Convocados por la Revista
Carapachay, los escritores Juan Bautista Duizeide y Carlos María
Domínguez han mantenido un diálogo epistolar durante unos meses – uno
estando de viaje en el barco La Sanmartiniana,
en los mares del sur; el otro desde las costas uruguayas – entorno al
río, la escritura, las geografías y tradiciones literarias. Las
siguientes cartas son el resultado de ese riquísimo intercambio.
Duizeide a Domínguez
Puerto Madryn, enero 2015Querido Carlos:
¿Qué tal?
Como espuma en una costa asediada por la
resaca, se amontonaron los años desde la última vez que intercambiamos
seguido correspondencia. Me acuerdo bien. Fue por el 2007, cuando yo
estaba trabajando en la antología Cuentos de navegantes, publicada al
año siguiente. Hoy te escribo en viaje. O quizás debiera decir en otro
tipo de viaje, ya que por entonces, lejos de estar quieto, recorría vida
y obras de Stevenson, de Conrad, de Mutis, de Coloane, de Haroldo
Conti, del “Chango” Foguet, un tucumano, maquinista naval, que escribía
de espaldas a Buenos Aires y de cara al universo. Y también vida y obras
tuyas, claro.
Ahora estoy haciendo una travesía a vela a
lo largo del litoral marítimo argentino. En Berisso, por noviembre,
embarqué a bordo del queche La Sanmartiniana, fuimos descendiendo el río
hasta desembocar en agua salada, y desde entonces venimos recorriendo,
puerto a puerto, esta extensión bastante olvidada por las mayorías, para
quienes mar resulta, a lo sumo, sinónimo de playas y de vacaciones. Los
primeros tramos -Mar del Plata, Necochea- fueron para mí como un viaje
hacia el origen: singladuras hacia mi lugar de nacimiento, de infancia,
de primeras lecturas. No es de extrañar, entonces, que se trate de
navegaciones por las propias memorias, fundantes, lejanas, cercanas. Y
que entonces aparezcan aquí un pedido de disculpas, un agradecimiento,
y, de regreso al presente, de cara al futuro, una pregunta.
Recuerdo que al elegir entre ambos tu
cuento Mancuso para aquella antología, te propuse un cambio en una
palabra. Para nombrar la parte del buque, semejante a un edificio, en
donde se concentran los compartimentos destinados a la tripulación,
usabas casillería. Yo te sugerí, me temo que con un énfasis que no
alentaba la réplica, usar en su lugar casillaje. Ninguna de esas dos
expresiones del vocabulario marinero se ubica entre mis favoritas –como
ballestrinque, zafarrancho, botavara…-, aquel pedido de enmienda no
estuvo guiado por el capricho estético, sino por una mezcla de soberbia
con un reclamo implícito de extra territorialidad que hoy me avergüenza.
¿Por qué, si para el idioma castellano en general, levanto la bandera
del uso, antes que la de la normatividad, al tratarse de mi ámbito más
entrañable me ponía en el lugar del juez?
En este viaje hacia la memoria que estoy
llevando adelante, más que en aquel viaje a través de mares de libros,
repasé mi relación con este río nuestro de nombre y de clasificación tan
difíciles (¿mar dulce, estuario, infierno de los navegantes?).
Mi llegada a la navegación fue a través
de relatos de mar. Paradójicamente, en un primer momento esas lecturas
me llevaron al Río Santiago, donde cursé el Liceo Naval Militar. Cómo
fue que duré allí durante la dictadura genocida, unos años después de
que cursara allí sus estudios el gran C.E. Feiling, es algo que conté en
extenso en un capítulo de Crónicas con fondo de agua. Baste aquí
mencionar que si seguí fue por los barcos, por el orgullo de hacer algo
por fuera de la tutela familiar, por cierto machismo adolescente. Y
también, puedo entender ahora, porque durante esa dictadura no había
lugares demasiado mejores: sobraban los docentes y directivos de colegio
que delataban y mandaban al muere a sus alumnos.
