Uno de los diez relatos que componen Señora Planta, de
Cecilia Ferreiroa, que acaba de ser publicado por Blatt & Ríos:
zambúllanse con su autora en la fuerza del agua y de la flora, en esta
historia de perturbación y peligro.
La lancha salió apenas llegué al puerto. El día se demoraba, el sol
empezaba tímidamente a lanzarse a la mañana con una luz pálida, distante
e inútil. El hombre que me llevaba a la casa me había pedido salir
temprano porque tenía otros compromisos. Recordé todos esos viajes de
niña a la madrugada, con la luz tenue, el frío y la niebla. Desde aquel
tiempo no había vuelto a las islas. Habían pasado muchos años, muchas
cosas, pero nada parecía haber cambiado demasiado. La vegetación seguía
creciendo compacta sobre el margen del río. La niebla de la mañana
naciente cubría el agua como un manto fino. Daba la sensación de que el
agua crecía hacia arriba, hasta transformarse en aire.
El río en el que estaba la casa era un poco peligroso. La corriente
se intensificaba en esa parte porque muy cerca daba una vuelta. Si la
corriente lograba arrastrarnos hasta la curva, era muy difícil salir.
Valeria la llamaba “la vuelta mala”. Todo el tiempo el río empujaba
hacia ese lugar, como si tuviera esa misión y toda su fuerza, constante y
silenciosa, se concentrara en ella. Había que estar en continua lucha
con él. A mí eso me gustaba. Me hacía sentir que estaba ante algo que no
me trataba como a una niña, que no era condescendiente.
Valeria era mi amiga del colegio y su familia era dueña de la casa.
Entre los 11 y los 13 años solía ir con ellos a pasar el fin de semana.
En el jardín había muchas plantas. La primera vez que fui, Valeria me
mostró cada una. La señalaba y me decía su nombre, también me decía lo
que daba, la flor, el fruto. Era el fin del otoño y muchas veces yo sólo
veía ramas peladas. Eso me producía mucha ansiedad. Cada vez que
señalaba una planta o una rama, después de decirme el nombre, señalaba
otra rama, en ese mismo lugar, y me decía otro nombre. Esto es una
morera, esto es un pecán. Las ramas se diferenciaban ligeramente para
mí. En la escuela la profesora nos decía que la naturaleza fértil era
desbordante, que todo crecía fácilmente, pero lo que me sorprendió de lo
que me había mostrado Valeria era la superposición. En cada planta
crecía otra. Nunca había una planta sola. A veces había tres o cuatro.
Todas se entremezclaban, se asfixiaban y competían por el mismo pedazo
de tierra y por la luz del sol. Había que luchar constantemente para
contener ese crecimiento aberrante.
Me acuerdo de que después de ese recorrido apareció Pedro, el hermano
de Valeria. Le colgaba baba de la boca y le salían mocos por la nariz.
Venía del monte de atrás y parecía contento porque hacía un ruido
similar a una risa. Después Valeria me explicó que era de miedo. Tenía
las piernas desnudas llenas de rasguños por las ramas bajas con espinas.
Al parecer había visto un bicho o escuchado un ruido, pero también
podía ser que simplemente hubiera visto la casa desde el monte. La casa
desde el monte daba miedo. Se veía la parte trasera, que estaba
desprolija y despintada, y que no se correspondía con la belleza y la
delicadeza del frente. De cara al monte la casa parecía abandonada, como
si estuviera en cierta sintonía con él, con el crecimiento caótico y
descontrolado de la vegetación, en un diálogo íntimo y secreto. Verla de
ese lado daba la sensación de estar espiando su cara oculta.
El estruendo de lanchas en una dirección y en otra todavía no había
empezado plenamente. Íbamos casi solos en ese día que comenzaba. La
niebla empezaba a disiparse y dejaba ver con más claridad la costa. Los
colores se volvían más intensos, menos grises. Había pasado de niña
muchas veces por esos mismos lugares en las diferentes estaciones, y los
cambios en el paisaje se percibían especialmente en la nitidez de la
naturaleza, en los contornos y en los colores. Había cierta irrealidad
en el invierno, cierto desaparecer de las cosas y de los sonidos, que
daba la sensación de que no estuvieran enteramente ahí, hasta que la
primavera los traía nuevamente y se iban volviendo contundentes y
desbordantes, cansados de tanta ausencia y levedad. Con el verano todo
se volvía tan denso y saturado, que uno podía sentirse abrumado por
tanta presencia.
