El Viejo fijó un buen rato los ojos en
el arroyo, por lo menos hasta la primera curva, donde aparentemente
desaparecía; después dio una chupada a la pipa y se quedó como pensando.
-¿Pasa algo? -dije sin mirarlo, con los ojos clavados en el agua para tratar de ver lo que él había visto.
-Están pasando muchas cosas en este
momento -me llegó la voz-; debe haber comenzado a llover en las sierras
grandes. La creciente llegará aquí en un par de horas. Vamos a buscar
las redes.
Habíamos perdido muchas crecientes por no
conocer bien las costumbres de la lluvia. Muchas veces, a pleno sol
habían pasado crecientes hermosas llevándose lejos, hacia las ciudades
ricas y poderosas preciosos cargamentos de objetos que hubieran sido
útiles para nuestra casa. Porque nosotros a la casa la hicimos con el
río.
A medida que en el pueblo se construían
hoteles para los turistas, a nosotros nos obligaban a corrernos más
hacia las afueras. Ya habíamos hecho como cuatro o cinco casas
utilizando los troncos y las cañas que había en los suburbios, pero
ahora, donde nos había tocado, no había más nada. Las lomas estaban
roídas por las cabras y el terreno pedregoso llegaba hasta la orilla
misma del arroyo. Cuando llegamos con los colchones al hombro, algunas
gallinas y nuestra colección de tías, los vecinos ya habían utilizado
todo el material posible de la zona. Nos ayudaron a reconocer la parte
de terreno que nos correspondía -puras piedras- y nos alquilaron una
piecita al frente del terreno, del otro lado del arroyo, hasta que
pudiésemos construir la casa. Era fácil ver en los alrededores que donde
faltaba un árbol ese árbol estaba clavado en forma de poste formando la
esquina de una casa. Las piedras más o menos cuadradas habían
desaparecido también y eran o pared o piso en las casas desparramadas
por el pedregal ese. Tampoco había lajas ni adoquines ni piedra bola:
todo había sido aprovechado por los que llegaron primero.
Me acuerdo que mientras mis tías sacaban
sus vestidos azules y rojos de los baúles y los colgaban en los clavos
de las paredes de la piecita, yo y el abuelo nos sentamos en medio del
terreno a pensar qué se podía hacer.
-Acá ya no queda nada, más vale que busquen otro lugar más lejos -nos dijo uno de los vecinos mientras rasqueteaba a su caballo.
Mi abuelo debió estudiar profundamente el arroyo en ese momento, porque después de mirarlo un rato dijo:
-Nos quedaremos.
Lo que no recuerdo es si mi abuelo era
joven antes de llegar aquí, porque después supimos, durante el resto del
tiempo, que él había envejecido después de descubrir los misterios de
la lluvia. Que era como saber, según lo supimos siempre, todas las cosas
de la vida y de la muerte. Pienso que sus cabellos se pusieron blancos
en esos minutos, porque una vez, cuando le pedí que me explicara el
asunto de las crecientes, que él preveía con varias horas de
anticipación, me dijo que si lo aprendía envejecería en el acto. Pero
las cosas se equilibraron, porque si envejeció en ese momento, ya no
necesitó fuerzas para acarrear piedras desde lo alto de las lomas
(además ya no había), ni troncos desde las llanuras distantes, porque
con las crecientes todo se lo traía el río y se lo dejaba en el mismo
terreno, gracias a la red que habíamos construido con alambres también
traídos por el arroyo.
Nuestra llegada, mejor dicho de mis tías
con sus vestidos al viento llenos de colores y de pliegues, fue una
alegría para el barrio. Vivíamos todos amontonados en la piecita y
teníamos una radio de pilas ante la que mis tías lloraban inclinadas
cuando oían alguna canción de Libertad Lamarque. Mis tías eran hermosas y
los hombres, a la tardecita rodeaban nuestra pieza esperando que
saliera alguna de ellas. Salían por las noches, perfumadas, y se iban
con los hombres a caminar por las riberas siguiendo el canto de los
sapos y, de tanto en tanto, según la luna, nacían hermosos bebés, que en
poco tiempo se prendían a los bigotes del abuelo. Cuando les dolía la
pancita, yo seguía el curso del arroyo y buscaba menta para las
infusiones, y al volver oía que el vecino rasqueteador de caballos le
decía a mi abuelo que era muy difícil alimentar tantos chicos. El viejo
consultaba al río antes de responder y luego de una corta meditación
decía:
-Que nazcan. Ellos son la única alegría que podemos tener en la vida.