Para mí, el río fue un sucedáneo del mar,
una etapa del aprendizaje, y nomás comencé a navegar como marino
mercante, abandoné su frecuentación. A mi preferencia por el mar, se
unía un rechazo ideológico, digamos. Y el arte no me acercaba la mejor
delas imágenes del pobre Río de La Plata. Un río mugroso reempujado por
remolcadores chotos en La piel de caballo de Zelarrayán; la pobreza de
las orillas de Sarandí y Quilmes en Gómez Bas; los domingos populares
junto al río que tan bien contó Bernardo Kordon… Todo me alejaba de ese
monstruo. Por entonces, no sabía del nadador de Viel Temperley. Pero
llegó a tiempo Sudeste, de Conti, para mirar el río con otros ojos, para
escucharlo como a una música nueva, y para volver a navegarlo. Y
también llegó a tiempo, años después, tu novela Tres muescas en mi
carabina para animarme a escribir una novela en la que un mestizo –el
kanaka del título- recuerda una vida entera de navegaciones desde la
isla Martín García, que no fue nunca la capital de una confederación
sudamericana como soñaba Sarmiento en Argirópolis, sino una prisión y un
lazareto. Por esa puerta de aguas que me abriste, va el agradecimiento.
Y ahora, la pregunta.
Para dar vueltas alrededor de los mismos
cinco o diez temas que aborda la literatura que me interesa, bien se
pueden escribir narraciones que transcurran en el desierto o en Marte.
Sin embargo, extraño libros tuyos como Mares baldíos. Aunque admiro El
bastardo, una obra bien rioplatense en su indefinición genérica, como
este mismo gigante que no podemos decidir qué es: ¿Mar Dulce, estuario,
Infierno de los navegantes?
Navegantes, barcos, muelles, beachcombers y bichicomes… ¿Volverás a esas voces y a esos ámbitos?
Por ahí, por acá, ando yo. No puedo dejar
de escribir en torno al agua y desde el agua. Navegar como quien lee,
escribir como quien deriva. Así intento enhebrar ahora río, mar,
experiencia.
Un abrazo, j.b.
***
Domínguez a DuizeideMontevideo, enero 2015
Querido Juan, envidio lo que viste y vas a
mirar cuando te distraigas de estas líneas. Qué buena aventura ese
viaje. Yo creo que los tipos que nos enamoramos del mar vamos en busca
de la libertad y nos encontramos con su límite. Es, quizá, más que una
idea, una intuición: la de que un hombre no se conoce hasta comprender
sus limitaciones, y cuando uno enfrenta las fuerzas superiores de la
naturaleza, lo entiende con el cuerpo. Es algo que el mar te lo dice en
la piel, no es traducible.
Empecé a aprender eso en las costas de
Olivos, porque me crié a quince cuadras del gran río, de sus playas, de
sus areneras. El río acercó a mi juventud el horizonte y las
diferencias: en verano el balneario se llenaba de “cabecitas negras”.
Llegaban en camiones a comerse un asado y bañarse en el río, con la
abuela y el loro, y la radio y el peine de bolsillo. La clase media iba a
la pileta del club, para huir de la negrada, pero a mí me gustaba
mezclarme con ellos porque traían otra Argentina, y ahí entrenaba la
troupe de lucha libre de Martín Karadagián. Todo eso murió con la
dictadura, que se adueñó de la costa, la llenó de escombros y de mugre.
Pero antes de que eso sucediera yo iba de día y de noche porque muchos
sábados, después de los bailes, con mis amigos terminábamos en la playa,
fumando bajo las estrellas.