Un verano caí en “la vuelta mala”. Estuve nadando un largo rato para
mantenerme en el mismo lugar y no ser arrastrada más allá. No había
nadie cerca y no tenía forma de pedir ayuda. Los padres de Valeria nunca
estaban vigilando que no fuéramos para ese lado del río ni para ningún
otro lado. Nosotras ya sabíamos del peligro y era nuestra
responsabilidad cuidarnos de él. También era nuestra responsabilidad
cuidar de Pedro, porque según los padres él no comprendía el peligro. A
mí me parecía, sin embargo, que Pedro conocía muy bien los peligros.
Salí gracias a que una lancha pasó a toda velocidad e hizo olas que
me ayudaron a llegar a la costa. Estaba muerta de miedo, casi sin aire.
Nunca les conté a los padres de Valeria que estuve a punto de ahogarme.
Tenía miedo de que no me dejaran meterme en el río por no saber cuidar
de mí misma.
El papá de Valeria era tartamudo. Le gustaba contar historias largas
que se hacían más largas por su tartamudez. Yo sufría un poco por él y
cuando terminaba de hablar quedaba agotada. Una vez en la cena nos contó
una anécdota de cuando era chico. Estaba particularmente trabado y yo
quise ayudarlo un poco. Le terminaba las palabras en las que se quedaba
atascado, a veces le decía la frase completa que suponía que iba a decir
para agilizar el relato. En un momento el padre se hartó y me dijo:
Conozco perfectamente las palabras que tengo que decir, gracias. Dijo la
frase sin tartamudear en lo más mínimo. Me quedé muda del asombro.
Valeria me contó después que cuando se enojaba, curiosamente, no
tartamudeaba.
Una vez en el colegio Valeria me mostró una foto. Al principio me
pareció normal y sonreí. Era la casa de Tigre. Ella me había alcanzado
la foto sin decir nada. Al rato me di cuenta de que había algo extraño.
La casa era la misma, no había dudas, pero el lugar era diferente. Toda
la vegetación que había alrededor era distinta, los árboles eran más
altos y había menos plantas y flores. Después vi que en vez del río
había un camino de tierra. Lo primero que se me pasó por la cabeza fue
que había sido transportada desde ese lugar hasta Tigre y que la habían
implantado en medio del jardín. Puse cara de asombro y Valeria se echó a
reír. Había encontrado por casualidad esa foto en una revista. Era una
réplica de su casa, y la guardaba como un tesoro extraño. Me quedé
viendo la foto para encontrar alguna diferencia, pero lo único que podía
hacer era confirmar el parecido. Al cabo de un rato me pareció ver la
figura de un hombre que se asomaba por la puerta entreabierta. Apenas se
distinguía una mancha con zonas grises más claras. Al principio no se
lo veía, pero después de un tiempo aparecía su figura. Era como si la
foto tuviera movimiento y en un momento el hombre abriera la puerta.
Miré el río. Ya no quedaban rastros de la niebla. El sol resplandecía
en el cielo y dejaba reflejos dorados en el agua. Era un hermoso día de
finales de otoño, de un azul limpio y transparente. Empezaba a haber
más movimiento. Algunas lanchas que iban más rápido que nosotros nos
pasaban a los saltos, se cruzaban. En un momento se generó una ola que
nos mojó a mí y al conductor. Fue una sensación violenta.
Estaba ansiosa por ver la casa y el jardín. La vegetación de la costa
daba la idea de un mundo constante, como si todo se hubiera mantenido
al resguardo del tiempo. Parecía un lugar al que volver siempre. Siempre
hermoso, siempre extraordinario. Nunca en mi vida al volver a un lugar
lo había sentido igual, había sido decepcionante, más pequeño, más
insignificante, pero eso no me pasaba con lo que iba viendo a los lados
de la lancha. La vegetación y el agua marrón escondían todo vestigio de
cambio. Aunque en el puerto había sentido un penetrante olor a agua
sucia, a nafta, a pescado muerto, que no recordaba.