Yo mismo había nacido así y era una de sus alegrías.
El año de la Gran Creciente murieron
muchos bebés, porque dicen que el agua había sido revuelta por los
microbios. Lloramos todos muchas veces y mi abuelo se sacó el sombrero
por primera vez en varios años. También vinieron a llorar los hombres de
los alrededores y por un tiempo más o menos largo no volvieron a salir
con mis tías siguiendo el canto de los sapos. Aprovechamos esos días de
mucho silencio para reforzar nuestras redes. El abuelo decía que había
que detener en todo lo posible las riquezas que traían las crecientes,
«porque si no esta zona será siempre muy pobre. Las cosas pasan por este
arroyo, llegan al río y siguen saltando y bamboleándose; luego el río
avanza hacia ríos más grandes, con más riqueza acumulada, y todo va a
parar finalmente a Buenos Aires, y después al mar, a Europa, y nosotros
nos quedamos con las manos vacías».
Aquel día la creciente había sido muy
rica. Además de ladrillos medio redondeados pero sanos había traído
adoquines, muchos tarros y piedras grandes de varios colores. La parte
de red que me tocó controlar solo dejó escapar una lata de querosén de
veinte litros, que abierta hubiera significado una buena parte de techo.
La vi bambolear por encima de las crestas sucias, casi en el aire, y
perderse vaya a saber hacia dónde, pero logré detener una gran piedra
blanca casi cuadrada, que ahora forma el ángulo más vivo de nuestra
casa. Después separamos las piedras por formas, luego por colores;
también los adoquines, los ladrillos, que eran muchos y la gran cantidad
de tarros para el techo. Cuando pasó la creciente pese al fresco que
hacía; mi abuelo y yo sudábamos.
Mis tías salieron todas juntas de la
pieza y levantándose los vestidos azules cruzaron el arroyo para ver
cuántas maravillas nos había dejado la creciente. Ellas mismas se
pusieron a ayudarnos a separar todo y, mientras lo hacíamos, cantábamos
sin saber qué estábamos cantando. Todos estábamos contentos porque había
material para proseguir la casa, que ya tenía casi treinta centímetros
de alto. Ahora podríamos llegar al metro por lo menos. Solamente el
viejo no estuvo muy contento, y no quiso contestarme cuando le pregunté
por qué estaba así. Pero me respondió años después (años que para él no
significaban nada, porque estaba acostumbrado a usarlos), me dijo cosas
que no pude entender y que sin duda se relacionaban con esos días de
silencio, de los chicos cuyos rostros yo había olvidado completamente,
de las aguas revueltas por los microbios y de otras cosas más que el
abuelo mismo temía. Creo que fue entonces cuando me dijo que era mejor
no entender nada para no envejecer de golpe.
El verano terminó, y con él las lluvias, y
mis tías estaban impacientes porque termináramos por lo menos una pieza
y la techáramos. Sobre todo dos de ellas, que esperaban alumbrar hacia
la mitad del invierno, pero el viejo vacilaba antes de decidir un cambio
de emplazamiento de la casa, que tenía muy pensado. Se pasó varios días
mirando no solo el río sino también las plantitas que crecían en las
riberas. Levantaba piedras, observaba los bichos que vivían debajo de
ellas, cortaba y olía las hojas de las pocas plantas que sobrevivían en
el pedregal. Un día decidió que sacáramos todas las piedras que ya
habíamos puesto y que llegaban apenas a treinta centímetros de altura,
porque había resuelto construir la casa más lejos del arroyo, casi sobre
el nacimiento de la loma. Ciertamente el viejo se volvía más misterioso
a medida que avanzaba en el conocimiento del arroyo y de las lluvias.
Observaba cuidadosamente el desplazamiento del sol entre las estaciones,
y todo lo que clavaba o plantaba tenía relación con el giro del fuego.
La única explicación que nos daba era:
-Ustedes no entienden nada de estas cosas. Tenemos que protegernos.