Cuando me vine a vivir a Montevideo
comprendí que el Río de la Plata era más grande y misterioso. Acá empecé
a navegar por la costa y a recorrerla por tierra. Guiado por el
espíritu de Haroldo Conti, en las costas de Colonia conversé con
pescadores, cazadores de pájaros, de nutrias, de ciervos,
contrabandistas, con un pirata del Delta, incluso, ya retirado. Todo eso
fue a parar a un libro de crónicas que en Buenos Aires no se conoce
pero tuvo acá muchas ediciones, Escritos en el agua, y tiempo después
hice otro libro, también desconocido allá, con los marinos que entran
los grandes buques al puerto de Montevideo y al Río de la Plata,
Las puertas de la tierra, que fue uno de sus nombres primitivos. En el
Sitra, un barco que venía de Marruecos, con toda la tripulación hindú, a
cargar palos de eucalipto a Fray Bentos para llevarlos a España,
entendí que el río más ancho del mundo tiene doscientos metros, fue como
llevar un elefante por el canal de una bañera. Ahora como siempre,
sigue siendo “el terror de los navegantes”, porque fuera de los canales,
encallan y se rompen. Algunas de las historias que recogí se
convirtieron en los cuentos de Mares baldíos, que por mi condición un
poco paria salió primero en Alemania, en Montevideo, y ahora acaba de
publicarse en Buenos Aires.
La naturaleza y los libros fueron para mí
parte de una misma experiencia, quizá por el gusto de echarme al camino
y descubrir nuevos mundos, con un ánimo que vas a entender enseguida:
en los márgenes está el centro de la historia que todavía no contamos.
Eso lo aprendí de Haroldo, que por una cruel paradoja, acabó arrojado
por los vuelos de la muerte en las aguas del Río de la Plata. Y ahí
tenés el lado más tenebroso de este río que es el tercero más caudaloso
del planeta y está condenado a desaparecer. No bastó que fuese un
enterradero de barcos —son más de mil—, también lo convirtieron en tumba
de desaparecidos. Vida y muerte van juntas en esta máquina que mezcla
las aguas y los destinos.
El delta crece treinta metros por año
hacia la costa uruguaya y si Kanaka hubiese estado prisionero hoy en la
Martín García se hubiera vuelto caminando a Buenos Aires, solo con nadar
los doscientos metros de dos canales. Ya no tiene más de un metro de
agua alrededor, y la mayor parte de esa sección del río también. El
arenal se ve muy bien en las fotos satelitales y la nueva paradoja es
que después de muchos años de disputas por su pertenencia, Martín García
va camino de quedar encerrada dentro de territorio uruguayo, abrazada
como está por la Timoteo Domínguez, un pariente de destino trágico, al
que el río le escribió un cuento y su regreso.
No sé qué te parece a vos, pero yo creo
que fuera de la retórica con que se la nombra, la cultura del Río de la
Plata todavía está lejos de reconocerse, no solo porque Buenos Aires
ignora que es parte de una unidad que la trasciende, también porque es
una cultura que desconoce el fundamento físico que la sostiene. Es raro,
por este río pasa el mundo, todo el mundo, pero hay que estar en el
agua para verlo. Y en el agua hay un mundo, todo un mundo, que uruguayos
y argentinos apenas conocen. Lo que me parece un tanto fantástico, como
si faltaran paradojas, es que el margen, en esta latitud, coincida con
el centro. Vos que lo conocés bien, ¿no te sentiste perdido dentro de lo
que te pertenece?
Te mando un fuerte abrazo ¡y buenas singladuras!
Carlos
***
Duizeide a Domínguez
Puerto San Julián, febrero de 2015
Querido Carlos:
Te escribo a mano, apoyando el papel
sobre la mesa de navegación del queche La Sanmartiniana, en la que tracé
hasta hoy, hasta aquí, tantas derrotas, en la que marqué posiciones,
corregí rumbos y me aventuré en conjeturas o esperanzas. Navegar me
resulta bastante parecido a escribir, una cuestión de tiempo, distancia y
ángulos, pero escribir tiene una ventaja: derivar y perderse no sólo es
algo permitido, sino que es el recurso para buscar o construir
territorios nuevos, como hacían los viejos exploradores, cuando el mundo
aún no estaba cartografiado por entero y se navegaba por páginas
blancas.