Mi propia vida no se había dado en un tiempo continuo, había
transcurrido en saltos abruptos que hacían imposible la idea de
permanencia. Yo misma me sentía ajena a otros momentos de mi vida. Las
cosas no habían salido como yo habría querido, como había imaginado.
¿Cómo imaginar una vida? Había pensado que volver al Tigre, después de
tanto tiempo, sería una pausa en mi tortuoso presente y me daría la
posibilidad de hacer un cambio, de encontrar una salida, pero a medida
que avanzaba se iba convirtiendo en algo distinto: un regreso a un
tiempo que creía perdido.
Después de ver aquella foto la casa se volvió algo más fantasmal. Ya
sabía que era una réplica exacta de otra que estaba en otra parte. No sé
por qué pensaba que la otra era la original. Nunca pensé que podría
haber más de dos. En mi mente eran sólo dos, gemelas, separadas
geográficamente pero conectadas por la simetría, por el diseño. Lo único
diferente era ese hombre que asomaba desde las sombras. Me obsesioné
con esa imagen borrosa y siniestra. Me parecía que con esa puerta que se
abría se fugaba un secreto, algo horrible que había pasado ahí adentro.
Una vez, caminando por el monte al atardecer, le pregunté a Valeria de
la nada: ¿Nunca pensaste que el espíritu del hombre de la foto vive en
esta casa? Valeria se paró en seco y me dijo: Siempre. Nos quedamos las
dos en silencio, mirándonos, impactadas. De esa parálisis nos rescató
Pedro, que empezó a berrear como loco.
La madre de Valeria parecía estar en otro mundo, pero siempre tenía
todo listo para la comida. No se pasaba a través de su comida como a
través de algo rutinario. Cada plato tenía un sabor especial, que
parecía irrepetible. Los preparaba como si realmente le importara lo que
íbamos a sentir al comerlos. Y sin embargo, cuando le contábamos
nuestras aventuras en el parque o en el río parecía estar pensando en
otra cosa. Ponía siempre cara de sorpresa y después asentía rítmicamente
con la cabeza, como si finalmente la sorpresa no fuera para tanto. Sólo
prestaba atención cuando se trataba de Pedro.
Valeria y yo íbamos y veníamos por el parque. Nos lastimábamos todo
el tiempo, nos embarrábamos. Mirábamos el río correr y llevarse cosas.
Observábamos bichos y pájaros. Ella tenía un libro de pájaros que a mí
me encantaba. Tenía las imágenes y algunos rasgos de su comportamiento.
Jugábamos a identificarlos y competíamos a ver quién lo hacía primero.
Muchas veces yo decía cualquier nombre, con tal de decir algo. Valeria,
en cambio, siempre decía el nombre correcto.
Una vez le conté que había visto un perro abandonado en una plaza en
Buenos Aires. Era un perro muy lindo, de raza, y me había impactado que
lo hubieran abandonado siendo tan lindo. Le conté que el perro había
estado todo el día atado a un árbol. Inmediatamente Valeria me preguntó:
¿A qué árbol? Yo no supe qué responderle. No había prestado atención al
árbol, y, de todas maneras, seguramente no habría podido saber qué
árbol era. Hasta ese momento no había pensado en la importancia de ese
dato en el asunto, pero después de la pregunta de Valeria se volvió
central, una parte de la historia que yo desconocía por completo. A
partir de entonces cada vez que le contaba algo, tenía la sensación de
que ella me señalaría datos fundamentales de la historia que yo había
dejado de lado; así que cada vez le contaba más detalles. Entonces
Valeria se distraía. Me escuchaba como lo hacía su madre, con cara de
leve asombro y asintiendo con la cabeza. A mí eso me exasperaba. Una vez
no pude más y le dije: Me contestás igual que tu mamá, ¿no ves? No me
dijo nada pero me miró con cara de reproche contenido.
No sé por qué yo me sentía con tanto derecho como ella de recibir la
atención de su madre. Valeria y yo nos habíamos convertido en un bloque
indiferenciado; o más bien, yo trataba de convertirme en un bloque
indiferenciado de ella. Creía que así podría entrar a su familia como
una más. En la casa de Valeria se sentaban a comer todos juntos, para mí
eso era una novedad. En mi casa comíamos en lugares distintos y a horas
diferentes. Y ante cada plato que cocinaba la madre siempre pensaba,
casi con éxtasis, que ese era el mejor de todos los que había probado.