Finalmente cavamos los cimientos otra vez
en un lugar muy incómodo que nos obligaba a hacer un rodeo para traer
el agua y para salir a la calle natural que corría junto al arroyo y
llevaba al pueblo. Mis tías protestaron hasta muy avanzado el invierno, y
después callaron cuando el viejo anticipó la nevada. Hacía cuarenta
años que no nevaba en la zona. Desde entonces nunca más discutieron sus
puntos de vista.
Antes de decidir el nuevo emplazamiento,
desapareció por una semana. Se había ido al monte, que estaba al otro
lado del río grande. Volvió lleno de pelos, yuyos y bichos, medio
quemado por el sol y con un gesto triunfante. Trajo dos quirquinchos que
le habían sobrado de la cacería que hizo para alimentarse esos días y
anunció, muy contento, que ya sabía dónde haríamos la casa.
-En esta casa no podrá entrar nunca la muerte -dijo estirándose los bigotes.
Mis tías entonces hicieron girar sus dedos índices sobre las sienes y le sacaron la lengua.
En el verano siguiente, durante el tiempo
que le dejaba libre el olfatear las crecientes, marcaba en el suelo la
sombra que proyectaba una estaca alta clavada frente al sol. La sombra
era paulatinamente más larga y luego, a medida que se iba el verano, se
acortaba. En todos los casos mi abuelo marcaba bastante hondo en el
suelo el alcance de la sombra, de modo que al final había un montón de
rayas profundas que sin duda tenían una relación directa con la
orientación de la casa, o quizás con su muerte, vaya uno a saberlo. Se
lo pregunté y él admitió ambas cosas casi sonriendo y me dijo que no me
convenía ahondar más en el asunto. «Eso dejalo para mí, que ya estoy
viejo».
El abuelo tenía razón. Cuando terminó la
casa empezó a morirse. Pero fue una muerte larga, que duró varios años.
Creo que comenzó a morir aquel día que volvió del monte, lleno de
bichos. Esa noche se le descolgó una arañita del ala del sombrero y una
de mis tías, asustada, se la quiso sacar.
-No la toquen; dejen esa araña donde está -le oí gritar por primera vez.
La araña, comprendiendo, subió por su hilo y se escondió otra vez en la cabeza, debajo del sombrero.
Habíamos terminado las dos piezas de mis
tías, una hecha enteramente de adoquines y otra de canto rodado. A los
pocos días de mudarnos, los hombres de mis tías tenían que cruzar el
arroyo, de noche, haciendo equilibrio sobre las piedras para poder
darles las serenatas de costumbre. Conocíamos perfectamente sus voces y
sus desafinaciones. Ése es Evaristo, ése Pablito, ése Pepito, decía mi
abuelo en la sombra del cuarto, mientras se dormía con el sombrero sobre
la cara para evitar la luz de la luna que entraba por la ventana. A mí
me quedaba más lejos el camino del arroyo para ir a buscar los yuyos
contra el dolor de panza de los chicos pero después sacrificamos algunos
tarros destinados al techo de la cocina y en vez de abrirlos
trasplantamos en ellos las variedades principales para tenerlas de noche
al alcance de la mano. Dormíamos en la pieza de las tías solteras, para
evitarle al viejo el llanto nocturno de los chicos, que le impedía oír
el ruido del agua del arroyo, tan importante para él. Nos faltaba la
cocina, que tenía ya la mitad de su altura, hecha con ladrillos,
redondeados por las aguas. Ese año hubo varias crecientes, pero no trajo
ladrillos, solamente piedras y adoquines, y el viejo quería terminarla
con el mismo material con que había empezado. Además, no se podía poner
en la parte alta de las paredes material más pesado que los ladrillos
carcomidos por el arroyo. La última creciente grande vino llena de
víboras, y nadie se animó a meter un solo dedo en el agua. Durante
varios días tuvimos que ir a buscar el agua, en tarros, al hotel de los
militares, al pie de la montaña, que quedaba bastante lejos. Nos llevaba
casi todo el día ir y volver, pero los hijos de mis tías se salvaron de
los tremendos dolores de estómago y de la mala suerte de varios niños
que las aguas contaminadas silenciaron río abajo ese año.