Llevaba veinticuatro días sin estar solo.
Ahora no hay nadie más que yo a bordo. La noche del mar me envuelve con
una música que los distraídos llamarían silencio: el viento en la
arboladura, la correntada que se desliza a lo largo del casco, las
drizas que golpean contra el palo. Mientras releía tu última carta, en
el ojo de buey, de acuerdo al borneo del barco, se sucedían la oscuridad
cribada de estrellas y las luces del pueblo.
Mecido por el agua, repienso algunas de
las cosas que escribiste. Particularmente, me vuelven un par de líneas:
“Buenos Aires ignora que es parte de una unidad que la trasciende”, una;
la otra, tu señalamiento de que nuestra cultura “desconoce el
fundamento físico que la sostiene”.
Por cierto, hay más Argentinas de las que
la pobre imaginación unitaria sueña. Pero además, Buenos Aires ignora
–no alcanzo a comprender si de modo ingenuo o cínico- algunos de los
pilares de su estar en el mundo. Por ejemplo, su gran río y su mar.
Cuando uno mira el país en un mapamundi advierte -si no lo ciega la
predisposición, tan argentina, de sentirse el centro del mundo- que el
país es bastante parecido a una isla. Y apenas se indaga algo acerca de
sus tráficos se sabe –malgré Moyano- que casi todo cuanto compramos y
vendemos viene o va por agua. El país de la soja y la minería, o el de
“los ganados y las mieses”, necesita, para su ambigua y desigualmente
repartida prosperidad, del país del río y el mar. Sin embargo, esto no
ha dejado marcas preponderantes en su cultura letrada o popular, como sí
sucede en Chile, Brasil o Venezuela. Hay en Argentina un género
gauchesco pero no se constituyó un género marineresco. Y no por falta de
grandes textos: pienso de nuevo en tu Tres muescas en mi carabina, en
Sudeste de Haroldo Conti, en Cabo Manila de Dalmiro Sáenz, en La tierra
del fuego de Sylvia Iparraguirre, en El náufrago de las estrellas de
Belgrano Rawson, en Inglaterra de Leopoldo Brizuela o en Convergencias,
ese libro de cuentos tan maravilloso como secreto del Chango Foguet. Las
islas están, no hemos dibujado aún el archipiélago. Las miradas de
conjunto, sea por parte de la crítica o de los lectores. Y también, ese
escribir mirándose de reojo como supieron hacerlo ingleses y yanquis
(ver por ejemplo la lectura de Melville a cargo de Conrad). Last but not
least, a ninguna de nuestras literaturas las sostiene un imperio,
mientras que la literatura anglosajona del mar fue parte de la
construcción imperial, y a partir de Melville, Stevenson o Conrad,
mascarón de proa de la crítica de la razón imperial.
Para Martín Fierro, hombre alzado de a
caballo, el mar no es una posibilidad de fuga y libertad, sino una
barrera. Para Don Segundo, hombre de a caballo obediente, el mar es lo
otro, lo ominoso: en la playa acechan los cangrejales que se comen
carretas y pingos. Es casi un caso clínico el inmenso Hilario Ascasubi,
autor de una fabulosa novela en verso aún por redescubrir, Santos Vega,
así como de una especie de himno nacional alternativo y hardcore, La
refalosa. Cuando niño escapó de su casa y fue grumete de una fragata
armada en corso por las fuerzas revolucionarias: la Rosa Argentina.
Podría también haber escrito una suerte de excursión a los ranqueles
pero del agua. No lo hizo. Casi no hay trazas de sus aventuras ribereñas
y marítimas en lo que escribió. Una omisión que resulta fundante.
