Apresuradamente
salta de la canoa robada y se interna en la arboleda de la
isla. La
lancha de la Prefectura, cargada con gendarmes del destacamento de
fronteras,
acaba de aparecer en un recodo del río y no es cuestión de perder
tiempo. Sabe
que no tardarán los perseguidores en descubrir la embarcación
y en
encontrar su rastro, pero dentro de la maleza será otra cosa; ahí podrá,
por lo
menos, vender cara su libertad y su vida. Además, seis o siete hombres
no podrán
rodearlo y no cree que se arriesguen a seguirlo, porque saben que
está armado
y dispuesto a no entregarse. Zacarías Troncoso no se ha entregado
nunca a esos
perros y es hombre de no aflojar mientras le quede un resuello.
Cae el sol
detrás de la fronda de la costa opuesta y se ha encendido el cielo
en una
exaltación de rojos que se reflejan en las aguas quietas, para irisar el aire
transparente
de pureza.
Sigue
avanzando apresuradamente, zigzagueando por entre los árboles, sin
descubrir la
orientación de sus pasos. Luego da un rodeo y vuelve a tomar rumbo
caminando
ahora con precaución para que no sea tan perceptible el rastro.
De pronto se
enfrenta con un cañaveral, que penetra sin vacilar, llevando un
brazo
cruzado ante sus ojos para defender la cara. No se cuida del ruido que
producen sus
pasos, porque sabe que no podrán oírlo sus perseguidores que
aún no han
alcanzado la costa. Cuando se detiene, percibe claramente las explosiones
del motor de
la lancha y las voces confusas de los hombres.
Desde el
suelo blando se levanta un vaho pesado y húmedo con penetrante
olor a moho.
Ahora camina
sin apresuramiento porque ya no hay motivos para ganar distancias
a costa de
su fatiga y porque quiere reservar sus energías para poder
hacerle
frente a cualquier eventualidad. Ahí, o mil metros más adentro, es la
misma cosa.
Sigue pensando que no se atreverán a entrar en la maleza detrás
de su
rastro, pero si se animaran ya se encargará de hacerlos desistir.
Se detiene y
examina el winchester. Se palpa el cinto lleno de balas y el 44
que descansa
dentro de la cartuchera. Eso, junto con su instinto salvaje y con su
audacia, son
elementos suficientes para hacerle frente a cinco o seis «milicos»
y obligarlos
a abandonar su propósito de capturarlo.
¡Cuántas
veces se había visto en situación parecida, sin que lo arredrara el
peligro!
¡Cuántas veces había soslayado a la muerte haciendo uso de su serenidad
y de su
confianza!
Ahora llega
con más nitidez el ruido que produce el escape del motor. Sin
duda se
están aproximando al lugar en que dejó la canoa y es necesario estar
atento para
entender la maniobra del enemigo y disponer la defensa. Aguza el
oído
mientras se abre paso dificultosamente a través del cañaveral enconado.
Respira con
esfuerzo en esta atmósfera asfixiante.
Por el ruido
que se aleja comprende que no se han atrevido a desembarcar
para seguir
sus pasos. Eso le da la seguridad de que saben con quién tienen que
vérselas,
que conocen su decisión y su arrojo.
Está
oscureciendo en la espesura. Un silencio de soledad infinita lo rodea
como si
quisiera oprimirlo. Solo se oye, de vez en cuando, el batir de alas de
algún pájaro
que busca su dormidero y el ruido seco que producen las cañas al
rozar sus
hojas ásperas.
De pronto se
detiene el motor y la quietud se extiende abarcando el río. Zacarías
Troncoso
hace alto y luego se sienta en el suelo húmedo; saca un cigarrillo
y lo
enciende.
—Han
desembarcado lejos, pero no conviene moverse porque pueden rumbiar.
Las sombras
de la noche van acentuando gradualmente la oscuridad que se
cierra sobre
la isla. En el cielo aparecen apenas insinuadas las estrellas, para
dar más
profundidad a su transparente pureza.