Mientras comía despacio, deteniéndome en cada bocado, me decía para
adentro como si fuera un rezo: Quiero comer esto por el resto de mi
vida, por el resto de mi vida.
El padre a veces tomaba una copita de vino. Me daban ganas de
probarlo, pero sabía que era muy chica para eso y que, si se lo decía,
me mirarían mal. Con el vino se ponía más tartamudo y, a la vez, más
hablador. Nos contó que le había comprado la casa a un extranjero que
quería volver a su pueblo. Valeria y yo nos miramos con cara de asombro.
Enseguida entendimos lo que pensaba la otra. Estábamos seguras de que
se trataba del dueño de la otra casa, el hombre de la foto. Valeria le
preguntó si él la había construido. El padre no se acordaba pero creía
que sí. Le parecía que había dejado a su familia allá en su país y no la
había visto nunca más.
—¿Y si mató a alguien? –pregunté de pronto.
Valeria se puso tensa. Mi comentario no le gustó nada. Nosotras nunca
hablábamos con sus padres de la foto ni de nuestras ideas sobre la
casa. Considerábamos que ellos no entenderían ni aportarían nada. Era
nuestro mundo y ellos no tenían nada que hacer en él.
El padre contestó:
—¡Qué imaginación! Habrá venido a trabajar y extrañaba a su familia.
Esa noche se desató una tormenta y se cortó la luz. Llovía a cántaros
y las gotas chocaban en las chapas del techo haciendo un ruido
ensordecedor. La oscuridad era total pero cada tanto los rayos
iluminaban todo. Eran como explosiones que dispararan una claridad
brutal sobre los objetos.
El viaje se me estaba haciendo muy largo y no tenía con quién
conversar. Necesitaba contar lo que había vivido en ese lugar y lo que, a
medida que lo atravesábamos, volvía a mi memoria, como si mi niñez
hubiera anidado en sus árboles o crecido junto con sus hojas y flores en
cada estación que recomenzaba, permaneciendo, regenerándose. Todos
estos años había evitado recordar, pero ahora que nos acercábamos a la
casa me reconocía dispuesta a reencontrarme con ese pasado.
La madre había empezado a responsabilizarnos por los llantos y los
gritos de Pedro. Nos retaba duramente. Nuestra conexión le parecía un
problema. Creo que sentía que eso nos llevaría a no ocuparnos tanto de
él.
Una vez que Pedro se lastimó por haber ido al monte, la madre de
Valeria la retó muy fuerte y no la dejó cenar. Era nuestra tarea cuidar
de Pedro. En solidaridad con ella, yo tampoco cené. Supongo que eso era
lo que la madre de Valeria esperaba que hiciera, porque si bien no se
sentía con derecho a retarme a mí, yo sabía que en el fondo me
consideraba la culpable de todo. Esa noche estuve lamentándome por la
deliciosa comida que me había perdido. Al día siguiente tuvimos que
estar pendientes de Pedro y prácticamente no pudimos hacer nada. Valeria
se sentía culpable por no haber cuidado de su hermano. No sos su
niñera, le dije de pronto. Ella no me contestó pero se quedó mirándome
seria, con un silencio triste.
Recuerdo un invierno en el que hubo una ola polar y hacía
temperaturas bajo cero. El frío se sentía dentro del cuerpo y no había
con qué sacarlo. Llevábamos puestos los guantes y la bufanda tanto
dentro como fuera de la casa. Pasábamos de tomar sopa a tomar té o
chocolate caliente. Era difícil sentir los dedos de las manos. Pedro
temblaba y lloraba de frío. A la noche se levantó niebla y todo adquirió
un aspecto irreal. La madre se preocupó mucho por él y decidió darle
más frazadas. No sé por qué pensó que nosotras sufriríamos menos el
frío. La noche fue una pesadilla. Tenía la nariz y la cara congeladas.
