La Revista Carapachay convocó para este
nuevo cruce epistolar a las escritoras Inés Garland y Eugenia Almeida.
Ellas no se conocían personalmente antes de estas cartas. Pero, más allá
de eso, comienzan aquí una charla en donde lo familiar, la memoria y la
escritura giran sobre el espacio del río para indagar una geografía.
Porque todos estamos, tarde o temprano, atravesados por la experiencia
de un río. Con las cartas irán también las fotos que Inés Garland quiere
mostrarle a Eugenia Almeida. Una selección familiar que acompañan los
textos, que se entremezclan. Así se irá macerando este diálogo intenso,
emotivo, entre dos grandes escritoras, que saben contar, que saben
conmover. Que saben compartir con las palabras.
Querida Eugenia:
El río está en mi vida desde siempre, desde antes de saber la palabra río. En nuestra vida, el río es nuestro,
de mis abuelos paternos, de mi padre, de su hermana, de mis primos.
Dicen que la sangre es más espesa que el agua: para nosotros el río es
agua y también sangre. Somos sangre de su sangre. Lo oigo nombrar y
tiene el peso de los amores verdaderos. Es tanto lo que lleva de mí y lo
yo que llevo de él y de la isla, que estuve días sin saber por dónde
empezar esta carta (nosotros le decíamos “la isla”, y los niños
ciudadanos amigos se imaginaban una isla redonda con una palmera).
Empezar la carta por cualquier parte, un detalle cualquiera es la punta
del hilo de oro. Hoy decidí empezar como fuera. Me pasé una hora
buscando una foto que no encontré. En la foto tengo nueve años y corto
una rama de sauce para hacerme una pollera hawaiana. A lo mejor la
encuentro antes de terminar este intercambio epistolar. La quería para
mirarla, pero la tengo guardada en la mente. Estoy descalza o con
medias, embarrada, una polera de algodón estirada y un poco corta,
vaqueros. Mi primo Jack, está sentado mirando lo que hago, embarrado
también.
En la isla se soltaban todas las correas de la semana, las
órdenes eran pocas: no bañarse en el río a
la hora de la siesta cuando los grandes duermen, lavarse los pies antes
de meterse en la cama, no zambullirse de cabeza porque puede haber un
tronco sumergido, tener cuidado con la corriente. No las obedecíamos.
Cuando los grandes dormían íbamos a uno de los últimos muelles de la
costa, que tenía una puertita que se abría al espacio, hacia la
corriente. Hacíamos carreras, salto en largo desde el borde del muelle
al río, subíamos por la escalera, corríamos de vuelta, tratábamos de
saltar cada vez más lejos, ganarnos los unos a los otros. Éramos tres
primas Garland, tres primos Bell, después cuatro y cuatro. Seis chicas
dos chicos. Durante años, cuando éramos seis, vivíamos todos en la casa
de mis abuelos. Los cuartos eran de dos metros por dos. En uno dormíamos
todos los niños, cabezas en los lados opuestos de las cuchetas, los
pies sin lavar en la cara del compañero de cucheta. En el otro cuarto,
que no llegaba a dos metros de ancho, dormían mis padres, también en
cuchetas. En el tercer cuarto, de uno por medio metro, cuchetas para mis
tíos. En el living, mis abuelos. No había luz eléctrica. En los
primeros años, tampoco motor. Comíamos a la luz de un farol de kerosén
colgado del techo en el medio de la mesa redonda. Comíamos en el círculo
de luz. Todos juntos. La comida del sábado a la noche era roast-beef
con papas al horno, mi abuelo era inglés y victoriano, un victoriano de
ojotas. No sé cuántas noches conforman mi recuerdo, pero no importa.
Esa puede ser mi infancia ahora, en esta carta. Este recorte, la noche
en la isla, el río que corre en la oscuridad. Después, con el tiempo,
cuando también yo sea grande y sepa el nombre del río y de los canales y
de tanto más, y haya pensado y revisado lo que entonces era pura
sensación que se me metía en el cuerpo, voy a saber otras cosas, y voy a
creer que contesto las preguntas o que entiendo mejor lo que pasa a mi
alrededor, fuera del círculo de luz. Pero si nos veo ahí esa noche, sólo
veo a la manada, a mí manada. Y tengo la felicidad de formar parte, la
desazón y la angustia que trae el riesgo de ser exilada.