Durante un
largo rato todo parece dormido. Quietud y silencio prolongados
en las
sombras estremecidas de misterio.
El hombre
continúa fumando y con el oído alerta. De a ratos se ilumina su
rostro con
el fuego del cigarrillo. El gesto hosco y la mirada dura se acentúan
con el
reflejo rojizo y se destacan los rasgos que parecen marcados con tajos
profundos.
Los minutos pasan lentamente como si se arrastraran en la noche.
De pronto,
otra vez las explosiones del motor llegan con su tableteo monótono.
Sin esfuerzo
advierte que se acercan otra vez, enfrentan el lugar en que él
está, y se
alejan por donde vinieron. Lógicamente hay que admitir que han dejado
algunos
hombres apostados en lugares estratégicos y que se vuelven para
buscar más
gente. Tal vez piensan rodear la isla y estrechar el círculo cuando
se haga día.
—Y güeno. Si
quieren baile, no les viá mesquinar.
Se tira de
espalda sobre la tierra mojada y permanece sin pensar durante un
momento.
Luego sacude la cabeza y se incorpora hasta quedar apoyado sobre
un codo.
Piensa ahora que es necesario sacar toda la ventaja que sea posible,
sin
arriesgar mucho.
Está sereno
Zacarías Troncoso. No lo conmueve el peligro que amenaza su
vida. Al fin
y al cabo, este hecho es una cosa corriente. Andar ocultándose en las
malezas como
las fieras, vivir en sobresalto aguzando los sentidos, desplegar
todo su ingenio
y su audacia configuran su diario andar en la lucha por la subsistencia.
Es claro que
ahora se han puesto sobre su rastro estos «perros» de la
gendarmería
provincial «que saben ser corsarios», pero él confía en su instinto
montaraz y
en el conocimiento que tiene de las islas y de los caprichos del río.
Se pone de
pie y distiende los músculos elásticos. En seguida vuelve a moverse
para avanzar
silenciosamente en medio de la oscuridad impenetrable del
cañaveral,
orientándose con seguridad. De a ratos levanta la cabeza y mira las
estrellas
que ahora se destacan con nitidez en el fondo azul del cielo. Apenas un
leve rumor
va produciendo su paso cauteloso.
Luego de un
rato sale a un limpio y se detiene para escuchar, mientras su
mirada de
lince escruta las sombras minuciosamente. Intenso silencio pesa sobre
la isla.
Vuelve a
caminar sorteando matas de paja brava. Lleva el winchester debajo
del brazo
derecho y el oído atento. Una tensa expectativa lo mantiene encogido
y con los
músculos listos para el movimiento imprevisto.
Avanza con
seguridad en las sombras, sin descuidar las precauciones. Sus
ojos se
achican y se mueven incesantemente, como si su mirada quisiera meterse
en todos los
rincones para descubrir cualquier emboscada.
Ahora se
enfrenta con un sauzal cerrado y vuelve a detenerse.
—Estoy a
cien pasos de la costa —murmura, mientras se agacha hasta apoyar
la rodilla
en la tierra.
Concentra
toda su atención para estudiar las posibilidades que puede aprovechar.
Mide
serenamente los riesgos, examina las circunstancias y sus eventuales
consecuencias.
En su imaginación excitada desfilan vertiginosamente
todas las
derivaciones lógicas con sus pequeños detalles.
—No hay
güelta; si me cercan tendré que morir o entregarme por hambre.
Esta es la
única salida… Y cuanto antes, mejor.
Deja el arma
en el suelo, se anuda la blusa en la cintura y se arremanga la
bombacha
hasta lo alto de los muslos.
—Vi’andar
medio pesadón, pero la corriente me v’a sacar.
Recoge el
winchester y se pone de pie. Camina lentamente costeando el sauzal
y luego lo
penetra avanzando en cuatro pies, sin hacer el más leve ruido.
