De cara al río ves las contenciones,
el hierro que trabajabas con tu padre,
láminas rectas para detener el agua.
Así tu nombre desde la ventana,
la mesa puesta, tu respiración,
la estampida del asma en la casa segura.
Así las tablas sumergidas en el muelle,
el pozo verde y encerrar lagartos.
Caminás la plantación de punta a punta,
la lluvia trae culebras a morir sobre la isla,
flores amarillas como mundos
se rompen en la superficie.
Perdóname, Padre, por enterrarte
debajo de los robles, el barro
se come tu cuerpo inútil,
la voz con que rozabas las hojas
que acababan de nacer.
Voy a beber tu sangre
hasta el fondo del vaso,
masticar las raíces de tu ciencia,
tu voluntad,
nuestros corazones a tu antojo.
Por no dormir fumaste hasta la madrugada,
el sauce al frente de la casa, entre los juncos;
te inclinás sobre la motosierra
como una madera hueca.
Los barcos empiezan a pasar hacia el oeste,
vos limpiás las cuchillas, apilás los cortes,
cavás otro pozo lo llenás;
después hablás de vos,
de tu destreza para deslizarte sobre el río,
el torso como un péndulo esquivando las boyas.
Dejás las herramientas,
no ves nada más que el fuego que se inicia.
Se habló poco después de la muerte,
se respiró despacio,
caminamos por un pasillo de lajas,
vos fumabas y el humo era otro cuerpo
embolsando mi tapado.
Algunos le cantaban a Racing.
Otros aplaudieron.
Nosotros ni siquiera nos miramos.
Se habla poco después de una muerte.
Se escribe poco.
Un tiempo después, un día que no importa,
recibís un mensaje,
estás frente a tus papeles,
la bandeja del mate a tu derecha,
todas las fotografías en tu lóbulo frontal,
junto al agujero del derrame,
y ahí ves la cara de tu amigo,
limpia, enterita, como una caricia.
Muchas gracias por la publicación de estos fragmentos de mi libro Delta, Ed. dl Dock 2012. Roxana Palacios, @roxanamariapalacios / roxanamariapalacios@gmail.com
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