A veces invitamos amigas del colegio. De
esos primeros años recuerdo a las amigas de mis hermanas, no sé si yo
invitaba a alguien. Aparecían con su ropa de ciudad de niñas bien y
volvían con una capa de barro en el cuello de volados. La pista de
patinaje sobre barro al fondo del jardín no distinguía estilos. Había
una que invariablemente volvía con neumonía. No la dejaron venir más en
invierno. No la hubieran dejado volver más en verano tampoco si hubieran
sabido que nos bañábamos desnudas, que esperábamos a oír el motor de
una lancha que entraba por el canal para desnudarnos, los trajes de baño
hechos un bollo en el escalón más cercano al agua —¡qué ganas de hacer
que se cayera el de la que ahora subía corriendo, los brazos y las
piernas doradas, la línea marcada de la elipsis en la espalda, arriba
dorada, abajo blanquísima, hasta los muslos y otra vez dorado!—, corre
escalones arriba, tiene que entrar otra vez en el río antes de que la
vean los de la lancha. ¿Cuántos años tenemos? Diez, once, doce. ¿Cuántas
veces hacemos este juego? ¿Dónde están los varones?
El agua dulce en la boca. El barro en los
labios. El de la orilla cuando baja el río y nos hacemos baños de barro
en la cara, es bueno para el cutis, el barro frío a la sombra, caliente
al sol, espeso, chirle, entre los dedos, el barro costra, el barro
polvo, el barro podrido de las bajantes; el sol, las maderas del muelle
calientes contra la piel, los frutos de las casuarinas que pisamos como
si fueran brasas, la quemazón de las gatas peludas; los sonidos, las
olas contra los palos, el agua mansa que se abre y acaricia los
tobillos, los obenques de los veleros anclados frente a la casa, la
oscuridad, los grillos, las ranas, los mangangás, los aguaciles. Ahora
mismo, a mil años, está todo ahí. ¿Cómo puede ser? Y la nostalgia,
¿dónde se guarda la nostalgia? ¿En el cuerpo?
Eugenia: No quería hablarte solamente de
mi niñez, y escribirte fue la gran oportunidad para rescatar de mi
biblioteca de pendientes un libro que me regaló en el 2011 mi tía (la
del cuartito de uno por medio metro). Se llama Tigre, de
Cófreces & Muñoz. Me enamoré del libro y ahora es otra cosa más que
se me vuelve imperioso compartir en mi escritura. Pero ya ves, ganaron
los recuerdos.
Hace casi treinta años que dejé de ir al
río regularmente. Todas las últimas veces que fui, me puse a llorar. Soy
del río. Soy del cardumen humano que el río llama con su canto a veces
luminoso, a veces oscuro. Soy del bestiario de islas, una gran monchola,
una dama de los botes (mujeres del maravilloso capítulo del libro que
cuenta la saga de Vittorio Matregrano, italiano que vino a fines de 1800
y logró su sueño de un paraíso isleño comunitario, de su hijo Piero,
acusado de pornógrafo por sacarles fotos a las isleñas desnudas —las
damas de los botes—, y de su nieto, Olímpico, que se avergonzó de su
padre hasta que encontró en parque Rivadavia un libro con esas fotos y
entendió algo de quién había sido su padre, algo que ya no lo
avergonzó).
Pero dejo esto y otras maravillas del
libro para la próxima carta. O no. Porque estamos conversando y nunca se
saben de antemano los derroteros de una conversación. Estoy teniendo
otra con vos, a través de tu libro La tensión del umbral. Otro
pendiente que aproveché para encarar. Sé, por lo que voy leyendo, que
puedo conversar con vos. Te mando esta carta con la esperanza de que
también vos sientas que podés conversar conmigo.
***
Querida Inés:
Qué extraño y qué natural empezar así.
Nosotras que no nos conocemos, que sólo tenemos como lazo esta carta
tuya que está sobre mi escritorio. Y tan natural decirte “querida”
porque hace días que te pienso y me digo “voy a contestar la carta de
Inés”, como si fueras alguien que ha estado aquí desde siempre.