Todo duerme
a su alrededor con la profundidad de la muerte; solo las estrellas
parpadean de
aburrimiento en lo alto de la comba oscura del cielo.
Ahora que va
a salir a la costa tiene que extremar las precauciones. Pueden
estar
distribuidos los hombres y en acecho detrás de algún mogote.
Se tira boca
abajo y respira profundamente durante unos minutos. Luego se
arrastra con
movimientos pausados como un reptil herido, hasta que llega a la
barranca y
se detiene agitado.
Ante sus
ojos penetrantes está el río quieto que se extiende y se pierde en las
sombras. El
cielo profundo abre un paréntesis de serenidad en la noche, madre
de esa calma
adosada al infinito.
Zacarías
Troncoso afloja los músculos para descansar ampliamente, apoyando
la cabeza
sobre un brazo. Su respiración se normaliza lentamente.
Sigue
pasando el tiempo con uniformidad imperturbable, como si marchara
cauteloso
para no interrumpir el letargo de esta naturaleza pujante y bravía,
dominadora y
huraña.
El hombre
permanece tranquilo como si no pesara el peligro sobre su ánimo.
Esta es su
vida de contrabandista, de delincuente, de rebelde, y está en su camino.
Sin este
excitante, sin esta lucha de fiera acorralada, no sabría cómo pasar
los días, no
podría quemar esas energías salvajes que lo ahogan. —¡Perros! Yo
les viá
enseñar…
Se desliza
por la pendiente que lleva al río. Con la correa sujeta el winchester
atravesándolo
en la espalda y entra decidido en el agua arrastrándose. Luego
nada
suavemente para ganar el centro de la corriente, casi enteramente sumergido.
El frío se
pone en contacto con su piel para hacerlo estremecer.
Apenas
perturba la quietud ensimismada del río con sus movimientos medidos
y suaves,
pero avanza con seguridad hacia su destino. Pronto pierde de vista
la franja
oscura de la isla y solo lo rodean la oscuridad y el cielo engalanado de
estrellas.
Se hace más inquietante su aislamiento, más intenso su desamparo.
Su cabeza es
un punto negro que resbala en la superficie pulida y apretada en
sombras.
Quiere
distraerse Zacarías Troncoso. Sabe que tendrá que nadar mucho para
ganar la
otra costa y que además de su empeño, tendrá que poner todas sus
fuerzas en
la lucha. El río es implacable con los que aflojan; desdeña a los débiles
y los
aplasta como a cosa despreciable.
Siente frío.
Imprime más vigor a sus movimientos para evitar sus efectos.
Además,
tiene que impedir que la corriente lo arrastre demasiado.
Quiere
imaginar el propósito de los enemigos, pero se distrae porque la correa
que sujeta
el winchester a su espalda lo está molestando en el hombro. Se
encoge para
acomodarla mejor.
Sigue
nadando a pesar del peso de la ropa y de las armas. Sus brazos y sus
piernas se
mueven con regularidad debajo del agua, sin producir el menor ruido.
Sabe que el
río y la noche llevan lejos los ruidos y no quiere aventurarse a
sufrir un
contratiempo.
El frío del
agua le produce ahora una impresión molesta, como si estuviera
por
acalambrarse, como si se le endurecieran los músculos y perdieran la soltura
habitual.
Alarga más los movimientos y los afirma repechando un poco más
la fuerza
del agua.
—Si pudiera
pitar…
Otra vez
siente la correa metida en las carnes del hombro. Por detrás del
cuerpo
levanta el arma para apoyarla en la espalda. Cuando descuida su accionar,
se sumerge
enteramente para resurgir en seguida chorreando agua.
—¡Pesao el
fierrerío! —exclama, con voz entrecortada.
Regulariza
otra vez las brazadas y sigue avanzando en medio de las sombras,
un poco
acezante ahora. Siente el empuje de la corriente con firme persistencia
y el
rebullir de los remansos empeñados en dificultar su propósito.