Me hacía un bollo dentro de las frazadas pero no era suficiente para
calentarme. Era como si entre el cuerpo y las frazadas se hubiera
depositado una capa de hielo que impedía que el calor la traspasara. En
un momento le pregunté a Valeria si tenía frío y ella me dijo que sí,
pero que pronto amanecería y empezaría a calentar un poco. Me sorprendía
ver cómo Valeria aceptaba su suerte. En cierto sentido todo ese trato
preferencial hacia Pedro le parecía justo, como un castigo que ella
debía soportar por no ser como él. Esperé el amanecer como a la
salvación. Recién entrada la mañana empecé a sentir el calor y caí
dormida. Ese día los padres de Valeria decidieron que nos iríamos porque
el frío le iba a hacer mal a Pedro.
Tomamos por un canal que quedaba cerca del río en el que estaba la
casa. Faltarían unos pocos minutos más para llegar. El conductor me lo
confirmó cuando le pregunté. Sentí un ligero mareo. La proximidad de la
casa me producía una mezcla de ansiedad y de temor. Quería llegar pero a
medida que nos acercábamos mi ánimo se enrarecía. El día irradiaba luz
como si quisiera mostrar la belleza del paisaje en todo su esplendor. La
lancha bajaba la velocidad cada tanto para pasar una ola con suavidad.
Miraba instintivamente a las personas sentadas en los muelles mientras
las dejábamos atrás. Levantaban la cabeza y me miraban como si estuviera
en otro mundo, ajeno y provisorio, en tránsito y no detenido como el de
ellos, en el que se sentaban a contemplar el paso del río, la evolución
de la luz en el paisaje, el suave ondular del viento en las hojas y en
las ramas peladas de los sauces, el ruido de los pájaros en un ir y
venir renovado y constante.
Pedro empezó a berrear más seguido. Había algo que le daba miedo y no
sabíamos qué era. Cada vez que lloraba, la madre gritaba: ¡Valeria! Y
Valeria dejaba todo lo que estuviera haciendo para ir con él. Eso me
molestaba. Se hacía muy difícil hacer cualquier cosa y nosotras
queríamos conversar. Había unos chicos que nos gustaban de la escuela y
hablábamos todo el tiempo de ellos. Llevábamos a Pedro con nosotras y le
decíamos algo cada tanto para tenerlo más tranquilo.
Una noche Valeria quiso que hiciéramos una excursión por el monte. A
mí me daba un poco de miedo y traté de convencerla de que no fuéramos,
pero ella insistió. Tuvimos que ir con Pedro. Él caminaba unos pasos y
de pronto se detenía, se sentaba en el suelo y se quedaba ahí mirando la
tierra, jugando con las ramas. De pronto se levantaba y se largaba a
correr desaforado. Teníamos que perseguirlo. Pasar de la quietud al
movimiento descontrolado lo llevaba a caerse. Había algo en Pedro que no
le permitía poner los brazos para protegerse de la caída y daba de
lleno con la cabeza en el barro. Entonces gritaba y se enojaba con
nosotras. Yo tenía ganas de decirle que él era la propia causa de su
sufrimiento, pero Valeria se preocupaba por él y revisaba que no tuviera
nada serio. Al cabo de un rato se ponía nuevamente a caminar; dos pasos
más adelante se sentaba en el suelo otra vez y no había forma de
hacerlo avanzar. El tiempo con él no parecía ser lineal. Hacía lo que él
quería, cuando quería, y lo hacía una y otra vez. Era el único de la
familia que hacía lo que quería sin preocuparse por los demás.
La madre de Valeria leía mucho. Por lo general se sentaba en el
jardín con un libro en la mano y el mate en el pasto, pegado a su
pierna. Leía horas enteras. Tenía una mesita al lado con una pila de
libros, que cada tanto intercambiaba. El padre estaba del otro lado, o
más bien la silla del padre, pero él iba y venía. A veces leía junto con
la madre. Otras veces se iba a visitar a un vecino que tenía televisión
y miraban los partidos, mientras que la madre permanecía ahí, sentada
con la misma postura, eterna, como el paisaje. La posición del sol
cambiaba en el cielo sobre su figura estática. Sin embargo, cada tanto
yo echaba una mirada en esa dirección y veía las dos sillas vacías.
Tiempo después volvía a mirar y la madre estaba nuevamente sentada como
si nunca se hubiera movido. Parecía una luz que solo de vez en cuando
parpadea.