Extraño y natural. Como el río. Así lo
definiría yo: con ese cruce de lo extraordinario y lo cotidiano. El
deslumbramiento de redescubrir lo que está a la vista.
Acabo de apoyar una taza de café sobre la
mesa y he dejado una huella, un semicírculo oscuro sobre el papel de tu
carta. No sé por qué, eso me ha hecho sentir que quizás vos también
estás tomando algo caliente ahora, que quizás también estés buscando
palabras para decirle algo a alguien.
Me conmueve como podés ser tan certera.
La definición de tu abuelo como “un victoriano de ojotas” es tan
efectiva que logro verlo.
Tu relato de esos veranos con tus primos
me resuena como las infancias de algunos amigos. La mía fue más bien
solitaria, silenciosa. Cuando usás la palabra “manada”, algo se sacude.
Sé bien lo que es. Pude encontrarla de grande. Me pregunto cómo será
haber vivido eso en la infancia. Qué seguridades o inseguridades otorga.
Leyendo las primeras líneas de tu carta
(y asomándome a lo importante que es el río en vos, en tu familia, en tu
cotidiano), me saltaron a la vista las palabras “la isla”. Ese era el
modo en que un primo de mi madre nombraba el lugar donde tenía su casa.
“La isla”. En algunos de los brazos del Paraná, en la Provincia de Santa
Fe. Un lugar al que fui sólo una vez, cuando tenía 8 años. Una curiosa
vacación que
compartimos mi madre, su primo, su tía y yo. Río. Para mí, el Paraná
merecía una palabra nueva. Tanta agua, tantos peces, tanto verde, tanta
luz.
Aprendí a andar en bote, a pescar “armado
chancho”, a saber qué hacer si una raya cortaba los tendones de
alguien, a devolver los doraditos al agua, a cuidarme de la furiosa
mordida de las palometas. Oíamos de noche la radio, en la oscuridad de
la cabaña. Todos juntos en el mismo cuarto. La piel tensa por el sol, el
sabor del agua. En las paredes de madera, una línea de pescador. Al
lado de las redes, una pila de libros: una biblioteca orillera que
disfrutábamos bajo los árboles. Pececitos fritos para el almuerzo. Una
mezcla aceitosa para untarse en la piel y espantar los mosquitos.
Posiblemente esos días hayan sido algunos
de los más felices de mi infancia. Una semana en el río, rodeada de
gente amable. Sin gritos, sin estridencia, sin violencia. Aprendí que el
sol castiga de un modo impiadoso. Desobedecí la orden de no sentarme en
el bote a la siesta (me escapé por una puerta mosquitera, siguiendo los
pasos del perro). Lo pagué con quemaduras de tercer grado en una
pierna. Una pierna que, treinta y cinco años después, se llena de pecas
cada vez que le da el sol.
Volvimos a la ciudad. Pasé unos días
acostada en una cama, tratando de que nada rozara la enorme quemadura,
dejando que el tío me acercara libros, pequeños sorbos de jugo de
naranja y paño frío sobre la frente.
Tu carta me ha devuelto esos recuerdos, Inés.
Mi tío se llamaba Héctor. Tenía un
apellido vasco. Le gustaba tomar cerveza en la vereda de un bar en la
ciudad de Santa Fe. Creo que era un hombre bueno.
Muchos, muchos años después recibí una
carta suya. Me decía que tenía algunas cartas que le había escrito mi
madre cuando ambos eran adolescentes. Me decía que quizás a mí me
gustaría leerlas. Recuperar alguna huella de mi madre, que había muerto
pocos años después de esas vacaciones en la “isla”. Dije que sí. Él me
mandó por correo un sobre con otros sobres dentro.
Cartas y cartas, lazos de personas unidas por el río.
Todo eso me has devuelto hablándome de vos y de tus primos.
El tío Héctor murió hace tiempo. Había
quedado en viajar a verlo. No se dio. No sé si él sabía cuán importantes
eran para mí esas vacaciones, esos días compartidos, todo lo que
aprendí en el río. Creo que, sin habérmelo propuesto, una de mis novelas
es un largo homenaje a ese tío, a ese río y a esos días.