Inútilmente
tiende su mirada hacia adelante buscando algún punto de referencia.
A pocos
metros se cierra su horizonte definitivamente y sin esperanzas.
Otra vez
intenta distraerse para desvincular el pensamiento del esfuerzo
físico.
Piensa en sus correrías, trae desde lejos hechos aislados e indiferentes,
recuerda
hazañas, pero no consigue abstraerse. Hay un dolor muscular en los
brazos y en
las piernas, un adormecimiento de sus energías, que ya no puede
atribuir
solamente al frío.
Le resulta
imposible calcular el tiempo que lleva nadando y como consecuencia
de ello, no
puede establecer el lugar donde se encuentra. ¿Le falta una
hora de
lucha? ¿Le falta más? ¿Resistirá hasta alcanzar la costa?
El dolor del
hombro se ha hecho agudo y le produce la sensación de que la
correa ha
cortado la carne entrando en la sangre El frío le aprieta los huesos.
Sigue
moviéndose rítmicamente. Ni el dolor ni el frío conseguirán doblegarlo
porque su
cuerpo y su voluntad están hechos a rigor de golpes, porque él mismo
está
acostumbrado a llevarse por delante todos los obstáculos para vencerlos.
Al levantar
el winchester que se ha corrido, vuelve a sumergir la cabeza en el
agua y
cuando sale respira dificultosamente, con la boca abierta.
—M’estoy
queriendo cansar —dice—. Pesa esta carga y el frío m’está maniando.
Reuniendo
todas sus fuerzas consigue equilibrar los movimientos para seguir
avanzando en
el camino de su salvación.
Pasa el
tiempo sin que le sea posible medirlo. Una desorientación inusitada
lo perturba,
pero su voluntad no ceja en su empeño de mantenerlo firme en la
lucha. Sin
embargo, se agudiza el dolor de sus músculos y sus movimientos se
van haciendo
cada vez más torpes y menos efectivos.
Si pudiera
ver la costa, le resultaría fácil calcular las posibilidades de conservar
sus armas y
sus ropas que ahora le pesan extraordinariamente. ¡Son tan
indispensables
en su situación! Pero ya no puede haber dudas y si no se decide
habrá
terminado su carrera azarosa.
Desprende
con una mano la correa que sujeta el winchester, luego la hebilla
del cinto y
deja deslizar las armas al fondo del río. Se sumerge y se ahoga con
una bocanada
de agua que lo hace toser convulsivamente. La respiración se
hace
anhelante y señala una agitación extrema.
Se mueve con
más soltura ahora, aunque el dolor paralizante del hombro
persiste y
el cansancio se acentúa.
Avanza
lentamente hacia las sombras, mientras sus energías decaen y una
incertidumbre
punzante va minando su voluntad.
—Más vale
entregarse al río que a los hombres —piensa.
Al cabo de
un rato siente que le pesan las piernas como si fueran de plomo
y a pesar de
su intento no consigue mantenerlas en posición horizontal. Entonces
sus brazos
se proyectan hacia adelante buscando un quimérico asidero que
lo salve del
fracaso y sus movimientos se hacen desacompasados y torpes. Se
hunde de
pronto y pierde un instante la noción de la realidad…
Cuando se
recupera, sus pies se apoyan en el lecho fangoso del río. Camina
tambaleante
manoteando para no caer y consigue salir a la orilla. Ahí se afloja
su cuerpo y
se desploma pesadamente, oprimido el pecho de extenuación…
Y de nuevo
queda Zacarías Troncoso frente al interrogante de su destino.
Mañana,
cuando haya recuperado las fuerzas, volverá a la lucha con el mismo
ahínco, de
cara a la vida. Siempre hosco, siempre rebelde, siempre dentro de la
órbita
fijada por su instinto de fiera. Hasta que lo mate la policía, o un accidente,
o los años…
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