Pedro nunca estaba al lado de la madre. Vagaba solo por el parque o
por el monte, o estaba con nosotras. Le costaba quedarse quieto en un
lugar. Con el tiempo se había puesto más demandante y más peligroso. Se
accidentaba con más frecuencia y después la madre de Valeria nos retaba.
Una tarde corrió por el muelle con tanta fuerza que al tocarme me tiró
al agua. Yo estaba vestida porque hacía frío. Sentí el agua helada como
si me clavaran pequeñas agujas. Pedro se asustó y empezó a llorar a los
gritos. La madre de Valeria lo consoló como si le hubiera pasado algo a
él.
El agua crecía cada tanto y cubría todo el jardín. A veces se iba a
la mañana siguiente pero otras veces se quedaba estacionada ahí y era
imposible salir de la casa. Un fin de semana nos quedamos encerrados,
rodeados de agua por todos lados. No sabíamos qué hacer. Llegó un
momento en el que no podíamos tirar la cadena del baño porque corríamos
el riesgo de que el agua empezara a salir por el inodoro. Con la crecida
las cañerías no podían desagotar. A pesar de todo la madre de Valeria
se puso a leer como si nada. El agua no le afectaba. Se sentaba en el
sillón de la sala con sus libros apilados al lado. Siempre tenía varios,
como amigos que la acompañaban. Pedro estaba bastante molesto, gritaba y
pataleaba. En eso se parecía al padre de Valeria, necesitaba moverse,
ir de acá para allá. El padre de Valeria tampoco podía con su alma, se
movía de un lado a otro, no poder pasear era insoportable para él. En un
momento no aguantó más y salió con el agua hasta la cintura. Se fue
haciendo de noche y no volvía. El agua seguía sin bajar y se formaban
corrientes en el jardín que transportaban troncos, botellas, camalotes.
La madre estaba muy preocupada. Cada tanto dejaba el libro y se asomaba
por la ventana o salía a mirar desde la galería. Todo era una gran
laguna oscura. Yo tuve miedo de que nos mandara a buscarlo. Finalmente, a
la hora de la comida apareció. Muchas veces no se sabía dónde se había
metido, siempre se iba sin anunciarlo, pero a la hora de la comida
indefectiblemente volvía. De pronto estaba ahí, rondando la mesa.
Respetaba esa hora como una cita insoslayable que estructurara su día en
momentos muy definidos, aunque no tenía reloj. Eso era para mí la
muestra de una conexión entre los padres que se daba por debajo de lo
visible. Me hacía sentir que la familia de Valeria era una familia de
verdad.
Una tarde Pedro desapareció. Valeria y yo lo llamamos por los
alrededores pero no contestaba. Nos separamos para buscarlo. Yo fui para
el monte y Valeria para el jardín del vecino. Me interné en una zona
que se fue haciendo cada vez más espesa y húmeda. Anduve caminando unos
cuantos minutos, esquivando troncos caídos y saltando charcos de agua
hasta que escuché ruido de pasos y seguí en esa dirección, más profundo
en el monte. Podía ser un cuis pero estaba segura de que era él. Se iba
oscureciendo a medida que avanzaba por la espesura de los álamos, los
sauces y los ligustros que entrecruzaban sus copas en lo alto, ocultando
el cielo. Las ramas ocupaban el espacio en diferentes niveles,
adueñándose de todo ese mundo, algunas me golpeaban en la cabeza y otras
en las piernas, y me raspaban. Me ayudaba con los brazos y las manos
para apartar las que se me venían contra la cabeza, con movimientos
firmes y sostenidos; partía las que podía con la esperanza inútil de
dejar más transitable el terreno. Más de una vez estuve a punto de caer y
me salpiqué de barro las piernas y la cara en el intento torpe y brusco
de no perder el equilibrio. Mis pasos resonaban, chapoteando, y si bien
escuchaba ruidos por todas partes, y trataba de seguir los que me
parecían humanos, el sonido de mis propios pasos los atenuaba y los
confundía. Por momentos alcanzaba claros donde la luz podía entrar un
poco más. Me detenía en ellos y miraba alrededor para decidir qué camino
seguir.