Navegar de un tirón toda nuestra costa,
puerto a puerto, como vengo haciendo este verano, me brinda una visión
de conjunto como no tuve en años de marino profesional. Junto los
chicotes de un cabo. Advierto una figura que antes se me escapaba. Esa
continuidad entre el río que tienta a la profusión de sustantivos y
adjetivos así como enloquecía a las brújulas, y este mar tan poderoso al
que los ingleses, poco dados a la efusión, llamaron the roaring
forties. Sin esa intención, y de modo naive, tal continuidad ya estaba
en la gauchesca, al menos como equívoco: “viera que es linda la mar” le
dice un paisano a otro en el Fausto de Estanislao del Campo refiriéndose
al Plata.
No creo que la literatura tenga deberes,
sí goza de posibilidades. Una de ellas, por cierto maravillosa y
aterradora a un tiempo, es la de construir una nación y una lengua (como
supieron Sarmiento, Lugones, Borges, Arlt o Saer). Y más allá de eso,
lo quiera o no, la literatura siempre es retrato. Intrincado, no lineal,
nunca transparente o unívoco, polisémico, abierto a las nuevas
lecturas, pero retrato al fin. Y de esto ni César Aira, con sus juegos
repetidos y profusos ad nauseam está exento (¿cómo no pensar su
entronización académica como un signo de los tiempos, en relación con el
nuevo campo crítico construido tras el final de la dictadura, luego de
la derrota de los movimientos insurgentes y la caída en desgracia de la
figura del intelectual comprometido y las pretensiones utópicas de la
escritura?).
Ya había navegado a lo largo de estas
costas, hace años, a bordo de un petrolero de Y.P.F: el Capitán
Constante. Fueron palabras las que me arrastraron a enfrentar sus
riesgos hermosos. Para mí la Patagonia comenzaba en Quequén. No por
argumentos geológicos, climáticos o históricos, sino porque fue por
Quequén donde por primera vez sonó esa palabra en mí. La Patagonia
comenzó en la voz de mi tío abuelo Rafael contándome de sus naufragios.
¿Son necesarias más pruebas acerca de la potencia de los relatos?
Las tengo: pese a vivir cinco años en una
isla sobre un afluente del Plata, mientras cursé el Liceo Naval Militar
entre 1978 y 1982, necesité escribir en torno a ese territorio para
apropiármelo, para lo cual volví a recorrerlo y hablé con pescadores,
contrabandistas, trabajadores de los astilleros, lunáticos, borrachos,
putas, brujas y marineros varados.
Me parece vano plantear cualquier tipo de
fatalidad territorial, pero sí me resulta de lo más interesante
establecer correspondencias: ¿qué es el Plata? ¿Mar Dulce, Infierno
delos Navegantes, río, estuario? ¿Qué son el Facundo, Una excursión a
los indios ranqueles, Allá lejos y hace tiempo, Museo de la novela de la
eterna?
La noche canta y yo sueño con una
literatura tan inclasificable como ese río que un apresurado llamó
“color de león” y tan poderosa como el mar que acecha más allá de la ría
en la que estoy fondeado.
¿Por qué no?
P.S. desde Río Gallegos:
Nuestra correspondencia estuvo a punto de
quedar trunca. Después de un día de navegación que comenzó muy nublado
para luego llenarse de sol y de azul, al atardecer, cuando estábamos a
menos de treinta millas de puerto, nos sorprendió un temporal del SW. No
llegar –como en la escritura- siempre es una de las posibilidades. Y se
presentó en este caso con todas las galas del naufragio. Pero aquí
estoy, escribiendo. Mientras golpeo las teclas de la computadora me
asedian las imágenes del mar convirtiéndose en otro, del crepúsculo con
olas que comenzaban a romper a proa, de la luna llena iluminando nuestra
lucha por abrirnos camino. Todo ocurrió pasadas las veinte horas,
durante la guardia que me tocaba compartir con Fabiana, mi compañera, y
Pili, un gran amigo navegante. Así que estuve al timón durante lo peor
(lo mejor). No hubo emoción de mi parte mientras duró. Aplicaba una
técnica, intentaba las mejores variantes, quizás, con suerte, inventaba
algunas. Me emociono, sí, cuando recuerdo. Y me emociono ante la sola
idea de nuevas tormentas en el mar. Quizás algo de esa emoción te
conmueva al leer. ¿Será apresurado sacar, de esto, una enseñanza para la
escritura?