Al leer tu carta me vienen muchas
preguntas. Y el temor de hacerte alguna que sea incómoda o que, en mi
desconocimiento, te deje en territorio hostil. Por eso, suelto las
preguntas sobre la corriente del río. Vos agarrá las que te gusten. Y
aquí van:
¿Por qué hace treinta años que dejaste de
ir al río regularmente? Las últimas veces, cuando lloraste ¿era de pena
o de alivio? ¿De añoranza? ¿Tiene algo que ver con la “desazón y
angustia que trae el riesgo de ser exiliada” de la manada?
Me gustaría saber más del libro que estás
leyendo. Quiero saber más de Olímpico. Trato de imaginarme cómo serán
los padres de alguien que recibe un nombre así.
Qué lindo saber que sentís que podés
conversar conmigo. Esto también es un río, Inés. Por favor, mi querida
dama de los botes, contame algo más.
Un abrazo
Eugenia
***
Querida Eugenia:
No estoy tomando algo ahora mismo y no
apoyé una taza sobre tu carta todavía. Pero hay redondeles oscuros en
muchos de mis papeles y hasta en las tapas de mis libros, y en cuanto a
estar buscando palabras para decirle algo a alguien, a veces me parece
que no hago otra cosa. Para decirme algo a mí misma, también, a alguna
de las mí mismas que llevo dentro, esas que no siempre toman el
mando pero hablan desde las sombras. Creo que escribo para sacarlas de
ahí —porque vieras cómo argumentan—, para discutirles o entenderlas, o
por lo menos para compadecerlas. Así que no, las preguntas no me
incomodan, tienen el mismo efecto de traer a la luz.
Dejé de ir al río porque mis padres
vendieron el último barco que tuvimos —en mi adolescencia habíamos
abandonado la isla de mi abuelo por los barcos— un patacho naranjero,
mangudo, lento, con la mala costumbre de garrear en medio de la noche,
de obligarnos a levantar el ancla sonámbulas y volver a anclar en otra
parte, a reparo de lo que fuera que esa noche no le había gustado.
Habrás notado el femenino plural: cuatro hijas mujeres y un padre
capitán que daba órdenes. Una noche sola en la vida: la madre capitana,
las hijas y un novio terrestre que nunca se olvidó de la experiencia de
levantar el ancla en medio de una sudestada. Pasábamos los fines de
semana en la desembocadura del canal, con la ciudad a la izquierda, como
una lejana torta de cumpleaños, y un banco de juncos a la derecha por
donde salía la luna en las noches de verano. Dejé de ir al río porque
hice el intento de armar mi propia manada y mi compañero de fórmula no
era de las islas. Y después él y yo nos separamos, pero fue pasando la
vida y me ancló un poco mucho en la ciudad, todos estos años soñando con
la isla y sin ser capaz de parar la estropada y corregir el rumbo.
Entre paréntesis: creo que ese verano cuando dormías con tu mamá, tu tío
y la madre de él en el mismo cuarto a la orilla del río, tuviste tu
manada. Una manada fugaz, pero que alcanza para la eternidad como muchos
momentos de la infancia. Cuando describí la escena a la luz del farol
de kerosén, insinué que había cosas que no sabía, las cosas que pasaban
fuera del círculo de luz. Me refería a las que pasaban en mi propia
manada, a escondidas de mis ojos infantiles, aunque estoy convencida de
que los niños lo saben todo, lo saben, como dije en mi primera carta,
con el cuerpo, con los ojos de la mente que todavía no tiene palabras
para describir lo que perciben. Fuera del círculo de luz había mucho por
conocer, pero las primeras perturbaciones estaban ahí nomás, al alcance
de la mano, y me quedé demasiados años dilucidándolas.
Yo también tuve la curiosidad de hacerte
preguntas cuando leí que te referiste a esa semana en el río como un
tiempo que viviste “rodeada de gente amable. Sin gritos, sin
estridencias, sin violencia”. Pero también yo tendría miedo de dejarte
en territorio hostil. Es emocionante como
la escritura pasa de largo por puertas cerradas que se pueden abrir en
otro momento, que casi inevitablemente se abren en otro momento para el
que escribe, a veces porque le preguntan, a veces porque un relato pide,
como si tuviera hambre.
