o desaparecido tantos amigos y q.e la
mayoría de los sobrevivientes haya perdido sus bienes.
¡Un centenar de personas es una cantidad importante
para un pueblo como Las Conchas! A todo esto ¿Q.e a
pasado con los Echeverría, los Berasategui, el pulpero
Llama? ¿Y el trigal de Manuel Gonzalez? Espero que
si no están en la lista, vivan aún… Averigua por favor
por algunos montaraces amigos que vivían de juntar leña
en los Paranases, no creo q.e estubieran matriculados en
el padrón del Pueblo y San Fernando: Florencio Peralta,
Lorenzo Simón y Clemente Vega. Algunos compañeros
de armas q.e los conocieron me preguntan también por
ellos… Mucho gusto me daría q.e su esperiencia islera les
haya ayudado a sobrevivir. Solo me reconforta que nuestra
familia no fue perjudicada. Tu padre construyó muy
sólida y en terreno alto la casa, así como tus hermanos lo
hizieron con el galpón. Debemos agradecer a Dios esta
afortunada prevension.
Con respecto a la prohibición de seguir abitando
Las Conchas y mudar los pobladores a terrenos más altos
como los de San Fernando, me parece muy razonable
q.e la familia considere esta posivilidad. Aunq.e si
no se fueron después del temporal de 1806, sospecho q.e,
cabezas duras como son, permanecerán en Las Conchas
aunq.e los obliguen à mudarse à punta de pistola.
Sufro por estar tan lejos y no poder estar à tu lado,
pero paciencia, en dos o tres meses muchos de nosotros
volveremos, cuando el Perú sea libre como Chile. No veo
la hora de abrazarte y también à mi pequeño aventurero.
Hijo querido: as pasado por una experiencia q.e te a echo
más fuerte, assí, cuida mucho à tu madre, falta mui poco
++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++
Nota del autor
El día que nació el río Tigre.
Agosto de 1820.
Un año políticamente caótico para la provincia de Buenos Aires:
se suceden nueve gobernadores, y el Cabildo asume la gobernación en
dos oportunidades. Artigas líder de la Liga de los Pueblos Libres,
que se opone al resto de provincias que adhirieron al Congreso de
Tucumán (Buenos Aires y Noroeste) es derrotado por los brasileños,
que toman la Banda Oriental en enero. Las montoneras de los
ex artiguistas López y Ramírez (Santa Fe y Entre Ríos) derrotan al
Directorio de Rondeau en febrero (batalla de Cepeda) y avanzan hacia
Buenos Aires. Mientras, es nombrado gobernador Miguel E. Soler
en junio, quien es reconocido inmediatamente por Las Conchas, pero
renuncia a los diez días. Es reemplazado por Dorrego, mientras las
montoneras llegan hasta las cercanías del río Las Conchas. Dorrego
también es reconocido por Las Conchas, pero luego Alvear se hace
proclamar gobernador en Luján, lugar al que nuestro pueblo también
envía delegados de apoyo, no así el Cabildo que mantiene a Dorrego.
En los días 19 y 20 de agosto hubo un fuerte temporal con sudestada,
que hizo subir como nunca las aguas, a las que el bloqueo
provocado por naufragios y vegetación en la zona de la aduana no
les permitió desaguar, por lo que lo hicieron violentamente por el
arroyo del Tigre, hasta entonces un zanjón de 600 metros (Udaondo,
op. Cit.). Luego del 20 de agosto, el río de Las Conchas se transformó
en un pequeño arroyuelo, apenas un zanjón con el agua baja, y
el Tigre pasó a ser el río que hoy conocemos.
• “Matrícula General de los vecinos de la Villa de Sn Fernando y
Puerto de Las Conchas” (1910 registros de 1815) AGN X-8-1-4”.
Aportó información general y algunos de los nombres de vecinos
mencionados.
Fuente: Guillermo Haut, Un amor de Tigre, Fundación de Historia Natural Félix de Azara, 2017, se descarga en http://fundacionazara.org.ar/un-amor-de-tigre/
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