***
Domínguez a Duizeide
Montevideo, febrero de 2015
Acabo de buscar en el mapa la bahía de
San Julián, así que si seguís adelante esta carta seguramente va a
encontrarte en camino o ya fondeado en el Puerto de Santa Cruz, tu
próximo refugio en la costa. Querido Juan, da vértigo verte tan abajo en
el mapa, y hasta un poco de vergüenza escribirte desde mi escritorio,
en Montevideo, bajo el amparo del aire acondicionado porque afuera de
esta periquera hace un calor de todos los diablos. Nada comparable a esa
aventura que te trae tan vívido, imagino que con el cuerpo cansado y
pese a todo, con tiempo para reflexionar sobre tus pasiones de marino y
escritor.
Hace poco conocí en el puerto de Santos
al brasileño Amyr Klink, que se cruzó el Atlántico a remo, lo escribió
en un libro: Cem dias entre céu e mar, desde Sierra Leona a Bahía de San
Salvador, porque el bicho de la locura pega fuerte en todas las
latitudes. También acabo de leer los Viajes de Stevenson, que fue de la
misma raza, pese a su deplorable salud. Así que habría que agregar “y en
todas las épocas”, porque como señalás, los anglosajones del XIX dieron
con el imperio grandes aventureros. ¿Conocés la historia de Richard
Francis Burton? Descubrió, con Speke, las fuentes del río Nilo, tradujo
Las Mil y una noches mentadas por Borges, fue el Kim, de Kipling, y
entre muchas otras cosas también le alcanzó la vida para andar por el
Río de la Plata y oficiar de espía en la guerra con el Paraguay. Existe
una maravillosa biografía de Edward Rice.
Es cierto, a ninguna de nuestras
literaturas la sostiene un imperio, y la narrativa marina es para
nosotros un tópico marginal al centro de las preocupaciones, pese a que
los puertos cumplieron y cumplen un papel decisivo. Yo tengo una idea
peregrina acerca de este asunto: creo que la literatura criolla se
concentró en los desiertos y las pampas porque de allí provenía el
terror de las indiadas, los gauchos, los caudillos, y la literatura
necesitaba cubrirlo de sentido. Solo en contadas ocasiones las aguas del
Río de la Plata fueron escenario de grandes conflictos.
A mi modo de ver, el mar ganó una nueva
pero velada vigencia a partir de la globalización, que antes de las
discusiones sobre el fin de la historia, el posmodernismo, internet,
empezó por una revolución en la ingeniería de los barcos. Los buques
sustituyeron las bodegas por los contenedores y abarataron todos los
costos de puerto de los productos que llegan a las góndolas de las
grandes superficies. La carga y descarga de mercaderías que hasta
inicios de los años 80 llevaba varios días, ahora toma unas pocas horas y
los marineros ya no bajan a tierra. Quedaron atrapados en el mar.
Habrás notado que desaparecieron los bares de copas que ocupaban varias
cuadras a lo largo de la calle 25 de Mayo. Lo mismo ocurrió en los
alrededores de la Aduana de Montevideo. Se secaron los espineles en los
que coperas y putas pescaban marineros durante sus estadías en puerto,
con sensible aporte a la literatura porque por ejemplo, fue en esos
tugurios donde Juan Carlos Onetti conoció a Juntacadáveres. El asunto se
hace más tenso con la competencia de Buenos Aires y Montevideo, porque
los calados de los barcos importan ahora decenas de miles de dólares, la
sedimentación del Paraná amenaza a Buenos Aires y dragar el canal
Emilio Mitre tiene un costo altísimo. Del otro lado la situación es
ventajosa, pero Argentina se encarga de ponerle un pie encima, al canal
Martín García y al puerto de Montevideo.