Flannery O’Connor decía que cualquiera
que sobrevivía a la infancia tenía tema para escribir el resto de su
vida. Estoy de acuerdo con ella. No hago otra cosa que tratar de
conservar ese modo de estar en las cosas, totalmente atenta, asombrada
de la arbitrariedad de todo, de que nada tiene por qué ser como es y sin
embargo nos acostumbramos como si todo fuera dado. Hace unos meses fui a
un cumpleaños en la isla, y, cuando llegamos, dije que el río estaba
creciendo a mucha velocidad y que, si seguía, pronto íbamos a estar bajo
agua. Otras personas que estaban conmigo se inquietaron, pero no
supieron si creerme. Cuenten los escalones, les dije. A la media hora
había un escalón menos y yo volví a sentir el orgullo infantil de
conocer algo. Se ama lo que se conoce, decía San Agustín. ¿O era “se
conoce lo que se ama”? ¿Ya leí esta última pregunta en alguna parte o es
que ya me la hice otras veces? Así es mi memoria. Inundada. La primera
colectiva que volvió a Tigre ese atardecer se llenó de metropolitanos
que no se sintieron cómodos con el agua avanzando sobre la tierra. Me di
cuenta de grande, escribiendo, de la diferencia entre nosotros, que
subíamos los muebles y la heladerita a la mesa de patas de hierro y nos
íbamos de vuelta a nuestra casa en la ciudad, y los isleños. Ellos
también subirían sus cosas a los muebles más altos, pero se quedaban
ahí, comparando las crecientes por las marcas en la pared. Durante años
nuestra vecina isleña vivía a ras del piso. Su casa se inundaba, pero
las camas quedaban en un entrepiso que balconeaba sobre el espacio de la
cocina. En Piedra, papel o tijera le inventé unos cuartos a
ese entrepiso, y a la vecina le inventé unos nietos de la edad de mi
protagonista. Ella era como la Doña Ángela de la novela: una mujer
inmensa, siempre vestida de negro, con el pelo blanco, las manos
cuarteadas, las uñas quebradas con rayas negras; la veo ahora, sentada
en el muelle, de espaldas al nuestro. La pollera negra le llegaba bien
por debajo de las rodillas, caminaba despacio, arrastrando un poco las
¿boyero? rotas. ¿Les decíamos boyero a esas alpargatas con suela de
goma? Yo no sabía que con los años me pondría a pensar en ella tantas
veces, que llegaría a sentirla tan próxima y tan lejana. Su apellido era
Persoglio, Zulema Persoglio. Si pudiera volver atrás en el tiempo, me
sentaría con ella en el muelle y le preguntaría por su vida. ¿Cómo había
llegado ahí? ¿Dónde estaba su marido? ¿Cuántos hijos tenía en total? Su
hija mayor se llamaba Argentina. Argentina Persoglio. De cómo un nombre
puede ser también una puerta.
La curiosidad por los otros, por los
otros bien otros, me llegó tarde en la vida. Estuve siempre tan ocupada
en desbrozarme, en dilucidarme, en dilucidar a mis padres, en querer
saber quiénes éramos, quién era yo, escuchar mis voces, reconocerlas,
desactivar algunas para atreverme después a los otros, como si conocerse
más sirviera para perder, aunque sea un poco, el pudor, cuando en
realidad el pudor lo fui perdiendo a medida que conocí más a los otros.
No a los otros de mi manada, a los otros bien otros, como dije. ¿Qué
importancia tiene quién soy yo? No soy ni tan monstruosa ni tan
diferente. Antes de que sea tarde me gustaría que me dejara de importar.
Ahora quiero saber de los otros. A lo mejor las preguntas son
distintas. A lo mejor son las mismas. Una vez alguien me dijo que el día
que me sintiera una gota en un río que corre, dejaría de preocuparme la
muerte. Algo de eso tiene sentarse en el muelle en silencio.
Necesito volver al río.
***
Querida Inés:
Acabo de leer un libro que me hizo pensar en vos, en nosotras, en este intercambio que propició el querido Ronsino.
Se llama, justamente, El río. Es
la última novela de Débora Mundani. Una historia conmovedora y algunas
imágenes que se quedan, rodeándote, como un sueño: una comadreja
haciendo equilibrio en una isla de camalotes; un árbol que desprende su
raíz y cae; un grupo de chicos sobre el techo de una casa.