Un poco más tarde Pedro gritó. Fue un grito desgarrador. Valeria
llegó después que yo. Tenía sangre, que le chorreaba por la cara y le
recorría el cuerpo. Gritaba algo que no podíamos entender. Salimos del
monte. Los padres de Valeria vinieron corriendo y cuando lo vieron así
se desesperaron. El padre fue corriendo a llamar a la lancha ambulancia y
la madre se puso pálida y lo abrazó temblando, manchándose de sangre la
ropa. Lo abrazaba con fuerza mientras le decía las palabras más
cariñosas que le oí decir nunca: Pedrito, corazón mío, mi angelito.
Después se lo llevó corriendo a la casa para lavarlo. Pedro gritaba y
repetía una palabra incomprensible. Valeria y yo los seguimos corriendo
detrás. En un momento se dio vuelta y me miró. Señalándome exclamó a los
gritos: ¿Po’ qué? Yo me paré en seco. La madre de Valeria y Valeria me
miraron con horror. Se alejaron unos pasos de mí. Valeria se quedó
mirando las manchas de sangre que yo tenía en la ropa. Después se
metieron los tres dentro de la casa. Yo me quedé quieta en el lugar, no
me animé a seguirlas.
La lancha ambulancia llegó unos minutos más tarde. Se llevaron a
Pedro al hospital que estaba en un río cercano. Nos enteramos después de
que lo habían tenido que trasladar al continente porque el médico no
estaba y había que darle unos puntos en la cabeza. La madre fue con él y
el padre se quedó con nosotras. No se acercaba a mí y se mantuvo
correcto pero distante.
El tiempo que transcurrió hasta que nos fuimos de la casa fue eterno.
Valeria me evitaba y no me podía mirar a los ojos. Yo estaba
desencajada y todo me parecía irreal. Ellos se habían vuelto un bloque
compacto y cerrado, y yo estaba afuera. Nadie dudó ni por un instante de
mi responsabilidad.
Tiempo después pensé que quizás ese quiebre no había sido más que la
culminación de una serie de desencuentros previos que habían estado
formándose de manera imperceptible. Nunca más pude hablar con Valeria.
Ella nunca consideró necesario preguntarme o pedirme explicaciones y yo
siempre tuve temor de acercarme. Tampoco sabía qué decirle. Directamente
era como si fuéramos de especies distintas.
A veces la veía a la salida del colegio con Pedro y con su madre que
habían ido a buscarla. La madre tampoco me miraba. El único que me
miraba era Pedro, y se ponía a berrear.
Alcé mi vista y vi que estábamos llegando a la casa. Desde lejos,
detrás de unas palmeras, la reconocí. Parecía intacta, extendida hacia
el cielo, con sus techos altos y sus ventanas alargadas; erguida sobre
sus pilotes de quebracho. El hombre que manejaba la lancha me la señaló:
—Esa que está allá es la casita. Vas a ver que tiene una estructura
muy noble, como las típicas casitas de río. Y para ser tan vieja está
bastante bien conservada. Ya vas a darte cuenta de que el precio que
piden por ella no es caro.
—Pero se ve un poco descuidada. ¿Creés que se pueda discutir el precio? –dije para decir algo.
—Sí, claro, siempre se puede discutir. Desde que murieron sus padres la dueña está ansiosa por venderla.
Al acercarnos pude verla mejor. Estaba con las ventanas abiertas y
oscura por dentro. Por el hueco de las ventanas no se podía ver nada,
como si fuera la abertura de una caverna que resguarda su interior. El
hombre amarró la lancha y bajamos. Cuando caminábamos hacia la casa por
el jardín vi que la puerta se abría lentamente. Me quedé paralizada. No
se distinguía nada hacia adentro. En un momento se escuchó un grito
desesperado que venía de la casa. Empecé a caminar hacia atrás, hacia el
muelle, con intenciones de saltar a la lancha, o al río. El hombre se
acercó a la puerta casi corriendo y cuando se asomó me gritó con voz
potente:
—No te asustes.
Se acercó rápidamente hasta el muelle y me comentó en voz baja:
—Es el hermano de la dueña; cada tanto lo traen. Grita mucho pero es inofensivo.
Retomamos el camino hacia la casa. Ligeramente detrás del hombre fui
acercándome a la puerta con una mezcla de emoción, de ansiedad y de
miedo.
[fuente: http://eternacadencia.com.ar/blog/ficcion/item/la-vuelta-mala.html]
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