Cuando Juan José Saer escribió El río sin
orillas, intercambiamos unos mails muy fraternales sobre su
desconocimiento de que al Río de la Plata lo llaman “El infierno de los
navegantes” precisamente porque no tiene profundidad, y es en los bancos
de arena, las rocas, los cascos hundidos, donde los barcos encallan y
se pierden. Repetía, creo yo, una serie de equívocos que se puede
iniciar, como bien recordás, con Lugones, que llamó al Plata “río color
de León” —cuando descarga el Paraná, pero se agrisa con las tierras
negras del Uruguay, y vira del azul al verde cuando entra el mar—, y
continua con Baldomero Fernández Moreno, que le dijo “café con leche”.
Eduardo Mallea lo llamó “el río inmóvil” y Jorge Luis Borges “río de
sueñera y barro”, cuando es el tercero más caudaloso del planeta y
arrastra 20.000 m3 de agua por segundo. Los geólogos lo conciben como un
solo delta con una dimensión en superficie y otra sumergida. Y como el
agua dulce corre por arriba y la salada entra por debajo, los bancos del
fondo se mueven y se levantan, de ahí sale el barro que nos identifica,
con el aporte nada despreciable del Paraguay y el sur de Brasil.
Yo creo que el Plata es una cultura que
se mueve, como el río, porosa a la tradición y a la novedad. Y entre
esas dos cosas también se hace nuestra literatura. Es un viaje de ida y
vuelta entre las palabras y las cosas. La evocación de tu tío abuelo,
que te hizo descubrir la Patagonia por el nombre de Quequén, me recuerda
cómo fui a dar a la costa montevideana con una canoa que adapté para
que navegara como velero. La bauticé “Adastra” por aquel magnífico loco
llamado Basilio Argimón, que en el cuento de Haroldo Conti
invariablemente se rompía los huesos después de tirarse de un cerro con
una máquina para volar. Era mi modo de andar en el mar con Haroldo, más
lejos. Tiempo después descubrí que William Faulkner también había
escrito un cuento titulado “Ad Astra”, sobre unos aviadores en la
Segunda Guerra Mundial. Entonces me dije que Haroldo debió conocerlo y
le tomó prestado el título para contar el suyo. Lo que no me cerraba era
la asociación de ambos títulos con la aviación. Me lo reveló el poeta
mexicano David Huerta: En la Eneida, Juno le dice al hijo de Eneas,
después de admirar su valor en la batalla: “Ic itur ad astra” (Así se
llega a las estrellas). Y también Séneca, el joven, escribió: “ad astra
per aspera” (a las estrellas por el camino más difícil). De modo que
Faulkner y Conti habían elegido el título por una asociación con el
cielo que yo no había advertido y me dejaba en el agua. ¡Tres años de
latín en la secundaria, y no leí que significaba “A las estrellas”!
Navegaba bien el Ad Astra, pero le
costaba la virada. Con el palo de la vela cargado sobre la proa no
giraba más de treinta grados, así que para terminar la maniobra debía
ayudarlo con el remo. Una vez quise corregirlo y mi mujer me dijo:
“dejalo así, es el espíritu del Ad Astra. Como dice Gelman, hay que
hacer de la imperfección, belleza”. Así que uno va con el nombre de las
cosas y se encuentra con otras imprevistas, igual que cuando leemos,
como te ocurre, Juan, en tu envidiable aventura.
Casi todo lo que ocurre en el mar, ocurre
en la literatura, quizá porque comparten esa frontera de riesgo en la
que podés “no llegar”, ni a buen puerto ni a ningún lado. Me alegro de
que hayas montado esa tormenta. Pero no abuses de la temeridad. Te
queremos de regreso.
[FUENTE: https://revistacarapachay.com/2015/05/25/diuzeide-dominguez/]
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