Un día, con una lluviecita muy pobre, sin
creciente, llegaron por el arroyo cerca de trescientos tarros vacíos de
duraznos. Venían del hotel ese, donde los coroneles pasaban quince días
de vacaciones. Eran todos del mismo tamaño y de idéntico color, lo cual
favorecía la construcción. El viejo decidió entonces, muy a su pesar,
terminar la cocina. Abrimos una gran cantidad de tarros para terminar
las paredes y luego y con los mismos tarros hicimos el techo de dos
aguas. Como sobraron muchos, cortamos algunos por la mitad, sin abrirlos
pero desfondados, para hacer las canaletas de desagüe. Mis tías
quedaron maravilladas de los detalles. La cocina parecía una casita
dibujada, con su chimenea de latas tan azules como el humo.
Generalmente los hoteles arrojaban la
basura al arroyo. Un día vimos pasar alrededor de dos mil patas de
gallina. Mi abuelo dedujo que se trataba de la colonia militar, que era
el hotel más grande de la zona, explicando que si eran dos mil patas se
trataba de mil pollos, de los cuales podían comer bien alrededor de dos
mil coroneles. Yo los conocí. Eran muy buenos conmigo y me daban
propinas cuando trabajaba de parapalos en la cancha de bowling del
hotel.
Hacía unos días que habíamos terminado la
cocina cuando al viejo se le aflojó el primer diente. Se estuvo
hurgando un rato con los dedos y protestando, hasta que se lo sacó y lo
arrojó por la ventana. Fueron inútiles todos los yuyos que tomó (traídos
a veces desde la cima de la montaña, donde el viento y las plantas son
más limpios), porque cada tres o cuatro días se le aflojaba otro más,
que él arrojaba afuera maldiciendo la vida, y yo cada día entendía menos
lo que decía, hasta que se quedó sin uno solo y no pudimos entenderle
nada por un tiempo.
Las demás partes del cuerpo se le fueron
yendo poco a poco, y cuando se habían ido del todo vino la Creciente
Terrible que casi se lleva el hotel de los coroneles. Estuvimos toda la
noche tapándonos los oídos y tocándonos el corazón con las manos para
que no se nos soltara de miedo, oyendo las piedras inmensas que la
creciente arrojaba contra la pared más gruesa de la casa, donde el viejo
no había dejado ninguna puerta ni ventana.
Al otro día el arroyo, que había cambiado
de curso, estaba en el lado opuesto al que había tenido siempre, y
ahora sí todo era natural; pasaba al frente mismo de la casa y los yuyos
para los hijos de mis tías quedaban al alcance de la mano. El arroyo
pasaba ahora por los lugares que mi abuelo había marcado pacientemente
siguiendo el curso del sol con la sombra de las estacas. Nuestra casa se
había salvado, pero el río se llevó varias, con todo lo que había
adentro, entre ellas la del hombre que rasqueteaba los caballos y que,
según dicen, le había dado en otros tiempos muchas serenatas a una de
mis tías, que lloraba mucho.
Nosotros lloramos ese día todo lo que
había que llorar por los que se había llevado el agua. Vinieron
fotógrafos de ciudades distantes y un avión estuvo dando vueltas por el
lugar.
Ahora hace mucho que no llueve, y harían
falta algunas crecientes para mejorar ciertos detalles de la casa. A
veces miro el río y noto cambios de color o de sonido, pero evito
mirarlo mucho, porque no quiero envejecer. Algunos de los hombres de mis
tías consiguieron trabajos buenos y se fueron de aquí con ellas. Hoy
están en Buenos Aires, son señoras elegantes y tienen hermosos perros
que sacan a pasear por las plazas iluminadas. Muchos de los chicos que
tomaban las infusiones que yo hacía con yuyos, se han ido también y
trabajan en grandes fábricas, amplias y hermosas, a las que entran y
salen como si fueran los propios dueños.
El viejo me dijo varias veces que cuando
él se fuera se prolongaría en mí, que seguiría viendo por mis ojos, tal
como sucede cuando advierto el cambio de color en el agua. Por eso he
resuelto quedarme aquí para esperar el fin. Algunas veces siento deseos
de irme de este pueblo, pero advierto que, pese al deseo, el río no me
ha dado todavía los medios para hacerlo.
Los otros días se me descolgó una arañita
del sombrero que heredé del abuelo. La tomé por el hilo y la tiré al
río. Después estuve mirando un rato cómo el agua se la llevaba,
probablemente hacia las ciudades ricas y llenas de luces.
[FUENTE: https://revistacarapachay.com/2016/12/07/7/]
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