Cuando leo tu frase “Dejé el río porque
mis padres vendieron el último barco que tuvimos” pienso que me gustaría
ser alguien que pudiera decir eso. Alguien en cuya vida los barcos
hayan estado tan presentes que haya habido más de uno.
“Un patacho naranjero, mangudo, lento”,
decís. Cuando hablás de tu barco parece que estuvieras hablando de una
persona. Y eso me gusta. Hay algo en los modos de decir que siempre me
ha llamado la atención. No podría decir qué es. Me gusta oír.
Generalmente recuerdo mejor las expresiones que los contenidos. Y
algunas palabras resuenan como si fuera música, una música que me
distrae de toda otra cosa. “Ahicito”, por ejemplo. O “ahorita”.
Me gusta esta forma de decir que tenés:
un barco es alguien, un relato pide porque tiene hambre. Hay que tener
una mirada repleta de agua para ver eso.
Respondiendo a tu carta: las cosas que
pasan fuera del círculo de la luz son las que buscan siempre una palabra
que las nombre. Aun sabiendo que es imposible. Son como un perro que
llora detrás de la puerta para que le abras; son como un barco que
“garrea en medio de la noche”.
El lenguaje es, posiblemente, lo que más
me interesa de nuestra especie. No. No es eso. Es más bien aquello que
queda delimitado por el lenguaje: todo lo que no es lenguaje, lo que
corre por detrás, por dentro, lo que es invisible, lo innombrable, lo
que se presiente pero se deshace antes de ser sentido, todo eso, estoy
segura de que entendés; todo eso es lo que más me interesa de nuestra
especie.
Tu carta me ha dado alegría. ¡Boyero! La
palabra sonó como un pez que apenas toca la superficie antes de volver a
hundirse y, en ese segundo, expone su costado al sol y hay como un
brillo, algo, un relámpago de entrecasa. También mi memoria está
inundada.
Cuando hablás de Zulema Persoglio y de
tus ganas de sentarte en el muelle y preguntarle sobre su vida, vuelvo a
la novela de Mundani. Hay una escena en la que dos personas charlan
sobre el techo de un frigorífico, rodeadas por el agua del Paraná que ha
crecido hasta taparlo todo. Ahora, en la imagen, no están esas personas
sino vos y Zulema.
En la carta anterior me preguntaba qué
piensa alguien que decide bautizar a su hijo con el nombre “Olímpico”.
Esta vez me pregunto qué piensa alguien que decide llamar a su hija
“Argentina”. ¿Vos sabés por qué te pusieron Inés? Yo sé que iba a tener
otro nombre. Pero el que tengo está bien.
No conocía la frase de Flannery O´Connor.
Por supuesto, acuerdo con ella. La infancia es un territorio inhóspito
para mí. Un lugar al que nunca querría volver, ni siquiera por un
segundo. Siempre me ha llamado la atención el culto a la infancia como
“época de ensueño”. “La jaula del infierno” la llamaría yo. Aunque haya
habido, por supuesto, espacios de luz como esos días en la casa de mi
tío.
Querida Inés: las cosas siempre suceden,
creo, como en un río. Un río más sabio que uno, que los otros, que todos
juntos. Quizás un dios en forma de río. O un río que sabe ser dios. Lo
que quiero decir: es raro cómo se enlazan las cosas. Sería imposible
explicarte por qué algunas de tus frases parecen venir justo después de
una charla muy larga. Un encuentro en el que te hubiera contado qué me
preocupa en estos días, qué es lo que he estado pasando, qué fantasmas
han aparecido, qué se fue para siempre, qué cosa inesperada vino a
surgir desde atrás de los días. Eso parece. Que supieras por dónde ando.
Tu pregunta “¿Qué importancia tiene quién soy yo?” resume todo lo que he querido decir en el último tiempo.
“¿Qué importancia tiene quién soy yo?”
Ojalá puedas volver al río.
Ojalá cuando vuelvas me escribas. Unas líneas aunque sea. Sólo para decir: “Volví”.
Un abrazo
Eugenia
[Fuente: https://revistacarapachay.com/2016/08/12/ines-garland-eugenia-almeida/]